Sin embargo el Bustanchibashi no llevó a cabo inmediatamente las órdenes de Ibrahim, sino que esperó a que se apaciguara la cólera del Sultán. Mientras tanto el Gran Visir Salih Bajá y el Defterdar Musa Bajá hicieron todo lo que pudieron por salvar la vida del almirante. Se postraron a los pies de Ibrahim y le rogaron que cambiara de opinión, pero fracasaron en su intento. Yousif Bajá escribió al Sultán desde la prisión para decirle que esa misma noche le había nacido un hijo y que le suplicaba al Sultán que lo perdonara por el bien del niño recién nacido; y que, como castigo, si se requería un castigo, lo bajara de categoría y lo nombrara simple gobernador de una provincia.
El Bustanchibashi arriesgó su propia vida pasándole la carta a Ibrahim, pero tampoco sirvió de nada. Se confirmó una vez más la sentencia de muerte y con efecto inmediato.
Y así se tuvo que enfrentar con la muerte Yousif Bajá.
Ibrahim pidió ver el cadáver. Cuando se lo trajeron, contempló el joven rostro de su bajá Kapudan y rompió a llorar, diciendo a gritos:
—¡Oh, qué dolor!… ¡Esas mejillas sonrosadas!… ¡Qué lástima! Yousif Bajá era, de hecho, yerno de Ibrahim. Antes de que saliera a conquistar Cania, el Sultán le había otorgado la mano de su propia hija Fatma. Fatma tenía entonces dos años y medio.
Los otomanos iban a tardar veinte años en completar la conquista de Creta y ninguno de aquellos implicados en los acontecimientos relativos a ella corrió mejor suerte que Yousif Bajá.
El nuevo Gran Visir Saleh Bajá nombró a su predecesor Semin Bajá gobernador de Creta, para quitárselo de en medio. Pero éste cayó enfermo en el viaje y murió tanto de aflicción como de enfermedad. Saleh Bajá sucumbió a una muerte espeluznante dos años más tarde. Ibrahim, cuya costumbre ahora era merodear por Estambul en busca de adivinos y derviches que le curaran de sus enfermedades tanto reales como imaginarias, concibió una verdadera aversión a las inevitables aglomeraciones de tráfico en las estrechas y empinadas calles de Estambul. Así que dio órdenes de prohibir el paso de carruajes por la ciudad mientras él estaba en ella.
Inevitablemente, hubo un día cuando el paso del carruaje de Ibrahim se vio interceptado por otro carruaje en una estrecha calle de Estambul. Tan encolerizado estaba Ibrahim que mandó a buscar a su Gran Visir, Saleh Bajá, y después de acusarle de descuidar sus obligaciones, ordenó que lo ejecutaran allí mismo. Todas las súplicas de clemencia del Gran Visir cayeron en oídos sordos. A falta de la acostumbrada cuerda de arco, se utilizó la soga de un pozo cercano para mandar al otro mundo al desdichado Saleh Bajá.
Agotado, desalentado y descontento, Ibrahim encontró imposible seguir llevándose a la cama su tribu de mujeres. Seguía padeciendo de rachas de depresión aguda y de impotencia, pero aun en momentos normales le producía poca excitación el dormir con una esclava que no tenía otra opción que someterse a todos sus caprichos. Había intentado todas las formas de placer sexual que se le ocurrían hasta que todo el harén empezó a murmurar en señal de protesta.
Uno de sus placeres menos estrambóticos era el hacer que sus mujeres fueran desnudas por los jardines del harén, mientras que él, también desnudo, las perseguía entre los árboles. Otro era el quitarles la ropa y amontonarlas en una habitación cuyas paredes y techo estaban cubiertos con espejos, mientras que él, también desnudo, retozaba entre ellas. ¡Cualquier cosa para estimular su agotado apetito sexual! Pero hasta estas fantasías que él mismo provocaba no lograron al final disipar el tedio y aburrimiento que se habían apoderado de él.
Sin embargo, las mujeres que no estaban a su alcance o que le estaban prohibidas, mantenían su atractivo. Tan pronto como oía mencionar una mujer así, sentía la absoluta necesidad de poseerla a cualquier precio. Sugarpara, todavía una de sus favoritas, se ocupaba de mantener su espíritu elevado buscándole mujeres que ella consideraba aún nuevas para su gusto. Después de todo estaba haciendo lo mismo que Kösem, con la diferencia de que Sugarpara era una alcahueta innata.
No hace falta decir que las dos mujeres se odiaban mutuamente, especialmente por tener este rasgo en común. Más de una vez Kösem tuvo que abofetear a su rival para dejar bien sentada su autoridad como señora del harén. Con su carruaje tachonado de joyas Sugarpara recorría todos los baños de Estambul, para inspeccionar a las mujeres cuando estaban desnudas y después hacer averiguaciones sobre las circunstancias personales de las más hermosas de entre ellas, antes de informar a Ibrahim. Una vez provocado el interés que éste tenía por lo desconocido y lo prohibido, solía pasar largas horas con Sugarpara hablando de cómo podría seducir al momentáneo objeto de su deseo o, si eso fallaba, cómo podría llevarla a su alcoba a la fuerza.
Una de estas mujeres era la viuda de su difunto hermano Murat IV, que era aún joven y hermosa. Ibrahim se enamoró de ella o creyó haberse enamorado. Para ganarse su afecto, le pidió a Sugarpara que abogara con ella en su favor.
No sirvió de nada. La respuesta de la Sultana fue firme y cortante. Después de la muerte del sultán Murat había decidido pasar el resto de su vida en estado de viudedad y nada la obligaría a someterse a los abrazos de un libertino.
Su desdeñoso rechazo no logró más que inflamar con fuerza la pasión de Ibrahim. Por lo tanto decidió apoderarse de ella por la fuerza en la primera oportunidad que se presentara. Ordenó a sus espías que la vigilaran y llegó así a estar al tanto de cada uno de sus movimientos. Pertrechado con este conocimiento, intentó asaltarla cuando ella salía del baño.
Dos de sus esclavas la acompañaban. La valerosa Sultana reaccionó manteniéndole a distancia a punta de daga y amenazándolo con herirlo mortalmente si se acercaba. Mientras tanto sus esclavas salieron corriendo y dando gritos para avisar a Kösem de lo que estaba sucediendo.
Verdaderamente indignada, Kösem llegó al lugar del suceso y empezó a reprender y avergonzar a su hijo por intentar violar a la viuda de su hermano.
Pero Ibrahim no se iba a dejar avergonzar. Furioso por el fracaso de su plan, tomó su venganza y ordenó a Kösem que saliera de Topkapi y se dirigiera a los confines del viejo palacio. La joven viuda, sin embargo, aprovechando la oportunidad de la acalorada pelea, logró escaparse.
-Levántate, Mussahib Nergis, no hay necesidad de ponerse así —dijo Kösem, evidentemente irritada.
Jaja se estaba postrando a los pies de Kösem, tocando el suelo con la frente. Se le había hecho venir a su presencia después de largos meses de olvido total.
En más de una ocasión había hecho acopio de valor para solicitar la jubilación anticipada, pero en el último momento se acobardaba. Cuando el Chiao vino con un mensaje de Kösem ordenándole que se presentara ante ella ese mismo día, Jaja no supo qué pensar.
Varias posibilidades pasaron por su mente. Había llegado su fin y lo único que deseaba Kösem era recrear los ojos en la contemplación de su desgracia… Lo había perdonado y quería volverlo a hacer su hombre de confianza… Estaba a punto de representar otro de sus truculentos trucos delante de él. No logró concentrarse en un solo pensamiento y sus emociones oscilaban entre la negra desesperación y el gozo desbordante. Cuando llegó el momento y lo condujeron a su presencia, sus alterados nervios lo impulsaron a arrojarse, literalmente, a la merced de Kösem.
Jaja se levantó y se puso la mano en el pecho en señal de abjecta humildad.
—Te puedes sentar, quiero pedirte que hagas algo por mí —dijo ella, indicándole un lugar en el sofá.
Nunca hasta ahora se le había permitido sentarse en su presencia. Todo le parecía irreal.
—Es un mundo lamentable aquel en que un hijo destierra a su madre, cuya única preocupación en esta vida ha sido su bienestar y su buen nombre —dijo amargamente, proyectando el mentón hacia afuera en actitud de desafío—. Como indudablemente habrás oído, Mussahib Nergis, dentro de unos días he de salir de palacio obedeciendo órdenes del Padisha.
Aunque Jaja se había enterado del fracaso de Ibrahim con la viuda de su hermano, no tenía conocimiento, hasta que lo oyó ahora, de las intenciones de Ibrahim de desterrar a Kösem. Se quedó genuinamente sorprendido y horrorizado. Tenía ya la boca abierta para expresar sus sentimientos cuando impacientemente Kösem le hizo señas para que guardara silencio.
—No me interrumpas, Mussahib Nergis —dijo ella—. Tengo poco tiempo para arreglar muchas cosas. Y quiero decirte por qué te he hecho venir. En general, me has servido siempre bien. Tienes buenos ojos y oídos y, lo que es más importante, eres también inteligente. Pero… — Aquí vaciló un instante, meneó la cabeza y continuó—: Pero en raras ocasiones, te has dejado influir por asuntos que no tienen nada que ver con tus deberes inmediatos. No obstante, estoy segura de que me estoy refiriendo al pasado y de que en el futuro tendrás más cuidado. No voy a decir nada más. Lo que te pido ahora es que me escuches atentamente y que recuerdes lo que tienes que hacer en mi ausencia. Me tienes que escribir acerca de todo lo que ocurra en palacio, sobre todo aquellas cosas que se relacionen con el Sultán. Te doy libertad para que seas totalmente explícito y añadas a tus informes tus pensamientos y tus comentarios, si lo consideras adecuado. Yo espero recibir frecuentes informes y he organizado el que varias personas que rodean al Sultán te tengan al corriente, de manera que tus cartas me presenten un panorama completo de lo que está ocurriendo aquí. He arreglado también con el Kizlar Agá que permanezcas aquí y no te vengas conmigo como requiere la costumbre. En suma, serás mis ojos y mis oídos y yo dependeré de ti. Ahora, si no tienes nada urgente que preguntar, puedes retirarte.
Jaja se quedó absolutamente estupefacto. No se le ocurría nada que preguntar y, aunque se le hubiera ocurrido, Kösem le estaba haciendo ya señas de que se retirara.
Al bajar los corredores en dirección a su aposento, pensó que nunca se había sentido tan eufórico y tan consternado al mismo tiempo.
Lo que dejó a Jaja atónito en su nuevo empleo como agente de Kösem dentro de palacio, fue la cantidad de espionaje que tenía lugar en él. En la primera semana después del traslado de Kösem a una casa de verano no lejos de palacio, más de veinte personas se presentaron a él con sus respectivas historias. Procedían de todas las secciones de la administración; entre ellos estaban las camareras y los ayudantes personales del Sultán, que estaban en el empleo ideal para revelar los detalles más íntimos de la vida de Ibrahim. Así lo hicieron.
Dos de los que presentaron sus informes a Jaja desempeñaban cargos muy confidenciales. Uno era el escriba privado del Sultán. El otro era el Mukhaberchi Bashi, al que los visires le dictaban las cartas. Jaja no tenía la menor duda de que cada miembro importante de palacio o del gobierno tenía su propia red de espionaje; por supuesto la tenían también las favoritas del Sultán. A estas últimas, al estar en la difícil situación de tener que competir por el mismo amante y proveedor, les interesaba más que a nadie el seguir todos los movimientos del Sultán.
El propio Jaja había hecho su labor de espionaje durante años y había conocido por lo tanto a muchos espías entre la gente que lo rodeaba. Se preguntaba si el espionaje no sería una cosa general en palacio, con todo el mundo espiando al resto del mundo. Si era así, era concebible que muchos de los espías estuvieran al servicio de más de un amo y que fueran pagados por cada uno de ellos. Por lo tanto no podía confiar en ninguno de ellos.
Pero a pesar de todos sus escrúpulos, estaba disfrutando del nuevo puesto. No solamente le daba poder, o la ilusión de poder, sobre los demás, sino que satisfacía su natural curiosidad en lo referente a los secretos de los otros. Le permitía, además, hacerse una idea más exacta de lo que ocurría a su alrededor. Por ejemplo, la versión oficial de la brusca ejecución del Gran Visir Saleh Bajá era que no logró hacer obedecer un edicto de Ibrahim, es decir, que ningún carruaje cortara el paso al desfile imperial por las estrechas calles de Estambul. Sin embargo Jaja se iba a enterar por el escriba de Ibrahim que Kösem y el Gran Visir Saleh Bajá habían estado tramando durante mucho tiempo cómo destronar a Ibrahim. Al enterarse éste de la conspiración, decidió deshacerse de ambos a la primera oportunidad.
Si la versión de los acontecimientos que dio el escriba era cierta, pensó Jaja, entonces Ibrahim tenía más sutileza de la que se le atribuía. Ni tampoco eran todas las acciones de Ibrahim características de una mente perturbada. De la misma manera, la causa de que Kösem hubiera caído en desgracia fue la traición mencionada y no el haber expresado su objeción al deseo carnal de Ibrahim por la viuda de su hermano.
Y así se fueron llenando los días de Jaja y le proporcionaban la satisfacción de desenmarañar las historias que llegaban a sus oídos, basándose en las cuales escribía interminables informes desde detrás de bastidores a su ama y señora Kösem.
Con gran asombro suyo, Jaja descubrió que tenía suficiente energía física para hacerse cargo del aumento de responsabilidades, y de que hasta le sobraban. Tampoco sentía ahora la obsesiva necesidad de atracarse de comida. En una palabra, se encontraba más sano y más en forma que nunca y hasta se dio cuenta de que se sentía un poco menos solo.
Durante todo este tiempo Ibrahim no cesó de producirle asombro. El nombramiento de un nuevo Gran Visir en lugar de Saleh Bajá hizo trizas el último vestigio de esperanza de que el mundo pudiera apoyarse, como mantienen los poetas y los filósofos, en el amor, la belleza y la virtud. Él sabía ahora que se apoyaba en mujeres, dinero y poder; y estas tres últimas cosas eran perfectamente canjeables. La persona que poseía una de ellas solamente tenía que saber cómo jugar su baza para hacerse con las otras dos.
La víspera del día en que ejecutaron a Saleh Bajá, era el turno de Sugarpara de ir a acostarse con el Sultán. Nadie parecía saber si era casualidad o designio (porque Sugarpara muy bien pudiera haberlo arreglado así al enterarse de la ejecución de Saleh Bajá). Lo que sí era cierto era que hacía mucho tiempo que Ibrahim no se había acostado con ella, aunque todavía la miraba con afecto. ¿No fue ella, de entre todas las mujeres, la que lo salvó de la impotencia eterna? ¿Y no fue ella la que le proporcionó las mujeres más hermosas de Estambul?
Esa noche Sugarpara hizo lo imposible para reavivar los tiernos sentimientos que habían compartido en el pasado. Lo consiguió hasta tal punto que cuando le pidió el cargo de Gran Visir para su marido Kara Musa Bajá, Ibrahim accedió y le dio a ella el sello del cargo.