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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (15 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—Mi nariz es demasiado grande para mi cara —dijo una vez cuando Laurel era pequeña, mientras escogía un vestido—. Los talentos que me dio Dios se han echado a perder. Habría sido una excelente perfumera. —Se apartó del espejo y sonrió, juguetona, un gesto ante el cual a Laurel, expectante, siempre se le aceleraba un poco el corazón—. ¿Sabes guardar un secreto?

Sentada en un extremo de la cama de sus padres, Laurel asintió y su madre se inclinó de tal modo que la punta de su nariz tocaba la naricita de Laurel.

—Eso es porque yo antes era un cocodrilo. Hace mucho tiempo, antes de ser tu mamá.

—¿De verdad? —preguntó Laurel, boquiabierta.

—Sí, pero era agotador. Todo el rato mordiendo y nadando. Y las colas pueden ser muy pesadas, sobre todo cuando están mojadas.

—¿Por eso te convertiste en una dama?

—No, qué va. Las colas pesadas no son agradables, pero no, eso no es un motivo para eludir tus deberes. Un día estaba a las orillas de un río…

—¿En África?

—Pues claro. No creerás que hay cocodrilos aquí en Inglaterra, ¿verdad?

Laurel negó con la cabeza.

—Allí estaba yo, tomando el sol, cuando pasó una niña con su mamá. Iban agarradas de la mano y me di cuenta de cuánto me gustaría hacer lo mismo. Así que lo hice. Me convertí en una persona. Y luego te tuve a ti. Todo salió bastante bien, tengo que decirlo, salvo por esta nariz.

—Pero ¿cómo? —Laurel, maravillada, parpadeó—. ¿Cómo te convertiste en una persona?

—Bueno… —Dorothy se volvió hacia el espejo y enderezó los tirantes—. No puedo contarte todos mis secretos, ¿a que no? No todos a la vez. Vuelve a preguntármelo algún día. Cuando seas mayor.

—Mamá siempre tuvo una gran imaginación.

—Vaya, no le quedaba más remedio —dijo Iris con un resoplido mientras conducía de vuelta a casa tras la fiesta de cumpleaños—. Tenía que aguantarnos a todas nosotras. Cualquier otra mujer se habría vuelto loca de remate. —Lo cual, tuvo que reconocer Laurel, era cierto. A ella le habría pasado. Cinco niños chillones y peleones, una casa con goteras nuevas cada vez que llovía, pájaros que anidaban en las chimeneas. Era igual que una pesadilla.

Salvo que no lo había sido. Había sido perfecto. Esa vida hogareña sobre la que escribían los novelistas sentimentales en esos libros que los críticos tachaban de nostálgicos. (Hasta que pasó lo del cuchillo. Así mejor, habrían sermoneado los críticos). Laurel se recordaba vagamente alzando la vista de los profundos abismos de su adolescencia para preguntarse cómo alguien podría contentarse con una vida tan insípida. Por aquel entonces no se había inventado la palabra «bucólico», no al menos para Laurel, que en 1958 estaba demasiado ajetreada con Kingsley Amis para perder el tiempo con los queridos brotes de mayo. Pero nunca deseó que sus padres cambiasen. La juventud es una fase arrogante y creer, sin razón alguna, que sus padres eran menos aventureros que ella le había venido muy bien. Ni por un momento se paró a considerar que quizás había algo más que ese aspecto de esposa y madre feliz; que quizás, de joven, estaba decidida a no convertirse en su propia madre; que quizás, incluso, podría estar escondiéndose de una parte de su pasado.

Ahora, sin embargo, el pasado la cercaba por todas partes. En el hospital, al ver la foto de Vivien, se había apoderado de Laurel y no la había soltado desde entonces. La esperaba a la vuelta de cada esquina; murmuraba en su oído al caer la noche. Se iba acumulando, adquiriendo más peso cada día, atraía malos sueños y cuchillos que destellaban, y niños pequeños con cohetes de estaño que prometían volver, arreglar las cosas. No podía concentrarse en nada más, ni en la película que empezaría a rodar la próxima semana ni en la serie de entrevistas para el documental que estaba grabando. Nada importaba salvo descubrir la verdad acerca del pasado de su madre.

Y existía un pasado secreto. Si a Laurel le quedaban dudas, su madre acababa de confirmarlo. En la fiesta de su nonagésimo cumpleaños, mientras sus tres bisnietas tejían collares de margaritas, y su nieto ataba un pañuelo en la rodilla sangrante de su hijo, y sus hijas confirmaban que todos tenían suficiente tarta y té, y alguien gritaba «¡Que hable! ¡Que hable!», Dorothy Nicolson sonrió beatífica. Las rosas tardías se sonrojaron en los arbustos detrás de ella, y juntó las manos, jugueteando distraída con los anillos ya demasiado grandes para esos nudillos. Y entonces suspiró.

—Qué suerte tengo —dijo con una voz parsimoniosa y desvencijada—. Miraos, mirad a todos mis niños. Qué agradecida estoy, soy afortunada por tener… —Sus labios temblaron y sus párpados se cerraron y los otros se apresuraron en torno a ella con besos y gritos de «¡Mamá, cariño, cielo!», así que nadie la oyó decir—: … Una segunda oportunidad.

Nadie salvo Laurel. Y escrutó esa cara adorable, familiar, llena de secretos. En busca de respuestas. Respuestas que se ocultaban ahí; no le cabía duda. Porque las personas que han vivido vidas monótonas e inocentes no dan las gracias por haber recibido una segunda oportunidad.

Laurel giró en Campden Grove y se encontró con un montón de hojas secas. Los barrenderos aún no habían llegado y Laurel se alegró. Caminó por donde había más hojas y entró en un bucle temporal en el que estaba aquí y ahora y, a la vez, en su infancia, a los ocho años, jugando en el bosque detrás de Greenacres. «Llenad la bolsa hasta arriba, niñas. Queremos que nuestras llamas lleguen a la luna». Era mamá, en una noche de hogueras. Laurel y Rose llevaban botas Wellington y bufanda, Iris era un bebé envuelto en mantas que parpadeaba en el cochecito. Gerry, quien de todos ellos sería el que más amase esos bosques, no era más que un susurro, una lejana luciérnaga en el cielo rosado. Daphne, que aún no había nacido, hacía sentir su presencia, nadando, girando y saltando en el vientre de su madre: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!». («Eso ocurrió cuando estabas muerta», solían decirle cuando hablaban de algo acaecido antes de su nacimiento. La alusión a la muerte no la molestaba, pero sí la idea de que ese espectáculo ruidoso persistía sin ella).

A mitad de camino, junto a Gordon Place, Laurel se detuvo. Allí estaba, el número 25. Entre el 24 y el 26, como debía ser. La casa era similar a las otras, de estilo victoriano, blanca con verjas negras en el balcón del primer piso y la ventana de una buhardilla en el tejado de pizarra. Un cochecito de bebé, que bien podría servir de módulo lunar, reposaba en el camino de entrada y una guirnalda de calabazas de Halloween, dibujadas por un niño, colgaba de una ventana baja. No había placa alguna en la entrada, solo el número de la calle. Evidentemente, nadie se había molestado en sugerir a Patrimonio que la estancia de Henry Ronald Jenkins en el 25 de Campden Grove debía señalarse para la posteridad. Laurel se preguntó si los residentes actuales sabían que su casa había pertenecido a un escritor célebre. Probablemente no, y ¿por qué deberían saberlo? En Londres no era extraño habitar en una casa donde había vivido una celebridad, y la fama de Henry Jenkins había sido fugaz.

No obstante, Laurel lo había encontrado en internet. Ahí el problema era el opuesto: uno no podía escapar de esa red ni por todo el amor y el dinero de Inglaterra. Henry Jenkins era uno de los millones de fantasmas que vagaban ahí dentro, espectros extraviados hasta que alguien tecleaba la combinación exacta de letras y resucitaban por un instante. En Greenacres, Laurel había intentado navegar por la red con su nuevo teléfono, pero, justo cuando averiguó dónde debía introducir los términos de la búsqueda, se quedó sin batería. Tomar prestado el portátil de Iris con un fin tan clandestino era impensable, así que pasó la última hora en Suffolk en un silencio angustioso, mientras ayudaba a Rose a limpiar el moho de la lechada del baño.

Cuando Mark, el chófer, vino el viernes, tal como habían acordado, estuvieron hablando en tono afable acerca del tráfico, la próxima temporada teatral, la probabilidad de que las obras terminasen a tiempo para los Juegos Olímpicos, a lo largo de todo el trayecto por la M11. Tras llegar a salvo a Londres, Laurel se obligó a quedarse en la penumbra, con la maleta, a decir adiós al coche hasta que desapareció de la vista y, a continuación, subió con calma las escaleras, abrió el apartamento sin vacilar y entró. Cerró la puerta en silencio y entonces, solo entonces, en la seguridad de su sala de estar, soltó la maleta y se quitó la máscara. Sin ni siquiera detenerse para dar las luces, encendió el portátil y escribió el nombre en Google. En esa fracción de segundo que tardaron en aparecer los resultados, Laurel recuperó el viejo hábito de morderse las uñas.

La página de Wikipedia sobre Henry Jenkins no era muy detallada, pero contenía una bibliografía y una breve nota biográfica (nació en Londres, 1901; se casó en Oxford, 1938; vivió en el 25 de Campden Grove, en Londres; murió en Suffolk, 1961); había una lista de sus novelas en unas cuantas librerías de segunda mano (Laurel compró dos); y se le mencionaba en páginas tan variopintas como la «Lista de antiguos alumnos de Nordstrom» y «Más extraño que la ficción: misteriosas muertes literarias». Laurel obtuvo información acerca de su obra (ficción semiautobiográfica; interés por escenarios lúgubres y antihéroes de clase obrera, hasta esa historia de amor de 1939 que fue su gran éxito), descubrió que había trabajado para el Ministerio de Información durante la guerra, pero había mucho más material sobre su desenmascaramiento como el «acosador del picnic de Suffolk». Se enfrascó en la lectura, página a página, al borde de un ataque de pánico, a la espera de un nombre familiar o una dirección que la sobresaltase.

No ocurrió. No se mencionaba en ningún lugar a Dorothy Nicolson, madre de una actriz galardonada con el Oscar y el (segundo) Rostro Favorito de Inglaterra, Laurel Nicolson; no había referencias geográficas específicas salvo «una pradera en las afueras de Lavenham: Suffolk»; ni rumores sensacionalistas acerca de cuchillos de cumpleaños, bebés llorando o fiestas de familia junto a un arroyo. Por supuesto. Por supuesto, no los había. La caballerosa falsedad de 1961 había sido apuntalada por los historiadores de la red: Henry Jenkins fue un autor que había gozado de un gran éxito antes de la Segunda Guerra Mundial, pero entró en decadencia poco después. Perdió dinero, influencia, amigos y, a la sazón, su sentido de la decencia; en su lugar, logró caer en la infamia, pero incluso eso se había desvanecido. Laurel leyó la misma triste historia una y otra vez, y esa imagen dibujada a lápiz se volvió más permanente con cada lectura. Casi comenzó a creer esa ficción.

Pero entonces pinchó en un nuevo enlace. Un enlace en apariencia inofensivo a una página llamada «El Museo Imaginario de Rupert Holdstock». La fotografía apareció en la pantalla como un rostro en la ventana: Henry Jenkins, inconfundible, si bien más joven que cuando lo vio en el camino. La piel de Laurel se volvió fría y caliente. Ninguno de los artículos de prensa de la época incluía una fotografía; era la primera vez que veía ese rostro desde aquella tarde en la casa del árbol.

No pudo contenerse; realizó una búsqueda de imágenes. En 0,27 segundos Google había formado un mosaico con fotografías idénticas de proporciones ligeramente diferentes. Visto así, en esa multitud de caras, era macabro. (¿O se debía a sus recuerdos? El chirrido de la bisagra de la puerta y el gruñido de Barnaby; la hoja blanca teñida de rojo). Una fila tras otra de retratos en blanco y negro: vestimenta formal, bigote negro, cejas pobladísimas que enmarcaban una mirada tan directa que asustaba. «Hola, Dorothy. —Todos esos finos labios parecieron moverse en la pantalla—. Cuánto tiempo».

Laurel cerró el portátil y la habitación quedó a oscuras.

Se negó a mirar de nuevo a Henry Jenkins, pero pensó en él, y pensó en esta casa, a la vuelta de la esquina de la suya, y, cuando llegó el primer libro por correo urgente y se sentó a leerlo, de principio a fin, pensó, además, en su madre.
La doncella ocasional
era la octava novela de Henry Jenkins, publicada en 1940, y narraba la historia de amor entre un respetado autor y la doncella de su esposa. La muchacha (Sally, se llamaba) era un tanto descarada y el protagonista un tipo torturado cuya esposa era hermosa pero gélida. No era un mal libro, una vez que se acostumbró a esa prosa pomposa: los personajes estaban bien elaborados y el dilema del narrador era atemporal, en especial cuando Sally y la esposa se hacían amigas. Al final el narrador se encontraba a punto de acabar el romance, pero lo atormentaban las posibles repercusiones. La pobre muchacha se había obsesionado con él, cómo no, y ¿quién podía culparla? Como escribió el propio Henry Jenkins (es decir, el protagonista), era muy buen partido.

Laurel miró de nuevo a la ventana de la buhardilla del 25 de Campden Grove. Se sabía que Henry Jenkins se inspiraba en su propia vida al escribir; su madre había trabajado durante un tiempo de doncella (así llegó a la pensión de la abuela Nicolson); su madre y Vivien habían sido amigas; su madre y Henry Jenkins, al final, sin duda alguna, no. ¿Era demasiado aventurado pensar que la historia de Sally era la de Dorothy? ¿Había vivido Dorothy en esa pequeña habitación, bajo ese techo? ¿Se había enamorado de su patrón y había sufrido un desengaño? ¿Explicaría eso lo que Laurel presenció en Greenacres, la furia de una mujer despreciada y todo eso?

Tal vez.

Mientras Laurel se preguntaba cómo iba a averiguar si una joven llamada Dorothy había trabajado para Henry Jenkins, la puerta de entrada del número 25 (que era roja; una persona con una puerta así debía de ser muy simpática) se abrió, y una maraña de ruidos, de piernas rollizas y gorros con pompón salió a la calle. En general a nadie le gusta que un desconocido escudriñe su hogar, así que agachó la cabeza y hurgó en el bolso, a fin de aparentar ser una mujer perfectamente normal y no alguien que había perseguido fantasmas toda la tarde. Aun así, al igual que cualquier entrometido que se precie, se las arregló para seguir la acción y observó a una mujer que salió con un bebé en cochecito, tres personas bajitas entre las piernas y (madre mía) otra vocecilla infantil que cantaba a sus espaldas, aún en la casa.

La mujer bajaba el cochecito por las escaleras a paso de cangrejo y Laurel vaciló. Estaba a punto de ofrecerle ayuda cuando un quinto niño, más alto que los otros, pero que no tendría más de cinco o seis años, salió de la casa y se adelantó. Juntos, él y la madre bajaron el cochecito. La familia se dirigió hacia Kensington Church Street, las niñas dando saltitos delante, pero el muchacho se entretuvo. Laurel lo observó. Le gustaba cómo se movían sus labios, como si canturrease para sí mismo, y cómo movía las manos, que el niño observaba con la cabeza inclinada, bien estiradas, ondeando como hojas al caer. No prestaba atención alguna a su entorno y ese ensimismamiento era cautivador. Le recordó a Gerry de niño.

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