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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (12 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—Sí, pero eso es exactamente…

—Olvida esas ideas infantiles. Ya ha pasado la hora de todo eso. Quería decírtelo él mismo, sorprenderte, pero tu padre ya ha hablado con la señora Levene y ha concertado una entrevista.

—¿Qué?

—No tenía que decirte nada, pero te van a recibir la primera semana de septiembre. Eres una muchacha muy afortunada por tener un padre con tanta influencia.

—Pero yo…

—Tu padre es el que sabe. —Janice Smitham extendió el brazo para dar unos golpecitos en la pierna de Dolly, pero no llegó a tocarla—. Ya verás. —Había un rastro de miedo detrás de esa sonrisa pintada, como si supiese que estaba traicionando a su hija de alguna manera, pero no se atreviese a pensar cómo.

Dolly ardía por dentro; quería zarandear a su madre y recordarle que ella también había sido excepcional una vez. Quería que le explicase por qué había cambiado, decirle (aun sabiendo lo cruel que sería) que ella, Dolly, tenía miedo, que no soportaba pensar que lo mismo podría sucederle a ella. Pero entonces…

—¡Cuidado!

Se oyó un alarido procedente de la costa de Bournemouth, por lo que Dolly centró su atención en la orilla del mar y Janice Smitham se libró de una conversación que no quería tener.

Allí, en un traje de baño que parecía salido de
Vogue
, estaba la Chica, previamente la del Vestido Plateado. Su boca formaba una grácil mueca y se frotaba un brazo. La otra gente hermosa había formado un grupo que era un espectáculo de contrición y gestos comprensivos y Dolly aguzó el oído para comprender lo que había ocurrido. Vio cómo un chico, más o menos de su edad, se agachaba para coger algo en la arena y se enderezada sosteniendo en alto (Dolly se llevó la mano a la boca con solemnidad) una pelota de cricket.

—Lo siento mucho, chavales —dijo su padre.

Los ojos de Dolly se abrieron de par en par: ¿qué diablos estaba haciendo ahora? Dios santo, no se estaría acercando, ¿verdad? Pues sí (las mejillas le ardían), eso era exactamente lo que estaba haciendo. Dolly quiso desaparecer, ocultarse, pero era incapaz de apartar la mirada. Su padre se detuvo junto al grupo e hizo una rudimentaria imitación de golpear con el bate. Los demás asintieron con la cabeza y escucharon, el chico que tenía la pelota dijo algo y la niña se tocó el brazo, se encogió de hombros levemente y sonrió con esos hoyuelos a su padre. Dolly suspiró; al parecer, el desastre había sido evitado.

Pero entonces, quizás deslumbrado por el
glamour
que lo rodeaba, su padre olvidó irse y, en cambio, se giró y señaló un lugar de la playa, así que la atención colectiva de todos ellos se centró en donde estaban sentadas Dolly y su madre. Janice Smitham, con tan poca elegancia que su hija quiso morir, comenzó a ponerse en pie antes de pensarlo mejor, no atinar a sentarse y elegir en su lugar quedarse agazapada. En esa postura levantó la mano para saludar.

Algo dentro de Dolly se encogió y murió. Las cosas no podrían haber ido peor.

Sin embargo, de repente, empeoraron.

—¡Mirad aquí! ¡Miradme!

Todos miraron. Cuthbert, con la paciencia de un mosquito, se había cansado de esperar. Olvidado el partidillo de cricket, paseó por la playa hasta llegar junto a uno de los burros del hotel. Con un pie ya en el estribo, forcejeaba para montarse en el animal. Mirar era doloroso, pero Dolly miró; miraba (lo confirmó un vistazo) todo el mundo.

El espectáculo de Cuthbert abrumando al pobre burro fue la última gota. Sabía que debería haberle ayudado, pero Dolly no podía, no esta vez. Murmuró algo acerca de un dolor de cabeza y un exceso de sol, agarró la revista y se apresuró hacia el triste consuelo de su pequeña habitación con vistas al desagüe.

Detrás del quiosco, un hombre joven de pelo largo y traje raído lo había visto todo. Había estado dormitando bajo el sombrero cuando el grito de «¡cuidado!» lo arrancó del sueño. Se frotó los ojos con el dorso de las manos y miró alrededor para descubrir de dónde procedía el grito, y fue entonces cuando los vio por la zona del embalse, al padre y al hijo que habían jugado al cricket toda la mañana.

Se había formado una especie de alboroto, y el padre saludaba a un grupo en el bajío, esos jóvenes ricos, según vio, que tanta importancia se daban en una caseta cercana. La caseta estaba vacía, salvo por un trozo de tela plateada que se mecía en una barandilla del balcón. El vestido. Había reparado en ese vestido antes: era difícil no reparar en él, lo cual sin duda era su razón de ser. No era un vestido de playa, era más propio de una pista de baile.

—¡Mirad aquí! —exclamó alguien—. ¡Miradme! —Y el joven, obediente, miró. Por lo visto, el niño que había estado jugando al cricket estaba empeñado en parecer un burro encima de un burro. El resto de la multitud contemplaba el espectáculo.

Menos él. Él tenía otras cosas que hacer. La chica guapa de labios con forma de corazón y unas curvas que despertaban un doloroso deseo estaba sola: se había separado de su familia y se dirigía a la playa. El joven se levantó, echándose la mochila sobre el hombro y calándose el sombrero. Había estado esperando una oportunidad como esta y no tenía intención de desperdiciarla.

8

Dolly no lo vio al principio. No veía casi nada. Estaba demasiado ocupada limpiándose las lágrimas de humillación y desesperanza mientras caminaba por la playa hacia el paseo marítimo. Todo era un remolino furioso de arena y gaviotas y rostros sonrientes y detestables. Sabía que no se reían de ella, en realidad no, pero no le importaba en absoluto. Su jovialidad era un ataque personal; todo era cien veces peor así. Dolly no podía ir a trabajar a esa fábrica de bicicletas; simplemente no podía. ¿Casarse con una versión joven de su padre y, poco a poco, convertirse en su madre? Era inconcebible… Oh, estaría bien para ellos, que se conformaban con lo que tenían, pero Dolly aspiraba a algo más… Si bien aún no sabía a qué ni dónde encontrarlo.

Se paró en seco. Una ráfaga de viento, más fuerte que las anteriores, eligió precisamente ese momento, cuando pasó junto a la caseta de la playa, para levantar el vestido de satén, desasirlo de la barandilla y dejarlo caer sobre la arena. Se posó justo delante de ella, un lujo de plata derramada. Vaya, suspiró incrédula, la muchacha rubia de los hoyuelos no se habría molestado en colgarlo bien. Pero ¿cómo podía ser tan poco cuidadosa con una prenda de semejante belleza? Dolly negó con la cabeza; una muchacha que tenía en tan poca estima sus bienes a duras penas los merecía. Era el tipo de vestido que podría haber llevado una princesa… o una estrella de cine estadounidense, una modelo en una revista, una heredera de vacaciones en la Riviera francesa… Si Dolly no hubiese aparecido en ese momento, quizás habría seguido su vuelo por la arena hasta perderse para siempre.

Volvió a soplar el viento y el vestido siguió dando vueltas por la playa, desapareciendo detrás de las casetas. Sin dudarlo un momento, Dolly se lanzó tras él; la muchacha había sido una insensata, era cierto, pero Dolly no iba a consentir que ese divino pedazo de plata corriese peligro.

Podía imaginar lo agradecida que se sentiría la muchacha cuando se lo devolviese. Dolly explicaría lo sucedido, con delicadeza, para que la muchacha no se sintiese aún peor de lo que ya estaría, y ambas comenzarían a reírse y a decir qué suerte, y la muchacha invitaría a Dolly a una limonada fría, una limonada de verdad, no esa bebida acuosa que la señora Jennings servía en Bellevue. Hablarían y descubrirían que tenían muchísimo en común y al fin el sol se escondería tras el horizonte y Dolly diría que tenía que irse y la chica sonreiría decepcionada, antes de animarse y acariciar el brazo de Dolly. «¿Por qué no te vienes con nosotros mañana por la mañana? —preguntaría—. Algunos vamos a jugar un poco al tenis en la playa. Será divertidísimo… Di que vas a venir».

Ya con prisas, Dolly rodeó la esquina de la caseta en busca del vestido plateado, solo para descubrir que ya había cesado de dar vueltas, doblado entre los tobillos de alguien. Era un hombre con sombrero, que se agachó a recoger el vestido y, cuando sus dedos rodearon el tejido, junto a la arena que se desprendía del satén cayeron las esperanzas de Dolly.

Por un instante, Dolly pensó que podría asesinar al hombre del sombrero, gozar arrancándole las piernas y los brazos. Le latía con furia el corazón, le ardía la piel y se le nubló la vista. Miró atrás, al mar: a su padre, que avanzaba impávido hacia el pobre y desconcertado Cuthbert; a su madre, todavía petrificada en esa actitud de doliente súplica; a los otros, los acompañantes de la muchacha rubia, que ahora reían, dándose palmadas en las rodillas y señalando esa escena ridícula.

El burro soltó un rebuzno lastimero y perplejo, que reflejó con tal perfección los sentimientos de Dolly que, antes de saber qué estaba haciendo, masculló al hombre:

—¡Un momento! —Estaba a punto de robar el vestido de la muchacha rubia y solo Dolly podía detenerlo—. Usted. ¿Qué cree que está haciendo? —El hombre alzó la vista, sorprendido, y cuando Dolly vio ese apuesto rostro bajo el sombrero por un momento se sintió aturdida. Se quedó ahí, respirando rápido, preguntándose qué hacer, pero, en cuanto las comisuras de la boca del hombre comenzaron a moverse de forma sugerente, lo supo de inmediato—. Ya se lo he dicho. —Dolly estaba mareada, presa de unos nervios extraños—. ¿Qué cree que está haciendo? Ese vestido no es suyo.

El joven abrió la boca para hablar y justo en ese momento un policía de apellido desafortunado, el agente Suckling, quien había estado paseando su corpulento cuerpo por la playa, llegó junto a ellos.

El agente Suckling había estado recorriendo el paseo marítimo toda la mañana, sin quitar ojo a esta playa. Se había fijado en esa niña morena en cuanto llegó y la había estado observando desde entonces. Se apartó solo un momento por ese endiablado asunto del burro, pero, cuando volvió la vista, la niña había desaparecido. El agente Suckling tardó unos tensos minutos en encontrarla de nuevo, detrás de las casetas, inmersa en lo que parecía sospechosamente una discusión acalorada. La acompañaba ni más ni menos que ese joven tosco que había estado agazapado tras el quiosco toda la mañana.

Con la mano apoyada en la porra, el agente Suckling andaba a empellones por la playa. Su avanzar sobre la arena era más desgarbado de lo que le hubiera gustado, pero persistió. Al acercarse la oyó decir: «Ese vestido no es suyo».

—¿Va todo bien? —preguntó el agente, que metió tripa en cuanto se detuvo. De cerca era incluso más hermosa de lo que había imaginado. Labios carnosos de comisuras juguetonas. Cutis de melocotón, suave, tierno; lo notó con una simple mirada. Rizos lustrosos que enmarcaban una cara con forma de corazón. Añadió—: ¿La está molestando este hombre, señorita?

—Oh. Oh, no, señor. De ningún modo. —Tenía el rostro encarnado y el agente Suckling comprendió que estaba ruborizándose. No solía tratar con hombres de uniforme, supuso. Era todo un encanto—. Este caballero estaba a punto de devolverme algo.

—¿Es eso cierto? —Miró al joven con cara de pocos amigos, observando la insolente expresión, el aire desenvuelto, los pómulos prominentes y los ojos negros y arrogantes. Esos ojos le otorgaban un aspecto claramente extranjero, un aspecto irlandés, y el agente Suckling entrecerró los suyos. El joven cambió de postura y emitió un pequeño ruido, similar a un suspiro, cuyo carácter quejumbroso enfadó al agente de forma desproporcionada. Dijo de nuevo, esta vez en voz más alta—: ¿Es eso cierto?

Siguió sin recibir respuesta alguna y la mano del agente Suckling agarró la porra con más fuerza. Apretó los dedos en torno a esa forma tan familiar. A veces pensaba que era el mejor compañero que había tenido, sin duda alguna el más constante. Con la punta de los dedos palpaba gratos recuerdos y fue casi una decepción cuando el joven, intimidado, asintió.

—Bien —dijo el agente—. Deprisa. Devuelva a la joven dama lo que le pertenece.

—Gracias, agente —dijo Dorothy—. Qué amable es usted. —Y sonrió una vez más, lo que despertó una sensación nada desagradable en los pantalones del agente—. Se lo llevó el viento, como ve.

El agente Suckling se aclaró la garganta y adoptó su expresión más policial.

—Muy bien, señorita —dijo—. Permítame que la acompañe a casa. Para dejar atrás el viento y el peligro.

Dolly logró eludir los concienzudos cuidados del agente Suckling cuando llegaron a la puerta de entrada de Bellevue. Por unos momentos la situación se volvió peliaguda (habló de acompañarla al interior y tomar una buena taza de té para «calmar esos nervios»), pero Dolly, tras un ímprobo esfuerzo, logró convencerlo de que sería una lástima desperdiciar su talento en tareas tan triviales, por lo que debería volver a hacer la ronda.

—Al fin y al cabo, agente, seguro que hay mucha gente que necesita su protección.

Dolly le agradeció profusamente la ayuda (él sostuvo su mano un poco más de lo necesario al despedirse) y, con grandes aspavientos, abrió la puerta y entró. No llegó a cerrar la puerta del todo y miró por la rendija al hombre, que volvía pavoneándose al paseo. Solo cuando se había convertido en un punto en la lejanía Dolly guardó el vestido plateado debajo de un cojín y salió de nuevo, por el mismo camino que había venido.

El joven andaba merodeando, a la espera de Dolly, apoyado contra el pilar de una de las casas de huéspedes más elegantes. Dolly ni siquiera le echó un vistazo al pasar a su lado y siguió caminando, los hombros erguidos, la cabeza bien alta. Él la siguió por la calle (ella lo notó) hasta un pequeño camino que se alejaba zigzagueando de la playa. Dolly sintió que sus latidos se aceleraban y, como los sonidos del mar se iban apagando contra las frías paredes de piedra de los edificios, también podía oírlos. Continuó caminando, más rápido que antes. Sus playeras dejaban marcas en el asfalto, su respiración se entrecortaba, pero no se detuvo y no miró atrás. Conocía un lugar, una oscura encrucijada donde una vez se perdió de niña, escondida para el mundo mientras su madre y su padre la llamaban y temían lo peor.

Dolly se paró al llegar, pero no se dio la vuelta. Se quedó ahí, muy quieta, a la escucha, esperando, hasta que él estuvo justo detrás de ella, hasta que sintió su aliento en la nuca y su cercanía le encendió la piel.

El hombre tomó su mano y ella se quedó sin aliento. Permitió que la girase, despacio, hacia él, y ella esperó, sin palabras, mientras él se llevó la muñeca de ella a la boca y la rozó con los labios para darle un beso que la estremeció desde lo más hondo.

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