—Nunca jamás en la historia del imperio Otomano se ha celebrado una entronización en una mezquita —contestó. Evidentemente era necesario enviar una delegación a Topkapi para discutir el asunto con ella.
Al comparecer sin la escolta de los más agresivos partidarios, Kösem confiaba en poner a la delegación en una situación desventajosa en cualquier negociación.
La delegación constaba de cinco personas: el Mufti Abdulrahim, el anterior Cadi Asker de Anatolia, Hanesizade y los tres agás de los jenízaros, Musslihaddin, Bektach y Kara Murat. Se encontró con ellos en la Puerta del Desagüe, vestida de negro de pies a cabeza y con un solo eunuco negro como escolta, para abanicarla. Permanecieron de pie en respetuoso silencio delante de ella.
Kösem empezó con una arenga.
—¿Encontráis justo el haber iniciado esta rebelión? ¿No sois todos esclavos que habéis recibido sustento de esta casa, a lo largo de toda vuestra vida?
El viejo Musslihaddin, conmovido hasta las lágrimas por estas palabras, pero permaneciendo firme, se arrogó el derecho de responder:
—¡Tienes razón, gentil señora! Hemos disfrutado todos de los favores de esta casa y ninguno más que yo, durante ochenta largos años. Es precisamente nuestra gratitud lo que no nos permite permanecer ociosos mientras presenciamos el naufragio de esta ilustre casa y de este ilustre reino. ¡Ojalá yo no hubiera vivido para ver lo que estoy viendo! Y ¿cómo puede resultar lo que estoy pidiendo en ventaja y beneficio propios, cuando ni el oro ni los honores pueden ya beneficiarme? ¡Mi gentil señora! La insensatez e iniquidad del Padisha están causando un daño diario e irreparable a este país. Los infieles han capturado cuarenta sólidas fortalezas que teníamos en la frontera con Bosnia, mientras que ochenta de sus barcos bloquean el estrecho de los Dardanelos. Y durante todo ese tiempo, el Padisha no piensa en otra cosa que en satisfacer su lujuria, disfrutar de su juego y despilfarrar lo que recibe en sobornos. Nuestros hombres sabios han recibido y adoptado un fetva para sustituir al ocupante del trono; porque hasta que esto se haga, no puede volver la paz a este reino. Sed comprensiva, señora, y no os opongáis a nuestras razonables peticiones. Porque si lo hacéis, no estaréis haciéndolo contra los hombres sino contra la sagrada ley.
Kösem tenía motivos de sobra para temer a Ibrahim. ¿No fue él quien la forzó al final a retirarse al jardín de Iskenderchelebi, lejos de Topkapi? ¡Si hasta había pensado en desterrarla a Rodas! Incluso sospechaba que él había conspirado para quitarle la vida. ¿No fue imperdonable la manera en que trató a las princesas, sus propias hermanas y sobrinas a quienes había obligado a prestar servicios a sus favoritas, como si fueran las más humildes de las esclavas?
Sin embargo era éste uno de esos raros momentos en que Kösem dejaba que su mente calculadora les hiciera sitio a sus sentimientos maternales. Trató de proteger a su hijo. Propuso que Ibrahim permaneciera en el trono pero sometido a la vigilancia del ulema y del Gran Visir. Fue una proposición que atrajo a algunos de los delegados, hasta que el antiguo Cadi Asker de Anatolia, un veterano un hombre astuto, se hizo cargo del debate:
—¡Oh, noble señora! —dijo—. No estaríamos aquí si no creyéramos en vuestra compasión y benevolencia hacia los siervos de Alá. Sois, no sólo la madre del Padisha sino de todos los creyentes, razón por la cual cuanto antes pongáis fin a este caos, tanto mejor. El enemigo ocupa una posición ventajosa en la frontera y el tráfico en puestos oficiales y categorías no tiene límites. Al tratar de satisfacer sus pasiones el Padisha se ha desviado del sendero que debía seguir. El ruido de pífanos, flautas y címbalos procedente de palacio ahoga la llamada a la oración que viene de los minaretes de Aya Sofía. Nadie puede darle un consejo prudente sin poner su vida en peligro, como vos misma tuvisteis ocasión de experimentar. Se saquean los bazares, se ejecuta a los inocentes y las esclavas favoritas son las que gobiernan el mundo.
Kösem hizo un último esfuerzo para resistir lo inevitable.
—Todo esto es culpa de sus pervertidos ministros —dijo—. Se los depondrá a todos ellos y hombres buenos y sabios ocuparán su lugar.
—¿Y para qué? —preguntó el Cadi Asker—. ¿No ha condenado el Padisha a muerte a todos los hombres buenos y sabios que le han servido? ¿No eran buenos y sabios Kara Mustafá Bajá y Yousif Bajá, el conquistador de Cania?
—Pero ¿cómo va a ser posible —insistió Kösem— poner en el trono a un niño de siete años?
—La opinión de nuestros hombres de prudencia y sabiduría —contestó el Cadi Asker— es que un loco, sea cual sea su edad, no debe ocupar el trono. Este es el fundamento de nuestro fetva. Un ser racional, aunque sea un niño de pecho, puede ser un soberano y, con la ayuda de un sabio visir, restaurar el orden del mundo, mientras que un adulto insensato puede destruirlo mediante el crimen, la abominación y la corrupción.
Sintiéndose derrotada, Kösem se puso de pie, airada.
—Voy a buscar a mi nieto y vosotros le pondréis el turbante en la cabeza.
Cuando se informó de su capitulación a los ulemas y a los jenízaros, se recibió la noticia con gritos y exclamaciones de júbilo.
Se colocó un trono cerca de la Puerta de la Felicidad y allí, tres horas antes de la puesta del sol, el joven príncipe recibió el homenaje de los ulemas, el ejército y todos los otros dignatarios del imperio, aunque gradualmente, no fuera que el espectáculo de tantos asustara al niño.
Una vez debidamente entronizado Mahomet IV, los ulemas, los visires y el resto de los dignatarios se dirigieron a comunicarle a Ibrahim su destronamiento. Un tal Abdulaziz Efendi demostró ser más valiente que los demás. Le dijo a Ibrahim:
—¡Mi Padisha!, es la decisión de los ulemas y de los principales dignatarios del imperio que renunciéis al trono.
—¿Qué? ¿Qué significa esta traición? ¿Es que no soy yo vuestro Padisha? —exclamó Ibrahim.
—¡No! —replicó Abdulaziz Efendi—. No sois ya nuestro Padisha, porque habéis arruinado al mundo con vuestra ignorancia y vuestro desprecio de la ley y del sagrado Corán. Habéis despilfarrado vuestos años en una vida de locura y libertinaje, y el tesoro del imperio en vanidades. La corrupción y la crueldad proliferan en su lugar.
Ibrahim se dirigió, agresiva y acaloradamente, y uno por uno, al Mufti, Abdulaziz Efendi y los jenízaros Bektach y Musslihaddin, preguntándoles una y otra vez:
—¿Es que no soy yo el Padisha? ¿Qué quiere decir todo esto?
Un agá de palacio trató de calmar a Ibrahim y le dijo:
—¡Sí, sí, sois el Padisha! Es simplemente que necesitáis descansar unos días…
—Y ¿por qué he de descender del trono? —preguntó Ibrahim mostrando un destello de inteligencia.
—Porque os habéis hecho indigno de él al desviaros del sendero marcado por vuestros antepasados —contestó Abdulaziz Efendi.
Ibrahim los vilipendió implacablemente, llamándolos traidores y a continuación bajó la mano hasta casi tocar el suelo y preguntó:
—¿Será posible que nombréis Padisha a un niño de esta altura? ¿Cómo puede reinar una persona de esa edad?… ¿Y no es mi hijo, mi propio hijo?
Señalando entonces a Sufu Mahomet, dijo:
—¿O tal vez queráis hacer Sultán a este anciano de noventa años? ¿Puede un Gran Visir llegar a ser Sultán?
Les recordó a cada uno de ellos por turno que era a él a quien debían su posición, su categoría y su riqueza. El Mufti replicó que sólo Alá lo había hecho Mufti. Los otros, que ya no temían a Ibrahim, le correspondieron con semejantes insultos.
Alzando las manos al cielo y pidiéndole a Alá que castigara a los conspiradores, Ibrahim dejó al fin que el Silhadar y el jefe de los chambelanes de palacio lo sujetaran por los brazos y guiaran sus pasos hacia los mismos Kafes de donde lo habían sacado ocho años antes.
A cada seis o siete pasos se paraba, se daba la vuelta y reanudaba sus insultos. De repente se golpeó la frente con la palma de la mano y dijo:
—Esto estaba escrito sobre mi frente. ¡Alá lo tenía ordenado desde antes de mi nacimiento!
Evidentemente parecía haber aceptado al fin su destino.
Se trajeron dos odaliscas para que vivieran con Ibrahim en los Kafes. Eran dos jóvenes esclavas que habían disfrutado anteriormente de las atenciones de Ibrahim, pero que no habían sido elevadas aún al rango de Hasseki.
Una vez que estuvieron dentro se le dio un portazo a la puerta y se la cerró con un cerrojo de hierro pesado que se incrustó después en el marco de piedra con plomo fundido.
Mientras tanto Ibrahim empezó a inspeccionar la prisión real como si la estuviera viendo por primera vez. Tenía dos estancias espaciosas, con altas ventanas situadas en la parte alta de las paredes, y un retrete. Las ventanas daban al canal de desagüe del palacio, más allá del cual estaban las murallas exteriores de Topkapi. En la lejanía, apenas visible, relucía una cinta plateada, que era el mar de Mármara. No había aquí marta cibelina ni ámbar gris, sino muebles de pobre calidad y el fétido olor del sucio canal.
Al percibir el débil son de las babuchas, Ibrahim, que estaba de pie junto a la ventana, se dio la vuelta y se encontró, frente a frente, con el terror reflejado en los ojos de las dos mujeres. Ésta fue la primera vez que salió de lo más hondo de su ser un grito aterrador; un grito que era por una parte salvaje e inhumano y que rebosaba por otra de la más negra desesperación que puede albergar el alma de un hombre.
Las mujeres, que estaban ya aterradas, cayeron al suelo temblando. Tropezando con sus cuerpos, Ibrahim se precipitó hacia la puerta y empezó a aporrearla con los puños, sin dejar de gritar.
Nadie pudo conciliar el sueño aquella noche en palacio. Los incesantes gritos de Ibrahim mantuvieron a todo el mundo despierto. Durante toda la noche los habitantes de palacio se preguntaron cómo un ser humano podía proferir esos gritos tan profundamente inhumanos. Kösem, como los demás, no pegó un ojo. Se levantó temprano y dio órdenes de que se tapiaran las ventanas de los Kafes, dejando solamente una estrecha escotilla para pasarle el alimento a Ibrahim y a sus dos odaliscas.
Cuando se terminó la obra, los Kafes quedaron convertidos en una tumba. Pero los gritos de Ibrahim y sus golpes en la puerta eran aún peores, si cabe, que antes.
La trágica situación de Ibrahim provocó una compasión inesperada, no sólo entre los habitantes de palacio sino en círculos más amplios, como entre los spahis, que no podían admitir su rápida deposición en favor de un niño de siete años.
Así que el Mufti Abdulrahim, el Gran Visir Sufu Mahomet y algunos de los agás de los jenízaros empezaron a temer que tal reacción llevara a la restauración de Ibrahim al trono y a la inevitable ejecución de los implicados en el destronamiento. La elección era sencilla: o sus propias vidas o la de Ibrahim.
Como es lógico, no vacilaron un instante. Pero tuvieron que pasar por ciertos trámites legales. Le plantearon una pregunta formal al Mufti:
—¿Es legal deponer y ejecutar a un soberano que rehusa la dignidad de pluma y espada a aquellos que la merecen, pero se la vende a los que no la merecen?
El lacónico fetva del Mufti fue:
—Sí.
Estaba basada en la Sura II 217 del Corán, que dice: «El tumulto y la opresión son peores que la matanza».
Cuando el Mufti y sus conspiradores llegaron a palacio para presenciar la ejecución de Ibrahim, vieron que todos los oficiales habían abandonado el lugar para evitar el tomar parte en un regicidio. Los conspiradores tuvieron que romper el cerrojo de los Kafes ellos mismos. Hasta el verdugo oficial, Kara Ali, a quien el Gran Visir había dado órdenes de que le acompañara, intentó ocultarse.
—¿Dónde se ha metido ese maldito verdugo? —bramó el Gran Visir Sufu Mahomet.
Saliendo de su lugar de escondite, Kara Ali se postró a los pies del Gran Visir dando gritos de amargura y suplicándole que lo matara a él en su lugar, porque de ninguna manera podía llevar a cabo este acto, con las manos y las piernas temblándole de temor. Dejó de lamentarse al fin cuando el Gran Visir le dio un golpe con su vara en la cabeza y le ordenó, entre juramentos, que cumpliera con su deber.
Los primeros que entraron en los Kafes fueron el Gran Visir y el Mufti, seguidos por el verdugo Kara Ali y su ayudante Hammal Ali. Los agás de los jenízaros y el Cadi Asker de Anatolia se retiraron a la escotilla para poder ver la ejecución.
Ibrahim, con una prenda interior de color rosa y un ejemplar del Corán en la mano, recibió a sus visitantes con sorprendente calma. Pero al reconocer a Kara Ali, supo que su fin era inminente. Exclamó lastimosamente:
—¿No hay nadie entre los que han comido mi pan que se apiade de mí y me proteja? ¡Estos hombres brutales han venido a matarme! ¡Piedad! ¡Piedad!
Controlándose a continuación, se dirigió al Mufti:
—¿Has olvidado ya que cuando Yousif Bajá exigió tu cabeza, alegando que eras un alborotador sin fe, yo levanté la mano para impedirlo? ¿Y tú quieres matarme a mí ahora? ¡Mira este sagrado Corán, y lee en él cómo condena a los hombres que son sanguinarios e injustos!
El Mufti le dio la espalda a Ibrahim y ordenó a los dos verdugos que cumplieran con su deber.
Al encontrarse entre las garras mortales de estos dos, Ibrahim prorrumpió en blasfemias y juramentos y pidió a los cielos que hicieran al pueblo otomano objeto de su divina venganza, por su falta de fe y su ingratitud.
Habían pasado sólo dos días desde que entró en los Kafes por segunda vez.
Ibrahim fue enterrado en el mausoleo de su tío Mustafá, cerca de Aya Sofía. Después del funeral, se quemaron junto a su tumba ámbar y aloe, dos cosas que Ibrahim había amado tanto en esta vida.
UNOS AÑOS MÁS TARDE
Con su nieto Mahomet IV, de siete años de edad, en el trono y ella actuando de Reina Regente, el poder de Kösem alcanzó un nuevo prestigio. Naturalmente tuvo que continuar cortejando a los jenízaros y asegurarse de que otorgaban su aprobación a asuntos de importancia. Pero aparte de eso, Kösem era omnipotente.
Como todos los gobernantes absolutistas a lo largo de la historia, hizo acopio de títulos oficiales. ¿Por qué iba a ser ella una excepción? «La Reina Regente», «La Abuela del Sultán», «La Madre de los Fieles», «La Grande y Noble Madre», eran sólo unos cuantos de los que adoptó o de los que le confirieron los aduladores o los suplicantes.