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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (32 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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A mitad de la tercera noche, uno de sus espías les avisó de que era inminente un ataque contra ellos. Salieron disparados hacia sus respectivas casas para reunirse más tarde en la Orta Camii, la mezquita de los jenízaros. Allí decidieron convocar a todos los generales de los jenízaros para que votaran sobre si se debía o no pedir la dimisión del Gran Visir. A continuación se le comunicó la decisión a Abdulrahim, el Gran Mufti, y se le pidió que convocara una asamblea general de los ulemas en la mezquita Fatih la mañana siguiente.

El Mufti accedió y cuando llegó la hora de la salida del sol la asamblea había llenado ya la mezquita Fatih y se había desbordado hacia los patios que la rodeaban. El Gran Mufti estaba sentado cerca del Minbar en la mezquita, con los ulemas a ambos lados de él, según sus categorías. Frente a ellos estaban sentados los jueces principales de las provincias, y los restantes puestos de honor los ocupaban los agás de los jenízaros. La parcialidad de los spahis hacia el Sultán y su Gran Visir hizo que se los invitara de mala gana a formar parte de la asamblea y la forma en que se los colocó reflejaba esa actitud.

La atmósfera de la mezquita estaba en consonancia con los sucesos aciagos presagiados por muchos signos en los meses precedentes. Los últimos días de mayo habían presenciado un eclipse total de luna, seguido por uno de sol dos semanas más tarde. A continuación tuvo lugar un fuerte terremoto en Estambul que destruyó varios minaretes.

Cuando todos los dignatarios habían llegado, se le envió un mensaje al Gran Visir exigiendo su presencia ante la asamblea. El chambelán a quien el Gran Visir había enviado en su lugar se encontró tan intimidado por la atmósfera de la asamblea, que salió corriendo y no se lo volvió a ver otra vez. El mensajero enviado por Ibrahim para averiguar las razones de la rebelión fue recibido con la misma hostilidad. La respuesta del Gran Mufti fue inflexible:

«El Sultán debe entregar a la asamblea al Gran Visir Ahmed Bajá y la rebelión continuará hasta que lo haga. Es más, con efecto inmediato, la asamblea nombra a Sufu Mahomet Bajá (un viejo místico de la secta Mevleve, de noventa años de edad) para ocupar el cargo de Gran Visir».

La respuesta del Sultán fue conceder su aprobación al nombramiento, pero hacer caso omiso de su petición de entregar a Ahmed Bajá. Por su parte, el Sultán exigió que Sufu Mahomet Bajá y el Gran Mufti Abdulrahim se presentaran ante él. La asamblea accedió a enviar solamente a Sufu Mahomet Bajá.

—¡Aquí está! —dijo Ibrahim, entregándole el sello del cargo de Gran Visir a Sufu Mahomet—. He destituido ya a Ahmed Bajá de su puesto, pero bajo ningún concepto lo pondré en vuestras manos. Después de todo es mi yerno y os ordeno que lo dejéis ir en paz.

En tales circunstancias Sufu Mahomet Bajá no tenía más opción que acceder. Se inclinó y besó la mano del Sultán.

Volvió a la mezquita envuelto en el manto de piel de un Gran Visir, escoltado por dos eunucos que lo habían acompañado en su viaje hacia el exterior.

Al comunicar a la asamblea las palabras del Sultán, los que formaban parte de ella se levantaron en señal de protesta y exigieron, todos a una, que volviera y le reiterara al Sultán sus condiciones para suspender la rebelión.

Sufu Mahomet Bajá suplicó inútilmente que le dispensaran de tener que llevar a cabo esa desagradable misión, y atemorizado y tembloroso volvió sobre sus pasos para presentarse de nuevo ante el Sultán.

—¡Perro viejo! —bramó Ibrahim al oír que la asamblea se aferraba a las condiciones que había impuesto—. Eres tú quien incitó a las tropas para conseguir el cargo de Gran Visir. ¿Por qué no dejas que las cosas sigan como están? ¡Espera y verás! ¡Ya te llegará el turno!

Y acercándose al anciano, dejó caer sobre él una lluvia de golpes con sus puños. Sufu Mahomet, fuera de sí de terror y humillación, huyó corriendo de la presencia del Sultán y no se detuvo hasta que llegó al refugio de su propia casa. Una vez allí, metió en un paquete el sello de Gran Visir y su manto de piel y se los mandó al Gran Mufti, con su carta de dimisión. Fue sólo la intervención de los agás de los jenízaros, Bektach y Musslihaddin, que fueron precipitadamente a su casa para tranquilizarlo, lo que logró convencerlo de que regresara a la mezquita.

A modo de precaución, los jenízaros habían cerrado las veintisiete puertas de Estambul y como una precaución más le habían aconsejado a Kösem que vigilara y custodiara a los herederos del trono. Otro mensaje al bustanche principal, el jefe de los guardias imperiales y otro al Kapi Agá, el jefe de los eunucos blancos, les informó de la decisión de los ulemas de ejecutar al Gran Visir Ahmed y deponer al sultán Ibrahim en favor de uno de sus hijos.

Al enterarse de todo esto, Ibrahim envió a su maestro de la caballería a la asamblea, con el ultimátum de que se disolviera, ya que, de no hacerlo, enviaría a diez mil hombres armados para desalojar la mezquita. Pero el viejo Musslihaddin no se iba a dejar intimidar. En su lugar, le echó la culpa al maestro de la caballería de lo que había ocurrido.

—A fuerza de pillaje y saqueo —le gritó Musslihaddin en tono de arenga al supremo oficial de la caballería— el Padisha ha arruinado al imperio… Son las mujeres las que ejercen el poder… Se ha vaciado el Tesoro para satisfacer sus caprichos. Los subditos del Sultán están en la ruina… Los infieles se están apoderando de nuestras ciudades fronterizas mientras que sus flotas bloquean los Dardanelos… ¡Tú has sido testigo presencial de todo esto, pero sin embargo no has querido decirle la verdad al Padisha!

Musslihaddin exigió en nombre de la asamblea:

«Primero, que se suprima la venta de cargos. Segundo, que las sultanas favoritas sean desterradas de Topkapi. Tercero, que se dé muerte al Gran Visir Ahmed Bajá».

El maestro de la caballería volvió a palacio con el mensaje, pero Ibrahim rehusó las tres peticiones y dio órdenes de que se armara a los guardias de palacio.

Había llegado ya la hora del crepúsculo y los ulemas, la mayoría de los cuales eran de avanzada edad, daban señales de querer regresar a sus casas. Estaban en la mezquita desde las primeras horas de la mañana y el sofocante calor del mes de agosto y la cargada atmósfera del lugar evidentemente les había afectado. Era además un viernes, el día de oración y descanso para los musulmanes, y no habían podido tener ni una cosa ni la otra.

Los jenízaros percibían mejor la naturaleza crítica del momento. Veían el riesgo de dejar que se dispersara la asamblea antes de haber establecido un nuevo orden. Advirtieron a los ulemas que, si se dispersaban ahora, no se podrían volver a reunir el día siguiente; porque durante la noche, los soldados de Ibrahim los arrestarían uno a uno. La única opción posible para todos los que estaban implicados en esa situación era pasar la noche en la mezquita en espera de nuevos acontecimientos. Se les convenció para que lo hicieran y los ulemas compartieron con los jenízaros una exigua comida y pasaron la noche en camas improvisadas.

Cuando el Gran Visir Ahmed Bajá se dio cuenta de que el complot asesino había fracasado, se sintió devorado por el temor. Sabía que la venganza de los jenízaros sería rápida y mortal. Pero en esos momentos no pronosticaba una insurrección general contra él y el Sultán. Se sintió lo suficientemente seguro para retirarse a su propio palacio, acompañado por tres de sus ministros: el tesorero, el Guardián de los Sellos y el Alguacil Jefe. Así que fue precisamente allí, a medianoche, a donde uno de sus agentes, un capitán del 81 regimiento de los jenízaros, le trajo la noticia de la sublevación de los jenízaros y del clamor con que se pedía su cabeza.

Ahmed Bajá no perdió un instante, aparte del necesario para decir una breve oración, y ordenó al tesorero que empaquetara seis mil piezas de oro y las pusiera sobre el mejor caballo de Ahmed. Él mismo inspeccionó sus joyas y cogió de entre ellas tres sortijas de incalculable valor, dos de diamantes y una de rubíes, y las escondió en su faja.

Con su ejemplar del Corán en la mano, se montó en el caballo y se dirigió a la casa de un viejo amigo, Deli Burader. Iba acompañado solamente por sus dos fieles pajes, Abdi y Khalil.

El tesorero y el Guardián de los Sellos, al darse cuenta de que su anfitrión los había dejado sin decir una palabra, decidieron salir también de la casa e ir a buscarlo. Después de mucho buscar llegaron también, al fin, a la casa de Deli Burader.

El dueño negó al principio que hubiera dado asilo a Ahmed Bajá. Pero había algo en su actitud que les hizo pensar que el Gran Visir estaba escondido en su casa. Continuaron insistiendo, hasta que Deli Burader confesó la verdad.

En estas circunstancias ni Ahmed Bajá ni Deli Burader se encontraban a salvo y Ahmed Bajá tuvo que refugiarse en casa de Ahmed el Alto. Después de más dudas y recelos, se trasladó a la de Hadji Berham. Pero fue un error que iba a resultar fatal; porque la amistad de Hadji Berham no era sincera y no perdió tiempo en traicionar a su huésped, diciéndole a los jenízaros que estaba en su casa.

Cuarenta soldados acudieron a apresar a Ahmed Bajá y llevarlo a la presencia de Sufu Mahomet Bajá.

Sufu Mahomet Bajá recibió a Ahmed Bajá con un abrazo, murmurando disculpas y palabras tranquilizadoras entre dientes. Invitó a Ahmed a que se sentara junto a él en el sofá, así que Ahmed Bajá no sospechó que Sufu Mahomet Bajá le había pedido ya al Gran Mufti el acostumbrado fetva para la ejecución de su predecesor.

—Estoy seguro de que tienes mucha sed —le dijo Sufu Mahomet Bajá con solicitud—. ¿Qué te gustaría beber, Bajá?

—Agua con hielo, por favor.

Sufu Mahomet Bajá hizo una señal a uno de los pajes, que desapareció inmediatamente para regresar unos momentos después con una jarra de agua helada.

—En toda mi larga vida —empezó a decir Sufu Mahomet Bajá con un tono de voz suave— no me he encontrado nunca con un problema que el dinero no pueda solucionar. Con una bolsa o dos, se podría sobornar a los agás de los jenízarosyjnandarloríranquilamente a su casa.

Ahmed Bajá hizo un gesto de asentimiento mientras bebía su cuarto vaso de agua helada. Nunca había tenido tanta sed.

En el mismo momento en que Sufu Mahomet salió del cuarto, el Kiaga (un alto empleado del Tesoro) entró, como si hubiera estado escuchando detrás de la puerta. Hizo una inclinación y besó el borde del caftán de Ahmed Bajá. El tiempo que había pasado como empleado de la corte le había enseñado cómo engañar a la gente para que confesaran, sin tener que hacer uso de innecesaria dureza.

Empezó preguntándole en cuánto valoraba su vida, teniendo en cuenta sus responsabilidades hacia sus diversas esposas e hijos. Dándose cuenta de la razón de esta pregunta, Ahmed Bajá preguntó, a su vez, si era posible poner un precio a la vida de un hombre.

—No es la vida de un hombre cualquiera de la que estamos hablando, sino de la tuya, mi querido amigo, y corremos el riesgo de perder si no podemos sobornar a los jenízaros.

Mientras hablaba, le dio a Ahmed Bajá pluma y papel, pidiéndole que escribiera en una cara del papel su propio nombre y los nombres de todos aquellos a quienes afectaría su ejecución, y en la otra cara la lista del dinero y posesiones, gracias a las cuales podría salvarse a sí mismo y salvar a su familia de un amargo destino.

Una y otra vez, Ahmed Bajá dejaba de escribir y una y otra vez el Kiaga le echaba una ojeada a la página y meneaba la cabeza en señal de incredulidad.

—¡Mi muy respetado Bajá! ¡Bien sabes tú que todo esto es muy poco! —le decía, volviéndole a entregar la lista al desdichado Gran Visir, que estaba ya casi exhausto y deseando que le dieran otro vaso de agua helada y le dejaran dormir un rato.

Por fin el Kiaga pareció más o menos satisfecho de que la lista estuviera completa. Sólo entonces le permitió a Ahmed Bajá que se quitara el turbante, se tumbara en el sofá y con los dos fieles pajes Abdi y Khali echados a sus pies, entornara sus fatigados ojos.

Se acababa de quedar dormido cuando lo despertó el Kiaga con la noticia de que los jenízaros habían venido a buscarlo y de que Sufu Mahomet estaba en esos momentos negociando con ellos en favor suyo. No obstante, él mismo debía tomar también parte en las negociaciones porque los jenízaros le querían hacer algunas preguntas. Era de madrugada.

De mala gana, se puso el turbante y fue a encontrarse con los jenízaros. Conforme iba bajando las escaleras notó que alguien le agarraba del brazo derecho. Al volverse vio a Kara Ali, el verdugo, sonriendo burlonamente detrás de él: Kara Ali era el verdugo oficial cuyos servicios Ahmed Bajá había utilizado con frecuencia cuando quería deshacerse de sus enemigos.

—¡Eh! ¡Hijo de puta! ¡Infiel! —exclamó Ahmed Bajá. —¡Eh! ¡Mi estimado maestro! —replicó Kara Ali, besando burlonamente a Ahmed Bajá en el pecho en el mismo instante en que su ayudante agarraba a Ahmed del brazo izquierdo. Juntos arrastraron al Gran Visir a una de las puertas de la ciudad, donde le quitaron el turbante antes de tirarle al suelo de un puñetazo.

Kara Ali fue tan diestro en poner una cuerda alrededor del cuello del Gran Visir y tirar de ella, que su víctima sólo pudo emitir un grito ahogado diciendo: «¡Tú, hijo de puta! ¡Tú!», antes de expirar.

Arrojaron su cuerpo al Hipódromo, cerca de la mezquita del sultán Ahmed I. Tanto lo odiaba la gente que cada uno de los que pasaban por allí le arrancaba un trozo de carne del cuerpo. De ahí el apodo que se le dio postumamente: «Hezarpare», que quiere decir cortarle la carne trozo a trozo.

Una vez muerto el Gran Visir, la asamblea dirigió sus ataques contra Ibrahim. Todos estaban de acuerdo en que se le debía obligar a abdicar y nombrar Sultán a su hijo, con el nombre de Mahbmet IV. Pero la opinión general era que era preciso darle a Ibrahim la oportunidad de justificarse. Por consiguiente enviaron a Bejasi Hassan Efendi, el anterior juez de La Meca, a presencia de Ibrahim, para persuadirle de que se presentara ante la asamblea. Cuando este último intento de entablar diálogo fracasó también, Assad Efeádi, el juez de El Cairo y Uschakizade Fassihi Celebi, dos altos miembros del ulema, fueron enviados a Kösem para comunicarle su decisión de deponer a Ibrahim y poner en el trono a su hijo mayor, con el nombre de Mahomet IV. Se la invitó acudir a la mezquita con el heredero para que tuviera lugar la ceremonia de entronización en su presencia.

Su respuesta fue prueba de su astucia así como de la importancia que otorgaba al protocolo.

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