—Porque te cortaron los huevos después de que tú hubieras experimentado la inclinación sexual propia de tu naturaleza. Si lo hubieran hecho un año antes, serías tan bobalicón e infantil como muchos eunucos a quienes se castró cuando eran más jóvenes —contestó sin rodeos, con la seguridad de un experto que está solamente interesado en datos médicos.
Jaja se mordió los labios con una expresión de angustia. Al mismo tiempo estaba atónito ante el conocimiento que tenía Humasha de materias así, a pesar de su tierna edad.
En otra ocasión le preguntó cómo pasaban el día las favoritas del Sultán, teniendo en cuenta que cada una de ellas tenía como esclavos a varias jóvenes y eunucos.
—¿Y tú qué crees? ¡Meditando sobre sus coños!
Humasha daba la impresión de que le divertía escandalizar a Jaja con su forma de hablar. Al notar que parecía estar ofendido, le sacó la lengua con una expresión coqueta.
—¿Te he escandalizado? ¡Me parece que sí! Pero mi noble y estimado Agá, dime, por favor, ¿qué es lo que te ha escandalizado más, la manera en que esas zorras pasan el día o mi lengua? —preguntó con sarcasmo.
—¡Las dos cosas! —contestó Jaja, con una sonrisa forzada.
—Bueno, eso viene de leer demasiada poesía o estupideces semejantes. Juro por Alá y su Profeta que si oyeras cómo hablan entre ellas esas mujeres, sin inmutarse en lo más mínimo, te morirías. No has podido ver en toda tu vida una falta de vergüenza y una avaricia semejantes. Están tan impacientes por satisfacer sus voraces coños como lo están por llenar sus armarios sin fondo. Hace solamente un mes, estuvieron a punto de causar una gran crisis internacional.
Esta última frase fue lo que alarmó más a Jaja.
—¿Qué quieres decir? No he oído nada acerca de una crisis internacional.
—Veo que he despertado al fin tu interés, pero eso le va a costar a mi señor por lo menos diez aspres… —dijo, medio en broma y haciendo un gesto admonitorio con el dedo junto al rostro de Jaja.
Jaja le prometió el dinero y ella le contó las dificultades de los comerciantes ingleses en sus tratos con el harén.
Al parecer, la última moda entre las favoritas era una tela de seda y oro que los barcos ingleses habían empezado a traer de Italia. Las favoritas estaban tan impacientes por apoderarse de la nueva mercancía que, tan pronto como llegó a sus oídos la noticia de que estaba a punto de entrar un barco procedente de Italia, mandaron galeras para interceptarlo y coger la seda sin pagar por ella. Esto hizo que los comerciantes ingleses se quejaran al embajador inglés, que a su vez se quejó a los empleados del puerto y a continuación al Visir responsable de este negociado.
Al no recibir ninguna contestación a sus repetidas quejas, el embajador decidió comunicar su situación al propio Sultán. Para hacerlo utilizó ingeniosamente una bien conocida costumbre turca destinada a ayudar a la gente pobre que no lograba recibir reparación por injurias recibidas a manos de visires y oficiales del Estado. Según esta costumbre, si un hombre era tratado injustamente por un empleado del Estado o una Acta de Estado contra la cual no podía apelar, lo único que tenía que hacer era ponerse fuego en la cabeza y dirigirse corriendo hacia el Sultán, cuando éste iba a caballo todos los viernes a la mezquita. En circunstancias así, ningún oficial ni soldado podía presentarle dificultades al hombre ofendido ni negarle acceso a la persona del Sultán. Así que el embajador británico sacó de Galata todos los barcos ingleses y con los cañones en posición de disparar y una hoguera encendida en su patio de armas les ordenó que echaran anclas delante de Topkapi. Los empleados del puerto, al ver fuego en los barcos, comprendieron perfectamente bien su significado y se apresuraron a informar al Visir. Este último, temiendo que las quejas llegaran a oídos del Sultán, no pudo hacer otra cosa que dirigirse a toda prisa a presencia del embajador británico con el dinero que se le debía hacía ya tiempo.
—Y de esa manera se evitó un gran escándalo internacional motivado por los
sharwals
de las Kadinas —concluyó Humasha sentenciosamente.
—¿Quién te ha contado esa historia? —preguntó Jaja, bastante preocupado.
—Tengo mis propias fuentes de información —replicó Humasha enigmáticamente.
Jaja no quiso preguntarle más y permaneció absorto en sus pensamientos. Desde que había empezado a escribir su
Siyaset-Name
, todas las historias que mostraban la corrupción del imperio hacían que le diera vuelcos el corazón y que se sintiera más consciente de su inseguridad.
—¿No quieres saber cómo pasan realmente las Kadinas el día cuando no están en la cama con el Sultán? —preguntó Humasha, alarmada por su repentino y taciturno cambio de humor y tratando de hacerlo salir de él.
—¡Márchate! ¡Por el nombre sagrado de Alá, márchate! ¿Es que no me has dado ya suficientes motivos de irritación? —explotó Jaja.
Humasha se quedó atónita, como si él le hubiera dado una bofetada en el rostro y, patéticamente arrepentida, se acurrucó contra él y le dio un beso en la mejilla, para hacer las paces.
En un instante se había convertido una vez más en la niña vulnerable, solitaria y abandonada, necesitada de protección. Y cuando estaba así, lograba siempre que Jaja se viera a sí mismo en ella. Se la acercó al pecho y sus ojos se humedecieron.
Pero había momentos en que realmente Humasha le daba miedo. Era generalmente cuando se dejaba llevar por la cólera al hablar de sus compañeras de cuarto o de su Kahya, y sus ojos rasgados se redondeaban de manera extraña, a causa del odio. Nunca había visto en ninguna mujer un odio semejante ni un deseo tan irresistible de destrucción. La cabeza parecía hundírsele entre los hombros, el cuerpo se le ponía rígido y toda su actitud se asemejaba a la de un animal felino que está a punto de echarse sobre su presa. Nada parecía mitigar un odio así sino el desgarrar de la carne o el fracturar de los huesos.
Él era completamente distinto. No sabía odiar o, mejor dicho, no sabía odiar durante mucho tiempo.
El anuncio de Sunbull de que tenía la intención de retirarse e irse a Egipto cogió a todo el mundo por sorpresa. ¿No era el cargo de Kizlar Agá un cargo vitalicio? ¿No le ponía su rango y su entrada libre a la presencia del Sultán en posesión de tantos secretos del imperio y de la dinastía reinante que no habría Sultán dispuesto a concederle su libertad? Jaja, no menos sorprendido que los demás, había tenido la esperanza de que Humasha arrojara alguna luz sobre las verdaderas razones de la marcha de Sunbull. Y ella no lo defraudó.
Una tarde entró de repente en su habitación con la apariencia de alguien que trae noticias de importancia. Estaba tan deseosa de desahogarse que el acostumbrado ofrecimiento de café que hacía Jaja pareció irritarla más que otra cosa.
—¿Es que no quieres saber nada acerca de Sunbull? —le preguntó de malos modos.
—¿Es que se ha muerto? —preguntó a su vez Jaja, fingiendo indiferencia.
—No, no se ha muerto y si continúas irritándome así, no volveré a venir por aquí —contestó Humasha con aspereza.
—Está bien, ¡soy todo oídos! —se apresuró a decir Jaja, ligeramente molesto por el tono brusco de la voz de Humasha.
Y para demostrar que quería decir lo que había dicho, le dejó a ella que le contara toda la historia, sin interrumpirla, a pesar de lo asombrado que estaba. No tenía duda de que, pese a los adornos que le hubiera podido poner Humasha, la historia era absolutamente cierta.
Al parecer hacía mucho tiempo que el sultán Ibrahim deseaba carnalmente a la mujer de Sunbull, la misma muchacha que Sunbull compró creyendo que era virgen, pero que resultó estar embarazada. Poco después dio a luz a un hijo. Sunbull se ablandó y la tomó de nuevo como su esposa legal. Hasta llegó a sugerir que actuara de nodriza del hijo de Ibrahim, el futuro Mahomet IV; y así fue como la llegó a conocer Ibrahim.
Como mujer casada que era, le estaba prohibida a Ibrahim por razones religiosas y morales, pero éste la deseaba con tal intensidad y premura que no había preceptos del Corán que le pudieran impedir satisfacer su pasión. Los encontraron con tanta frecuencia en varios rincones de palacio, en situaciones comprometedoras, que la noticia llegó pronto a oídos de Kösem. Pero las amonestaciones de la Sultana Validé no sirvieron de nada para poner fin a la relación de estos dos, y a su debido tiempo llegaron también a oídos de Turhan Hadice, la primera Kadina de Ibrahim y madre del futuro Mahomet IV.
La primera reacción de Turhan fue la de la esposa engañada. No podía creer que Ibrahim se comprometiera con una mujer casada. Podía por supuesto comprender, esperar y aceptar una atracción sexual por una esclava o incluso un capricho pasajero por ella. Pero esta apasionada relación con otra mujer, por añadidura una mujer casada, era algo totalmente distinto. Aunque el puesto de Turhan como primera Kadina era inexpugnable, la atracción de Ibrahim por la nodriza la hirió en lo más vivo y le hacía pasar las noches en vela. Exacerbó su descontento adoptando el hábito de espiarles todos sus movimientos. Lo que más la hirió, más incluso que el interés de Ibrahim por la nodriza, fue el evidente amor de aquel por el hijo ilegítimo de ella, con el que jugaba hora tras hora, descuidando totalmente a su propio hijo Mahomet IV.
El momento decisivo llegó cuando Ibrahim estaba jugando en la piscina del harén con la madre y con el hijo, tirando a cada uno de ellos por turno al agua.
Turhan irrumpió violentamente en medio de este idilio, dando gritos y empujando a su propio hijo por delante de ella. Estaba enloquecida de celos y cuando no lamentaba a gritos su maldita suerte o profería obscenos insultos contra la nodriza y el Kiziar Agá, exigía que se le dijera por qué un Sultán podía preferir jugar con el hijo de una nodriza que con un hijo de su propia carne y además su heredero. Rígido e inmóvil, Ibrahim parecía estar escuchando sus insultos. Cuando finalmente se movió fue para arrebatar a Mahomet IV de los brazos de su madre y tirarlo en la piscina en un violento ataque de cólera.
La fuerza con que el niño chocó contra la superficie del agua le hizo descender hasta dar con la frente en el fondo de la piscina, revestido de azulejos azules. La sangre le brotó de la herida y el niño indudablemente se habría ahogado si no fuera porque varios pajes saltaron a la piscina para salvarlo. Aun así, iba a exhibir la cicatriz de la herida para el resto de su vida.
Kösem se quedó horrorizada al enterarse de lo ocurrido y reprendió severamente a Ibrahim y al Kiziar Agá. Turhan dijo a gritos que se mataría a sí misma y mataría a su hijo si esa «puta» volvía a acercarse al Sultán. Ibrahim se refugió de la realidad mediante un ataque de nervios, mientras que el Kiziar Agá, dándose cuenta de que en cualquier momento la tierra se abriría bajo sus pies, consideró prudente pedir que le pensionaran y le permitieran pasar el resto de su vida en Egipto.
Como a Kösem le pareció bien esta solución, Ibrahim no tuvo más alternativa que acceder.
—¿Bueno? —preguntó Humasha, con el rostro resplandeciente de orgullo por su talento como delatora.
—¿Bueno qué…? Lo principal es quién va a ser el nuevo Kiziar Agá. —¿Y qué razones tienes tú para preocuparte por eso? Estoy segura de que encontrarán a alguien —dijo Humasha con indiferencia. —¡No es una cosa tan sencilla! —murmuró Jaja entre dientes. Durante la semana que acababa de transcurrir Jaja apenas había dejado de pensar en ello. A diferencia de Sunbull, el nuevo Kiziar Agá pudiera muy bien restringir la libertad de las muchachas del harén. Y si esto ocurría, Jaja, en el peor de los casos, perdería a Humasha y en el mejor, sus encuentros serían difíciles. Pensando en esto, empezó a pasar revista a todos los posibles candidatos al puesto. Conocía personalmente a dos tercios de ellos y de oídas a los demás, pero era difícil adivinar los caprichos de Ibrahim, que podía muy bien ofrecerle el puesto a un viejo eunuco experimentado procedente del viejo palacio.
Humasha se estaba mirando complacida en un pequeño espejo que había sacado de su
yelek
, dejando a Jaja absorto en sus pensamientos.
Jaja admiraba la genialidad y tolerancia de Sunbull, que era siempre accesible y que a pesar de su alto puesto como el verdadero jefe del harén, encontraba siempre fácil retractarse y perdonar. Como a Jaja, le gustaban las mujeres, mientras que a la mayoría de los eunucos, no. Estos últimos, aparte de su casi instintivo odio a las mujeres, tenían generalmente mal carácter y eran taciturnos, vengativos y crueles. No había en esto nada de sorprendente. A muchos de ellos los habían vendido sus propios padres como esclavos y para que fueran castrados. Una experiencia así erradicaba de sus corazones cualquier sentimiento de ternura hacia el género humano. La única pasión que les quedaba era la de servir fielmente a su amo y enemistarse con todos los demás.
Atomentados por los encantos femeninos del harén, que les recordaban día tras día lo que ellos habían perdido, se vengaban en las pobres esclavas. Plagados de falsos escrúpulos para justificar despreciativos rechazos, encontraban mil maneras de interferir en la felicidad de las muchachas y de vigilar sus inocentes sonrisas. Por su parte las muchachas inventaban innumerables trucos para burlarse de los que las atormentaban, y humillarlos.
Y sin embargo había aún algunos eunucos que eran tan afectuosos, inocentes y amantes de las diversiones como niños pequeños. A éstos les atraían fuertemente las mujeres y recibían afecto de ellas. Si Jaja fuera a creer lo que decía Humasha, algunas mujeres en el harén hasta preferían los eunucos a los hombres en plena posesión de su virilidad y se deleitaban con la suave piel de aquellos, sus tiernos besos, la ausencia de agresividad masculina y el hecho de que no corrían el riesgo de quedarse embarazadas.
«Yo estoy también en esta categoría —se dijo a sí mismo con un suspiro—. No hay muchacha que corra el riesgo de que yo la deje embarazada.»
La noche se les había echado encima sin que se dieran cuenta. El patio de los eunucos estaba ya oscuro y extrañamente silencioso, con un silencio que sólo rompía el sonido de los pájaros posándose en los cipreses para pasar la noche.
Jaja miró a Humasha. Estaba atareada ajustándose el nuevo yash-mack que él le había regalado. A la mortecina luz de la lámpara de aceite, parecía asombrosamente bella, pero fría y distante. Jaja se preguntó cuáles serían los verdaderos sentimientos de esta muchacha hacia él. ¿Iba sólo en busca de dinero o experimentaba realmente los sentimientos de ternura hacia él que profesaba sentir? Últimamente se comportaba con él de forma abrupta y hasta insolente. Tal vez, después de todo, hasta lo despreciaba.