—Sin duda ocupó su lugar junto a los mil bolígrafos y horquillas desaparecidos en esta casa —dijo Laurel enseguida. Se aclaró la garganta—. Qué sed. ¿Alguien quiere más vino?
—¿No sería maravilloso si lo encontráramos? —oyó decir al cruzar el vestíbulo.
—¡Qué espléndida idea! Lo podríamos llevar para cortar la tarta…
Laurel llegó a la cocina y, por tanto, se salvó de los entusiastas preparativos de la búsqueda. («No pudo ir muy lejos», las animaba Daphne).
Dio al interruptor de la luz y la habitación despertó a la vida como un viejo y fiable criado que hubiera trabajado más tiempo del recomendable. Sin más personas que ella, con la tenue media luz del tubo fluorescente, la cocina parecía más triste de lo que Laurel recordaba; el mosaico de lechada era gris y una capa grasienta de polvo cubría las tapas de los frascos. Tenía la incómoda sensación de que aquello probaba lo mal que veía su madre. Debería haber contratado a alguien para que limpiase. ¿Cómo no lo había pensado antes? Y ya que estaba flagelándose (¿por qué parar ahí?), debería haberla visitado más a menudo y haber limpiado la casa ella misma.
La nevera, al menos, era nueva; Laurel se había encargado de ello. Cuando el viejo Kelvinator al fin murió en acto de servicio, Laurel compró por teléfono un sustituto desde Londres: con ahorro de energía y una lujosa máquina de hielo que su madre nunca usaba.
Laurel encontró la botella de Chablis que había traído y cerró la puerta. Un poco demasiado fuerte, quizás, pues un imán se cayó y un trozo de papel dio vueltas hasta el suelo. El papel desapareció bajo la nevera y Laurel soltó una palabrota. Se puso a cuatro patas para palpar entre el polvo. Era un recorte de prensa del
Sudbury Chronicle
y aparecía una fotografía de Iris, con su aspecto de directora, vestida de tweed marrón y con unas mallas negras frente a su colegio. A pesar de la excursión, el recorte seguía en buen estado y Laurel buscó un hueco donde ponerlo. Era más fácil decirlo que hacerlo. La nevera de los Nicolson siempre había sido un lugar muy concurrido, incluso antes de que se empezaran a vender imanes con el propósito expreso de abarrotar: cualquier cosilla digna de atención acababa en la gran puerta blanca para deleite de la familia. Fotografías, elogios, tarjetas y, por supuesto, las apariciones en los medios de comunicación.
El recuerdo llegó de ninguna parte, una mañana de verano de 1961, un mes antes de la fiesta de cumpleaños de Gerry: los siete estaban sentados a la mesa del desayuno untando mermelada de fresa en las tostadas mientras papá recortaba un artículo del periódico local; la fotografía de Dorothy, sonriente, sosteniendo la judía ganadora; papá lo pegó a la nevera más tarde, mientras los demás limpiaban.
—¿Estás bien?
Laurel se dio la vuelta para ver a Rose de pie en el umbral.
—Muy bien. ¿Por qué?
—Estabas tardando mucho tiempo. —Arrugó la nariz y observó a Laurel con atención—. Y debo decir que estás un poco paliducha.
—Eso es por esta luz —dijo Laurel—. Le da a una un encantador aspecto de tísica. —Se afanó con el sacacorchos, dando la espalda a Rose para que no viese su expresión—. Espero que vayan bien los planes para la Gran Búsqueda del Cuchillo.
—Oh, sí. De verdad, cuando esas dos se juntan…
—Si pudiéramos aprovechar esa energía y emplearla para algo positivo…
—Pues sí.
Se alzó una ráfaga de vapor cuando Rose abrió el horno para echar un vistazo a la tarta de frambuesa, uno de los orgullos de su madre. El dulce olor a frutas llenó el aire y Laurel cerró los ojos.
Tardó meses en reunir el valor necesario para preguntar por el episodio. Tan firme era la determinación de sus padres de mirar al futuro, de negar el suceso, que tal vez nunca lo habría hecho si no hubiera comenzado a soñar con el hombre. Pero soñaba con él todas las noches, y siempre el mismo sueño. El hombre, a un lado de la casa, llamaba a su madre por su nombre…
—Tiene buena pinta —dijo Rose, que sacó la bandeja del horno—. Quizás no esté tan rico como el de ella, pero no debemos esperar milagros.
Laurel había encontrado a su madre en la cocina, en este mismo lugar, unos días antes de ir a Londres. Se lo preguntó sin rodeos: «¿Por qué ese hombre sabía cómo te llamabas, mamá?». Se le encogió el estómago a medida que las palabras salían de sus labios, y una parte de ella, lo comprendió mientras esperaba la respuesta, rezaba para que su madre le dijese que se había equivocado. Que lo había oído mal y el hombre no había dicho nada semejante.
Dorothy no respondió de inmediato. En vez de eso, fue a la nevera, abrió la puerta y husmeó en el interior. Laurel se quedó observando su espalda durante un tiempo que se le hizo eterno y casi había perdido la esperanza cuando su madre al fin comenzó a hablar.
—El periódico —dijo—. La policía dice que habría leído ese artículo del periódico. Lo llevaba en la cartera. Así es como llegó hasta aquí.
Fue una explicación muy convincente.
Es decir, Laurel quería que fuese convincente, y por tanto lo fue. El hombre había leído el periódico, había visto la fotografía de su madre y salió en su busca. Y, si en un rincón de su mente una vocecilla preguntaba «¿Por qué?», Laurel la acallaba. Ese hombre estaba loco… ¿Quién podría adivinar sus motivos? Y, en cualquier caso, ¿qué importancia tenía? Todo había terminado. Siempre que no mirase muy de cerca sus delicados hilos, el tapiz se sostenía. La imagen permanecía intacta.
Al menos, así había sido… hasta ahora. Era increíble que, después de cincuenta años, bastasen una vieja fotografía y un nombre de mujer para que el tejido de la ficción de Laurel comenzara a deshilacharse.
La bandeja del horno volvió a su sitio con un sonido metálico y Rose dijo:
—Quedan cinco minutos.
Laurel se sirvió vino e intentó mostrarse despreocupada:
—¿Rosie?
—¿Hum?
—Esa fotografía de hoy, la del hospital. La mujer que le dio el libro a mamá…
—Vivien.
—Sí. —Laurel tembló ligeramente al dejar la botella. Ese nombre tenía un efecto extraño sobre ella—. ¿Mamá te habló alguna vez de ella?
—Un poco —dijo Rose—. Después de encontrar la foto. Eran amigas.
Laurel recordó la fecha de la fotografía: 1941.
—Durante la guerra.
Rose asintió, doblando el trapo de cocina en un pulcro rectángulo.
—No dijo gran cosa. Solo que Vivien era australiana.
—¿Australiana?
—Vino de niña, no estoy segura de por qué exactamente.
—¿Cómo se conocieron?
—No lo dijo.
—¿Por qué no la hemos conocido?
—Ni idea.
—Qué raro que no la haya mencionado antes, ¿verdad? —Laurel tomó un sorbo de vino—. Me pregunto por qué.
Sonó el temporizador del horno.
—Quizás discutieron. Dejaron de hablarse… No sé. —Rose se quitó las manoplas—. Pero ¿por qué estás tan interesada?
—No lo estoy. De verdad.
—Entonces, a comer —dijo Rose, sosteniendo el plato de la tarta con ambas manos—. Esto tiene una pin…
—Se murió —dijo Laurel con súbita convicción—. Vivien murió.
—¿Cómo lo sabes?
—Quiero decir —Laurel tragó saliva y rectificó rápidamente—, tal vez murió. Había una guerra. Es posible, ¿no crees?
—Todo es posible. —Rose tanteó la corteza con un tenedor—. Por ejemplo, este glaseado tan respetable. ¿Lista para enfrentarte a las otras?
—En realidad… —Laurel sintió una necesidad urgente y lacerante de subir, de examinar sus recuerdos—, tenías razón antes. No me siento bien.
—¿No quieres tarta?
Laurel negó con la cabeza, cerca ya de la puerta.
—Ya es tarde para mí, me temo. Sería terrible enfermar mañana.
—¿Quieres que te lleve algo? ¿Paracetamol, una taza de té?
—No —dijo Laurel—. No, gracias. Excepto, Rose…
—¿Sí?
—La obra.
—¿Qué obra?
—Peter Pan
…, el libro donde estaba la foto. ¿Lo tienes a mano?
—Qué rara eres —dijo Rose con una sonrisa torcida—. Tendré que buscarlo. —Meneó la cabeza ante la tarta—. Pero más tarde, ¿vale?
—Claro, no hay ninguna prisa, ahora voy a descansar. Que aproveche. ¿Rosie?
—¿Sí?
—Lamento enviarte sola al campo de batalla.
Fue la mención de Australia. Cuando Rose contó lo que le había dicho su madre, una bombilla se encendió dentro de Laurel y supo por qué Vivien era importante. Recordó, además, dónde había escuchado por primera vez el nombre, hacía ya muchísimos años.
Mientras sus hermanas disfrutaban del postre y perseguían un cuchillo que nunca encontrarían, Laurel fue a la buhardilla en busca de su baúl. Había un baúl para cada uno; Dorothy había sido estricta en ese tema. Era por la guerra, les confesó una vez papá: todo lo que Dorothy amaba fue destruido cuando aquella bomba cayó en la casa de su familia en Coventry y redujo su pasado a escombros. Se empeñó en que sus hijos nunca sufrieran la misma suerte. Quizás no fuese capaz de protegerlos contra el sufrimiento, pero iba a dejarles bien claro dónde encontrar sus fotografías del colegio cuando las buscasen. La pasión de su madre por las cosas, por sus pertenencias —objetos que podía sostener entre las manos y se convertían en profundos símbolos—, rayaba en lo obsesivo; su entusiasmo de coleccionista era tan desbordante que resultaba difícil no seguir su ejemplo. Todo se guardaba, no tiraba nada, las tradiciones se respetaban religiosamente. Por ejemplo, el cuchillo.
El baúl de Laurel se encontraba junto al radiador roto que papá no llegó a arreglar. Supo que era el suyo antes de leer su nombre en la tapa. Las correas de cuero curtido y la hebilla rota eran un claro indicativo. El corazón le dio un vuelco al verlo, sabedora de lo que iba a encontrar dentro. Qué extraño que un objeto en el que no había pensado durante décadas se dibujase con tanta precisión en su mente. Sabía exactamente lo que buscaba, cómo sería al tacto, qué emociones saldrían a la superficie al verlo. Mientras desataba las correas, se arrodilló junto a Laurel la débil huella de sí misma de aquellos años.
El baúl olía a polvo, a humedad y a una vieja colonia cuyo nombre había olvidado pero cuya fragancia le hizo sentir que tenía dieciséis años una vez más. Estaba lleno de papeles: diarios, fotografías, cartas, boletines escolares, un par de patrones para coser pantalones capri, pero Laurel no se detuvo a mirarlos. Sacó una pila tras otra, tras echar un rápido vistazo.
A la izquierda, hacia la mitad del baúl, encontró lo que buscaba: un librito sin encanto alguno y, sin embargo, para Laurel, rebosante de recuerdos.
Hacía unos años le habían ofrecido el papel de Meg en
La fiesta de cumpleaños
, su gran oportunidad de actuar en el teatro de Lyttelton, pero Laurel no aceptó. No recordaba otra ocasión en que hubiese antepuesto su vida personal a su carrera. Alegó un rodaje por esas fechas, lo cual no era del todo improbable pero tampoco era cierto. Fue una mentirijilla necesaria. No habría podido hacerlo. La obra estaba indisolublemente unida al verano de 1961; la había leído una y otra vez cuando ese muchacho (no lograba recordar su nombre, qué absurdo, si estuvo loca por él) se la regaló. Había memorizado los diálogos, impregnando las escenas con su ira y frustración acumuladas. Y entonces el hombre recorrió el camino de entrada a la granja y todo acabó tan embrollado en sus recuerdos que ver cualquier parte de esa obra la ponía enferma.
Aún ahora tenía la piel húmeda y el pulso acelerado. Menos mal que no era la obra lo que necesitaba, sino lo que había dentro. Todavía estaban ahí, lo notó gracias a los bordes ásperos de papel que sobresalían entre las páginas. Eran dos artículos de prensa: el primero, del periodicucho local, informaba de forma más bien vaga sobre la muerte de un hombre en Suffolk; el segundo era un obituario de
The Times
, recortado a escondidas del periódico que el padre de su amiga traía consigo al volver de Londres. «Mira —le dijo una noche en que Laurel visitó a Shirley—. Un artículo sobre ese tipo, el que murió cerca de tu casa el año pasado, Laurel». Era un extenso reportaje, pues al final resultó que el hombre no era el típico sospechoso; hubo una época, mucho antes de presentarse en Greenacres, en que alcanzó cierta distinción e incluso elogios. No tuvo hijos, pero sí estuvo casado una vez.
La bombilla solitaria que se mecía en lo alto no emitía bastante luz para leer, así que Laurel cerró el baúl y se llevó el libro.
Le habían asignado el cuarto de su infancia (otro hecho implícito en la compleja jerarquía de los hermanos) y la cama estaba lista, con sábanas limpias. Alguien (Rose, supuso) había subido ya su maleta, pero Laurel no la deshizo. Abrió las ventanas de par en par y se sentó en la repisa.
Con un cigarrillo entre los dedos, Laurel sacó los artículos del libro. Dejó a un lado el del periódico local y cogió en su lugar el obituario. Echó un vistazo a las líneas, a la espera de que sus ojos hallaran lo que sabía que estaba ahí.
Tras recorrer un tercio de la página, el nombre la sobresaltó. Vivien.
Laurel retrocedió para leer la frase entera: «Jenkins se casó en 1938 con Vivien Longmeyer, nacida en Queensland (Australia), pero criada en Oxfordshire por un tío». Un poco más abajo lo halló: «Vivien Jenkins falleció en 1941 en Notting Hill durante un intenso ataque aéreo».
Dio una honda calada al cigarrillo y notó que le temblaban los dedos.
Era posible, por supuesto, que hubiera dos Vivien, ambas nacidas en Australia. Era posible que esa amiga de su madre de los años de la guerra no guardase relación alguna con la Vivien cuyo marido había muerto ante la puerta de su casa. Pero no era probable.
Y si su madre conocía a Vivien Jenkins, seguramente conoció también a Henry Jenkins. «Hola, Dorothy. Cuánto tiempo», dijo, y Laurel vio el miedo en el rostro de su madre.
La puerta se abrió y apareció Rose.
—¿Te sientes mejor? —dijo, arrugando la nariz ante el humo del tabaco.
—Es medicinal —dijo Laurel, que hizo un gesto tembloroso con el cigarrillo antes de sacarlo por la ventana—. No se lo digas a mamá, no quiero que me castigue.
—Tu secreto está a salvo conmigo. —Rose se acercó y le entregó un pequeño libro—. Está en mal estado, me temo.
Rose se quedaba corta. La cubierta del libro colgaba de unos hilillos, y la tela verde del interior estaba descolorida por la suciedad; tal vez, a juzgar por el olor vagamente ahumado, incluso por el hollín. Laurel pasó las páginas con cuidado hasta llegar a la portadilla. En el frontispicio, escrita en tinta negra, figuraba la siguiente dedicatoria: «Para Dorothy. Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas. Vivien».