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Authors: Kate Morton

Tags: #Intriga, #Drama

El cumpleaños secreto (13 page)

BOOK: El cumpleaños secreto
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—¿Qué haces aquí? —susurró Dorothy.

—Te echaba de menos. —Los labios aún tocaban su piel.

—Solo han pasado tres días.

El hombre se encogió de hombros, y ese mechón de pelo oscuro que se negaba a quedarse en su lugar cayó sobre la frente.

—¿Has venido en tren?

El hombre asintió una vez.

—¿Solo te vas a quedar un día?

Asintió de nuevo, con media sonrisa.

—¡Jimmy! Si es un viaje larguísimo.

—Tenía que verte.

—¿Y si me hubiese quedado con mi familia en la playa? Y si no hubiese vuelto sola, ¿qué?

—Te habría visto de todos modos, ¿a que sí?

Dolly negó con la cabeza, encantada, pero disimulándolo.

—Mi padre te va a matar si lo descubre.

—Creo que podría con él.

Dolly se rio; él siempre la hacía reír. Era una de las cosas que más le gustaban de él.

—Estás loco.

—Por ti.

Y también eso. Estaba loco por ella. El estómago de Dolly dio una voltereta.

—Vamos —dijo—. Hay un camino por aquí que va al campo. Ahí nadie nos va a ver.

—¿Te das cuenta de que me podrían haber detenido por tu culpa?

—¡Oh, Jimmy! No seas tonto.

—No viste la cara de ese policía… Estaba dispuesto a encerrarme y tirar la llave. Y mejor que ni hable sobre cómo te miraba. Jimmy volvió la cabeza para contemplarla, pero ella no le devolvió la mirada. La hierba estaba crecida y suave donde se habían tumbado y ella miraba al cielo, tarareando algún baile entre dientes y dibujando rombos con los dedos. Jimmy recorrió su perfil con la mirada: el delicado arco de la frente, la inclinación entre las cejas que se alzaba de nuevo para formar esa nariz resuelta, la repentina caída y la curva completa del labio superior. Dios, qué hermosa era. Ante ella su cuerpo entero se convertía en un doloroso deseo, y debía contenerse con todas sus fuerzas para no saltar encima de ella, agarrarla de los brazos y besarla como un loco.

Pero no lo hizo, nunca lo hacía, no así. Jimmy se mantenía casto aunque casi le costara la vida. Ella era aún una colegiala y él un hombre adulto, diecinueve años él, diecisiete ella. Dos años quizás no fuesen mucho, pero procedían de mundos diferentes. Ella vivía en una casa pulcra e intachable, con una familia pulcra e intachable; él había abandonado los estudios a los trece años, para cuidar de su padre, mientras trabajaba en lo que fuese para llegar a fin de mes. Había sido enjabonador en la barbería por cinco chelines a la semana, ayudante del panadero por siete y seis peniques, cargador en unas obras fuera de la ciudad por la voluntad; después, a casa por la noche para cocinar las sobras de la carnicería para su padre. Se ganaba la vida, no podían quejarse. Siempre había disfrutado con sus fotografías; pero ahora, por razones que Jimmy no entendía y no quería entender por temor a echarlo todo a perder, también tenía a Dolly, y el mundo era un lugar más radiante; con certeza, no iba a correr el riesgo de ir demasiado rápido y estropearlo todo.

Aun así, era muy difícil. Desde que la vio por primera vez, sentada con sus amigas en una mesa del café de la esquina, había estado perdido. Había alzado la vista para entregar su pedido al tendero, y ella le había sonreído, como si fueran viejos amigos, y luego se había reído y se sonrojó ante su taza de té, y él supo que nunca, aunque viviera cien años, volvería a ver nada tan hermoso. Fue la emoción electrizante del amor a primera vista. Esa risa de ella que le recordaba la alegría pura de la infancia; ese olor a azúcar caliente y aceite para bebé; el oleaje de sus senos bajo el vestido de algodón… Jimmy movió la cabeza, frustrado, y se concentró en una ruidosa gaviota que volaba bajo hacia el mar.

El horizonte era de un azul intachable, soplaba una brisa ligera y el olor a verano estaba por todas partes. Suspiró y todo quedó atrás: el vestido plateado, el agente de policía, la humillación de haber sido considerado una amenaza para ella. No tenía sentido. Era un día demasiado perfecto para discutir y, de todos modos, no había llegado a pasar nada. Nadie había salido mal parado. Los jueguecitos de Dolly lo confundían, no comprendía su necesidad de fantasear y no le gustaba demasiado, pero ella era feliz así, de modo que Jimmy le seguía la corriente.

Como si quisiese demostrar a Dolly que no guardaba rencor, Jimmy se incorporó de repente y sacó su fiel Brownie de la mochila.

—¿Y si te hago una fotografía? —dijo, rebobinando el carrete de película—. ¿Un pequeño recuerdo de nuestra cita junto al mar, señorita Smitham? —Ella se animó, tal como él esperaba (a Dolly le encantaba que la fotografiasen) y Jimmy miró alrededor para comprobar la posición del sol. Caminó hasta el otro extremo del pequeño descampado donde la familia Smithan había ido de picnic.

Dolly se había sentado y se estiraba como una gata.

—¿Te gusta así? —dijo. El sol bañaba sus mejillas y sus labios estaban rojos por las fresas que le había comprado en un puesto callejero.

—Perfecto —dijo, y era cierto: estaba perfecta—. Una luz maravillosa.

—¿Y qué te gustaría exactamente que hiciese bajo esta luz maravillosa?

Jimmy se rascó la barbilla y fingió reflexionar profundamente.

—¿Qué quiero que hagas? Piensa lo que vas a decir, Jimmy, es tu gran oportunidad, no la estropees… Piensa, maldita sea, piensa… —Dolly se rio, y él también. Entonces Jimmy se rascó la cabeza y dijo—: Quiero que seas tú misma, Doll. Quiero recordar este día tal como es. Si no puedo verte durante otros diez días, al menos así puedo llevarte en mi bolsillo.

Ella sonrió, con un enigmático y leve movimiento de los labios, y asintió.

—Un recuerdo mío.

—Exactamente —respondió—. Solo un momento, estoy arreglando la configuración. —Bajó la lente Diway y, como lucía tanto el sol, ajustó el diafragma para reducir la apertura. Mejor prevenir que lamentar. Por el mismo motivo, sacó un paño del bolsillo y frotó bien el cristal.

—Muy bien —dijo, y cerró un ojo y con el otro miró por el visor—. Estamos list… —Jimmy casi dejó caer la cámara, pero no osó alzar la vista.

Dolly lo miraba fijamente desde el centro del visor. El pelo, ondeado, mecido por el viento, rozaba su cuello, pero se había desabrochado el vestido y lo había dejado caer por los hombros. Sin desviar la mirada de la cámara, comenzó a bajarse el tirante del traje de baño, lentamente, por el brazo.

Dios. Jimmy tragó saliva. Debía decir algo; sabía que debía decir algo. Hacer una broma, ser ingenioso, ser inteligente. Pero ante Dolly, sentada así, la barbilla levantada, los ojos desafiantes, la curva del pecho expuesta… En fin, diecinueve años de habla se evaporaron al instante. Incapaz de recurrir a su ingenio, Jimmy hizo aquello en lo que siempre confiaba. Tomó la fotografía.

—Revélalas tú mismo —dijo Dolly, que se abotonaba el vestido con dedos temblorosos. El corazón de Dolly estaba desbocado y se sentía resplandeciente y viva, extrañamente poderosa. Su osadía, la cara de Jimmy al verla, lo difícil que le resultaba, incluso ahora, mirarla a los ojos sin sonrojarse… Era embriagador todo ello. Más que eso: era una prueba. Prueba de que ella, Dorothy Smitham, era excepcional, tal como había dicho el doctor Rufus. Su destino no era una fábrica de bicicletas, por supuesto que no; su vida iba a ser extraordinaria.

—¿Crees que permitiría que otro hombre te viese así? —dijo Jimmy, que prestaba una atención exorbitada a las correas de las que colgaba su cámara.

—No a propósito.

—Lo mataría primero. —Lo dijo con delicadeza y su voz, que se resquebrajó un poco con ese tono posesivo, derritió a Dolly. Se preguntó si sería capaz. ¿Pasaban esas cosas realmente? No en el mundo del que procedía Dolly, con sus semiadosados que imitaban con orgullo el estilo Tudor en esos nuevos barrios sin alma. No podía imaginarse a Arthur Smitham arremangándose para defender el honor de su esposa; pero Jimmy no era como su padre. Era lo opuesto: un trabajador de brazos fuertes, cara sincera y una sonrisa que surgía de la nada y le dejaba un nudo en el estómago. Ella fingió que no había oído, le quitó la cámara y la miró fijamente, con un gesto demasiado pensativo.

Sosteniéndola en una mano, ella le dedicó una mirada juguetona y dijo:

—Vaya, es una herramienta muy peligrosa lo que lleva aquí, señor Metcalfe. Piense en todas las cosas que podría captar aunque los demás no quieran.

—¿Como qué?

—Vaya —Dolly alzó un hombro—, personas haciendo cosas que no deberían, una inocente colegiala descarriada por culpa de un hombre más maduro… Piensa qué diría el padre de esa pobre muchacha si lo supiese. —Se mordió el labio inferior, nerviosa, aunque intentaba que no se notase, y se acercó más, casi tocando ese antebrazo firme y bronceado. Se había formado una corriente de electricidad entre ellos—. Alguien se podría meter en un lío si se lleva mal contigo y tu Box Brownie.

—Entonces, mejor que te lleves bien conmigo. —Le lanzó una sonrisa, pero desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.

Jimmy no apartó la vista y Dolly notó que su respiración se aceleraba. En torno a ellos el ambiente había cambiado. En ese momento, bajo la intensidad de su mirada, todo había cambiado. La balanza del control se había inclinado y Dolly daba vueltas. Tragó saliva, insegura y entusiasmada. Algo iba a suceder, algo que ella había desencadenado, y era incapaz de evitarlo. No quería evitarlo.

Un ruido, un pequeño suspiro entre los labios entreabiertos, y Dolly se desvaneció.

Los ojos de él seguían clavados en ella y extendió la mano para acariciar el pelo detrás de su oreja. Dejó la mano ahí, donde estaba, pero sujetó con mayor firmeza la parte posterior del cuello. Dolly se dio cuenta de que le temblaban los dedos. La proximidad la hizo sentirse joven de repente, fuera de lugar, y abrió la boca para decir algo (¿para decir qué?), pero él negó con la cabeza, con un movimiento rápido, y Dolly desistió. A Jimmy le palpitaba un músculo de la mandíbula. Respiró hondo y, a continuación, la acercó hacia él.

Dolly había imaginado una y mil veces su primer beso, pero nunca había soñado que sería así. En el cine, entre Katherine Hepburn y Fred MacMurray, parecía bastante agradable, y Dolly y su amiga Caitlin habían practicado con los brazos para saber qué hacer llegado el momento, pero esto fue diferente. Había calor, peso y urgencia; podía saborear el sol y las fresas, oler la sal en su piel, sentir la presión del calor a medida que el cuerpo de él se estrechaba contra el suyo. Lo más emocionante de todo era notar cuánto la deseaba, su respiración irregular, su cuerpo fuerte y musculoso, más alto que ella, más grande, forcejeando contra su propio deseo.

Jimmy se apartó del beso y abrió los ojos. Se rio entonces, aliviado y sorprendido, y su risa fue un sonido cálido y ronco.

—Te quiero, Dorothy Smitham —dijo, apoyando la frente contra la de ella. Tiró con suavidad de uno de los botones del vestido—. Te quiero y algún día me voy a casar contigo.

Dolly no dijo nada al bajar por la colina, pero los pensamientos se agolpaban en su mente. Le iba a pedir que se casara con él: el viaje a Bournemouth, el beso, la fuerza de lo que había sentido… ¿A qué otra cosa podían deberse? Lo comprendió con una claridad abrumadora y deseó que dijese aquellas palabras en voz alta, que se volviese oficial. Hasta los dedos de los pies se estremecían de emoción.

Era perfecto. Iba a casarse con Jimmy. ¿Cómo no había pensado en ello cuando su madre le preguntó qué quería hacer en lugar de trabajar en la fábrica de bicicletas? Era lo único que quería hacer. Lo que debía hacer.

Dolly miró a un lado, observando la feliz distracción del rostro de Jimmy, su silencio inusual, y supo que estaba pensando lo mismo; que se esforzaba en encontrar la mejor manera de pedirlo. Dorothy estaba eufórica; quería saltar y girar y bailar.

No era la primera vez que decía que quería casarse con ella; ya habían bromeado con ese tema antes, se habían dicho entre susurros «Te imaginas si…» en rincones de cafés en penumbra en esas partes de la ciudad a las que sus padres nunca iban. Era un tema siempre emocionante; nunca mencionada pero implícita en sus descripciones de la casa de labranza y la vida que compartirían, había una sugerencia de puertas cerradas, de una cama compartida y una promesa de libertad (física y moral) irresistible para una colegiala como Dolly, cuya madre seguía planchando y almidonando las camisas de su uniforme.

La cabeza le daba vueltas al imaginarse así, junto a él, y se agarró del brazo de Jimmy al salir de los campos soleados y avanzar por un callejón sombrío. Cuando notó el contacto, él se detuvo y la llevó contra el muro de piedra de un edificio cercano.

Jimmy sonrió en las sombras, nerviosamente, pensó ella, y dijo:

—Dolly.

—Sí. —Iba a ocurrir. Dolly apenas podía respirar.

—Hay algo de lo que quería hablar contigo, algo importante.

Ella sonrió, y su rostro era tan glorioso en su esperanzada entrega que Jimmy sintió un ardor en el pecho. No podía creer que por fin lo hubiera hecho, besarla como siempre había querido, y había sido tan dulce como en sus fantasías. Lo mejor de todo fue que ella le devolvió el beso; había un futuro en ese beso. Procedían de lados opuestos de la ciudad, pero no eran tan diferentes, no en lo que importaba, no en lo que sentían el uno por el otro. Las manos de ella eran suaves entre las suyas cuando dijo lo que había tenido en mente todo el día:

—El otro día recibí una llamada de teléfono de Londres, de un hombre llamado Lorant.

Dolly asintió para darle ánimos.

—Va a lanzar una revista llamada
Picture Post
, dedicada a imprimir fotografías que cuentan historias. Vio mis fotografías en
The Telegraph
, Doll, y me ha pedido que vaya a trabajar para él.

Esperó a que Dolly diese un grito de alegría, saltase, lo agarrase de los brazos con emoción. Era el trabajo con el que soñaba desde que descubrió la vieja cámara y el trípode de su padre en la buhardilla, la caja llena de fotografías sepia. Pero Dolly no se movió. Su sonrisa se había torcido, petrificada.

—¿A Londres? —dijo.

—Sí.

—¿Te vas a ir a Londres?

—Sí. Ya sabes, donde el palacio enorme, el reloj enorme, la nube de humo enorme.

Trataba de ser gracioso, pero Dolly no se rio; pestañeó un par de veces y dijo sin respirar:

—¿Cuándo?

—En septiembre.

—¿Te vas a quedar a vivir ahí?

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