No hacía mucho este marido de Sugarpara había sido el Derya-Kaptan, pero estaba ahora luchando contra unos insurgentes en Anatolia. Sugarpara no perdió tiempo y le envió el sello aquella misma noche, pidiéndole que regresara urgentemente a Estambul.
Tuvo razón en hacerlo. La noticia de su nombramiento se extendió como un reguero de pólvora por el harén, poniendo verdes de envidia a todas las otras Kadinas. Hubyar Hatun, una favorita más joven que Sugarpara, reclamó el cargo para su cuñado, Ahmed Bajá, que entonces ocupaba los dos puestos de Bashdefterdar, o ministro de Hacienda, y de Kaim Makam, o Vice Gran Visir. Hubyar Hatun le pidió a Djindji Khodja que apoyara sus peticiones al Sultán, pero tampoco se logró nada. Ibrahim no estaba dispuesto a cambiar de opinión. Entonces Ahmed Bajá, después de habérselo consultado al Djindji Khodja, presentó una oferta que Ibrahim no pudo rehusar. Ahmed le ofreció a Ibrahim un soborno de trescientos mil kurus, con la condición de que siguiera siendo Gran Visir para el resto de su vida.
De manera que Kara Musa Bajá fue despedido solamente cinco días después de haber sido nombrado para ocupar el cargo y Ahmed Bajá confirmado en él. Pero como Kara Musa Bajá estaba todavía en camino hacia Estambul, se le envió un Agá llamado Shahin para pedirle que devolviera el sello de su cargo. Por un capricho del destino no se encontraron. Shahin contrajo la plaga en el viaje y no pudo realizar su misión. Así que durante un corto espacio de tiempo Estambul tuvo dos Grandes Visires, y se puede uno imaginar la angustia de Sugarpara y su marido cuando este último llegó a su destino para que se le dijera al llegar que debía entregar el sello del gobierno a su corrupto rival.
No obstante, las proezas sexuales de Sugarpara en favor de su marido no se quedaron sin recompensa. Por amor a ella, Ibrahim nombró a Musha Bajá para que formara parte del Diván imperial, aunque sólo fuera como segundo Visir.
-Nergis, ¿sabes quién se ha dirigido a mí hoy? —preguntó Humasha, con una expresión misteriosa en los ojos.
—¿Quién?
—¡No lo puedes ni adivinar!
—¿Fue la Kahya
—Te dije que no lo adivinarías.
—Bueno, ¿y quién fue?
—¡El Padisha en persona! Nunca lo había visto de cerca ni oído su voz. ¡Qué suerte tuve! Pasó de una manera tan inesperada que no podía creer lo que veían mis ojos. Me faltaron las palabras. ¿Sabías tú que el color de su rostro es muy rubicundo?
Como una niñita excitada le contó a Jaja cómo se encontraba en el Acemi Kogus, la Sala de las Novicias, cuando de repente llegó Ibrahim y escudriñó sus alrededores como si estuviera buscando a alguien. Al darse cuenta de que lo habían visto, cerró la puerta, pero la abrió inmediatamente después como si hubiera cambiado de opinión. Una vez dentro, se quedó de pie y en silencio un momento, mirando una tras otra a las jóvenes que estaban allí y sin decir una palabra. Ellas, por su parte, estaban tan asombradas que permanecieron inmóviles, incapaces de mover un solo músculo. Y siguieron temerosas de dar un paso, hasta cuando él se acercó tambaleándose hacia ellas y les dijo que no le hicieran caso y siguieran con lo que estaban haciendo.
—¿Qué crees que pasó después, Nergis? —preguntó Humasha, examinando el rostro de Jaja y esperando una reacción.
—¿Cómo lo voy a saber? —replicó Jaja, irritado.
—Fijó su mirada durante un largo rato en mi rostro y me preguntó que cuántos años tenía. Yo le mentí, por supuesto. Le dije que trece… Aunque como tú sabes, tengo quince y dos meses. Pareció agradarle mi respuesta, porque sacó una moneda de oro de su bolsa y me la puso en la mano. ¿Quieres verla?
—No, no quiero verla —contestó Jaja.
Poco tiempo después de esta conversación, Jaja empezó a darse cuenta de que la actitud de Humasha hacia él había cambiado. Cuando venía a visitarlo, se quedaba sólo unos minutos y se comportaba como una niña caprichosa que quería salirse siempre con la suya. Durante cinco semanas seguidas se negó a quedarse una sola noche con él. Cuando Jaja le preguntó qué le pasaba, volvió a la consabida letanía de sus quejas contra sus compañeras de dormitorio y la Kahya. Su humor, perpetuamente descontento, no sólo estropeaba el poco tiempo que pasaban juntos sino que le hacía a Jaja considerarse responsable por su falta de ánimo y le llenaba por consiguiente de una pertinaz sensación de culpabilidad.
Un día, cuando Humasha estaba más inquieta y deprimida que nunca, Jaja se ofreció a hablar una vez más con la Kahya. En lugar de recibir favorablemente su ofrecimiento, Humasha montó en cólera.
—¡No se te ocurra hablarle a mi Kahya! —replicó en un acceso de furia.
—¿Por qué no? Generalmente me hace caso.
En respuesta, Humasha se lanzó contra él, hecha una furia, como si al fin hubiera encontrado una excusa para desahogarse.
—¿Por qué no me dejas en paz? ¿Por qué siempre quieres estropeármelo todo? ¿Por qué te estás metiendo siempre en mis asuntos? Por la gloria de Alá, ¿es que no prestas jamás atención a lo que te digo?
Jaja se quedó atónito. Nunca se había dirigido a él de esa manera: los ojos se le salían de las órbitas, las aletas de la nariz parecían rígidas y afiladas por la cólera. No lograba entender por qué sus simples palabras habían precipitado esa reacción tan violenta.
—Humasha, lo único que he hecho es sugerirte algo… —consiguió decir tartamudeando.
—Si es así, ¡guárdate tus sugerencias! —gritó y sus ojos se redondearon, como siempre que la dominaba la furia—. ¡Siempre me estás aburriendo con tus malditas sugerencias, como si fueras el hombre más sabio del mundo o hasta el Profeta en persona! Te crees que lo sabes todo mejor que los demás… Siempre tienes algo que decir… Ni nada ni nadie cae fuera del alcance de tu lengua… ¡Es sorprendente que no te hayan hecho Padisha o al menos Gran Visir! ¡Por Alá que estoy hasta la coronilla de ti!… ¡No te puedo soportar ni un día más!… ¡El Profeta es testigo de que no te necesito!… ¡Ni te necesito ni te escucharé nunca más, ni siquiera para salvar mi vida!… ¡No me sirves de nada!… ¡De nada, absolutamente de nada! Una sola cosa te voy a pedir: ¡déjame en paz! ¿Me oyes o es que además de todo estás sordo?
Se había levantado de un salto del sofá y estaba ahora amenazándole con el puño, que había puesto muy cerca de su rostro. Jaja se quedó de pie delante de ella con los ojos desorbitados y la boca abierta incapaz de creer lo que estaba oyendo. Durante unos segundos creyó que Humasha se iba a tirar sobre él como un gato salvaje y se echó instintivamente hacia atrás, dándole vueltas aún en la mente a lo que podía haber provocado semejante frenesí de cólera. La absurda naturaleza de un ataque tan feroz procedente de una muchacha tan joven le hizo prorrumpir en una risa nerviosa, interrumpida instantáneamente por las duras palabras de aquella. Su última frase le había penetrado hasta lo más hondo de su ser y el agudo dolor que lo invadió hizo que se le anegaran los ojos de lágrimas. Incapaz de aguantar más ni de ocultar esas lágrimas, le volvió la espalda.
Cuando se volvió de nuevo, la puerta del cuarto estaba abierta y ella se había ido. Sacando fuerzas de flaqueza, cerró la puerta antes de arrastrarse otra vez al sofá como un animal herido.
Con los ojos abiertos y sin darse cuenta de la hora y de la oscuridad que había descendido sobre la habitación, Jaja se quedó tumbado en el sofá, entumecido por el dolor. Espontáneamente, sin que él tuviera el poder de controlarlos, los pensamientos entraban y salían de su mente. Solamente las palabras «¿es que además de todo estás sordo?» parecían haberse quedado allí grabadas para siempre. Cualquier otro eunuco a quien se le hubiera hablado así, habría matado a Humasha en aquel mismo lugar. Sin embargo él no había hecho nada. El dolor se había apoderado de su ser. No obstante, sabía que, dijera lo que le dijera, él la seguiría amando con toda su alma y se lo perdonaría todo.
Al recordar su servilismo hacia Kösem, se acusó a sí mismo de cobardía. Lale habría abofeteado a Humasha en el rostro para enseñarle cómo comportarse. Pero Lale habría sido capaz de hacerlo precisamente porque Humasha nunca habría podido abrirse camino hasta su alma, como lo había hecho con Jaja. Se dijo a sí mismo que la gente es distinta en su necesidad de amor y contacto humano. Si Lale hubiera sentido la misma necesidad de amor que Jaja, ¿se habría comportado también de la misma manera? Pero Lale… Los pensamientos seguían entrando en su mente y saliendo de ella, al parecer por impulso propio.
Se puso entonces a pensar sobre su actitud hacia el mundo. Durante muchos años, había rechazado cualquier creencia en la religión formal y, si iba a la mezquita de los eunucos era tanto para no herir a sus compañeros como para guardar las apariencias. Pero reconocía, no obstante, que abandonar la religión formal no le impedía el seguir siendo una persona religiosa. Era simplemente que, enfrentado con el misterio del mundo, prefería permanecer silencioso que salir con necedades religiosas o girar como un derviche demente o permanecer sentado inmóvil durante días y días, como un faquir indio.
Pero, el hecho de descartar la religión pública no le liberaba de la agonía personal de tener que escoger en este mundo. Que él supiera, la opción que estaba a su alcance no era entre Dios y el Mal, sino Dios-y-el-Mal por un lado y la Indiferencia por el otro. Los dos primeros le parecían en cierto modo inseparables, porque escoger el uno, suponía escoger los dos. Lale había escogido la Indiferencia y parecía estar en paz consigo mismo; mientras que él, Jaja, había escogido, o parecía haber escogido, Dios-y-el-Mal: en otras palabras, involucrarse a sí mismo en el mundo. ¿Le había llegado la hora en que tenía que enfrentarse con el Mal?
La imagen de Humasha se le apareció ante los ojos y el corazón se le encogió de dolor. ¿Cómo podía ser tan vulgar? ¿Cómo podía ser tan cruel y tan desagradecida con él? Para aliviar su tortura o tal vez para pagarle con la misma moneda, intentó ahora en su imaginación, como lo había hecho muchas veces antes, hacer un inventario de sus defectos. Era, indudablemente, codiciosa, presumida y mentirosa. Inventaba historias, hacía trampas y fingía. Era capaz de almacenar agravios, por pequeños que fueran. Podía pasarse la vida regodeándose en su pereza. Sin embargo y a pesar de todo él la amaba con toda su alma. Prueba evidente era que no podía vivir sin ella. Valoraba su relación con ella tanto como su propia vida. Para él Humasha no era una pobre esclava de harén que busca un protector: era la esencia del ser de mujer. Si no hubiera sido por ella, habría pasado por la vida sin haber acariciado nunca un pecho o un muslo de mujer, o sin haber visto a una mujer totalmente desnuda. El pensamiento de una vida carente de todo esto le horrorizaba. Fueran los que fueran los defectos de Humasha… Que ciertamente tenía defectos… Fue ella quien iluminó su vida con rayos de luz. El concepto que él tenía de sí mismo antes de que ella entrara en su vida, era tan negro como su piel y se había sentido a menudo más bajo que el suelo que pisaba. Comprendía ahora perfectamente a Sunbull, el Kizlar Agá. ¿Qué importaba que su mujer llevara en el vientre al hijo de otro, si ella estaba allí, al lado de Sunbull, para complementarlo? ¡Y Sunbull había muerto defendiéndola! ¡Sí! Fueran las que fueran las faltas de Humasha, la realidad era que lo que había traído a su vida la hacía digna de amor y de perdón. Era su otra mitad, su vida, su destino.
Al acordarse de que le había escrito a Kösem un informe sobre Kara Hayder-oghlu, el cabecilla de los rebeldes djalali en Anatolia, fue a la alacena empotrada en la pared a buscarlo. Se alegró de no habérselo mandado aún. Porque había adoptado en él una actitud condenatoria hacia los rebeldes. Sin vacilar, lo hizo pedazos. Cogió pluma y papel y empezó de nuevo, repitiéndose a sí mismo entre dientes el enfoque que iba a darle al nuevo informe que estaba a punto de escribir: «A los que llaman a la puerta, hay que dejarlos entrar».
Los rebeldes se habían ganado su simpatía.
Los rebeldes djalali era compañías de bandidos (acaudilladas con frecuencia por un disidente o un oficial otomano) que, debido a la debilidad y corrupción del gobierno central, habían devastado con impunidad la Anatolia interior. La aparición de los djalali fue motivada, en parte, por el deterioro general de la economía del imperio y las constantes guerras en sus fronteras que dejaban el interior vulnerable a los ataques de los bandoleros locales.
La rebelión djalali se diferenciaba de la mayoría de las otras rebeliones políticas en la historia del Imperio Otomano en que sus cabecillas nunca intentaron establecer un Estado propio, o instaurar un sistema de impuestos, o hacer que se leyeran públicamente sus nombres en las oraciones del viernes como se mencionaba el nombre del Sultán. Lo que querían estos cabecillas era un lugar para sí mismos en el orden otomano establecido, y habrían aceptado con gusto el perdón del débil gobierno central si lo hubiera acompañado un cargo o puesto de importancia como el gobierno de una ciudad. Pero como esto no parecía llegar, los djalali continuaban asolando y saqueando hasta que eran capturados y ahorcados.
Pero no era tarea fácil para un gobierno débil capturar a un cabecilla djalali. Algunos de ellos demostraron ser soberbios estrategas y más que capaces de presentar una seria oposición al corrupto ejército del gobierno.
Jaja aún podía recordar cómo el famoso rebelde Abaza luchó contra Murat IV durante más de diez años hasta que Murat los perdonó, a él y a sus hombres, y los incluyó en su ejército para sacar ventaja de su soberbia habilidad para luchar. Más adelante Abaza luchó por Murat IV en Dalmacia y Polonia durante unos cuantos años hasta que sus éxitos despertaron la envidia de otros generales. Informes falsos acerca de él, hábilmente diseminados, le indispusieron una vez más con el Sultán, que lo mandó ejecutar sin darle la oportunidad de que se defendiera.
Aun así, Jaja se iba a encargar ahora de defender un caso aún más difícil que el de Abaza. La carrera de Abaza en el arte bélico de la rebelión tenía respetables orígenes (era tesorero del jefe kurdo, Djanbuladoghli, en Siria del Norte, que se había rebelado contra el gobierno central por razones políticas), pero Hayder-oghlu era hijo de un bandolero.
Su padre, Kara Hayder, se echó a las montañas cuando era aún muy joven y se dedicó a desvalijar caravanas en los pasos montañosos entre Eskishehir e Izmir. Se había convertido en tal amenaza para la gente que pasaba por estos lugares que el Gran Visir Kara Mustafá expidió un «Nefiram» contra él obligando a todo hombre en Anatolia que no estuviera incapacitado a que prestara su ayuda para entregarlo a la justicia. Sucumbió finalmente después de haber sido cercado no lejos de Uluborlu, al norte de Isparta.