—Ahí está el que se ha llevado el gato al agua —dijo Kitty—. Vamos, cuéntanos qué dice.
Dolly siguió sin mirarlas. La carta no era picante, ni mucho menos, pero qué mal había en hacerles pensar que sí, sobre todo a Kitty, que siempre les contaba detalles morbosos sobre sus últimas conquistas.
—Es personal —dijo al fin, con una enigmática sonrisa para rematar el efecto.
—Qué aguafiestas. —Kitty hizo un mohín—. Mira que guardarte un atractivo piloto de la RAF solo para ti… Y ¿cuándo lo vamos a conocer?
—Sí —intervino Louisa, con las manos en las caderas, inclinando el torso—. Tráelo una noche para que veamos si es el tipo indicado para nuestra Doll.
Dolly observó el busto palpitante de Louise, que sacudía las caderas de un lado a otro. No recordaba bien cómo habían llegado a la conclusión de que Jimmy era piloto, una idea surgida hacía muchos meses que dejó sin palabras a Dolly. No las sacó de su error y ahora ya parecía demasiado tarde.
—Lo siento, niñas —dijo, doblando la carta por la mitad—. Está demasiado ocupado: vuela en misiones secretas, cosas de la guerra, en realidad no puedo divulgar los detalles… Y, aunque no fuese así, ya conocéis las reglas.
—Oh, vamos —dijo Kitty—. La vieja criticona no lo sabrá nunca. La última vez que bajó, los carruajes aún estaban de moda, y nosotras no vamos a decir ni pío.
—Sabe más de lo que crees —dijo Dolly—. Además, créeme. Soy lo más parecido que tiene a una familia, pero me despediría en cuanto sospechase que ando con un hombre.
—¿Y eso sería tan malo? —dijo Kitty—. Podrías venir a trabajar con nosotras. Una sonrisa y mi supervisor te contrataría en un santiamén. Un poco pegajoso, pero muy divertido cuando sabes cómo manejarlo.
—¡Oh, sí! —dijeron Betty y Susan, que tenían una curiosa habilidad para hablar al unísono. Alzaron la mirada de su revista—. Ven a trabajar con nosotras.
—¿Y abandonar mi tortura diaria? Ni loca.
Kitty se rio.
—Estás loca, Doll. Estás loca o eres valiente, no estoy segura.
Dolly se encogió de hombros; desde luego no iba a hablar de sus razones para quedarse con una cotilla como Kitty.
En vez de eso, cogió su libro. Estaba en la mesilla donde lo había dejado la noche anterior. Era un libro nuevo, su primer libro (con la excepción de un tomo nunca leído de
El libro de las tareas domésticas de la señora Beeton
, que una vez su madre dejó esperanzada en sus manos). Fue un domingo libre a Charing Cross Road con la intención de comprárselo a un librero.
La musa rebelde
. Kitty se inclinó para leer la portada.
—¿Ese no te lo has leído ya?
—Sí, dos veces.
—¿Tan bueno es?
—Pues sí.
Kitty arrugó su bonita nariz.
—No soy de leer libros.
—¿No? —Tampoco Dolly, normalmente no, pero Kitty no necesitaba saberlo.
—¿Henry Jenkins? Ese nombre me resulta familiar… Oh, vaya, ¿no es el tipo que vive al otro lado de la calle?
Dolly hizo un vago gesto con el cigarrillo.
—Creo que vive por aquí cerca.
Por supuesto, esa era la principal razón por la que había elegido el libro. En cuanto lady Gwendolyn mencionó que Henry Jenkins era muy conocido en los círculos literarios por incluir tal vez demasiada realidad en sus novelas («Podría mencionar a un tipo furioso por ver sus trapos sucios a la vista de todos. Amenazó con llevarlo a los tribunales, pero murió antes de poder hacerlo —era propenso a los accidentes, al igual que su padre—. Por fortuna para Jenkins…»), la curiosidad de Dolly se volvió tan incisiva como una lima. Tras una minuciosa charla con el librero, adivinó que
La musa rebelde
era una historia de amor sobre un apuesto autor y su esposa, mucho más joven, así que Dolly le entregó con entusiasmo sus queridos ahorros. Dolly pasó una deliciosa semana con los ojos clavados en el matrimonio Jenkins, con lo cual aprendió todo tipo de detalles que nunca se habría atrevido a preguntar a Vivien.
—Un tipo de muy buen ver —dijo Louisa, tumbada ahora sobre la alfombra, con la espalda arqueada como una cobra para mirar a Dolly—. Está casado con esa morena, esa que siempre va por ahí como si tuviese un palo metido en el…
—Oh —gritaron Betty y Susan, con los ojos abiertos—. Ella.
—Una mujer con suerte —dijo Kitty—. Yo mataría por tener un marido así. ¿Os habéis fijado en cómo la mira? Como si ella fuese la perfección en persona y él no se creyese su suerte.
—No me importaría nada que me echase una ojeadita —dijo Louisa—. ¿Cómo creéis que podríamos conocer a un hombre así?
Dolly sabía la respuesta, sabía cómo Vivien había conocido a Henry, pues salía en el libro, pero no lo reveló. Vivien era su amiga. Hablar acerca de Vivien así, saber que las otras también se habían fijado en ella, que habían conjeturado, preguntado y extraído sus propias conclusiones indignó de tal modo a Dolly que las orejas le ardían. Era como si hurgasen en algo que le pertenecía, algo precioso, íntimo, importante, como si fuese un sombrerero que contenía ropa usada.
—He oído que ella no está del todo bien —dijo Louisa—. Por eso nunca le quita los ojos de encima.
Kitty se burló:
—A mí me parece que no tiene ni un resfriado. Todo lo contrario. La he visto en el comedor del SVM de Church Street cuando llego por la noche. —Bajó la voz y las otras chicas se inclinaron para escucharla—: He oído que era porque a ella se le van los ojos detrás de los hombres.
—¡Oh! —Betty y Susan susurraron juntas—. ¡Un amante!
—¿No os habéis fijado en lo cuidadosa que es? —continuó Kitty, ante el embeleso de sus oyentes—. Siempre lo saluda en la puerta cuando él llega a casa, vestida de punta en blanco, y le pone un vaso de whisky en la mano. ¡Por favor! Eso no es amor, eso es una conciencia culpable. Oídme bien: esa mujer oculta algo y creo que todas sabemos qué.
Dolly ya no lo soportaba más; de hecho, no podía estar más de acuerdo con lady Gwendolyn cuando decía que, cuanto antes se fuesen del 7 de Campden Grove, mejor. Sin duda, qué poco sofisticadas eran.
—Vaya, es tardísimo —dijo, cerrando el libro—. Me voy a bañar.
Dolly esperó a que el agua alcanzase los diez centímetros y cerró el grifo con el pie. Metió el dedo gordo dentro del grifo para impedir que gotease. Sabía que debía pedir a alguien que lo arreglase, pero ¿a quién? Los fontaneros estaban demasiado ocupados con los incendios y las cañerías reventadas para preocuparse por un pequeño goteo y, de todos modos, siempre parecía arreglarse solo. Apoyó el cuello en el borde frío de la bañera, de tal modo que los rulos y las horquillas no cayeran sobre la cara. Se había cubierto el pelo con un pañuelo para que el vapor no lo encrespase: vana ilusión, por supuesto; Dolly no recordaba la última vez que había visto vapor durante un baño.
Miró al techo mientras llegaba música de baile de la radio de abajo. Era un baño precioso, con baldosas blancas y negras y muchos pasamanos y grifos metálicos y brillantes. El horroroso sobrino de lady Gwendolyn, Peregrine, sufriría un ataque si viese las braguitas, los sostenes y las medias tendidas en un cordel. Ese pensamiento agradó a Dolly.
Estiró un brazo fuera de la bañera y sostuvo el cigarrillo en una mano,
La musa rebelde
en la otra. Manteniendo ambos fuera del agua (no era difícil, diez centímetros no cubrían mucho), pasó páginas hasta encontrar la escena que estaba buscando. Humphrey, ese escritor inteligente pero desdichado, ha recibido una invitación de su viejo director para volver al colegio y hablar a los chicos sobre literatura, a lo cual seguiría una cena en el hogar del maestro. Tras excusarse con los comensales y salir de la residencia para volver paseando por el jardín en penumbra al lugar donde había aparcado el coche, piensa en el rumbo que ha tomado su vida, los lamentos y el «cruel paso del tiempo», cuando llega al viejo lago y algo le llama la atención:
Humphrey atenuó la luz de la linterna y se quedó donde estaba, inmóvil y en silencio, entre las sombras de la sala de baños. En un claro cercano a la ribera del lago, colgaban unos faroles de vidrio de las ramas y las velas oscilaban en la brisa cálida de la noche. Una muchacha, en el umbral de la edad adulta, estaba en medio de las luces, los pies descalzos y apenas un sencillísimo vestido de verano que le llegaba a las rodillas. Su pelo moreno y ondulado caía suelto sobre los hombros y la luz de la luna bañaba la escena y daba lustre a su perfil. Humphrey vio que sus labios se movían, como si recitase un poema entre dientes
.
Era un rostro exquisito, pero fueron las manos las que le cautivaron. Mientras el resto de su cuerpo permanecía en una inmovilidad perfecta, sus dedos formaban frente al pecho los pequeños pero elegantes movimientos de una persona que teje hilos invisibles
.
Había conocido a otras mujeres, a mujeres hermosas que halagaban y seducían, pero esta joven era diferente. Su concentración la volvía más bella, la pureza de sus intenciones recordaba a la de un niño, si bien ella era ya, sin duda, una mujer. Encontrarla en estos parajes naturales, observar el libre movimiento de su cuerpo, el intenso romanticismo de su rostro, lo hechizaron
.
Humphrey salió de las sombras. La joven lo vio, pero no se sobresaltó. Sonrió como si lo hubiese estado esperando y señaló con un gesto el lago
.
—Hay algo mágico en el hecho de nadar a la luz de la luna, ¿no cree?
Dolly llegó al final de un capítulo y al final de su cigarrillo, así que se deshizo de ambos. El agua estaba quedándose fría y quería lavarse antes de que se volviese gélida. Se enjabonó los brazos pensativa y, al aclararse, se preguntó si eso era lo que Jimmy sentía por ella.
Dolly salió de la bañera y cogió una toalla del estante. De forma inesperada, se vio en el espejo y se quedó muy quieta, tratando de imaginar qué vería un desconocido al mirarla. Cabello castaño, ojos castaños (no demasiado juntos, menos mal), naricilla respingona. Sabía que era bonita, lo sabía desde que tenía once años y el cartero comenzó a comportarse de forma extraña al verla en la calle, pero ¿era su belleza de un tipo distinto de la de Vivien? ¿Se habría detenido un hombre como Henry Jenkins, embelesado, para verla susurrar a la luz de la luna?
Porque, por supuesto, Viola (el personaje del libro) era Vivien. Aparte de las similitudes biográficas, estaba esa descripción de la joven, a la luz de la luna, junto al lago, los labios carnosos, los ojos felinos, esa mirada fija en algo que nadie podía ver. Vaya, si así era como Dolly veía a Vivien desde la ventana de lady Gwendolyn.
Se acercó al espejo. Oía su respiración en el baño en silencio. ¿Qué habría sentido Vivien, se preguntó, al saber que había cautivado a un hombre como Henry Jenkins, mayor, con más experiencia y miembro de los mejores círculos literarios y de la alta sociedad? Habría sido como volverse una princesa cuando le pidió la mano, cuando la alejó de la monotonía de su vida cotidiana y se la llevó de vuelta a Londres, a una vida en la que dejó atrás a la joven medio asilvestrada para ser una belleza de collares de perlas, Chanel n.º 5, deslumbrante del brazo del marido en los clubes y restaurantes más lujosos. Esa era la Vivien que Dolly conocía; y, sospechaba, a la que más se parecía.
Toc, toc
.
—¿Queda algún superviviente ahí dentro? —La voz de Kitty, al otro lado de la puerta, pilló a Dolly por sorpresa.
—Un minuto —replicó.
—Ah, bien, estás ahí. Empezaba a pensar que te habías ahogado.
—No.
—¿Vas a tardar mucho?
—No.
—Es que son casi las nueve y media, Doll, y he quedado con un espléndido piloto en el Club Caribe. En Biggin Hill, toda la noche. ¿No te apetece ir a bailar? Dijo que iba a llevar a algunos amigos. Uno de ellos preguntó por ti en concreto.
—No esta noche.
—¿Me has oído bien? He dicho pilotos, Doll. Heroicos y valientes.
—Ya tengo uno de esos, ¿recuerdas? Además, haré mi turno en el comedor del SVM.
—¿Es que las solteronas, viudas y marimachos no pueden vivir sin ti ni una noche? —Dolly no respondió y, al cabo de un momento, Kitty dijo—: Bueno, como quieras. Louisa se muere de ganas de ocupar tu lugar.
Como si eso fuese posible, pensó Dolly.
—Diviértete —dijo, y esperó a que los pasos de Kitty se alejaran.
Solo cuando la oyó bajando las escaleras desató el nudo del pañuelo y se lo quitó. Sabía que tendría que volver a arreglarse el pelo, pero no le importó. Comenzó a quitarse los rulos, que dejaba en el lavabo vacío. A continuación, se peinó con los dedos, pasando el pelo en torno a los hombros en suaves ondas.
Listo. Giró la cabeza de lado a lado; comenzó a susurrar entre dientes (Dolly no se sabía ningún poema, pero supuso que la letra de una canción de moda,
Chattanooga Choo Choo
, sería suficiente); levantó las manos y movió los dedos ante ella como si tejiera hilos invisibles. Dolly sonrió al verse. Era igual que la Viola del libro.
Al fin sábado por la noche, y Jimmy se peinaba el pelo hacia atrás, intentando convencer a un mechón del flequillo para que se quedara en su sitio. Sin Brylcreem era una batalla perdida, pero no había podido permitirse un nuevo frasco este mes. En su lugar, empleaba agua y zalamerías, pero los resultados no eran alentadores. La luz de la bombilla parpadeó y Jimmy miró hacia arriba, con la esperanza de que aguantase un poco más; ya había robado luces para el salón y las del baño serían las siguientes. No le apetecía bañarse en la oscuridad. La luz flaqueó y Jimmy se sumió en la penumbra, mientras se oía a lo lejos la música de la radio de abajo. Cuando recuperó la intensidad, se animó de nuevo y comenzó a silbar al compás de
In the Mood
, de Glenn Miller.
El traje pertenecía a su padre, de los días de W. H. Metcalfe & Sons, y era mucho más formal que la ropa de Jimmy. Se sintió un poco tonto, para qué negarlo: estaban en guerra y si ya era bastante malo, o eso pensaba, no ir de uniforme, mucho peor era ir de galán barato. Pero Dolly había dicho que se vistiese bien: «¡Como un caballero, Jimmy!», había escrito en la carta, un caballero de verdad…, y su guardarropa no le ofrecía muchas opciones. El traje los acompañó cuando se mudaron de Coventry, justo antes del inicio de la guerra; era uno de los pocos vestigios del pasado de los que Jimmy no pudo prescindir. Y menos mal: Jimmy sabía que era mejor no decepcionar a Dolly cuando se le metía una idea en la cabeza, más aún últimamente. En las últimas semanas, desde que perdió a su familia, se había creado una distancia entre ellos; ella evitaba su compasión: adoptaba un gesto valiente y se ponía rígida si trataba de abrazarla. Ni siquiera mencionaba sus muertes y desviaba la conversación hacia su señora, de quien hablaba de forma mucho más afectuosa que antes. Jimmy se alegraba de que hubiese encontrado a alguien que la ayudase a sobrellevar el dolor, cómo no; pero habría preferido que esa persona fuese él.