Estaba de un humor taciturno y sólo se le venían a la mente negros pensamientos. La verdad era que no había visto a Humasha desde hacía quince días y estaba suspirando por verla. La última vez que se vieron fueron sólo unos minutos y fue porque había venido a pedirle dinero. Había dado sus excusas acostumbradas: sobornar a la Kahya para que la excusara de algún trabajo pesado o algún castigo injustificado.
Jaja no podía negarle nunca nada. Pero cada petición acrecentaba su temor de que el único interés que Humasha tenía en él era sacarle dinero. Una y otra vez se repetía a sí mismo que no tenía sentido el esperar que una muchacha joven se interesara por un eunuco por otra razón que su dinero. Pero a continuación y súbitamente, pasaba a la actitud opuesta y se consolaba pensando que tal vez la intensidad de su amor la hubiera conquistado… Porque ¿qué alma podía permanecer indiferente ante una pasión tan irresistible como la suya?
Ninguno de los muchos jenízaros ni de los bustanches le prestó la menor atención. En la Puerta Imperial algunos de los últimos lo reconocieron y le abrieron la verja sin preguntarle nada, indudablemente asumiendo que llevaba un recado urgente.
La Puerta Imperial era un arco macizo de mármol blanco; sus puertas internas y externas estaban separadas por casi veinte metros. Hasta cuando los bustanches abrieron la puerta interior, el olor de carne putrefacta le entró a Jaja por las aletas de la nariz. Y al salir de la puerta el olor se hizo totalmente insoportable. No era difícil darse cuenta de dónde procedía. En ambos lados del portal de doble arco, en nichos esculpidos en el mármol, Jaja vio las cabezas de varios importantes empleados del gobierno, testimonio de un reciente aluvión de ejecuciones.
Jaja apresuró el paso con una sola idea en la mente: poner la mayor distancia posible entre él y Topkapi. Los rostros de los hombres degollados, alumbrados por la parpadeante luz de las antorchas, le inspiraron un temblor incontrolable. Le parecía que se acercaba la hora de su propia ejecución. Se encontraba en un estado que lindaba con el pánico. Hacía ya meses que Kösem no había requerido sus servicios para nada y todo el mundo en el harén parecía rehuir su presencia, lo cual confirmaba la sospecha de que estaba a punto de ser sentenciado a muerte.
Pasaba los días en lo que, según él, se asemejaba a un estado de latente actividad, sin trabajo alguno que hacer y nadie con quien hablar. Sólo las acuciantes preocupaciones que ocupaban su mente le recordaban que aún estaba vivo. Era evidente que no podía continuar así. Pero no podía suponer cuál sería el fin de todo esto, ni tampoco se atrevía a imaginárselo. Trató de hablar de su situación con Humasha, pero ésta lo miró como si estuviera medio loco.
—Pero ¿qué te pasa? Te siguen pagando tu sueldo, ¿no es verdad? —replicó.
—Sí, pero…
—Entonces deja de quejarte y pásalo bien. Ojalá yo tuviera a alguien que me diera un sueldo fijo y nada que hacer a cambio.
¿Cómo podía hacerle comprender que para un hombre como él, el trabajo era la única manera de respetarse a sí mismo? ¡Cómo podía decirle o hacerle comprender que había momentos en que no podía soportar el que Kösem no le hiciera el menor caso, que este ocio forzado era peor que la prisión o la tortura, que estaban, lentamente, haciéndole pensar en que la única solución era el suicidio!
¿No era natural que hasta en este momento, cuando se abría camino cautelosamente en la oscuridad, a lo largo de la muralla de la ciudad, sus pensamientos volvieran a concentrarse en Kösem?
¿Se acordaría de que existía? Y si era así, ¿sería con el pensamiento de perdón o con el de venganza? Pero ¿qué había que perdonar? No había cometido ningún crimen, a no ser que tener gustos y antipatías fuera un crimen. Pero a los esclavos no se les permite tener estos sentimientos conflictivos y a los eunucos, reflexionó Jaja, mucho menos. ¿No lo habían castrado precisamente para matar en él cualquier tendencia que pudiera tener de expresarse por sí mismo?
Sintió un acceso de cólera. Escupió en el suelo y maldijo entre dientes a Kösem y a toda la dinastía otomana. Cuando se detuvo un momento fue para recuperar el aliento. Había ido subiendo por una empinada carretera, sin darse cuenta de ello. Estaba empapado en sudor, como sumergido en un baño de vapor y su ligera ropa de verano se le había pegado al cuerpo. Tenía la impresión de que la fiebre le iba a hacer explotar la cabeza. Mientras se quedó parado preguntándose qué debía hacer, le vino a la mente la inutilidad de echarse a correr como un pollo acobardado y se sintió entonces ligeramente avergonzado de sí mismo.
Decidió descansar un rato antes de iniciar el regreso a Topkapi, se sentó en un terraplén de hierba a un lado de la carretera y se quitó el turbante.
La noche era cálida y bochornosa. Ante sus ojos, oscuro y murmurador, estaba el mar de Mármara. En el horizonte, a su derecha, el resplandor del fuego alumbraba un extremo del firmamento. De vez en cuando llegaba a sus oídos el sonido de disparos de mosquete en la lejanía, diciéndole que los bribones de los jenízaros estaban abriendo los candados a fuerza de disparos para saquear las tiendas. Mañana medio Estambul estaría convertido en cenizas y la otra mitad destruida por los jenízaros. Y con esta reflexión vino el acuciante pensamiento de que por qué esto tenía que ser un motivo de preocupación para un eunuco como él. Que aquellos que mueven las ruedas del imperio, sean aplastados por ellas. ¿No era eso lo que Lale había tratado de enseñarle en vano? Era un insensato por no haber escuchado a Lale. Y ahora iba a tener que aprender la lección a la fuerza.
Pero estaba demasiado cansado para pensar con claridad. Se tumbó sobre la hierba húmeda y dejó que sus pensamientos vagaran sin rumbo.
Debía de haber dormido varias horas, porque, cuando abrió los ojos, notó la fresca brisa de la madrugada procedente del mar. Aunque tenía frío, se sentía descansado y refrescado. Por añadidura, se sorprendió al darse cuenta de que se sentía también tranquilo y sereno, como no lo había estado jamás. A la media luz de la temprana madrugada, podía ver con claridad, en el horizonte, la ciudad de Estambul todavía en llamas. Pero el espectáculo no le preocupó, como si en sueños hubiera llegado a una decisión final. Le pediría permiso a Kösem para dejar el harén. Se iría a Egipto o a Yemen o a cualquier otro sitio, con tal de que fuera lejos de Estambul. Le pediría también permiso para que le dejara que Humasha lo acompañara. Estaba seguro de que Humasha accedería, si eso suponía obtener su libertad y tener a alguien que la protegiera para el resto de su vida. El plan parecía lógico y le sorprendió el que no se le hubiera ocurrido pensarlo antes. Si Kösem no necesitaba ya sus servicios, ¿por qué no le iba a dejar marcharse? Es lo menos que podía hacer a cambio de su pasada lealtad.
Bajo la impresión de que toda Creta había sido capturada, Ibrahim estaba impaciente por echarle mano al botín de la guerra. Ordenó a Yousif Bajá, el bajá Kapudan, que había pasado apenas un mes en Cania, volver inmediatamente a Estambul. Antes de partir para Estambul, Yousif Bajá se aseguró de que la fortaleza de Cania tenía suficientes cañones y provisiones, y por lo menos doce mil soldados para defenderla. En su ausencia, el gobernador de Rumiele iba a actuar de general en jefe.
Una vez más el tiempo resultó ir en contra del bajá Kapudan. Se tuvo que poner en Sakis a la mayoría de la flota, pero Yousif Bajá, con dos barcos de guerra, logró llegar a Estambul para encontrarse con un recibimiento de héroe. De hecho hasta el propio Ibrahim trató por todos los medios de felicitarle en persona, hasta que se hizo evidente que, aparte de unos cuantos esclavos y dos columnas egipcias de granito, el bajá Kapudan tenía poco que exhibir en materia de botín.
Por supuesto el Gran Visir Semin Bajá no iba a perder esta oportunidad de incitar a Ibrahim contra su rival el bajá Kapudan. Semin Bajá había estado desde el principio en contra de la guerra, entre otras razones por la de que, si el bajá Kapudan tenía éxito, tal vez lo suplantaría pronto en el puesto de Gran Visir. Sin el menor escrúpulo, le insinuó a Ibrahim que la razón por la ausencia del tesoro de Cania era que el propio Yousif Bajá se lo había quedado, especialmente una columna de oro que había escondido en su casa. Acusó también al bajá Kapudan de aceptar sobornos de los venecianos a cambio de no proseguir la guerra con el vigor que era necesario.
Ibrahim estaba evidentemente dispuesto a creer todas estas acusaciones y ordenó la detención inmediata de Yousif Bajá.
Alarmados ante la posibilidad de que un aliado así corriera el riesgo de perder la vida, Kösem y Djindji Khodja decidieron convencer a Ibrahim de que dejara al bajá Kapudan en libertad. Le revelaron a Ibrahim la amarga verdad de que Creta no estaba ni mucho menos conquistada y de que Yousif Bajá tenía aún muchas fortalezas de que apoderarse antes de que cayera Creta. Mantenían que, por esta razón, el bajá Kapudan no había visto ninguna utilidad en traer consigo el insignificante tesoro de Cania, cuando le estaba esperando todo el tesoro de Creta. En cuanto a las maliciosas acusaciones de que había aceptado sobornos de los venecianos, ¿es que no sabían Kösem y Djindji Khodja que fue Semin Bajá y no Yousif Bajá a quien habían sobornado los venecianos con una suma de sesenta mil aspres? ¿No era un hecho que desde el principio Semin Bajá estuvo en contra de la guerra? ¿No sería una buena idea permitir al bajá Kapudan enfrentarse con el Gran Visir en presencia del Sultán a fin de aclarar la verdad de los hechos?
Sus argumentos no convencieron ni mucho menos a Ibrahim, pero accedió a la idea de hacer que se enfrentaran los dos rivales, con la esperanza de descubrir de una vez para siempre la verdad.
La confrontación tuvo lugar unos días después en el Salón del Trono. Estaban ya a mediados de diciembre y la nieve había interceptado la mayoría de las carreteras. Ninguno de los dos rivales llegó a palacio a tiempo. Cada uno de ellos sabía perfectamente que su retraso irritaría considerablemente al Padisha. Cuando se los llevó finalmente a presencia de Ibrahim, los miró por turno de arriba abajo, con una exagerada exhibición de tácita indignación por haberle hecho esperar.
Le hizo una señal al Gran Visir para que reiterara sus acusaciones.
El contraste entre los dos rivales no podía ser más marcado. El uno, terriblemente obeso, bajo y empalagoso, no conocía ningún otro método para prestar credibilidad a sus maliciosas mentiras que adoptar una actitud altanera hacia su rival. El otro, joven, de apuesta estatura, exaltado por su reciente éxito, hasta el punto de parecer arrogante, estaba igualmente decidido a no ceder terreno. Cualquier arbitro que no hubiera sido Ibrahim, habría encontrado, sin duda y en el acto, que el mejor era el bajá Kapudan. Pero el Sultán no podía perdonar a Yousif Bajá por la decepción que le había causado en la cuestión del botín de Cania.
Indignado con los dos, les ordenó que se marcharan sin haber emitido ningún veredicto. Pero dos días más tarde expulsó a Semin Bajá del cargo de Gran Visir y en un impulso dramático le ofreció el puesto a Yousif Bajá.
Con gran sorpresa y consternación del Sultán, el bajá Kapudan se negó firmemente a aceptar el cargo. Al hacerlo, Yousif Bajá agravaba la situación. Ibrahim se vio forzado a buscar a toda prisa un nuevo Gran Visir y se decidió finalmente por el Defterdar, o ministro de Hacienda, Salih Bajá, para que desempeñara el cargo de Gran Visir. Musa Bajá, el marido de Sugarpara, la antigua favorita de Ibrahim, pasó a ser el nuevo Defterdar, como resultado de las súplicas de ella. En el pasado había ejercido también su influencia, algo sin precedentes, para hacer que Ibrahim nombrara a otros miembros de su familia para ocupar altos cargos en el ejército y el gobierno.
Pero no parecía haber manera de que Ibrahim olvidara la cuestión del botín de guerra. El partido de Semin Bajá y otros cortesanos que esperaban participar de este botín no cejaron ni un instante de incitar a Ibrahim contra Kapudan. Y no es que Ibrahim necesitara que se le incitara. No le había perdonado al joven bajá Kapudan ni su arrogancia en rehusar el cargo de Gran Visir, ni el hecho de regresar de Cania con las manos vacías.
Habían pasado apenas tres semanas desde la confrontación entre el Gran Visir y Yousif Bajá, cuando Ibrahim mandó a buscar a éste último y le ordenó que se hiciera a la mar en dirección a Creta para conquistar lo que quedaba de la isla. Era la última semana de enero y el tiempo era excepcionalmente tormentoso y sumamente frío. Hasta cruzar la estrecha sección del Cuerno de Oro parecía peligroso, no digamos la inmensidad del mar de Mármara y el traicionero mar Egeo.
—Pero, mi Padisha, ¡estamos en pleno invierno y la mayoría de las galeras están todavía en puerto sometidas a considerables reparaciones! —protestó Yousif Bajá, con más veracidad que prudencia.
Ibrahim miró un instante a su bajá Kapudan, una mirada dura y agresiva, con unos ojos que parecía se le iban a salir de las órbitas. Cuando finalmente explotó fue para dirigirle a Yousif un torrente de acusaciones.
—¿Cómo puedes atreverte a hablarme así? ¡Tú que no supiste cumplir tu deber como musulmán y como bajá Kapudan! ¡Tú que permitiste a todos esos infieles que se fueran a Candia con sus tesoros en lugar de cortarles la cabeza! ¡Tú que has hecho del Imperio Otomano el hazmerreír del mundo! ¡Cómo puedes atreverte a presentarme tan débiles excusas cuando yo te estoy ordenando que regreses y luches!
Yousif Bajá no perdió la calma. Contestó osadamente: —¡Mi Padisha, yo hice lo que pude! A lo mejor hay otra persona que esté interesada en ir a Creta, a ver si puede hacerlo mejor.
—¡Eres tú quien va a ir inmediatamente a Creta o perderás la vida si te niegas a hacerlo! —bramó Ibrahim, incapaz de controlar su cólera.
—¡Pero, mi Padisha, vos sabéis tan poco de materias navales! Nos faltan marineros con experiencia y, sin éstos, todas las galeras se hundirán a la primera tempestad, como si fueran otras tantas piedras.
—¡Te maldigo como a un infiel, hijo de perra! ¡Te atreves a enseñarme el arte de navegar! —vociferó Ibrahim. Estaba ya totalmente histérico. Volviéndose al Bustanchibashi, el jefe de los guardias de palacio, le gritó—:: ¡Tráeme la cabeza de este traidor y no tardes mucho en hacerlo!
En el silencio total que siguió a esta escena, Yousif Bajá y el Bustanchibashi intercambiaron miradas atónitas. Ninguno de los dos podía creer lo que estaba oyendo. Pero cuando Ibrahim repitió su orden, el Bustanchibashi cogió a Yousif por el brazo y lo condujo a la prisión especial para los ministros de Estado que estaban condenados a muerte o a destierro perpetuo.