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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (28 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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—¡Exactamente lo que te he dicho! —instó él—. Sencillamente que encuentres una manera de que yo vea a Humasha a solas.

—Pides lo imposible. El Padisha no se separa un instante de ella. Están como dos pichones arrullándose el uno al otro todo el santo día.

Había sido un error imprudente el revelar su secreto a una mujer como ésta y lo había cometido con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho.

Hafsa llevaba diez años en el harén y a los veintiséis era demasiado vieja para atraer las miradas del Sultán. Ni tampoco tenía ninguna cualidad especial. Así que, por las dos razones, la posibilidad de elevarse en la jerarquía del harén era muy remota. Si se la había empleado como camarera del Sultán era solamente porque se la había instruido y disciplinado, y porque sabía cómo comportarse. Si tenía suerte se casaría con uno de los bajas; el único punto a su favor era que conocía el harén y cualquier persona relacionada con el personal de éste. Pero lo más probable era que pasara el resto de su vida en empleos triviales, sirviendo a los demás.

Jóvenes como Hafsa no se hacían ilusiones acerca de la vida monótona y amargada que era su destino. Trataban de agradar a los demás, pero a un precio. Su único objeto en la vida era acumular la mayor cantidad posible de oro y joyas, para mantenerse en su vejez. Espiar y vender información al mejor postor era, por consiguiente, la mejor oportunidad que tenían de enriquecerse.

En estos momentos el personal de palacio consideraba a Hafsa como la sirvienta de Kösem pero, indudablemente, recibía pagos de otras personas.

Jaja clavó en Hafsa una mirada larga e inquisitiva. Tenía todos los rasgos físicos que admiraban los otomanos: cabello negro, ojos grandes y negros con largas pestañas, piel blanca y transparente, una figura bien modelada, algo entrada en carnes. Pero le faltaba un rasgo esencial para el papel de cortesana: tenía un aspecto de esposa demasiado evidente para ser atractivo. No había en ella nada de la mujer provocativa o desvergonzada. Con un niño en los brazos, habría sido la estampa de la maternidad.

Y ella daba la impresión de que sabía cuál iba a ser su destino. Se vislumbraba ya un cierto desengaño en las comisuras de sus labios y el contorno de su barbilla.

—¿Y quiere la Kadinefendi encontrarse contigo? —preguntó. Era ésta la pregunta esencial y, al formularla, le demostró a Jaja que no era ni mucho menos tonta.

—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé —replicó Jaja.

Era el turno de Hafsa el dirigirle a Jaja una mirada penetrante que le hizo sentirse incómodo.

—Entonces se lo preguntaré a ella primero, porque supongo que no querrás sorprenderla…

Jaja estuvo de acuerdo en que preferiría que Humasha lo supiera de antemano. Le entregó a Hafsa un puñado de monedas de oro en concepto de anticipo, que ella se metió ansiosamente en el bolsillo de su
yelek
.

—Veré lo que puedo hacer —dijo al salir de la habitación con el tono levemente alentador de un médico que se encuentra con un caso desesperado.

Una vez solo, Jaja se dirigió a la ventana y la abrió. Era una tarde de febrero, inusitadamente agradable y templada. Pero el sol no enviaba ya sus reflejos al patio de los eunucos y su chimenea de mosaicos azules había adquirido un tono grisáceo. En lugar de la acostumbrada actividad a esta hora del día, un extraño silencio palpitaba en el frescor de la brisa. Jaja notaba que la melancolía se iba apoderando de él, como un inminente acceso de fiebre. Le dolían hasta los huesos. En esos momentos varias cosas se habían confabulado para deprimirle: el futuro sombrío de Hafsa, la soledad y desolación que Humasha había dejado al marcharse y el hecho de que un bello día de invierno acababa de terminar.

Lo que le resultaba más difícil de aceptar era la abrumadora convicción de que nada tenía solución. Nunca se había sentido tan limitado, tan desvalido, tan insignificante. Peor aún: se había dado cuenta de que estos sentimientos se habían apoderado de él forzándole a cometer acciones precipitadas, como espiar en favor de los rebeldes como Mahomet Bajá y dejar que una muchacha como Hafsa se enterara de sus secretos. En el primer caso podía decirse a sí mismo que era en favor del bien público y no una acción vengativa contra el Gran Visir, que no le había hecho a él ninguna ofensa personal. Pero ¿qué excusa tenía para justificar el haberse desprestigiado a los ojos de Hafsa?

Se sentía dolorosamente inquieto. Como había hecho en muchas otras ocasiones, se vistió rápidamente con la intención de salir furtivamente de palacio por unas horas. En el mismo momento de salir de su habitación, mientras sujetaba aún con una mano la puerta abierta, hizo una breve pausa para pasar revista a las opciones que se le presentaban.

A pesar del riesgo que suponía el salir de palacio sin permiso, había sólo unos cuantos sitios a los que poder ir para relajar sus destrozados nervios. Podía merodear por las calles de Estambul como un alma en pena. Podía ir a uno de esos establecimientos ilegales a orillas del mar de Mármara, para tomar café fortificado con opio hasta las altas horas de la noche. O podía tomar un barco a Pera o Galata y observar cómo los aburridos marineros francos bebían hasta emborracharse como cubas.

Así que, en lugar de salir, cerró la puerta y empezó a desnudarse. Es posible que, súbitamente, tuviera miedo de que el hecho de salir acrecentara sus sentimientos de soledad. Por primera vez se le ocurrió que la soledad pudiera muy bien ser una aflicción crónica que ciertas personas llevan consigo a dondequiera que van. Si era así, pensó burlándose de sí mismo, mejor sería no exponer la suya al aire libre para que no se inflamara.

La tensión en sus nervios había llegado ya al límite y necesitaba desesperadamente ocuparse en algo, si no quería perder la razón.

Intentó primero leer, pero no podía concentrarse. Recorriendo de arriba abajo la habitación, recordó su anterior entusiasmo por escribir un
Siyaset-Name
. Si había dejado de escribir durante mucho tiempo, no era solamente porque había estado ocupado en espiar para Kösem y remitirle sus informes, sino porque no veía ninguna utilidad en hacerlo. Estaba convencido de que nadie lo leería. Y si en alguna ocasión pensó en regalárselo a Kösem, recientemente ésta no le parecía ser muy diferente de los demás, tal vez hasta peor que ellos.

Después de alguna vacilación, se dirigió a su armario empotrado en la pared, cogió el montón de papeles que estaba detrás de la ropa de cama y lo llevó a la mesa. Ajustó la mecha de la lámpara de aceite y se puso a leer.

Como les ocurre a todos los escritores, sus propias palabras lo reconfortaron y al sentir que estimulaban su interés, cogió su pluma, la llenó de tinta y empezó a escribir:

Si el imperio Otomano sucumbe al poder de los francos en Europa, será por causa del cañón y si se desmorona desde dentro bajo el peso de innumerables e incesantes rebeliones, será también a causa del cañón. No es que los otomanos no tengan cañones. Al contrario, si nos remontamos a cien años atrás, uno de los cañones más grandes del mundo fue construido por Solimán el Magnífico.

Inmersos en las artes del tiro al arco y el manejo de la espada, como sus antepasados, y otorgando gran importancia a la autonomía personal, los otomanos consideran el cañón simplemente como un arma, más semejante a la lanza, el sable o la pica. Él mosquete ha hecho inútiles los ataques de la caballería. Sin embargo nuestros spahis continúan entrenándose con el sable y el caballo, como si no se hubiera inventado la pólvora.

La mayor debilidad de los otomanos es su casi obstinada negativa a reconocer que los cañones exigen un cambio radical, no sólo en las técnicas bélicas sino en la intrínseca estructura del ejército. Un ejército que lucha con sables, picas, arcos y armas semejantes, es relativamente independiente de arsenales centrales y depósitos de suministro de armamento. Es una realidad que, durante unos cien años, los ejércitos otomanos han dependido del pillaje del campo para conseguir los suministros que facilitaban su avance. Pero no hay mosquetero ni artillero que pueda sobrevivir mucho tiempo sin un suministro regular de pólvora y balas. Pero como estos materiales no se pueden encontrar en el campo ni ser fabricados por las propias tropas, se deduce que un ejército moderno depende de aquellos que suministran sus municiones, es decir, del gobierno central. Esto permite al gobierno central ejercer un activo control sobre el ejército incluso cuando está a miles de kilómetros de la capital.

Los rebeldes locales o las tropas amotinadas sólo pueden sobrevivir mientras tengan pólvora y balas. Un cuidadoso control de la munición, a cargo de cada una de las guarniciones, supone que el gobierno central puede, de esa manera, disminuir la posibilidad de éxito de una rebelión. No hay mejor método para mantener a los ejércitos que estén distantes unos de otros, dispuestos a someterse al mando central.

Todo esto quiere decir que el que las guerras se ganen o se pierdan depende menos de la prudencia o estupidez personal de este Sultán o ese Emperador y más de la naturaleza de las armas utilizadas y de la manera en que se controlan las tropas. En Europa han comprendido ya el verdadero significado del cañón y de la pólvora y están haciendo uso de esta percepción para controlar sus tropas. Nuestros jenízaros y los spahis siguen armándose mediante la adquisición de sus propios arcos y espadas en los bazares de Estambul. No es sorprendente que mientras que las batallas se libren aún de espada a espada, cada nuevo rebelde suponga una seria amenaza para el gobierno central.

Dejó de escribir un momento para recapacitar sobre sus sentimientos. Le asombró lo tranquilo que se encontraba. Y se preguntó por qué el hacer evaluaciones personales y el hacerlas constar por escrito tenía en él un efecto tan tranquilizador.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta de su cuarto. Asumió inmediatamente que era el escriba del Sultán; porque hasta la manera en que este hombre llamaba a la puerta tenía un tono furtivo. Y en efecto, cuando Jaja abrió la puerta allí estaba el escriba del Sultán, con una sonrisa sardónica en los labios.

—Toma, aquí te traigo dos cartas dictadas por el Padisha —dijo el escriba una vez dentro del cuarto—. Estoy seguro de que no se le escapará su importancia a la Sultana Validé. Pero ten cuidado de no romper los sellos.

Jaja cogió los dos sobres de manos del escriba. Ambos estaban abiertos: los sellos del Sultán, aunque intactos, estaban solamente pegados a la solapa del sobre.

La primera carta era de Ibrahim a Mahomet Bajá, el hijo de Saleh Bajá. Decía:

Si quieres mantener la cabeza sobre los hombros, debes ponerte en camino al frente de tus tropas contra el maldito rebelde Vardar Ali Bajá. Captúrale y mándame su cabeza. Debes consultar a tus compañeros de armas Ipshir Mustafá Bajá, Tchausch Bajá, Ketghadsch Bajá, Sidi Ahmed Bajá y Schehsuwar Bajá. Se deben confiscar las propiedades del rebelde.

Te he nombrado gobernador de Egipto. Estás en libertad de mandar a uno de tus agás allí inmediatamente, para que se incorpore al cargo en tu ausencia No tienes que hacerme ningún obsequio por este nombramiento ni siquiera hacer preguntas en Estambul en relación con él.

La otra carta era de Ibrahim a Vardar Ali Bajá. Decía:

Te perdono, mi Lala Vardar Bajá, todas tus transgresiones. En relación con Mahomet Bajá, el hijo del anterior Dafterdar que se rebeló e intentó atrincherarse en Erzurum y después en Ankara, has de capturarlo y mandarme su cabeza. Como recompensa por llevar a cabo esta misión, serás nombrado gobernador de Egipto, sin que tengas que hacerme ningún regalo o pago adecuado por la adquisición de un cargo de tal categoría.

—Informaré a la Sultana Validé sin demora —dijo Jaja, devolviéndole las cartas al escriba.

—¿Qué te parece? —preguntó el escriba, sonriéndose.

—No engañará a ninguno de los dos —contestó Jaja.

—No estoy tan seguro de ello. Mahomet Bajá es un joven inexperto. El Padisha le ha escrito ya dos veces. Una de ellas ofreciéndole el cargo de gobernador de Kars, la segunda el gobierno de Diyarbakir. Rehusó los dos ofrecimientos. Pero ser gobernador de Egipto es harina de otro costal. Hasta la mera mención del cargo hará que se le haga la boca agua.

—No lo sé. Creo que todo depende de la oportunidad de una rebelión —dijo Jaja, sin querer tomar partido delante del escriba.

—¡Cómo! Yo creo que una rebelión tiene todas las posibilidades de éxito. Que yo sepa, la Sultana Validé, Djindji Khodja, el Gran Mufti, el juez supremo y muchos de los bajas y agás han escrito a Vardar Bajá alentándole a que caiga sobre Estambul y ponga fin a la corrupción y anarquía generales. Si los rebeldes tienen un punto flaco es el estado de sus tropas, la mayor parte de ellas mosqueteros irregulares y caballería alistada mediante el pago de jornales diarios, así como algunos voluntarios.

Jaja le dirigió al escriba una larga y penetrante mirada. Tenía una pregunta importante que hacerle pero no estaba seguro de que el escriba estuviera dispuesto a contestarle la verdad. Porque era un hombre que despedía por los cuatro costados el hedor de la deshonestidad y de la fraudulencia. No obstante, Jaja probó suerte:

—¿Cuáles son las últimas noticias acerca de los rebeldes?

—No hay muchas —contestó el escriba—. Mahomet Bajá no pudo llegar a Tokat a encontrarse con Vardar Bajá, ni pudo tampoco entrar en Ankara. Está ahora acampado cerca de Astenoz, en el valle de Muradadowa. Vardar Bajá, por el contrario, ha tenido algún éxito. Encontró y derrotó, al sur de Kanghri, a los tres bajas contra los que lo había enviado el Padisha. Estos eran Koprilu Bajá, de Serdar, Kor Hussien Bajá de Amasia y Kara Seser Bajá de Dwirrigi. La información que yo tengo es que no los decapitó, sino que los ató, desnudos, a los postes que sostenían su tienda.

—¿Y cuál fue la suerte de Ipshir Mustafá Bajá? —preguntó Jaja con un tono de voz que trató de hacer lo más natural posible, aunque estaba ansioso de enterarse de la actitud de Ipshir hacia los rebeldes. -¿A qué suerte te refieres? —preguntó el escriba tratando de evadir la respuesta.

—El Padisha lo mandó contra Vardar Bajá, ¿no es así? —Sí, por supuesto, eso es lo que el Padisha dice muy claramente en su carta.

—Pero fue Vardar Bajá quien se hizo cargo de cuidar de su esposa. ¿Se puede esperar que Ipshir Mustafá ataque al hombre que lo arriesgó todo para proteger el honor de su yerno?

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