Jaja había pasado una mala semana, atormentado por la alternativa de advertirle a Sivekar Dudu que podía ser víctima de una muerte por veneno, o dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Era un penoso dilema. Si se lo advertía, Sivekar no iba por supuesto a aceptar ningún alimento sin rechistar y finalmente Kösem descubriría quién se lo había dicho. Este sería el fin de Jaja. Por otra parte, el pensamiento de la muerte de Sivekar Dudu le hizo pasar noches en vela, atormentado.
Trató de convencerse miles de veces de que la vida o la muerte de Sivekar Dudu no tenían nada que ver con él. Éste era sólo un pobre eunuco que estaba presenciando accidentalmente un juego asesino. Lo que debía hacer era mantenerse a distancia, pasara lo que pasara. Pero entonces empezaría a remorderle la conciencia, diciéndole que sólo un cobarde despreciable se comportaría así. Pensó en pedirle consejo a Humasha, pero no podía confiar en ella. Aficionada a la murmuración como era, divulgaría el secreto a todo el que tuviera a su alrededor.
Había pasado toda la semana en agonía, pero al fin decidió callarse. Y ahora, mientras observaba a Kösem, seguía preguntándose si había hecho lo que debía hacer y si podría olvidar jamás el no haber estado dispuesto a arriesgar su propia vida para salvar a una Kadina a la que apenas conocía.
Una vez terminado el espectáculo, se trajo la cena en bandejas de oro. El cocinero mayor cubría y sellaba cada bandeja antes de que ésta saliera de la cocina de Kösem, como una precaución contra conatos de envenenamiento. Jaja no pudo por menos de sonreír irónicamente al ver los gestos elaborados que estaba haciendo el citado cocinero mientras abría los precintos de las bandejas en presencia de Kösem. «Un policía que se ha vuelto ladrón era un giro inesperado en un juego criminal», reflexionó Jaja. Al mismo tiempo la duda continuaba atormentándole el corazón. ¿Sería concebible que hubiera estado equivocado todo el tiempo y que ese complot para envenenar a Sivekar Dudu fuera puramente un producto de su fértil imaginación?
Kösem y Sivekar Dudu compartían la misma bandeja. Los demás invitados se habían distribuido en semicírculos alrededor de las bandejas de viandas. En su esfuerzo por descubrir la verdad, Jaja no apartó la mirada de las dos mujeres. ¿Estaban comiendo el mismo pilaf? ¿Compartían el mismo
ragout
? ¿Y el cordero?
Si sus ojos no le engañaban, estaban compartiéndolo todo, aunque Sivekar bebía
ayran
y Kösem continuó tomando sherbet. ¡El veneno podía estar en el
ayran
! Pero, naturalmente, todo dependía del tiempo que necesitara el veneno para surtir efecto.
Kösem lo sorprendió mirándoles un instante y entonces se volvió a decirle algo a Sivekar Dudu. Al hacerlo, Jaja pudo discernir una sonrisa en la comisura de sus labios. ¿Se estaba burlando de él?
¡Probablemente! Pero ¿cómo podía estar seguro? Sus ojos le podían engañar, irritados como estaban de tanto fijarlos en las dos mujeres.
Kösem no volvió a atraer su atención hasta después de terminada la cena, cuando le hizo una seña para que se acercara. Él se apresuró a ir a su lado. Con las manos cruzadas delante del pecho, se inclinó lo suficiente para que Kösem pudiera susurrarle en el oído:
—Voy a llevar a Sivekar Dudu a enseñarle mis aposentos y mostrarle mis joyas. Quiero que nos acompañes.
—Con mucho gusto, Sultana Validé —contestó él, inclinándose hasta tocar el suelo.
No pudo por menos de mirar con el rabillo del ojo a Sivekar Dudu. Era la viva imagen de la salud y la felicidad, y no tenía ni remotamente el aspecto de alguien que está a punto de morir envenenada.
Respiró al fin con alivio, dándose cuenta de que su imaginación le había estado jugando una mala pasada. Se había puesto casi en ridículo y se hubiera dejado cortar el cuello estúpidamente. Mientras seguía a las dos mujeres, le invadió un sentimiento de profunda gratitud hacia Kösem. ¡Qué mezquino había sido al concebir la sospecha de que se dedicaba a envenenar a sus enemigos!
Le contaron que había perdido el conocimiento y que tuvieron que llevarlo a su lecho. Pero eso no era verdad, porque él lo había visto todo. Un viejo y decrépito eunuco, que Jaja había visto una vez en el hospital de los eunucos, estaba sentado a su lado junto a la cabecera de la cama. La cabeza de Jaja estaba cubierta con una banda de tela que olía a vinagre. A intervalos regulares, el viejo eunuco le quitaba el trapo y lo sumergía en un bol antes de volverlo a poner sobre la frente de Jaja. Las gotas de vinagre le caían por las mejillas, con lo cual daba la impresión de que estaba llorando. Le gustaría poder llorar. Pero no tenía fuerza ni siquiera para eso. Tenía todos los nervios destrozados por un cruel golpe.
Podía recordar la exacta sucesión de acontecimientos. Había ido detrás de las dos mujeres, Kösem y Sivekar Dudu, a no más de diez pasos de distancia. Al llegar a la puerta de la habitación, Kösem se echó a un lado para dejar que Sivekar Dudu entrara antes de seguirla. Jaja esperaba fuera pero lo suficientemente cerca como para oír, si era necesario.
De esa manera pudo oír gritar a Sivekar Dudu y a Kösem ordenar chillando: «¡Estranguladla y hacedlo deprisa!», o algo parecido.
Precipitándose a través de la puerta, Jaja vio a Sivekar Dudu en el suelo, mientras dos mudos hacían esfuerzos para estrangularla y Kösem estaba sentada en el suelo cerca de la cabeza de Dudu, diciéndole algo. Jaja estaba demasiado horrorizado como para comprender lo que decía Kösem, pero evidentemente le estaba propinando a la inmensa mujer el último latigazo de su lengua. Él permaneció allí, paralizado ante el espectáculo de esa gigantesca mujer retorciéndose de dolor bajo los dos mudos que la estaban estrangulando.
Tardó mucho tiempo en morir y no expiró hasta que desalojó de su cuerpo toda la cena que acababa de ingerir.
Jaja cerró los ojos, pero la visión de la gigantesca mujer estrangulada se le quedó detrás de los párpados. Sabía que era una visión que lo atormentaría durante el resto de su vida. Pero de momento tenía otras cosas en que pensar. Era obvio que Kösem le había dado un oportuno aviso.
Cuando el sultán Ibrahim se enteró por Kösem de la muerte repentina de Sivekar Dudu, pareció haber perdido la razón. Durante dos días despotricó y deliró incoherentemente, para sumirse después en una silenciosa depresión durante un largo período de tiempo y pasar de ahí a un período aún más prolongado de lágrimas y melancolía. Cuando no estaba gimoteando sobre los hombros de sus diversas concubinas, estaba dándole la lata a Djindji Khodja para que lo sacara de su miseria.
—Sivekar Dudu era la reina de los djinn —le dijo Djindji Khodja al inconsolable Sultán—. Ni murió, ni podía morir. Simplemente se cansó de aparecer con el disfraz de Sivekar Dudu.
—¿Quieres decir que volverá? —preguntó Ibrahim, esperanzado y entre lágrimas.
—Probablemente, mi Padisha. ¿Por qué no va a volver? Le gustabais, ¿no es así? Y todos sabemos lo bien que la tratasteis.
—Pero si su aspecto ha cambiado, ¿cómo la reconoceré?
—No me cabe la menor duda de que os dará por adelantado una señal de que va a volver, mi Padisha.
—¿No le puedes ordenar que vuelva? —rogó Ibrahim.
—¿Cómo voy a poder hacer una cosa así? ¿Quién puede ordenar lo que debe hacer la reina de los djinn? ¡Ni siquiera el rey de los djinn! Os ruego que tengáis paciencia, mi Padisha. ¿No fue la impaciencia de Adán lo que lo expulso del Paraíso?
Pero la paciencia era precisamente lo que le había faltado siempre a Ibrahim. Quería a Sivekar de vuelta ahora mismo, en ese mismo instante, como un niño desconsolado lamenta la pérdida de su madre. Cuando este avasallador deseo se vio frustrado, como no tenía más remedio que verse, empezó a sentir resentimiento por la traición de Sivekar Dudu…, sentimiento que era, como Djindji Khodja había pronosticado, el primer paso para olvidarla.
Mientras tanto los preparativos para la guerra con los venecianos progresaban lentamente. Hasta finales de abril no salió de Turquía la flota de ciento seis barcos de guerra y trescientos transportes de tropas, que se había congregado en Cesme, un puerto a orillas del mar Egeo. Otras tropas se habían reunido en Salónica, listas para embarcar. Pero hasta entonces hubo demoras en todas las etapas del viaje y la flota no llegó a Cania, en Creta, hasta finales de junio.
Situado en la costa noroeste de Creta, Cania era el punto estratégico más importante de la isla y como tal estaba bien defendido contra los ataques de tierra y mar. Los otomanos empezaron la campaña ocupando rápidamente el puerto de Cania, y de esa manera cortando toda posible ayuda por mar a los venecianos. Montaron entonces dos fuertes ataques contra su fortaleza, pero en cada una de las dos ocasiones se vieron forzados a retirarse al enfrentarse con una feroz resistencia.
Yousif Bajá, el bajá Kapudan, no tuvo otra alternativa que pedir refuerzos a Estambul. Pero, antes de que éstos llegaran, los venecianos, dándose cuenta de que no podrían resistir un tercer ataque, decidieron ofrecer una rendición condicional. A cambio de esa rendición, se les prometió pasaje libre, en barcos otomanos, a la fortaleza de Candia, la capital de Creta.
Así que durante la última semana de agosto los otomanos pasaron dos días enteros cargando aquellos que quedaban de los defensores venecianos, con sus familias y posesiones, en cinco barcos otomanos que los iban a llevar a Candia.
Una vez realizado esto, el ejército entró en Cania y oró allí. Se convirtieron tres iglesias en mezquitas. Los pregoneros públicos anunciaron que los nuevos vencedores habían prometido que todo el mundo estaría a salvo. La población griega que era cristiana ortodoxa y había sufrido enormemente bajo la supremacía de los católicos venecianos, respiraron a gusto al fin. Se encontró en la ciudad a algunos de los esclavos de Sunbull y se les dio la libertad. Se empezó inmediatamente el trabajo de reparar los daños causados a la fortaleza y a la ciudad. Cuando doce días después llegó a Estambul la noticia de la caída de Cania, se declararon celebraciones oficiales de tres días y tres noches.
Estambul no estaba ni mucho menos en posición de saborear la victoria de Cania. Porque la misma noche que las tropas atacaban Cania, la ciudad sufrió uno de los peores incendios de su historia. El fuego empezó el lunes por la noche en los distritos de Beyazit, cerca del centro de la ciudad y se propagó por los barrios de Langa, Yenikapei y Kumkapi, antes de que se lograra extinguirlo el miércoles por la noche, ya dentro del barrio gitano. En esta destrucción de casi una tercera parte de la ciudad, los que más pérdidas sufrieron fueron los griegos y los armenios, viviendo como vivían junto al mar de Mármara.
Los jenízaros y los bustanches (los guardias de palacio) fueron los responsables de conseguir que cesara el fuego, ayudados por los gremios de leñadores y portadores de agua. Se erigieron altas torres en cada uno de los lados del Cuerno de Oro para alojar allí a los encargados de vigilar el fuego. Cuando éstos veían la primera señal de humo, hacían repicar enormes tambores para avisar a la población.
Con la escasez de agua, bazares cubiertos abarrotados, calles tortuosas, callejones sin salida y casas de madera cuyos pisos superiores sobresalían muy por encima de las calles, cortando la luz y el aire a nivel del suelo, Estambul estaba a punto de arder en cualquier momento.
Los jenízaros y los dos gremios de leñadores y portadores de agua conseguían, generalmente, extinguir la mayoría de los incendios. Sin embargo, se producían de vez en cuando enormes conflagraciones que no se lograban extinguir hasta que habían ardido furiosamente durante días y días y destruido media ciudad. El gobierno llegó a odiar y temer tales conflagraciones, tanto por el terrible efecto que tenían en la estructura social de la ciudad como por los costosos daños que causaban. Y no era desconocido el caso de que jenízaros disidentes y gobernadores aprovechados, ayudados e instigados por la chusma de la ciudad, alentaran la propagación (y tal vez hasta la iniciaran) de tales incendios, en provecho propio. Los incendios les daban no sólo la oportunidad de saquear los bazares y las casas de ciudadanos respetuosos de la ley, sino también una excusa para atacar al gobierno. A esto se añadían otros problemas, como el aumento de los precios y la escasez del alimento y materiales de construcción, que eran siempre consecuencia de estos incendios.
El sonido de los tambores llegó a oídos de Jaja cuando se estaba preparando para irse a la cama. Conocía ese sonido, pero nunca le había recordado, como ahora, el retumbar de los tam-tams de su tierra natal, que era un aviso de la presencia de leones devoradores de carne humana. No se le ocurría ninguna razón por la que, precisamente hoy, se le vinieran a la memoria esos tambores, ya que éstos emitían un sonido agudo y penetrante muy distinto a la sonora resonancia de los tambores que avisaban la aparición del fuego. Pero se sentía presa, ahora como entonces, de un pánico oscuro e informe, un temor de lo desconocido. Se sintió obligado a vestirse, ponerse el turbante y salir.
Era pleno verano, con un tiempo bochornoso y un cielo inmenso, cubierto de estrellas. ¡Qué distinto de su tierra natal, donde hacía frío por la noche después de un calor de infierno durante el día! Cruzó su mente este pensamiento, pero lo rechazó inmediatamente como carente de sentido.
Respiró hondamente. El aire olía ya a humo. ¿Le hubiera ido mejor el tiempo de su tierra natal? ¿Por qué lo habían traído a Estambul precisamente, de entre todos los países del mundo? ¡Más preguntas sin sentido! Desde que Kösem le había prevenido, por así decir, muchas preguntas como éstas lo inquietaban.
Apretó los dientes al empujar la puerta revestida de hierro de la verja de los carruajes, para pasar al segundo patio. Le sorprendió no ver a ningún guardia en el vestíbulo de entrada que, generalmente, estaba lleno de ellos. Experimentó cierto alivio al no tener que explicar la razón por la que salía del harén a esas horas de la noche.
Al cruzar el segundo patio, el sonido de los tambores del fuego parecía reverberar lúgubremente a través de sus oscuras columnas de cipreses. A la luz del Salón del Diván, Jaja pudo ver a varios jinetes de pie cerca de la entrada. Jaja supuso que el Gran Visir, Semin Bajá estaba dirigiendo la extinción del fuego desde su dorado sofá. Si era así, sería típico de él. Extraordinariamente obeso, Semin Bajá apenas podía andar, y mucho menos afrontar con valor el fuego y el humo. Jaja se acordó de cómo el Gran Visir Kara Mustafá había sufrido graves quemaduras tratando de extinguir un fuego semejante, y de que tuvo que quedarse en la cama tres meses hasta que se le cicatrizaron. «¡Y de que poco le sirvió!», murmuró Jaja entre dientes.