El harén de la Sublime Puerta (13 page)

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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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La desastrosa noticia de la repentina impotencia de Ibrahim se extendió por el harén como un reguero de pólvora. Kösem, que se había sentido últimamente orgullosa de las proezas sexuales de su hijo, estaba ahora profundamente preocupada. Jaja no había podido registrar ni un solo embarazo entre las innumerables muchachas que habían compartido la cama del Sultán. Una vez más, Kösem vio avecinarse el desastre de la caída de la dinastía otomana y su propia caída definitiva. Su primera reacción ante el problema de su hijo fue asumir que bien podía ser un caso de mal de ojo que un simple ensalmo, bien conocido de todo jeque que se enorgulleciera de serlo, curaría.

«¿No sería más eficaz que Ibrahim colgara de su miembro viril esta oración escrita, dentro de un amuleto?», pensó Kösem en su desesperación.

Pero cuando Ibrahim falló una y otra vez en lograr una erección, a pesar de las oraciones y del amuleto, Kösem opinó que la situación era preocupante. Ibrahim debía de tener una enfermedad muy grave o haber sido víctima de un encantamiento que, en aquellos días, venía a ser lo mismo.

Se llamó a médicos y a boticarios, se prescribieron medicinas y afrodisiacos. Ibrahim se tragaba las drogas a puñados. Se contrató también la ayuda de ciertos derviches. Estos derviches tenían la reputación de poder curar no sólo enfermedades físicas y mentales, sino también de contrarrestar el efecto de las artes mágicas.

En aquella época había en Estambul varias órdenes de derviches, cada una con su propia Tarika para acercarse a Alá, conseguir su ayuda y, finalmente, unirse con él. Kösem e Ibrahim eligieron la orden Mevleve, muy extendida por el mundo, a cuyos miembros se les llamaba los derviches danzantes, ya que su orden rival, los Baqtashi, estaban políticamente demasiado conectados con los jenízaros, aparte del hecho de que muchos de sus ritos se asemejaban a los del cristianismo. Las otras órdenes eran demasiado pequeñas y desconocidas para merecer consideración alguna.

Jaja cooperó en la búsqueda del derviche apropiado con la sugerencia de que, puesto que cada orden alegaba que su Tarika era la más eficaz para conseguir la ayuda de Alá, sería una buena idea contratarlos a todos. Llegó hasta el punto de citar al fundador de la orden Mevleve, Jaludin El-Rumi: «Cada santo y cada profeta tiene un rito sagrado suyo propio; pero, como todos los ritos llevan a Alá, sus ritos son un solo rito».

No es que Jaja creyera en derviches. Discípulo de Lale como era, tenía la suficiente astucia para reconocer a los derviches como lo que verdaderamente eran: en el mejor de los casos, excéntricos religiosos inofensivos; en el peor, charlatanes e impostores. Pero había aprendido hacía tiempo los trucos del sabio consejero: tener siempre a mano un consejo a fin de crear una impresión de «interesada contribución». El conseja debía, por supuesto, ser formulado en términos generales a fin de estar preparado para todo tipo de eventualidad.

Ibrahim aceptó enseguida el consejo de Jaja, pero Kösem no cedió.

Y fue así como se hizo venir al harén a un derviche Mevleve tras otro, cada uno de ellos con una bandada de discípulos y seguidores, a fin de realizar sus desencantamientos y exorcismos. Cada uno de ellos empezaba por recordarle a Ibrahim la orden del Profeta a su sobrino Alí cuando éste le preguntó qué debía hacer para conseguir la ayuda divina: «¡Pídeta en voz alta y sin cesar, en el nombre de Alá!».

Entonces cada derviche recitó la Fatiha con el Sultán y después de muchas oraciones e invocaciones todos a una, todo el grupo empezó a danzar mientras repetían continuamente uno de los noventa y nueve nombres de Alá. Algunos de ellos llegaban a tal estado de frenesí y delirio religioso que caían al suelo agotados e inconscientes. En la mayoría de los casos, el primero que perdía el conocimiento era el Sultán; al llegar este momento el Pir o jeque se inclinaba sobre él, exhalaba su aliento sobre la cabeza y el miembro afligido y los ungía a ambos con su propia saliva. Sólo entonces se le transportaba a Ibrahim a su lecho.

De nada sirvió. Tal vez porque el éxito dependía de su movimiento ascendente, el pene de Ibrahim se negó obstinadamente a cumplir con su obligación. De su habilidad de mantenerse erecto dependía no sólo el amor propio de Ibrahim, sino el destino de un inmenso imperio que se extendía desde los bosques de Viena en el Occidente hasta el mar Caspio en el Oriente, y desde las estepas de Asia Central a Aden, en la Península de Arabia. En tales circunstancias el poder de Kösem en palacio tenía una importancia secundaria.

El único resultado de los esfuerzos de los derviches fue que Ibrahim permaneció el resto de su vida bajo la influencia de la orden Mevleve.

Si Kösem estaba totalmente desesperada, Ibrahim casi había perdido la razón. El estado de su pene le obsesionaba de día y de noche. Hasta en sueños, se imaginaba a sí mismo con una mujer y veía el fracaso en el momento definitivo. Descuidó sus obligaciones. El imperio no le importaba un bledo. La vida sin poderse llevar a la cama a una mujer no merecía la pena vivirla. Necesitaba constantemente su contacto, su olor, su risa, sus charlas, sus canciones y sus bailes, pero sobre todo su sexo. Fue su desgracia que precisamente aquello que por instinto no debía haber presentado problemas, se había convertido en la irremediable pesadilla de su vida.

En apariencia nada había cambiado en el harén. Ámbar gris y otros inciensos ardían ininterrumpidamente en donde quiera que Ibrahim se dirigía o donde se asentaba. Grupos de hermosas muchachas seguían visitando su aposento. Enanos, malabaristas, payasos, bufones y músicos continuaban tratando de divertirlo de día y de noche. Pero a pesar de todo ello se le veía hundirse. Nada le parecía ya bien. Ni la comida sabía como debía saber ni los entretenimientos hacían aparecer una sonrisa en sus labios marchitos. Empezó a adelgazar. Sus enormes ojos se hundieron y perdieron su brillo. Era evidente que estaba destrozado.

Todos los viernes por la mañana, al dirigirse a la mezquita para la oración en común, solía darles a todos los guardias de palacio bolsas llenas de monedas de oro. En apariencia esto era para que pidieran en sus oraciones por un heredero al trono. Pero nadie dudaba lo que le debían pedir primero a Alá. Las vísperas de las fiestas religiosas, Ibrahim doblaba la cuantía de esos dones, porque en ocasiones así las oraciones tendrían mayor eficacia.

Sin saber qué hacer o adonde dirigir sus miradas, y desconcertado por sus enfermedades nerviosas, Ibrahim decidió hacer uso del Khirka-Yi-Sherriff para efectuar su propia curación. Era éste uno de los mantos atribuidos al Profeta que se conservaba en una sala especial en el serrallo, el Salón del Manto Sagrado. Lo había traído a Estambul el sultán Selin I, después de su conquista de El Cairo y su matanza de cincuenta mil egipcios, hombres, mujeres y niños.

Los antepasados de Ibrahim habían atribuido siempre una gran santidad y eficacia al manto, que había acompañado a varios de ellos en sus campañas bélicas. Pero fue Ahmed I, el padre de Ibrahim, quien concibió la idea de usar el manto para curar enfermedades. Había establecido la elaborada ceremonia de sumergir parte de él o su cierre en un bol de agua, para hacerla sagrada. Se ponían gotas de esta preciada agua en botellas de cristal que se cubrían con otra agua para hacerla durar más. Les dio estas botellas a miembros de su propia familia y a otras personas queridas, como panacea para todas las enfermedades.

Consumido por la desesperación, Ibrahim adoptó la costumbre de ir a escondidas todas las noches al Salón del Manto Sagrado.

Sobornó a los cuatro eunucos negros cuya misión era custodiar el lugar. Allí, temblando, se aproximaba al trono de plata, que su hermano Murat IV había construido especialmente para el manto, y abría la llave del recipiente de oro que lo protegía. Balbuceando versos del Corán para distraer a cualquier espíritu adverso que pudiera pulular por allí y con los nervios tensos hasta más no poder, iba quitando una a una, cuidadosamente, las siete envolturas de seda que cubrían el manto. Lo que hacía después dependía de su humor. Unas veces se postraba en silenciosa oración, otras danzaba como un derviche demente y otras simplemente se sentaba delante del manto, sollozando, dando alaridos y pidiéndole a Alá que lo aliviara de su aflicción. Le prometía a Alá cualquier cosa si le devolvía su potencia sexual. Ayunaría fervientemente durante el Ramadán, haría una peregrinación a La Meca (ningún sultán otomano había hecho jamás una peregrinación a La Meca), construiría magníficas mezquitas para glorificar a Alá y al islam, daría limosnas generosas, sería justo y recto hasta el fin de su vida, libraría guerras implacables contra los infieles en el Oriente y el Occidente y hasta se abstendría totalmente de la compañía de mujeres. Como acto final, cuando no tenía más que decir o prometer, y estaba totalmente agotado en cuerpo y espíritu, solía coger un extremo del manto y lo metía en un bol con agua. Entonces bebía el agua bendita de un solo trago, antes de volver a poner al manto en su sitio.

Y todo para nada. Lo que había cambiado es que ahora acarreaba un remordimiento más: el haber profanado una reliquia sagrada.

Fue entonces cuando el Djindji Khodja entró en escena.

X

Mulla Hussien Efendi, conocido como Djindji Khodja, alegaba ser hijo de un jeque, un tal Mahomet, hijo del jeque Ibrahim, descendiente de un largo linaje de jeques que se remontaban a Sadr El Din Al Konewi, un famoso místico religioso. Pero no era nada de lo que decía ser. Era un embaucador y un impostor que había nacido en una pequeña aldea en Safranbolu, un remoto distrito de Anatolia. La impresionante ascendencia era algo que había adoptado después de entrar como estudiante en uno de los varios colegios religiosos adscritos a la mezquita de Suleymaniyye en Estambul. Perezoso y rapaz, no tenía la menor intención de ganarse jamás la vida con el sudor de su frente; ya en sus días de estudiante, había empezado a practicar la magia que aprendió de su padre, para estirar los fondos que le permitirían vivir una precaria existencia. Ésa fue la razón por la que lo apodaron Djindji, que quiere decir hechicero.

Tampoco es que estuviera destinado a ser un curandero de poca monta que lleva a cabo trucos baratos al servicio de aldeanos crédulos y termina atemorizado de visitar dos veces el mismo lugar. Tenía lo que necesitaba para llegar a ser lo que finalmente llegó a ser: un gran impostor que iba a ser el tutor espiritual del Sultán y ocupar altos cargos en el gobierno. Como todos los impostores religiosos, alegaba poseer clarividencia y poderes curativos, así como la habilidad de establecer comunicación con seres sobrenaturales. En su caso éstos eran los djinn: espíritus invisibles de ambos sexos, parecidos a las hadas, a los que se menciona en el Corán como seres más elevados que los seres humanos, pero no tanto como los ángeles y el demonio. Lo que distinguía a Djindji Khodja de los charlatanes de poca monta era su asombrosa habilidad para leer el carácter e instantáneamente evaluar los puntos débiles de una personalidad. Esto, junto con el otro ingrediente esencial de su profesión, el don de disfrazar trivialidades con palabras crípticas y místicas, era su pasaporte al poder. El hecho de que él no creyera en la existencia de los djinn, le era útil para engañar a sus víctimas. En una época de credulidad y fanatismo religioso, el cínico sin escrúpulos tenía una evidente ventaja.

Tan pronto como se enteró de la aflicción del Sultán, mandó a su madre a una de las Kahyas más importantes del harén con el mensaje de que él podía curar fácilmente al Sultán. La Kahya, como él había esperado, informó inmediatamente a Kösem y él recibió, como era también de esperar, una invitación a palacio.

Como el asunto en cuestión era tan delicado, se le recibió en los aposentos particulares del Sultán.

Encontró a Ibrahim en la cama, con un aspecto demacrado y totalmente abatido, gimoteando como si tuviera un catarro pero, de hecho, llorando como un niño enfermo. Kösem estaba sentada en un taburete dorado que había acercado al lado de la cama. Tenía una apariencia altanera y majestuosa de la cabeza a los pies y le costaba trabajo ocultar su repugnancia ante la flaqueza de su hijo. Después de besar la mano del Sultán, Djindji Khodja se inclinó profundamente ante Kösem, antes de sentarse frente a ella en el único taburete disponible. Todas las ventanas del cuarto estaban cerradas y se respiraba una atmósfera pesada, acentuada por el empalagoso olor del ámbar gris.

Kösem esperó a que Djindji Khodja hablara, pero éste parecía hacer caso omiso de ella. Se movía con inquietud en la silla, volviendo la cabeza a un lado y otro, y olfateando el aire como un sabueso.

—¿Qué te ocurre, Mulla? —le preguntó bruscamente, echando hacia atrás su velo de tul con un movimiento irascible de la mano.

Él se volvió hacia ella y fijó en su rostro la suave mirada de sus grandes ojos azules.

—Este sitio está lleno de djinn, Hanimefendi —replicó. Su voz tenía la tranquila y confiada autoridad de aquellas personas a quienes no deslumhran ni la clase ni la posición. Tampoco podía Kösem dejar de notar que se había dirigido a ella con el simple título de Hanimefendi, asumiendo una familiaridad que ni siquiera sus amigos más íntimos se hubieran atrevido a adoptar. Pero no era una de esas mujeres que sucumbe fácilmente a hombres tan seguros de sí mismos.

—¡Qué tonterías estás diciendo, Mulla! —replicó levantando la voz con un tono desdeñoso—. Los djinn habitan en hediondos retretes o cuartos trasteros oscuros, o casas en ruinas, o al pie de árboles viejos. ¡No viven en los aposentos del Sultán y ciertamente no a plena luz del día!

Si lo que había esperado era ponerlo nervioso no lo logró. No se inmutó. Kösem no estaba ni siquiera segura de que la hubiera oído. Durante un breve instante, él parecía estar mirando a un punto más allá de ella; pero no tenía ni idea de qué era lo que estaba mirando. Al fin, se echó hacia atrás en su silla con un satisfecho gruñido, como si hubiera confirmado su sospecha. Sólo entonces se dignó coger el hilo de la conversación.

—Estás muy equivocada, Hanim —dijo Djindji Khodja con la confiada autoridad del especialista que conoce su materia—. Es verdad que los djinn habitan a veces en lugares como los que has mencionado por la sencilla razón de que no les gusta que nadie se meta con ellos. Pero los djinn pueden entrar en cualquier sitio, ir y venir como les da la gana, adoptar la forma que deseen y hasta recorrer grandes distancias en un abrir y cerrar de ojos. Los menosprecias y ¡corres riesgo al hacerlo! Son criaturas muy susceptibles, de humor cambiante y a veces muy vengativos. No hay médico en este mundo que pueda curar el mal que ellos han hecho. Estoy seguro de que sabes ya bien que lo que digo es cierto.

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