—¿Qué haces aquí, muchacha? —exclamó, levantando la lámpara de aceite por encima de su cabeza para poder ver mejor a la intrusa.
Oyó cómo ella contenía el aliento como si la hubieran sorprendido; y a la mortecina luz de la lámpara de aceite parecía a punto de desvanecerse. Jaja bajó la lámpara, la cogió del brazo y la hizo sentarse en el bajo diván que ocupaba un lado de la habitación. Vio que no podía hablar. Le castañeteaban los dientes. No era menor la agitación de Jaja. Era la primera vez que una mujer entraba en su habitación. Por añadidura, si los cogían, recibirían ambos un severo castigo.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué has venido aquí? —le preguntó una y otra vez.
En su apuro se le olvidó cerrar la puerta de la alcoba y cualquiera que pasara por el patio podría ver a Humasha tirada en el diván y a Jaja inclinado sobre ella.
Humasha parecía encontrarse peor. Sus ojos vidriosos estaban casi cerrados y respiraba entrecortadamente. Sus manos tiraban de la parte delantera de su
gomlek
. Jaja pensó en pedir ayuda y dio unos pasos hacia la puerta del cuarto, pero cambió repentinamente de opinión. Tenía la leve sospecha de que la joven no estaba tan enferma. Cerró la puerta y se sentó al lado de ella en el diván. No veía muy clara la razón por la que sospechaba que la muchacha estaba fingiendo. Pero enferma o no, le sorprendía enormemente que hubiera acudido a él. Sentado a su lado, pero no demasiado cerca, hizo un esfuerzo consciente para no prestarle atención y ni siquiera mirar en la dirección en que ella se encontraba. Concentró fijamente la mirada en un punto intermedio en la distancia, esperando a ver cuánto tiempo podría esta muchacha continuar con su fingimiento. Habían pasado sólo unos pocos minutos y Jaja tenía la impresión de que se encontraba mejor. Pero le resultaba difícil jugar a este juego. Sentado a su lado, con el perfume de ella en las aletas de su nariz, sintió una fuerte tentación de mirarla. Hizo un gran esfuerzo para intentar pensar en otras cosas, pero no se le ocurría nada. Sentía un deseo irresistible de fumar, pero no se atrevía a ir a buscar su pipa. Realmente no se atrevía a hacer el menor movimiento, algo que le hacía sentirse extraño, como si él mismo estuviera pasando por una especie de prueba. Al fin volvió la cabeza y la miró.
Se rió, aunque nerviosamente. Los ojos de la joven estaban abiertos de par en par y Jaja tuvo la impresión de que lo había estado observando durante un buen rato.
—Veo que te encuentras mucho mejor —le dijo tratando de controlar un sentimiento de indignación que había brotado dentro de él.
Ella bajó la cabeza y adoptó la actitud de una niñita arrepentida.
—Iba a ver a la Kahya pero de repente me encontré muy enferma. Tenía que encontrar un sitio donde sentarme. —Entonces, llevándose una mano pequeña y hermosa a su frente sudorosa y levantando sus ojos hacia Jaja, le dijo—: No sé lo que me ocurrió… Es la primera vez que me he sentido así… ¿Tienes alguna explicación para esto?… Se dice que eres un hombre muy sabio.
Ahora sí que se estaba inventando historias, pensó Jaja. Y cuando empezó a decirle que la actitud de la Kahya hacia ella había mejorado enormemente, él se quedó asombrado y se preguntó por qué estaría contando tantas mentiras. Porque él había hablado con la Kahya el día anterior y no había notado el menor cambio en su actitud negativa hacia la muchacha. No obstante su enfado de hacía unos momentos se había desvanecido, lo mismo que la enfermedad de Humasha. Ahora estaba parloteando como una vivaz niña de ocho años. Jaja se imaginó a sí mismo poniéndosela en las rodillas y jugando con ella como se juega con un niño. No obstante había algo en ella, tal vez su perfume, tal vez algún gesto de su mano coloreada por la
henna
… Pero era más probable que fuera su hábito de interrumpir de repente su parloteo y mirarle fijamente a los ojos, como lo hacen algunas mujeres de más experiencia, lo que tuvo el poder de despertar en él emociones extrañas y profundas. Era como si lo más íntimo de su ser vibrara cada vez que ella clavaba en sus ojos su penetrante mirada. En esas ocasiones esos ojos rasgados cambiaban de color. Lanzaban destellos de color púrpura oscura, que tenían el poder de hipnotizarlo.
Fuera hacía un frío helador y una corriente de aire se filtraba por debajo dé la puerta. Humasha continuaba charlando, Jaja atizaba el carbón en el brasero. Cuando oyeron la llamada para la oración de la tarde, ambos se estremecieron. El tiempo había pasado sin darse cuenta. Ella dijo algo sobre volver a su cuarto y dio un salto para marcharse. Él no sabía qué hacer. Sonrió tontamente mientras que Humasha se despedía, diciéndole adiós con la mano, antes de abrir la puerta un poco y escabullirse a la espesa niebla.
Jaja se dio cuenta de repente de que alguien rondaba por su habitación. Debía de haber sido después de medianoche. Estaban ya apagadas las luces en el patio de los eunucos y en la alcoba de Jaja una oscuridad negra como el azabache danzaba ante sus ojos. Más que asustado estaba preocupado, aunque el asesinato y el robo no eran desconocidos en el harén. Pero no se podía mover, era como si lo hubieran atado al colchón. Ni podía tampoco emitir un sonido. Con los nervios tensos, trató de seguir los movimientos del intruso. ¿Era un amigo o un enemigo? Si era lo primero, ¿por qué merodeaba tan furtivamente en la oscuridad? ¿Y si era lo segundo…?
Al crujido de ropa en una rincón del cuarto siguió el suave sonido de pies desnudos que se aproximaban a su lecho. Ahora el intruso estaba tan cerca que su aliento era como una brisa en el rostro de Jaja. Poco le faltó a su corazón para dejar de latir, al ver con los ojos de su mente el cuchillo del asesino hundiéndose en su pecho. La tensión que sentía en sus nervios explotó.
—¿Qué quieres de mí? —logró decir, mientras hacía un esfuerzo supremo para levantar la cabeza de la almohada e incorporarse. —¿Te quieres correr un poco? ¡Estoy helada! La voz era la de Humasha y un instante después levantó el extremo de la manta y se metió en el lecho junto a él, sin más ni más, y completamente desnuda.
La primera reacción de Jaja fue volverse a echar en la cama, con la sensación de alivio de que era ella y no un desconocido. Sin embargo se echó hacia atrás, horrorizado, para soltarse de los brazos que Humasha le había puesto alrededor del cuerpo. Se había apretado contra él, con toda la longitud de su cuerpo junto al cuerpo de Jaja.
—Abrázame, por favor, estoy muerta de frío —le susurró suavemente en el oído.
Estaba tiritando y tenía el cabello húmedo por las gotas de lluvia que habían caído en él. Jaja no había tocado jamás a una mujer desnuda. Notando su vacilación, Humasha le cogió una de las manos y la puso alrededor de su cintura, tratando de enseñarle cómo acariciarle la espalda. Torpemente y con gran apuro, él movió sus manos de arriba abajo sobre los hombros de ella, hasta que finalmente Humasha perdió la paciencia:
—¡Así no! —dijo bruscamente, sacudiendo los hombros en un gesto de protesta—. Haz uso de toda tu fuerza y no te detengas hasta el final. ¿No te he dicho que me estoy muriendo de frío?
Obedientemente y sin decir una palabra, él siguió sus instrucciones y ella dejó que su cuerpo se relajara y calentara al contacto con el de él, mientras que Jaja luchaba por encontrar sentido a la mezcla de sentimientos y emociones que habían invadido su ser. Por ejemplo, estaba asombrado de la suavidad de la piel de Humasha, especialmente alrededor de sus caderas, y sus sentidos se estremecían al percibir ese olor semisalvaje de mujer que ella había traído con su presencia. Al mismo tiempo le causaba terror la avasalladora realidad de esta muchacha desnuda y el vacío que él sentía entre sus piernas. No cabía duda de que lo había cogido desprevenido. Si por lo menos le hubiera dicho que iba a venir, pensaba Jaja… ¿Y cuál era la explicación de esta irresistible sensación que se iba apoderando de su cuerpo? Por una razón desconocida empezó a sudar profusamente y le apuraba pensar que su olor pudiera resultarle desagradable a ella.
—¡Estás empapado! ¿Te pasa siempre eso? —le preguntó, acariciándole el pecho con la mano.
Se dio la vuelta y cruzó las piernas a la altura del tobillo, suspirando con satisfacción. Estaba echada en el centro del estrecho colchón, mientras que Jaja, empujado hacia la pared, yacía de lado, con el codo hundido en la funda de la almohada y su mejilla, levantada, apoyada sobre la mano. Apenas podía verle la cara a ella, pero notaba el contacto de su cuerpo contra el suyo y el olor que le entraba por las aletas de la nariz.
Permanecieron en silencio. Jaja seguía con su actitud cautelosa, incapaz de liberarse del susto que ella le había dado y con miles y miles de preguntas y emociones agitándose en su mente. ¿Qué podría estar buscando en el lecho de un eunuco? ¿Qué pasaría si los sorprendieran y el Sultán se enterara? Le parecía tener ahora mismo ante los ojos el terrible espectáculo de su tortura y su ejecución. Pero el pensamiento de una joven desnuda dentro de su lecho no lo abandonaba. Había entumecido todo su cuerpo.
—Se me ha ordenado que esté contigo —dijo solemnemente, mientras se daba la vuelta para mirarle.
—¿Quién te lo ha ordenado? —preguntó Jaja, con la preocupación de que algún desconocido enemigo estuviera proyectando su ruina, por medio de Humasha.
—No debes preguntármelo, no es conveniente hablar de esos seres —susurró conteniendo el aliento, y añadió a continuación las misteriosas palabras:
Iyi saatte olsunlar
, que quieren decir: «¡Que ellos se hallen en un momento propicio!».
Esta última expresión le hizo pensar a Jaja que debía de estar refiriéndose a los djinn, las criaturas míticas a las que se alude en el Corán y cuyo nombre no se debe mencionar. Jaja no creyó nunca en su existencia y si se le desafiaba, mencionaría las mordaces palabras de desprecio con que el filósofo del siglo X, Ibn-Sina, expresaba sus sentimientos respecto a tales creencias.
—¿Quieres decir que realmente crees en los djinn y que permites que tal estupidez te traiga desnuda a mi cama? —contestó Jaja. Habría soltado una carcajada si Humasha no le hubiera apretado la mano con fuerza contra la boca.
—Te suplico en nombre de Alá y del Profeta que no digas nada malo acerca de ellos. Sabes lo crueles que pueden ser cuando se les provoca —suplicó asustada. Y ciertamente no quitó la mano hasta que Jaja asintió.
—Está bien,
Iyi saatte olsunlar
— respondió él sarcásticamente cuando pudo al fin hablar—. Dime simplemente lo que te dijo el djinn.
A juzgar por su historia era evidente que ella no era la única entre las esclavas que creía firmemente en los djinn. Por lo visto, cada una de las muchachas tenía su djinn especial a quien le contaba sus problemas y le dirigía sus súplicas. Al mismo tiempo estaba buscando una manera de esclavizar a su djinn; porque tener un djinn a la disposición de una era una gran ventaja. Pero como todos los djinn tenían la fama de tener un carácter veleidoso y de que les gustaba gastar bromas, era prudente tratarlos con suavidad y respeto.
Según Humasha, ella estaba bañándose cuando su djinn se le apareció por primera vez, en forma de gato, tan negro como una noche de invierno, sin ninguna veta o mancha blanca. Lo que asustó más que nada a Humasha era la manera en que el gato pareció adoptar su forma de los mismos vapores que llenaban el cuarto de baño. Pero cuando el gato habló fue para rogarle a Humasha que no se asustara y asegurarle que no le deseaba nada más que bien. Desde entonces, y siempre en forma de un gato negro, el djinn había acudido en ayuda de Humasha en varias ocasiones. Fue el djinn quien le dijo que se enamoraría de un hombre tan negro y tan fuerte como el azabache, pero suave como una pluma, y que este hombre se haría cargo de ella y la protegería de todos sus enemigos. Humasha se dio cuenta inmediatamente de que se estaba refiriendo a Jaja y por lo tanto se apresuró a ir en busca de su hado y destino.
Durante todo el tiempo que estuvo hablando, sus pies le estaban dando un masaje a los pies de Jaja bajo la manta. Hizo esto con tal maestría que por primera vez aquel invierno los pies de Jaja sintieron calor.
—¿Así que has decidido convertirte en mi amante, aunque sabes el tipo de hombre que soy?
—Juro por Alá y el Profeta que no te pido nada más que ser tu fiel esclava. Soy débil y estoy sola y soy además la única muchacha en mi cuarto que no tiene un protector. Te aseguro que no tienes razón para temerme..Además, ¿por qué te vas a comportar de una manera distinta a la de todos los otros hombres en tu misma situación?
—¿Qué estás diciendo, muchacha?
Se quedó tan asombrado al oír lo que dijo Humasha que se sentó en la cama y se volvió para mirarla, aunque su rostro no era más que un borrón blanco en la densa oscuridad.
—¡Lo que acabas de oír! —replicó ella. Había en su voz una cólera evidente, como si Jaja la hubiera acusado de mentirosa.
—¿Quieres decir que el resto de los Mussahibs tienen como amantes a las jóvenes esclavas?
—No sé si todos. Pero algunas noches la mayoría de las camas en mi habitación están vacías y cuando las muchachas regresan de madrugada están todas ellas despeinadas y bostezan sin parar, como si no hubieran pegado un ojo en toda la noche.
Jaja se puso las manos detrás del cuello y clavó su mirada en la oscuridad. Necesitaba tiempo para pensar lo que Humasha le acababa de contar. ¡Imagínate!… ¡Veintenas de muchachas regateando y entrando en tratos con los djinn durante el día y metiéndose en la cama con los eunucos por la noche! Le corrió por el cuerpo un escalofrío, no sabía si de temor o del frío que parecía haberse asentado ahora en sus hombros desnudos.
La mano de Humasha se posó suavemente en su brazo, invitándole a que se echara junto a ella. Se quedó meditando durante algún tiempo y después, lentamente, se metió debajo de la manta.
Aquella noche aprendió a cómo dar y recibir besos apasionados. Al amanecer, Humasha salió silenciosamente de la cama y se vistió. Cuando estaba a punto de marcharse, le dio a Jaja un beso en los labios, susurrando:
—¡Y dicen que los de tu clase no saben cómo hacer el amor! ¡Has sido maravilloso, amor mío!
Y a continuación, en un tono más práctico, añadió:
—No te olvides de darle algo a la Kahya. Hay que darle una gratificación si una joven ha estado fuera de su cuarto toda la noche.
La ejecución del Gran Visir afectó a Jaja más de lo que él mismo habría creído posible. Había puesto mucha fe y mucha esperanza en la inamovible integridad de Kara Mustafá.