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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (30 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Jaja iba de un lado a otro en un estado de terror, temiendo una ejecución inminente. Estaba seguro de que, antes o después, las cartas que le había escrito a Vardar Ali Bajá serían descubiertas y su castigo sería la tortura y la pérdida de la cabeza. No veía cómo podría escapar de un fin tan cruel. A veces pensaba en Kösem. Indudablemente ella tenía poder para salvarle. Después de todo, ¿no se había mostrado favorable a la rebelión de Vardar?

Unos días después de haber llegado a palacio, Kösem hizo venir a Jaja a su presencia y, sin decir una palabra, le hizo señas a uno de sus esclavos para que le entregara dos bolsas de oro, probablemente para pagarle los servicios prestados. Él cogió las dos bolsas e hizo una inclinación hasta besar el suelo. Ella no dijo nada, simplemente le indicó con la mano que se fuera. Durante el tiempo que Jaja estuvo en su presencia, apenas le miró a los ojos. Jaja se sintió humillado y anonadado. Después de todas las cartas e informes que le había enviado, en los que había volcado su mente y su alma, esperaba que una cierta intimidad hubiera surgido entre ambos. Pensó que Kösem lo trataría al menos dando señales de amistad y agradecimiento. ¡Pero no! Su actitud hacia él fue más fría que nunca. Jaja sacó la definitiva impresión de que Kösem no tenía ya necesidad de sus servicios.

Al principio atribuyó su frialdad a la acostumbrada arrogancia con que los altaneros y poderosos tratan a sus esclavos y sirvientes personales, como una forma de compensar el hecho de que viven en tan íntima proximidad con ellos. Después se le vino a la mente el horrible pensamiento de que lo había tratado con tanto despego precisamente porque, lo mismo que él, ella había sido partidaria de la rebelión de Vardar. Y ahora que, por así decir, se había pasado al otro campo, no quería que nadie le recordara su propia traición. Indudablemente lo preferiría muerto… Y habiendo llegado a esta conclusión, llegó también al convencimiento de que estaba solo en este mundo.

Una día, en un acceso repentino de afirmación personal, pensó que debía, al menos, eliminar cualquier evidencia incriminatoria que pudiera tener en su poder. Al buscar en su habitación esa evidencia, se encontró con su
Siyaset-Name
. Cogió el bulto de papeles en la mano y pensó que sería una buena idea quemarlos inmediatamente. Estaba seguro de que no había habido nunca una prueba más condenatoria de sus simpatías por los rebeldes que esas páginas. Se apresuró a encender el brasero y cuando el carbón empezó a echar chispas, se sentó y hojeó su
Siyaset-Name
. Después empezó a leerlo en serio. Cuando terminó de leer, se puso de pie y se frotó los ojos con la mano, como si quisiera quitarse una telaraña que le impedía ver con claridad. ¡No! No iba a quemar su
Siyaset-Name
por nada del mundo. Que alguien lo destruyera después de su ejecución. Si algo había conseguido en esta vida miserable, reflexionó, era el puñado de certeras intuiciones de que había disfrutado en relación con los asuntos de este mundo y esto es lo máximo a que cualquier mortal puede aspirar. ¡No! Sería un sacrilegio… Sacrilegio el destruir el producto de la intuición y perspicacia que había adquirido mediante sus grandes sufrimientos y dolores. Cogió la jarra de agua que estaba en un rincón de la habitación y la derramó sobre el carbón que empezaba ya a despedir llamas.

Cuanto más cercano veía su fin, tanto más acuciante era su necesidad de ver a Humasha. Todo lo que lo rodeaba le recordaba lo que había perdido. En palacio, los preparativos para la boda del Padisha y Humasha estaban en su punto álgido. El Padisha ya le había regalado a ella el palacio de Ibrahim Bajá en el Hipódromo y el Gran Visir estaba haciendo lo imposible para asegurarse de que había suficiente marta cibelina para amueblar la totalidad de él.

Se reunió piel de marta de todos los rincones del imperio y se importó también de Rusia a precios exorbitantes. Cuando se hizo evidente que no había suficiente marta cibelina en el mundo para cubrir el palacio de Humasha, se importó piel de lince y costosas alfombras para completarlo. En la Casa Oficial de la Moneda se acuñaron palmeras de oro para la ceremonia nupcial. Eran tan urgentes todos estos preparativos que se ordenó a los comerciantes del bazar que mantuvieran abiertas sus tiendas también por la noche. Porque en cualquier momento, de día o de noche, un destacamento de caballería podía irrumpir en una tienda para coger cualquier cosa que las mujeres del harén consideraran necesaria. Y, por supuesto, a nadie se le pasó por la cabeza el pagar a los pobres comerciantes.

Fuera Jaja donde fuera, la conversación, favorable o desfavorable, era acerca del fabuloso matrimonio del siglo. Desde el regreso de Kösem a palacio, era natural que Hafsa y el resto de los espías dejaran de presentarle a él sus informes. El resultado fue que se sintió más aislado que nunca. De hecho no había vuelto a ver a Hafsa desde que había aceptado sus monedas de oro a cambio de la promesa de arreglar una entrevista entre él y Humasha. Y cuando la vio fue por pura casualidad. Últimamente había adoptado la costumbre de pasearse por el Altynol varias veces al día y de merodear por las cercanías del patio de las favoritas con la esperanza de ver fugazmente a Humasha si ésta iba por casualidad a visitar a una u otra de las favoritas. Cada vez que iba tenía que preparar una excusa para justificar su presencia, por si lo desafiaban los guardias de palacio.

En su fuero interno sabía perfectamente bien que Humasha estaría en los aposentos de Ibrahim y que la probabilidad de que fuera a visitar a una de sus rivales era muy remota. Pero había otra parte de su ser que, al sentirse tan desdichada, se aferraba desesperadamente a la más tenue esperanza. Y fue en uno de estos furtivos paseos por el Altynol cuando se encontró cara a cara con Hafsa. Ésta hizo como si no lo hubiera visto y habría pasado sin saludarle si él no hubiera interceptado su paso. La agarró por la muñeca y exclamó con una voz ahogada:

—Hafsa, ¿por qué me has fallado?

—¿Qué quieres decir? ¡Yo no te he fallado! —contestó tratando de soltarse de la mano de Jaja.

—¿Me prometiste o no me prometiste conseguirme una entrevista con Humasha?

—No te prometí nada. Lo único que te dije es que lo intentaría —replicó ella cada vez más enfadada, al no poder liberar su muñeca de la fuerte presión de la mano de Jaja.

—Y ¿lo intentaste?

—¡Alá sabe que lo intenté!

—¿Y?

—Y me dieron tal bofetón en la cara que no sé cómo no perdí uno de los ojos. Humasha es una gata terriblemente viciosa. Me amenazó con matarme si le volvía a mencionar tu nombre. Dice que sabe cómo tratar a los que cuentan mentiras acerca de ella.

Jaja se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad. Al recordar su reciente humillación, los ojos de Hafsa se arrasaron de lágrimas.

—¿Es eso lo que dijo? —contestó en un susurro y, al sentir una punzada de compasión por la muchacha, le soltó la muñeca.

—¡El Profeta es testigo de que estoy diciendo la verdad!

Tenía una actitud tan humilde, tan desalentada, que Jaja rebuscó instintivamente en su bolsa para darle alguna moneda. Pero Hafsa no le dio la oportunidad. Meneó la cabeza y se apresuró a pasar por delante de él para continuar su camino hacia el patio de las favoritas.

Cuando solamente dos días después Jaja vio por casualidad a dos sordomudos arrastrando por los pies el cuerpo del escriba de Ibrahim, se dio cuenta de que su propio fin estaba cerca. No pensó en escapar. Si sentía algo, era una especie de desilusión, o más bien una sensación de que su espíritu había perdido aliento o parte de su propia esencia ante la perspectiva de que su vida fuera a terminar tan carente de sentido. Su cólera se concentraba ahora exclusivamente en Humasha. Lo que más deseaba era verla cara a cara y echarle en cara lo mal que lo había tratado. En su imaginación se veía a sí mismo abofeteándole el rostro como había abofeteado el de Hafsa. Pero necesitaba en primer lugar conseguir acceso a su habitación. Pensó que el mejor momento para sorprenderla sería alrededor del mediodía de un viernes, porque entonces Ibrahim y todo su séquito estarían camino de la mezquita del sultán Ahmed I para asistir a las oraciones públicas. Los aposentos del Padisha estarían casi vacíos y los guardias que no habían acompañado a Ibrahim a la mezquita estarían descansando. Y si le paraban camino del aposento interior, fingiría que venía con un mensaje urgente de Kösem.

Nunca se presentó la ocasión. Aquella noche, hacia las doce, vinieron a buscarle. Estaba en la cama pero no dormido. Al principio oyó voces que hablaban en susurros y pies que se arrastraban junto a su puerta. Después se oyó la primera llamada. Se quedó helado y esperó conteniendo el aliento a que volvieran a llamar. Parecían tardar un siglo y cuando al fin golpearon la puerta, el golpe tenía un sonido sorprendentemente tímido, como si la persona o personas que estuvieran a su puerta no quisieran despertar a todo el sector. No era ésta la manera en que se llevaba a cabo un arresto en palacio.

Al saltar de la cama, oyó pronunciar su nombre en voz muy baja. Se apresuró a abrir la puerta.

Hasta en la intensa oscuridad pudo reconocer la enorme mole de Lale. Aunque vivían a muy poca distancia, no habían hablado el uno con el otro hacía años.

—¡Agá! —Jaja dejó escapar de sus labios un ahogado grito de asombro.

—¡Vístete y ven conmigo! No hay un momento que perder. El Padisha quiere tu cabeza, —dijo Lale con una voz ronca. —¿Ir contigo adonde?

—Te lo explicaré después, pero ¡por lo que más quieras, date prisa ahora!

Apenas había tenido tiempo Jaja de ponerse el turbante cuando Lale lo empujó fuera de la habitación.

Anduvieron por los enmarañados corredores que llevan al Cariyeler Dairesi, el sector de los esclavos del harén; Lale iba delante, abriéndose paso con dificultad y jadeando incesantemente, Jaja y los otros dos eunucos lo seguían en silencio. Estaban literalmente andando a ciegas en la oscuridad, porque Lale no quería encender una antorcha, no fuera que los sorprendieran. Después de un viaje que pareció interminable, entraron finalmente en el hospital de los esclavos.

Había solamente una antorcha en cada corredor, que arrojaba más sombras que luz. Reinaba un profundo silencio. Los pacientes que estuvieran en las habitaciones debían de estar muertos o profundamente dormidos. Al otro lado del edificio del hospital estaba la principal cocina de éste y allí es adonde se dirigía ahora Lale.

A la luz mortecina de una de las antorchas colocada en la pared de la cocina, Lale y Jaja se miraron. Estaban ahora solos, porque los otros dos eunucos se quedaron fuera. El rostro hinchado de Lale tenía la palidez de la muerte y apenas le quedaba aliento para respirar. El esfuerzo necesario para transportar la mole de su cuerpo desde el cuarto de Jaja a la cocina del hospital lo había dejado al borde del colapso. El corazón de Jaja se llenó súbitamente de remordimiento. Tenía muchas cosas que preguntarle, pero se sentía cohibido.

—Te puedes quedar escondido aquí un tiempo hasta que yo pueda arreglar una alternativa mejor —dijo Lale entre resuello y resuello, mientras que su dedo tembloroso señalaba la puerta del almacén de harina—. Alguien te traerá comida una vez al día y puedes salir a dar una vuelta por la noche, cuando no haya peligro.

—¡Agá! Estás corriendo un grave riesgo para salvarme a mí la vida. Yo no debo permitirlo. Si el Padisha quiere mi cabeza, que la tenga. Mi único crimen es que escribí unas cartas a Vardar Mustafá Bajá precaviéndole contra el Gran Visir.

—¿De qué estás hablando?

—¿No es esa la razón por la que el Padisha quiere mi cabeza?

Lale miró a Jaja con una expresión de incredulidad. Quería decir algo pero sólo podía resollar. Asmático como era, tan sólo parecía ser capaz de inhalar aire pero no de vaciar sus pulmones. Con los puños cerrados, se golpeó el pecho hasta que pasó el espasmo. Lentamente y haciendo una pausa después de cada palabra, dijo:

—Yo creía que eras más listo, hijo mío. No sé lo que le escribiste al pobre Vardar Mustafá Bajá. Pero está muerto y por supuesto olvidado. Sin embargo Humasha aún está viva y en el regazo del Padisha. Ha acusado a varias personas, entre ellas a ti y a la Kahya, y a todas las Cariyes que dependen de ella, de fornicación y ultraje contra la moral pública. Han arrestado a muchas de las muchachas y están ya torturando a algunas de ellas. ¡Humasha tiene la culpa de todo! ¡Y cuando pienso que por una mujer así estabas dispuesto a perder la vida!

XXVI

El tiempo estaba en contra de Jaja. A no ser que llegara un barco para llevarle a África, el sultán Ibrahim, Deli Ibrahim, Loco Ibrahim, lo encontraría en su escondrijo en el
mahalle
de los curtidores y lo haría víctima de la más terrible venganza.

Jaja era ahora un fugitivo, mientras que hacía sólo unas semanas era, al menos en nombre, Mussahib Nergis, un chambelán de Kösem, la Sultana Validé. En el harén vivía en un cuarto espacioso y se ataviaba con vestiduras de seda perfumada con el ámbar gris tan amado del Padisha. Muchos bajas y gobernadores le habían pedido favores.

Aquí, entre los curtidores, Jaja estaba en la cloaca de Estambul. La Confraternidad de los Curtidores, aborrecida tanto por Dios como por los hombres, era la más sórdida hermandad de la tierra, compuesta de asesinos e intocables.

Jaja sentía su caída con tanta intensidad que el paso del tiempo no le sirvió de nada para acostumbrarse a su nuevo ambiente. Al contrario, su odio contra el
mahalle
aumentaba por momentos. Como un repugnante miasma, el fétido aire del
mahalle
se apretaba pesadamente contra la madriguera de sus casas de madera medio en ruinas e infestadas de insectos y sus callejones sin salida, oscuros y cenagosos. Los orificios nasales de Jaja no se acostumbrarían nunca al olor de los excrementos de perros que utilizaban en las curtidurías o al acre hedor de cuero podrido. Tampoco podía mantenerse él limpio porque había una gran escasez de agua. Los portadores de ésta no estaban muy dispuestos a hacer sus visitas diarias y, cuando las hacían, nunca entraban en el
mahalle
por temor a contaminarse. Vertían el agua en una cisterna de piedra que estaba a una distancia prudencial del
mahalle
. La mayoría de los días, una vez que los curtidores habían cogido la que necesitaban para su oficio, apenas quedaba suficiente agua para beber, no digamos para las abluciones diarias. Esto no preocupaba en absoluto a los curtidores, que habían olvidado a Dios y sus preceptos tan radicalmente como Él los había olvidado a ellos. No se molestaban en lavarse las manos antes de las comidas y pasaba un año entero sin que sintieran la menor necesidad de bañarse. Jaja había logrado hacerlo sólo una vez desde que llegó, hacía ya varias semanas.

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