Los ojos de Kösem se entrecerraron. ¿La estaba amenazando? Los iniciados en las artes de los djinn podían acudir a ellos en cualquier momento para pedirle toda clase de servicios, beneficiosos o perjudiciales, según los deseos del iniciado, pensó Kösem. ¿Se habría atrevido Djindji Khodja a ser tan descarado en su presencia si no hubiera estado seguro de que podía acudir a los djinn para que lo ayudaran? A pesar de sus instintos naturales y su agudeza mental, Kösem era tan supersticiosa como cualquier otra mujer. Estaba a punto de decirle a Djindji Khodja que no había sido su intención ofender a los djinn, pero aquél había adivinado ya sus pensamientos.
—Pero los djinn —continuó— pueden ser también comprensivos y generosos. No se ofenden cuando saben que no se tenía la intención de ofenderlos, sobre todo si la persona en cuestión reconoce su falta. Ahora mismo, por ejemplo, el djinn que está justo detrás de tu hombro izquierdo, te está sonriendo.
Las pupilas de Kösem se dilataron de asombro, y sólo con dificultad resistió el deseo de volverse y mirar por encima de su hombro. Ibrahim, que había dejado de sorber sus lágrimas mientras escuchaba, fascinado, la conversación, exclamó ahora:
—¡Yo no veo nada detrás de ti, madre!
—Por supuesto que no podéis verlo, mi Padisha —dijo Djindji Khodja con una sonrisa de suficiencia. Esta era la primera vez que se dirigía al Sultán.
—¿Creéis que el djinn estará dispuesto a revelarte que está aquí? ¿No te ha hecho ya demasiado daño para querer asustarte además con su impresionante presencia?
Y entonces, inclinándose hacia adelante en su silla y mirando a Ibrahim directamente a los ojos, habló de modo contundente:
—Si yo fuera vos, mi Padisha, evitaría mencionar su nombre. Si os voy a ayudar a que recuperéis la salud, debéis permitirme que trate yo directamente con el djinn, sin desbaratar mis esfuerzos con palabras sin sentido. Tened en cuenta, mi Padisha, que no sólo tengo yo la ardua tarea de encontrar al djinn directamente responsable de vuestro problema y tratar entonces de negociar con él, sino que tengo que conseguir también la cooperación de todos los otros djinn, sin cuya ayuda todos mis esfuerzos serán en vano. He oído decir que habéis ofendido a un djinn muy poderoso que tiene la intención de atormentaros para el resto de vuestra vida. Pero, por supuesto, la elección es vuestra. Podéis, o bien prestar oídos a mis palabras o bien regodearos en vuestra desdicha hasta el día del Juicio Final; ¡porque yo, desde luego, me desentendería con mucho gusto de este asunto!
Nunca jamás se había dirigido nadie al Sultán de esta manera ni en ese tono de voz tan agresivo. Pero Djindji Khodja estaba decidido a romper las barreras, de una vez para siempre, entre él y aquellos que estaban en el poder. Sabía que se estaba arriesgando al hacer uso solamente de la fuerza de su personalidad y de su inmediata evaluación de la situación para mantenerse a sí mismo en la delantera.
Y ahora, precisamente porque se estaba jugando tanto, puso en este juego toda la fuerza espiritual de que pudo hacer acopio. Hasta él mismo, a sabiendas de las tonterías que estaba diciendo, podía sentir la cantidad de fuerza que sus ojos, su voz y, por supuesto, su cuerpo, irradiaban, dirigida a captar la voluntad del desdichado Ibrahim. No cabía la menor duda de que el Sultán había sentido esa fuerza. Se había acurrucado en su lecho, asustado y con la boca abierta, mirando de reojo a su madre, en busca de apoyo. Pero Kösem apenas podía perder tiempo en mirarlo. A ella también la había afectado el comportamiento de Djindji Khodja, no porque la deslumhrara sino porque se había ganado ya su respeto. La presencia de Djindji Khodja había llenado la habitación. Y un hombre con una fuerte personalidad siempre se ganaba la admiración de Kösem.
Llegó el momento para que Djindji Khodja hablara con un tono de voz más suave.
—Pero Alá, el Todopoderoso —dijo en voz algo más baja—, nos ayudará a hacer que ese djinn se someta. ¿Cómo voy a poder ver a mi Padisha sumido en un estado de postración tan doloroso y permanecer impasible? Pero necesito mucha ayuda…
—¿Qué quiere este djinn de mí? ¿Qué daño he podido hacerle jamás? —tartamudeó Ibrahim al fin, tratando de no llorar.
—¡Cuánto más fácil sería si yo lo supiera! —dijo Djindji Khodja suspirando pensativamente, como alguien que siente ya el peso de la difícil tarea con la que está a punto de enfrentarse—. Los djinn son gente aficionada a los secretos y eso hace muy difícil el tratar con ellos. Sería una gran ayuda, mi Padisha, que me dijerais lo que creéis haberles hecho.
—¿Yo? ¡No les he hecho absolutamente nada! Hasta que los mencionaste, los djinn no habían entrado nunca en mi mente.
—¡Ese es generalmente el problema, mi Padisha! —exclamó Djindji Khodja, meneando la cabeza como si estuviera atribulado—. Tal vez los hayáis enojado sin daros cuenta. Esa es la manera en que a veces ocurre. Hay djinn que obran estúpidamente, igual que los seres humanos. Se ofenden sin decir por qué se han ofendido… Y de repente, sin haberse dado cuenta y sin saber por qué, uno se encuentra indispuesto con ellos.
Con una voz serena y confiada, pasó a describir el reino de djinn, ese inmenso y misterioso imperio rebosante de djinn. Era infinitamente más grande que el Imperio Otomano y todos los imperios infieles juntos. Se extendía del Oriente al Occidente en una dirección y del norte al sur en la otra. Pero abarcaba también desde el fondo del mar hasta los cielos. Su rey y su reina vivían en palacios de una belleza y grandiosidad difíciles de imaginar, construidos de oro puro. De aquí procedía su amor por ese metal.
—¡Son tan poderosos —añadió enfáticamente Djindji Khodja— que pueden deshacer la tierra entre el dedo pulgar y el índice con más facilidad que un hombre vigoroso puede cascar una nuez! De hecho, excepto Alá, el Todopoderoso, nada puede oponerse a su poder. Naturalmente, lo mismo que hay seres humanos malos, hay también djinn malos. La única notable diferencia entre los djinn y los seres humanos es que estos últimos mueren mientras que los djinn sobreviven y se multiplican.
»De hecho nosotros somos sus huéspedes en la tierra —continuó Djindji Khodja insistiendo en el mismo tema, con insuperable solemnidad—. Debemos procurar por todos los medios no irritarlos como lo haríamos con cualquier anfitrión que nos invitara a su casa; de hecho, más aún, porque no siempre podemos comprender la manera en que se comportan. En la medida de lo posible, debemos evitar ir a los sitios que ellos frecuentan o profanar tales sitios manchándolos u orinando o escupiendo en ellos. Antes de entrar en cualquier lugar o llevar a cabo cualquier acción o hasta quitar un objeto de su sitio acostumbrado, debemos decir
bism-Allah
(en el nombre de Alá), o
desture
(con vuestro permiso), por si acaso molestamos a un djinn que, pacíficamente, está ocupándose de sus asuntos. Yo mismo me encontré una vez…
—Tengo que irme ahora —dijo Kösem con aspereza, y se levantó rápidamente de su silla, interrumpiendo a Djindji Khodja en mitad de su frase.
La razón de su marcha repentina no era porque tuviera cosas de mucha importancia que hacer, ni porque las historias de Djindji Khodja la aburrieran, ni porque las encontrara extrañas o increíbles. Por el contrario, el motivo por el que decidió marcharse fue precisamente porque Djindji Khodja tenía poder de mantener su atención. Cuando llegó a ser la Kadina de Ahmed I, al principio se dejó llevar por su naturaleza y escuchaba ávidamente las historias que le contaban los demás. Pero pronto aprendió y adoptó la regla de oro del estadista: la gente de importancia no debe dar nunca la sensación de estar demasiado impresionada, no sea que eso menoscabe su autoridad. Por consiguiente, cuandoquiera que le parecía estar corriendo el riesgo de que lo que le estaban contando la estuviera impresionando demasiado, interrumpía al que estaba hablando o, alternativamente, como lo acababa de hacer ahora, lo dejaba con una frase a medias. Sus espías, después de todo, podían en cualquier caso contarle el final de la historia.
Pero Djindji Khodja se dio cuenta inmediatamente de su estratagema. Inclinó levemente la cabeza para indicar que no le pasaba inadvertida su marcha, pero él se quedó, deliberadamente, sentado… Un insulto inusitado para la Sultana Validé. Pero él consideró esto esencial si quería hacerle bajar los humos y establecerse a sí mismo en la corte.
No era su método el adular a los poderosos o humillarse ante ellos, como lo hacían impostores de menos rango. Lo máximo que iban a conseguir con esa actitud eran unas monedas de oro. Ni Djindji Khodja se consideraba uno de esos hombres ni necesitaba pequeños favores como para humillarse ante nadie. Pensaba que el altanero y el poderoso respetan solamente a los que son como ellos y estaba decidido a jugar el mismo juego, hasta el final si era necesario.
Se alegró de la marcha de Kösem por la oportunidad que le proporcionaba de quedarse solo con el Sultán, y no perdió un instante en dirigir la conversación hacia el djinn que estaba atormentando a Ibrahim.
—Evidentemente —insistió Djindji Khodja—, el djinn es uno de los más poderosos y sumamente obstinado. Pero todos los djinn tienen su precio. Uno se los puede ganar con dádivas de oro y de diamantes. Ésa es generalmente la mejor manera de tratar con un djinn malévolo. Por otra parte, si el djinn persiste en su animosidad, yo puedo hallar un djinn en posición más elevada que lo meta en cintura. Pero cuanto más importante el djinn, de mayor cuantía ha de ser su recompensa. Dejadlo todo en mis manos, mi Padisha. Estoy acostumbrado a tratar con ellos y lo que es más, tengo unos cuantos amigos poderosos y de fiar entre ellos.
Djindji Khodja se pasó un buen rato hablando de este tema y le contó al Sultán algunos de sus encuentros más satisfactorios con los djinn en sus viajes místicos por Anatolia y Persia. Le relató cómo una vez, por ejemplo, se encontró con un djinn que se lo puso sobre los hombros y lo llevó volando a las montañas de Alamut, cerca de Qzvin, en Persia, para ver al «Viejo Hombre de las Montañas», el fundador de la aterradora secta de los Asesinos en el siglo XI. Encontró al anciano aún vivo y bien de salud, aunque debía de tener más de cuatrocientos años.
—Sí, los djinn tienen el poder de hacer que vivas más tiempo y mejor —continuó Djindji Khodja—, si sigues sus instrucciones al pie de la letra. Saben cómo hacer uso de todos los poderes espirituales que gobiernan tanto al mundo animado como al inanimado y acerca de los cuales los no iniciados en esta materia saben muy poco. ¡Pero hay algo que no pueden hacer! No pueden hacerte inmortal. Esto está solamente en las manos de Alá, el misericordioso y compasivo.
—¿Pueden realmente hacer eso? —preguntó Ibrahim, sumamente sorprendido.
—¡Sin duda alguna, mi Padisha! Pero, naturalmente, eso tiene un precio y por supuesto con tal de que sigáis sus instrucciones al pie de la letra.
—Estoy dispuesto a todo —prometió el Sultán.
Ese mismo día Djindji Khodja salió de palacio con dos bolsas llenas de oro y una sortija de diamantes. Prometió regresar al día siguiente después de consultar a sus amigos entre los djinn.
Djindji Khodja había sospechado que la impotencia de Ibrahim estaba causada tanto por el hecho de disociar el sexo del sentimiento como por su obsesión de probarse a sí mismo continuamente. Calculaba que desde su ascensión al trono Ibrahim había disfrutado de no menos de doscientas jóvenes, sin duda alguna indiscriminadamente, sin apenas reconocer la mujer a quien se llevaba a su lecho.
Era éste un síndrome con el que Djindji Khodja estaba bastante familiarizado. En los prostíbulos de Pera y Galata había presenciado competiciones sexuales como las de Ibrahim. Y había visto también las consecuencias.
Musculosos púgiles callejeros solían asumir la tarea de acostarse consecutivamente con todas las putas de una calle determinada. Al primero que lograra completar la ronda y en el menor tiempo posible, se le concedía acceso gratis a cualquier prostituta por un período de seis meses.
Esos concursos eran entretenimientos alegres y ruidosos, que se llevaban a cabo cuando la transacción de los diversos negocios estaba en un período bajo, tal vez después de una fiesta nacional, cuando los campesinos que habían venido de visita habían regresado a sus tierras y a la monotonía de sus vidas. En momentos así, las prostitutas, aburridas por su forzada inactividad, solían mostrar en este concurso el mismo entusiasmo que los competidores. Las multitudes manifestaban su aprobación con aplausos y seguían a los participantes de cuarto en cuarto y de casa en casa, alimentándolos todo el tiempo con grandes trozos de
halva
, un dulce hecho de harina de sésamo y miel, para acrecentar su apetito sexual.
A pesar del
halva
, la mayoría de estos concursos terminaban de manera desastrosa. Si Djindji Khodja había aprendido algo al observarlos, era que el pene no experimenta una erección simplemente por obra de la voluntad. Los que habían tomado el concurso con más seriedad, eran los que tenían la mayor probabilidad de fracasar. Su ansiedad por demostrar su proeza sexual hacía imposible la erección. Cuanto mayor era la fama de un hombre determinado de ser un predador sexual, tanto más probable era que su fracaso lo expusiera a la vergüenza pública. Los pocos que lograban completar la ronda, terminaban a menudo odiando a las mujeres y al sexo durante mucho tiempo.
Después de su prolongada reclusión, Ibrahim no era ciertamente un atleta sexual sino un hombre con los nervios destrozados, incapaz de resistir ni la presión de sus propios deseos ni la tensión asociada con las exigencias de su cargo. Djindji Khodja pensó que la posibilidad de una cura dependía de poder persuadir a Ibrahim de que se abstuviera de todo comercio carnal durante «un período de descanso» y, pasado éste, de que restringiera sus actividades sexuales a dos o tres mujeres como máximo, aquellas por las cuales el Sultán sintiera una verdadera atracción y un sincero afecto. Pero Djindji Khodja opinaba también que este régimen no surtiría efecto, a no ser que pudiera eliminar la ansiedad y desconfianza que el desdichado Ibrahim tenía en sí mismo. Era necesario, sobre todo, poner freno al interminable diálogo en la mente de Ibrahim…, a su «¿tendré o no tendré éxito esta vez?», actitud que garantizaba el fracaso. El primer movimiento de Djindji Khodja fue convencer a Ibrahim de que el sector de su palacio en que él vivía estaba infestado de malévolos djinn y de que debía trasladarse a otra parte hasta que se pudiera eliminar su maligna influencia. Además de crear un «cambio de aire», la preparación y el decorado de los nuevos aposentos ocuparían la mente de Ibrahim con ideas que no tuvieran nada que ver con el sexo.