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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (18 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—Cielo santo. Parece que las cosas no les van nada bien al señor y la señora Horsquith.

—Divorcio, ¿a que sí? —La anciana resopló.

—Lo dice entre líneas. Ella se ha ido otra vez con ese tipo, el pintor.

—No es ninguna sorpresa. Qué falta de discreción la de esa mujer, siempre sometida a sus espantosas —el labio de lady Gwendolyn se arqueó al escupir el culpable— pasiones. —Salvo que dijo
pesiones
, pronunciación encantadora y elegante que Dolly gustaba de practicar cuando se sabía sola—. Igual que su madre antes que ella.

—¿Quién dijo que era?

Lady Gwendolyn plantó los ojos en el medallón burdeos del techo.

—De verdad, estoy segura de que Lionel Rufus no dijo que fueses tan lenta. No apruebo totalmente a las mujeres inteligentes, pero, ciertamente, no voy a tolerar una necia. ¿Es usted una necia, señorita Smitham?

—Creo que no, lady Gwendolyn.

—Ejem —dijo, en un tono que sugería que aún no había llegado a una conclusión definitiva.

—La madre de lady Horsquith, lady Prudence Dyer, fue una parlanchina pesadísima que nos tenía aburridísimos a todos con sus proclamas sobre el voto femenino. Henny Penny solía imitarla de maravilla: era divertidísima cuando le venía en gana. Como suele ocurrir, lady Prudence agotó la paciencia de la gente hasta tal punto que nadie toleraba ni un minuto más su compañía. Sea egoísta, sea grosera, sea audaz o malvada, pero nunca, Dorothy, nunca sea tediosa. Al cabo de un tiempo, desapareció sin más.

—¿Desapareció?

Con una floritura, lady Gwendolyn movió la muñeca, perezosa, y la ceniza cayó como polvo mágico.

—Se fue en barco a la India, Tanzania, Nueva Zelanda… Quién sabe. —Su boca se comprimió como si hiciese un mohín y pareció masticar algo; un pedacito de comida atrapado entre los dientes o una información secreta y jugosa, era difícil de adivinar. Hasta que, al fin, con una sonrisa pícara, añadió—: Dios, claro, y un pajarito me confesó que vivía con un nativo en un horror de lugar llamado Zanzíbar.

—No puede ser.

—Pues sí. —Lady Gwendolyn dio una calada tan enfática al cigarrillo que sus ojos se estrecharon como ranuras de dos peniques. Para ser una mujer que no se había aventurado fuera de su tocador en los treinta años transcurridos desde la partida de su hermana, se mantenía muy bien informada. Había muy pocas personas en las páginas de
The Lady
que no conociese, y se le daba de maravilla que hiciesen precisamente lo que ella deseaba. Incluso Caitlin Rufus se había casado con su marido por decreto de lady Gwendolyn: un vejete aburrido, decían, pero riquísimo. Caitlin, a su vez, se había convertido en la peor clase de pesada y dedicaba horas a lamentar la estupidez que había sido casarse («Tú muy bien, Doll») y comprar una casa justo cuando los mejores tapices eran retirados de las tiendas. Dolly había visto al esposo una o dos veces y llegó a la conclusión de que debía de haber mejor manera de adquirir riquezas que casarse con un hombre que creía que una partidita de
whist
y un revolcón con la doncella tras las cortinas del comedor eran los mejores pasatiempos.

Lady Gwendolyn movió la mano con impaciencia para que Dolly continuara y Dolly obedeció con prontitud:

—Oh, vaya, aquí hay una más alegre. Lord Dumphee se ha prometido con la honorable Eva Hastings.

—¿Qué hay de alegre en un compromiso?

—Nada, por supuesto, lady Gwendolyn. —Se trataba de un tema en el que convenía ir con tiento.

—Estará bien para una muchacha tonta enganchar su rueda al vagón del marido, pero quedas avisada, Dorothy: a los hombres les gusta cierto deporte y todos quieren el mejor premio, pero ¿y una vez que lo logran? Ahí es cuando la diversión y los juegos se terminan. Los juegos de él, la diversión de ella. —Giró la muñeca—. Continúe, lea el resto. ¿Qué dice?

—Hay una fiesta para celebrar el compromiso este sábado por la noche.

Esa noticia despertó un gruñido que delataba cierto interés.

—¿En la mansión Dumphee? Gran lugar. Henny Penny y yo una vez asistimos ahí a un baile. Al final todos se quitaron los zapatos y bailaron en la fuente… Porque se va a celebrar en la mansión Dumphee, ¿no es así?

—No. —Dolly estudió el anuncio—. No parece ser el caso. Van a dar una fiesta solo por invitación en el Club 400.

Mientras lady Gwendolyn lanzaba una encendida diatriba contra la vulgaridad de esos lugares («¡clubes nocturnos!»), Dolly fantaseó. Solo había ido una vez al 400, con Kitty y unos soldados amigos de ella. Al fondo de los sótanos, al lado de donde antes se hallaba el teatro Alhambra, en Leicester Square, reinaba el rojo oscuro, íntimo y profundo hasta donde alcanzaba la vista: la seda en las paredes, los lujosos bancos con una única vela encendida, las cortinas de terciopelo que se derramaban como vino hasta la alfombra escarlata.

Hubo música, risas y soldados por todas partes, y parejas que se mecían soñadoras en la pequeña pista de baile sumida en la penumbra. Y cuando un soldado, con demasiado whisky en las entrañas y una incómoda protuberancia en el pantalón, se inclinó hacia ella y le explicó, con una excitada torpeza, todas las cosas que le haría cuando estuviesen a solas, Dolly vio por encima del hombro un grupo de jóvenes guapos (más elegantes, más hermosos, más de todo que el resto de los presentes), los cuales se adentraban tras un cordón rojo, donde les recibía un hombre menudo de bigote negro y enorme. («Luigi Rossi —dijo Kitty con aire de entendida mientras bebían una copa de ginebra con limón bajo la mesa de la cocina, de vuelta en Campden Grove—. ¿No lo conocías? Él lleva todo el tinglado»).

—Ya basta —dijo lady Gwendolyn, que aplastó la colilla del cigarrillo en el envase abierto de pomada que había en la mesilla—. Estoy cansada y no me siento bien… Necesito uno de mis caramelos. Ah, me temo que ya no me queda mucho. Apenas pegué ojo anoche, con todo ese ruido, ese ruido espantoso.

—Pobre lady Gwendolyn —dijo Dolly, que dejó
The Lady
y sacó la bolsa de caramelos de fruta de la gran dama—. La culpa es de ese asqueroso señor Hitler, de verdad que sus bombarderos…

—No me refiero a los bombarderos, niña tonta. Hablo de ellas. Las otras, con sus risitas —se estremeció teatralmente y bajó la voz— infernales.

—Oh —dijo Dolly—. Ellas.

—Qué grupo de niñas más espantoso —declaró lady Gwendolyn, que aún no las conocía—. Niñas oficinistas, encima, tecleando para los ministerios… Seguro que van rápido. ¿Qué estarían pensando los del departamento de Guerra? Comprendo, cómo no, que necesitan un lugar, pero ¿tiene que ser aquí? ¿En mi preciosa casa? Peregrine está fuera de sus cabales… ¡Qué cartas he recibido! No soporta que esas criaturas vivan entre las reliquias de la familia. —La contrariedad de su sobrino casi le dibujó una sonrisa, pero la profunda amargura en el corazón de lady Gwendolyn la extinguió. Estiró la mano para agarrar la muñeca de Dolly—. ¿No estarán viéndose con hombres en mi casa, Dorothy?

—Oh, no, lady Gwendolyn. Conocen su opinión al respecto, me aseguré yo misma.

—Porque no lo consentiría. No habrá fornicación bajo mi techo.

Dolly asintió con sobriedad. Esta era, lo sabía, la gran espina en el áspero corazón de su señora. El doctor Rufus le había explicado todo sobre la hermana de lady Gwendolyn, Penelope. Habían sido inseparables cuando eran jóvenes, dijo, con tal parecido, tanto en aspecto como en modales, que la mayoría de la gente las tenía por gemelas, si bien una era dieciocho meses mayor. Iban a bailes, a pasar fines de semana en casas de campo, siempre juntas…, pero entonces Penelope cometió el crimen por el cual su hermana no la perdonaría nunca. «Se enamoró y se casó —dijo el doctor Rufus, dando una calada al puro con la satisfacción del narrador que ha llegado al punto culminante—. Y, de esa forma, rompió el corazón de su hermana».

—No, no —dijo Dolly, con voz tranquilizadora—. Eso no va a ocurrir, lady Gwendolyn. Antes de que se dé cuenta, la guerra habrá terminado y todas volverán por donde han venido. —Dolly no tenía ni idea de si eso era cierto; por su parte, esperaba que no: esa casa enorme era demasiado silenciosa por las noches, y Kitty y las otras la entretenían un poco, pero qué iba a decir, sobre todo con la anciana tan alterada. Pobrecita, debía de ser horrible perder una alma gemela. Dolly era incapaz de imaginar su vida sin la suya.

Lady Gwendolyn se recostó contra la almohada. La diatriba contra los clubes nocturnos y sus vilezas, sus vívidas imaginaciones de las babilónicas andanzas que ahí se vivían, los recuerdos de su hermana y el riesgo de fornicación bajo su propio techo…, todo había hecho mella. Estaba agotada y demacrada, tan arrugada como el globo cautivo que había caído en Notting Hill el otro día.

—Vamos, lady Gwendolyn —dijo Dolly—. Mire este precioso caramelo que he encontrado. Vamos a saborearlo y descansar un rato, ¿vale?

—Bueno, vale —refunfuñó la anciana—. Pero una hora más o menos, Dorothy. No me dejes dormir pasadas las tres… No quiero perderme nuestra partida de cartas.

—Ni pensarlo —dijo Dolly, que depositó el caramelo entre los labios fruncidos de su señora.

Mientras la anciana chupaba de modo frenético, Dolly se acercó a la ventana para correr las cortinas. Al desatar los lazos de las cortinas, su atención se centró en la casa de enfrente, y lo que vio le dio un vuelco al corazón.

Vivien estaba ahí de nuevo. Sentada ante su escritorio tras la ventana, inmóvil como una estatua salvo por los dedos de una mano, que retorcían el final de su largo collar de perlas. Dolly saludó con entusiasmo, deseosa de ser vista por la otra mujer, pero ella no alzó la vista: estaba absorta en sus propios pensamientos.

—¿Dorothy?

Dolly parpadeó. Vivien (se escribía igual que Vivien Leigh, qué suerte) era quizás la mujer más bella que jamás había visto. Tenía un rostro con forma de corazón, pelo castaño oscuro resplandeciente con su peinado
victory roll
y labios carnosos pintados de escarlata. Sus ojos eran amplios, coronados por unas cejas espectaculares, como las de Rita Hayworth o Gene Tierney, pero no era ese el secreto de su belleza. No eran las faldas ni las blusas elegantes que vestía, era el modo en que las llevaba, con sencillez, sin darles importancia; era el collar de perlas que rodeaba el cuello con ligereza, el Bentley marrón que solía conducir antes de donarlo, como un par de botas viejas, al servicio de ambulancias. Era esa historia trágica que Dolly había descubierto a cuentagotas: niña huérfana, criada por un tío, casada con un apuesto y rico autor llamado Henry Jenkins, que tenía un puesto importante en el Ministerio de Información.

—¿Dorothy? Ven a estirar las sábanas y trae la mascarilla.

Normalmente, Dolly habría sentido envidia por vivir tan cerca de una mujer semejante, pero con Vivien era diferente. Dolly había deseado, toda su vida, tener una amiga como ella. Alguien que la comprendiese de verdad (no como la aburrida Caitlin o la frívola Kitty), alguien con quien pudiese pasear del brazo por Bond Street, elegante y animada, mientras la gente se volvía a mirarlas y cuchicheaba sobre esas beldades morenas y de piernas esbeltas, qué encanto tan natural. Y ahora, al fin, había encontrado a Vivien. Desde la primera vez que se cruzaron, caminando por Grove, cuando se miraron y sonrieron (una sonrisa reservada, comprensiva, cómplice), quedó claro para ambas que tenían mucho en común y serían grandes amigas.

—¡Dorothy!

Dolly se sobresaltó y se apartó de la ventana. Lady Gwendolyn había acabado en medio de una maraña de gasa púrpura y almohadas de pato y rezongaba, acalorada, en el centro.

—No encuentro mi mascarilla por ningún lado.

—Vamos —dijo Dolly, que echó otro vistazo a Vivien antes de correr las cortinas—. A ver si la encontramos juntas.

Después de una breve pero exitosa búsqueda, apareció la mascarilla, aplastada y caliente bajo el considerable muslo izquierdo de lady Gwendolyn. Dolly retiró el turbante bermellón y lo colocó sobre el busto de mármol de la cómoda, tras lo cual puso la máscara en la cabeza de su señora.

—Con cuidado —advirtió lady Gwendolyn—. Me vas a cortar la respiración si la pasas así sobre la nariz.

—Oh, cielos —dijo Dolly—. No querríamos que pasase eso.

—¡Ejem! —La anciana dejó que la cabeza se hundiese entre las almohadas y su rostro pareció flotar sobre el resto de su cuerpo, una isla en un mar de pliegues cutáneos—. Setenta y cinco años, todos ellos larguísimos, y ¿de qué me han servido? Abandonada por mis seres más queridos, lo más cercano que tengo es una muchacha que me cobra por las molestias.

—Vaya, vaya —dijo Dolly, como a un niño díscolo—, ¿qué molestias? Ni de broma hable así, lady Gwendolyn. Ya sabe que la seguiría cuidando aunque no me pagase ni un penique.

—Sí, sí —refunfuñó la anciana—. Bueno. Ya vale.

Dolly arropó con las mantas a lady Gwendolyn. La anciana apoyó el mentón sobre el satén ribeteado y dijo:

—¿Sabes qué debería hacer?

—¿Qué, lady Gwendolyn?

—Debería dejar todas mis cosas para ti. Así aprendería una lección el manipulador de mi sobrino. Al igual que su padre, ese jovencito está dispuesto a robarme todo lo que me es preciado. Me tienta llamar a mi abogado y hacerlo oficial.

Qué decir ante esos comentarios; naturalmente, era emocionante saber que lady Gwendolyn la tenía en tan alta estima, pero mostrarse complacida habría sido terriblemente vulgar. Desbordante de orgullo, Dolly se apartó y se puso a alisar el turbante de la anciana.

Fue el doctor Rufus quien informó a Dolly de las intenciones de lady Gwendolyn. Habían ido a uno de sus almuerzos hacía unas semanas y, tras una larga charla acerca de la vida social de Dolly («¿Y de novios, Dorothy? Sin duda, una joven como tú debe de tener decenas de pretendientes. Mi consejo: busca un tipo maduro con un buen trabajo, alguien que te pueda ofrecer todo lo que te mereces»), le preguntó cómo le iba en Campden Grove. Cuando le dijo que pensaba que todo iba bien, él movió el whisky, de modo que los cubitos de hielo tintinearon, y le guiñó un ojo.

—Mejor que bien, por lo que oigo. Recibí una carta de Peregrine Wolsey la semana pasada. Escribió que su tía se había encariñado tanto con «mi muchacha», como él dijo —el doctor Rufus pareció adentrarse en sus propias ensoñaciones hasta que recobró la compostura y continuó—, que le preocupaba su herencia. Estaba molestísimo conmigo por haberte enviado a casa de su tía. —Se rio, pero Dolly solo atinó a sonreír pensativa. No dejó de pensar acerca de lo que le había contado el resto de ese día ni a lo largo de toda la semana.

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