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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (18 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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Felipe V había organizado un ejército al mando del mariscal Tessé y en marzo de 1706 el propio rey se hacía presente en Caspe para comandar sus tropas. Los ingleses habían bloqueado el puerto para evitar que la escuadra franco-española apoyase las operaciones de asedio y toma del puerto. El joven Lezo es, pues, llamado con urgencia a incorporarse a la escuadra que debía abastecer a los sitiadores, cosa que hace con presteza. Entre otras cosas, porque quería huir rápidamente de una comarca que le había negado el amor y que le traía recuerdos muy dulces que se habían tornado amargos.

En esta ocasión al alférez Lezo le habían asignado el mando de una flotilla de naves que traía abastecimientos a las tropas de Felipe V que sitia­ban Barcelona durante esta guerra desatada por el archiduque Carlos. En aquel momento el joven Vernon servía en el Britannia bajo el almirante Showell quien, finalmente, tendió a Lezo una emboscada, al ver que sus barcos penetraban el cerco de sus buques en la ciudad de Barcelona y abas­tecían a los ejércitos sitiadores de Felipe V. Viéndose Lezo súbitamente cercado, su ingenio lo llevó a cargar sus cañones con unos casquetes de armazón delgada con material incendiario dentro, que, al ser disparados, prendían fuego a los buques británicos; adicionalmente, había montado paja húmeda en parrillas de hierro que, al ser incendiada, producía una espesa cortina de humo. Estas tretas le habían permitido huir junto con toda su flotilla. Los ingleses, enfurecidos, decían:

—Esto no es jugar limpio, pues este hombre emplea un arma descono­cida. Se ha enloquecido—. El joven Vernon contemplaba, admirado, el ingenio de su enemigo, del que decían, era un joven pata de palo coman­dante de la flotilla de abastecimientos, cuyo nombre era Blas de Lezo. Ese nombre, que en aquel momento no decía mucho, lo habría de recordar más tarde, cuando, ya almirante, habría de vérselas con el mismo osado marino.

—God damned —diría entonces—, it’s the same bastard!

Los ingleses lo perseguían porque sabían de sus capacidades e inventiva; en otra oportunidad, en el mismo sitio, volvió a emplear igual estratagema, cargando sus buques con fardos de paja húmeda para establecer una cortina de humo que le permitiría llevar auxilios a los sitiados. Lezo, pues, se hacía de un nombre en poco tiempo e iba cosechando laureles y fama; pronto fue destinado al fuerte de Santa Catalina, en Tolón, donde estaba localizada una importante base naval francesa. Fue allí donde por vez primera probó suerte y adquirió experiencia en la defensa de un fuerte amurallado, algo que le serviría en el futuro para la defensa de Cartagena de Indias. Pero fue allí también, durante el asedio al fuerte por parte de los aliados saboyanos, que una bala de cañón dio contra el parapeto donde Lezo se guarecía y, desprendiendo una pequeña esquirla de piedra, se la incrustó en el ojo izquierdo. Nuevamente, dolor intenso e intervención del cirujano del Fuerte quien, como pudo, le sacó el pequeño fragmento del ojo, con tan mala suerte que también se le fue la vista. Al poco tiempo, experimentó fiebre acompañada de un intenso dolor de cabeza. Eran tan severos los dolores, que tuvieron que ponerle un pañuelo amarrado alrededor de la cabeza, el cual empapaban con alcohol para calmárselos. O por lo menos así lo creía, mientras se ayudaba a mantener la presión del pañuelo apretándose las dos sienes con las manos. Tan sólo tenía dieciocho años y ya estaba tuerto y mocho, aunque, para fortuna suya, no habían tenido que vaciar el ojo, porque aquello hubiera supuesto un mayor sufrimiento.

Lezo se sintió verdaderamente acongojado por esta nueva mutilación y pensó que ya jamás ninguna mujer se fijaría en él. Entró en una profunda depresión que sólo era consolada hablándole a aquel crucifijo de plata rega­lado por su madre. Por eso le preguntaba: «¿Por qué, Señor, has permitido que me quede ciego de un ojo? ¿Qué mal habré hecho yo en la vida para merecer tal infortunio? ¿Por qué, Señor, por qué? ¿Quién va a querer casar­se con un lisiado como yo?» Y en la soledad de su habitación lloraba desconsoladamente besando su crucifijo y anhelando volver a Pasajes a ser consolado por su madre. Era muy joven todavía.

Tres meses duró su nueva convalecencia, tras lo cual recibió instruccio­nes de trasladarse al puerto francés de Rochefort, en el Atlántico. Allí reci­bió el ascenso a teniente de guardacostas, en 1707, y con él, una pequeña alegría. Es en este puerto donde Lezo acaba de cosechar gloria y fama, pues con una reducida fuerza logra apresar once barcos enemigos y descollar en el reñido combate sostenido con el barco inglés Stanhope, al mando del capitán John Combs, en 1710, al que sometió mediante el abordaje y remolcó a puerto. Blas de Lezo había maniobrado su nave cruzando fuegos con la inglesa hasta acercársele lo suficiente; entonces ordenó que se tiraran los garfios sobre el bordo. Cuando los ingleses vieron aquello entraron en pánico. Los españoles se deslizaron como monos sobre el enjambre de ca­bles y sogas, los unos, y saltando de una cubierta a otra, los otros. El com­bate fue feroz; el cuchillo, la daga y la espada fueron las principales armas. Los que no pasaron al navío abordado disparaban sus pistolas y rifles, dan­do buena cuenta de los sorprendidos ingleses. Aquí volvió a resultar Lezo herido, esta vez, levemente, pues nuestro osado marino no se escondía de los cañones y balas del enemigo, sino que permanentemente arengaba a su tropa y ponía el pecho para infundir valor en la batalla. Fue ascendido a capitán de fragata en este año de 1710 en premio a sus méritos militares. Allí permanecería hasta 1712, año en que la situación política entre España y Francia hacía que las dos naciones se distanciaran, particularmente por­que aquella última, fatigada de la guerra y vencida en muchas batallas, retiraba su apoyo a Felipe V. Nieto y abuelo también se distanciaron; en conse­cuencia, los servicios de Blas de Lezo en la Armada francesa ya no tenían sentido y es entonces cuando pasa, en 1712, a integrar la flota del almirante Don Andrés del Pez, prestigioso marino español. Lezo tiene veintitrés años y ya ha entregado parte de su humanidad por la causa de España. Todavía faltaría por entregar su brazo derecho.

Lo cierto es que Andrés del Pez quedó tan favorablemente impresiona­do con el sentido del deber que desplegaba Lezo que, una vez terminada la comisión de éste en su escuadra, emitió varias certificaciones sobre su com­portamiento y conducta durante el servicio, lo que le valió el ascenso a capitán de navío. Dos años más tarde, cuando Barcelona agonizaba entre sus cenizas, asediada por los ejércitos de Felipe V, Blas de Lezo participaría en el bombardeo que de día y noche se practicaba sobre la ciudad. Lezo, comandando el navío Campanella, de setenta cañones, ferozmente atacaba la ciudad y bloqueaba su puerto bajo el comando general de Ducasse, el ex corsario del asalto y saqueo de Cartagena, entonces respetable almirante por voluntad del gobierno francés. Sus acciones intrépidas lo llevaron a acercarse imprudentemente a la ciudad para mejor batir sus defensas, hasta que en una de esas incursiones una bala de mosquete le atravesó el antebrazo derecho, rompiéndole los tendones y paralizándole el brazo del codo hacia abajo, con excepción de la mano que conservó algún movimiento; Lezo siguió combatiendo, pese a la herida sufrida, la cual fue curada en su puesto de mando. Sangró profusamente, pero la bala había salido al otro lado y, por lo tanto, no hubo necesidad de intervención quirúrgica distinta de las atenciones de cauterización para evitar infecciones; tales cauterizaciones eran, de todas maneras, dolorosas, pero soportables en comparación con la amputación de su pierna.

Ya curado, Lezo se obstinó en seguir combatiendo desde su buque, sin dar tregua al enemigo; ni siquiera reposó el mínimo tiempo en su camaro­te, con lo cual el vendaje tuvo que ser cambiado repetidas veces debido a la sangre que continuaba fluyendo y lo empapaba. Una vez más el joven marino pensó en su mala suerte y se despidió de toda esperanza de conquistar a alguna bella mujer para hacerla su esposa. Corría el 11 de septiembre de 1714 y Lezo había cumplido veinticinco años de edad, todavía demasiado tierno como para haber perdido ya una pierna, un ojo y un brazo. Todavía le faltaba perder la vida, y el honor y la gloria por la causa de España. Pero resolvió que aquellas heridas decían más que todas las condecoraciones que pendían de su pecho.

El año siguiente, 1715, fue uno venturoso para la causa de Felipe V, pues, decidido a reconquistar la isla de Mallorca, todavía fiel al pretendien­te austriaco, designó a Don Pedro de los Ríos comandante de una flota expedicionaria de siete navíos, diez fragatas, dos galeotes, veintiséis transportes y 25.000 hombres para que la tomase por la fuerza. El capitán Lezo comandaba el Nuestra Señora de Begoña, y el 15 de junio desembarcaron en Alcudia con el grueso de la tropa. El marqués de Rubí, comandante de la plaza y virrey del archiduque Carlos, se rindió sin disparar un tiro. La Guerra de Sucesión Española había terminado y, con ese capítulo cerrado de la historia, empezaba uno más para el admirable marino: el Mar del Sur, donde también se abría una nueva etapa, un nuevo ciclo de vida para Don Blas de Lezo y Olavarrieta.

Capítulo IX

Hombre y medio

Los españoles saben hacer hombres, pero no barcos.

(Atribuido a José Patiño, Ministro de Marina)

E
n 1716, cuando Blas de Lezo parte hacia el Mar del Sur escoltando una flota de galeones, hacía tres años que España e Inglaterra habían firmado el Tratado de Utrecht, abriendo paso tanto a la paz como al abuso de representación por parte del rey de Francia, Luis XIV, quien en nombre de su nieto Felipe V hizo graves concesiones a Inglaterra. El Tratado de Utrecht, propiamente dicho, había sido firmado el 27 de marzo de 1713 por los ministros plenipotenciarios, marqués de Bedmar, por España, y Lexington, por Inglaterra, habiendo sido ratificados el 1 de julio del mismo año por el duque de Osuna y el marqués de Monteleón, ministros de España, y el conde de Strafford y el obispo de Bristol, ministros de Inglaterra. Sin em­bargo, desde 1711 se habían gestionado los llamados «preliminares de Lon­dres», firmados el 8 de octubre de aquel año, uno de carácter secreto y el otro de carácter público; este último garantizaba que nunca las coronas de España y Francia se unirían en un solo cetro, mientras que el primero con­cedió a Inglaterra la ocupación de Gibraltar y Menorca y la concesión del llamado «Asiento de Negros» por treinta años a la Compañía del Mar del Sur de ese país, además de conceder un territorio en el Plata para su venta. Adicionalmente, exoneraba de pagos las mercaderías inglesas que se trafica­sen a través del puerto de Cádiz. Esto era un evidente abuso de autoridad del rey francés, pues aunque Felipe V había enviado poderes a su abuelo para firmar los «preliminares» el 6 de septiembre de 1711, lo prevenía, no obstante, de que cualquiera otra exigencia debería consultársela antes de otorgarla. Estos preliminares fueron ratificados y tomados como definiti­vos el 11 de abril y 13 de julio de 1713. A cambio de renunciar a los dere­chos sobre el trono de Francia y ceder los Países Bajos al emperador Car­los VI de Austria, pretendiente al trono español y por quien se había desenca­denado la Guerra de Sucesión, Felipe V fue reconocido rey de España y de las Indias. Reconocía, además, el Rey de España, el monopolio del «asiento» consistente en introducir 144.000 esclavos a razón de 4.800 por año en los dominios españoles de ultramar en un navío de quinientas toneladas conoci­do como el navío de «Permiso»; a cambio, España recibía un pago de treinta y tres pesos y medio por cabeza. Este tratado sentaba las bases para futuros e interminables conflictos que veintiséis años más tarde volverían a enfrentar las dos naciones.

Las Antillas se llenaron de naves piratas y corsarias de los ingleses, fran­ceses y holandeses que volvieron a imitar a sus predecesores John Hawkings y Francis Drake, quienes habían asaltado a Cartagena en el siglo XVI; imita­ron a John Oxcham, quien en 1577 atravesó por tierra el Istmo de Panamá y surcó las aguas del Pacífico, habiendo terminado ahorcado en Lima por orden del virrey Francisco de Toledo; al corsario francés Silvestre, quien se introdujo en Veragua y se convirtió en asaltador de poblados; a William Parker, quien había destrozado a Portobelo en 1602; a L’Olonais, bucanero que ensangrentó el litoral desde el Istmo hasta el Darién; al filibustero Thomas Mansvelt, quien asaltó con una violencia inusitada las fundacio­nes de Costa Rica y asoló sus costas; imitaron a Henry Morgan, el pirata, quien había arremetido contra Cuba y Portobelo y con el corsario Celier atacaron y se tomaron a Chagre, pasando luego a Panamá, ciudad que in­cendiaron y saquearon. En fin, los nuevos corsarios, piratas y filibusteros hacían de las suyas, no sólo amenazando las naves, sino haciéndoles pagar peajes y obligándolas a pagar rescates por mercancías y hombres retenidos y requisados.

No quedó más remedio a la Corona que reforzar sus flotas mercantes con navíos de guerra, autorizar el derecho de «visita» a los barcos del «asien­to» inglés y confiscar las mercaderías de contrabando que se encontrasen. A partir del segundo cuarto del siglo XVIII la situación se agudizó con Inglaterra, país que protestó enérgicamente del «abuso» español. Hacia 1739 la situa­ción era insostenible; con anterioridad a esta fecha ya había declarado el mi­nistro plenipotenciario de España en Londres, Giraldino, que la monarquía jamás dejaría de ejercer los derechos de visita en los puertos y mares de las Indias, que eran sus dominios. Cuando el ministro de Relaciones Exteriores, duque de Newcastle, dio este informe al Parlamento, la Cámara de los Co­munes desaprobó la política española y pidió una respuesta armada. El 14 de enero de 1739 fue firmado el llamado «Acuerdo de El Pardo», que pretendía distensionar los ánimos, pero todo fue en vano; la Cámara inglesa rechazó el documento y sucedieron graves desórdenes públicos. Por aquella época el capitán del guardacostas español Isabel, Juan de León Fandiño, cortaba la oreja al capitán Jenkins, produciéndose una indignación de marca mayor en el pueblo inglés. Por su parte, Felipe V reclamaba a la compañía inglesa 68.000 libras por sus derechos al «Asiento de Negros», lo cual no hizo más que llevar al paroxismo de la ira al Parlamento, que comisionó al embajador inglés en Madrid, el señor Keene, a reclamar la abolición del «derecho de visita»; este acto fue acompañado de la movilización de una poderosa escuadra a Gibral­tar para intimidar al rey español, quien no cedió en sus pretensiones ni en sus derechos. La guerra se declaraba, como es sabido, el 23 de octubre de 1739.

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