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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (14 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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En Cartagena, como en España, se le daba mucha importancia a los portales de las casas principales, fabricados de piedra coralina, o de ladrillo estucado en los medianos y pequeños, en imitación del estilo toscano. La decoración de las pilastras era austera, pues en la ciudad nunca se usaron las columnas circulares ni el frontón triangular. Los portones, elemento esen­cial de los portales, se derivaron de la arquitectura residencial andaluza y consistían de doble hoja de madera y tenían como elemento decorativo unos clavos, o estoperoles, fundidos en bronce que sus propietarios se es­meraban en mantener brillantes.

Toda esta riqueza arquitectónica, como portadas, molduras, cornisas, balaústres, y aun el diseño interior de la vivienda, había sido traída del mundo clásico por los españoles y, en Cartagena, como en el resto de Amé­rica, se adaptó poco a poco a la existencia de materiales autóctonos. La ciudad estaba defendida por una gruesa muralla que la circundaba por com­pleto. Las murallas eran lugar de enamorados, de citas clandestinas, o de simple discurrir familiar. Para las parejas eran ideales, pues al amparo de la noche y de los mortecinos mecheros de aceite y lánguidas antorchas, po­dían decirse sus secretos y requiebros, sin que las dueñas, celosas damas de compañía, sospecharan la intención de las palabras, o el alcance de los be­sos furtivos robados en la clandestinidad de las sombras. Eran una delicia para todos, ricos y pobres, pues también desde allí se podían ver los carrua­jes, hermosamente adornados, que a tiro de caballos, ruidosa, pero delicio­samente, se deslizaban graciosos por las empedradas calles, iluminando le­vemente sus flancos con sus dos faroles encendidos. La entretención consistía en chismosear sobre quiénes venían y con quiénes iban los notables de aquella próspera ciudad costera enclavada en el litoral atlántico del Virreinato de la Nueva Granada.

Cartagena era una ciudad noble, que, sin poseer las riquezas de Lima, tenía fama proverbial por la limpieza de sus calles, el decoro de sus damas, la gallardía y simpatía de sus gentes. Era un puerto antillano, pero había una gran distancia con la apariencia que presentaba Kingston. El muelle, aunque bullicioso y lleno de vendedores ambulantes, estibadores y buscavi­das, no era maloliente, y hasta la prostitución se ejercía con cierto decoro. No era raro ver en el sombrero de los caballeros una cinta de perlas o lazo de diamantes, aunque eran más comunes los sombreros de jipijapa, que eran tejidos de paja, muy livianos, los cuales proporcionaban más frescura y comodidad en esas tierras; comúnmente, las gentes andaban vestidas de colores claros y tejidos livianos, dadas las condiciones climáticas. Pero hasta las mulatas y esclavas intentaban ir a la moda con cadenas de oro y brazale­tes de perlas. Su andar era tan escandaloso y encantador, que muchos espa­ñoles quedaban irremediablemente prendados de tanta hermosura y llega­ban hasta a desdeñar a sus propias mujeres por ellas. Algunas llevaban refajo de seda, con borlas de oro y plata colgando a todo lo largo del refajo, corpi­ño de talle, y cinturón de valor adornado con puntillas de oro o plata; los senos se trasparentaban, aunque los cubrían con madroños que colgaban de cadenas de perlas. Las damas más finas iban con más discreción vestidas, pero todas, normalmente, fanfarroneaban y condongueaban sus cuerpos con alegría y voluptuosidad, cuando no con coquetería, subyugando a cau­tos e incautos.

Los cartageneros tenían costumbres muy arraigadas: tomaban chocolate con torta de cazabe y nadie podía explicarse por qué en clima tan tórrido las gentes insistían en tomárselo caliente, ni por qué en cambio el gazpacho andaluz les resultaba una sopa tan extraña como fría. Era una costumbre tan firme que nadie dejaba de hacerlo, ni los esclavos. El chocolate podía conseguirse en cualquier esquina calentado por las negras que lo vendían, después del desayuno, y después del almuerzo, que era la comida en Espa­ña. Pero no menos los cartageneros gustaban de la miel de caña y del taba­co, éste último reservado para las señoras encopetadas y de clase que se lo fumaban poniendo dentro de la boca la parte encendida del extremo, cos­tumbre que no dejaba de impresionar al maravillado visitante. Sin embar­go, lo que más los asombraba eran los velorios. Al muerto se lo colocaba en la estancia principal de la casa, cuyas puertas se dejaban abiertas para que deudos y amigos lo visitaran; pero también iban unas mujeres vestidas de negro, por lo general de baja estopa, las cuales abrazaban el cadáver, llora­ban y gritaban. Eran plañideras pagadas por los familiares del difunto, cos­tumbre traída de España y que aún se mantiene en los pueblos de la costa colombiana. Por supuesto, la gente tomaba aguardiente en los velorios y en las fiestas; estas últimas se animaban con el baile del fandango, más común en los festejos populares y para celebrar la llegada de la Armada de Galeones.

Cartagena era también una ciudad de contrastes. Centro clave del co­mercio de esclavos, presentaba al visitante dos extremos; por un lado, la forma degradante en que traían los esclavos del Asiento y, por otra, la capa­cidad de compasión que podía tenerse; por una, el choque de los guerreros en los primeros años de la conquista y, por otra, la energía de los que defen­dían la dignidad de los hombres. Así, por Real Cédula, expedida por el emperador Carlos I, el 9 de noviembre de 1528, se prohibía terminante­mente la esclavitud de los aborígenes; luego, la gestión de los teólogos espa­ñoles en Roma dio como resultado la expedición de la Bula Sublimis Deus, por medio de la cual se ordenaba que los indios no fuesen privados de su libertad aunque estuviesen fuera de la fe.

San Pedro Claver, el «esclavo de los negros para siempre», había sido uno de esos personajes en la historia de la ciudad que había dejado una tremenda impronta sobre los alcances de la caridad con el prójimo. Sus blancas manos se habían posado sobre trescientas mil cabezas de dolientes esclavos que llegaron a ese puerto en épocas de su ministerio, que allí em­pezó en 1615 y continuó hasta 1650. Luchó y se martirizó hasta lo indeci­ble para resaltar su amor por encima del odio que le producía la trata de negros. Para darnos una idea, el jesuita Nicolás González relata:

Yo lo acompañé a un cuarto oscuro donde estaba una enferma negra, en medio de un calor terrible y un olor insoportable. A mí se me alborotó el estómago y me caí por tierra. El Padre Claver, aparentando no sentir nada, me dijo: «Hermano mío, retírese». La enferma estaba sobre unos sacos. La viruela había invadido su cuerpo, excepto los ojos. El Padre Claver se arro­dilló cerca, sacó de su seno el Cristo de madera que llevaba siempre consigo, y sentado en el suelo la confesó y dio la extremaunción y, viendo que la pobre esclava se quejaba por la dureza de los sacos sobre los que yacía, alzó a la negra y la puso sobre el manteo con sus propias manos, le aplicó esencias aromáticas, arregló el lecho y la volvió a poner en su lugar.

Estos extremos y contrastes no eran inusuales en el espíritu español. Hechos similares nos cuenta el médico Adán Lobo:

Era el año de 1645. Estaba de visita en la casa de don Francisco Manuel, en el barrio de Getsemaní. De pronto se oyó en la pieza vecina un grito de mujer: ¡No… no, mi padre, déjeme, no hagáis eso! Un mal pensamiento me atravesó mi espíritu, pues era amigo de Pedro Claver, su admirador, pero me dio una curiosidad malsana. Entré en la pieza rápidamente y algo como un rayo cayó sobre mi alma: vi al Padre Calver lamiéndole las heridas pútridas a una pobre esclava negra. Ella no había podido soportar tanta postración del Padre y ese fue su grito de angustia.

¿Alguien se podría imaginar a un clérigo inglés lamiendo las heridas de un esclavo negro, o conviviendo con los leprosos, como el Padre Claver lo hacía en el Hospital de San Lázaro en Cartagena? La «Leyenda Negra» tejida contra España nunca dio cuenta de estos acontecimientos, ni del hecho de que España fuese la primera y única potencia que había empeñado gran parte de su esfuerzo intelectual en cómo defender mejor a los naturales de las tierras conquistadas, y no en cómo explotar con mayor eficiencia aquellos dominios. Tal era la ardiente pasión de los teólogos y juristas de la Corona.

El núcleo urbano cartagenero estaba localizado en la isla de Calamarí, separado del arrabal de Getsemaní por el Caño de San Anastasio, aunque unido a éste por un puente; dicho caño es una prolongación del Caño del Ahorcado, que conduce a la Ciénaga de Tesca. Getsemaní era una pequeña protuberancia de tierra flanqueada por Caño Gracia que corría al pie mis­mo del castillo de San Felipe de Barajas, situado en el próximo cerro de San Lázaro; este fuerte bloqueaba el acceso a la ciudad desde el continente. Un poco más al interior estaba el cerro de la Popa, que se levantaba por encima de todos los promontorios como un viejo galeón visto desde atrás. Flanqueaban la ciudad por La Boquilla, hacia el nororiente, dos baluartes, el de Crespo y Mas, que constituían la primera línea defensiva, con el fuer­te de San Luis y de San José en el canal de Bocachica. Hemos de suponer que esta última batería había sido así nombrada por su creador, Don Pedro Mas, oficial de Don Blas de Lezo.

Su población, de escasos siete mil habitantes, se dividía, de una parte, en criollos blancos, usualmente la clase dominante y poseedora de las riquezas muebles e inmuebles de la ciudad; de otra, los chapetones, nombre con que se conocía a los españoles peninsulares, usualmente funcionarios de la ad­ministración pública y, con algunas excepciones, quienes detentaban los negocios más prósperos. Claro, había españoles que habían llegado a buscar fortuna y, al no encontrarla, quedaban marginados de toda actividad pro­ductiva y usualmente se acogían a la caridad de los conventos, particular­mente el de San Francisco, que repartía una sopa diaria a los indigentes. El grueso de la población era, sin embargo, negra o mestiza, y entre esta última se encontraban los cuarterones, quinterones y mulatos; es decir, mezclas de todo calibre entre indio y blanco, blanco y negro o indio y negro. La clase más baja, y quizás más despreciada, era la que tenía esta última mezcla, aunque los españoles en América, tanto criollos como peninsulares, no dis­criminaron nunca a estas poblaciones en el mismo y atroz sentido en que fueron discriminadas en las colonias inglesas, francesas u holandesas.

Cartagena algo había decaído desde el ataque y saqueo de los franceses y la disminución de la importancia de la Carrera de Indias, la Flota de Galeones; su comercio no era ya tan esplendoroso en 1741 como lo había sido hasta finales del siglo anterior. El dinero no se quedaba allí por mucho tiempo, pues en sus alrededores no había minas, ni cultivos, ni industria que permitiese un volumen permanente de circulante. Cartagena vivía del comercio, pero también del llamado «situado fiscal» remitido anualmente desde Quito y Santa Fe, la capital del Virreinato de la Nueva Granada, que lo enviaban para mantener tropa y demás empleos y servicios públicos. Pero, estratégicamente, Cartagena seguía siendo de vital importancia para el Imperio, pues era la «llave» de entrada y salida para el sur del continente y para enlazar el comercio con la Metrópoli. De allí que la Corona desde tiempo atrás hubiese decidido fortificarla como a ninguna otra plaza en América. Con todo, no podía decirse que era pobre, pues la prosperidad de sus comerciantes hablaba por sí sola.

Don Blas de Lezo había zarpado de Cádiz hacia Cartagena el 3 de febrero de 1737 al mando de una flotilla compuesta por el navío El Fuerte, de sesenta cañones, El Conquistador, de sesenta y cuatro, ocho mercantes y dos navíos de registro, y es posible que hubiera llegado al puerto indiano a mediados de abril. Esta era la última flota de la Armada de Galeones con que concluiría la Carrera de Indias, sistema de comercio que había durado doscientos años. No bien hubo arribado al puerto, se puso febrilmente a trabajar en su defensa, pues ya la situación entre Inglaterra y España estaba tensa. En el Parlamento inglés se oían voces que pedían la guerra, y aunque el rey Jorge no era partidario de ella, su posición y la de su ministro Walpole se hacía cada vez más impopular.

El plan de defensa de Cartagena de Indias era, en realidad, el plan de defensa del Imperio Español en América. Era allí adonde se iba a decidir la suerte de todas las posesiones de ultramar en aquella parte del mundo. Habida cuenta de su peculiar situación, es en el año 1566 que se da inicio a las primeras obras de defensa cuando, reinando Felipe II, tras los ataques de Hawkins y Drake, se ordena al gobernador, Don Antón Dávalos de Luna, erigir en la isla de Manga el fuerte del Boquerón; este fuerte fue remplazado en el siglo XVIII por el de San Sebastián del Pastelillo, construi do éste por el ingeniero militar Juan Bautista McEvan. En 1567 se levanta una fortaleza con guarnición en Punta Icacos, en el meridiano de la isla de Tierra Bomba, pero no fue sino hasta 1587 que se toma muy en serio la fortificación de la ciudad. El Rey español manda a dos comisionados, Don Juan de Tejada, mariscal de campo, y al ingeniero italiano Bautista Antonelli, quienes habrían de proyectar para la defensa de Cartagena un sistema de fortificaciones exteriores de dobles flancos en los baluartes, orejones y plazas bajas que le dieron notable renombre a la arquitectura militar española. La ciudad contaría con murallas, baluartes, revellines, contraguardias y fo sos; se mejoraría y reforzaría el fuerte de Punta Icacos y se construiría otro en la isla Cárex (Tierra Bomba) para cruzar fuegos con el anterior; adicionalmente se instalarían unas baterías en los caños del Ahorcado, San Anastasio y la Caleta. Sin embargo, éste no sería el único proyecto de fortificación, pues existían por lo menos otros dos; pero lo cierto es que estos proyectos se van combinando y las construcciones comienzan a levantarse lentamente en tres grandes períodos, el primero de los cuales toma lugar en el siglo XVI; el segundo en el XVII y el tercero en el XVIII. Nosotros estaremos mayormente preocupados por lo que aconteció en el XVII y primera mitad del XVIII. Para más fácil comprensión, habremos de separar en tres líneas, o anillos de defensa, lo que se había dispuesto en la Plaza y que consistía en una serie de defensas escalonadas, construidas en las inmediaciones de Cartagena, con el propósito de establecer los suficientes obstáculos fortificados para impedir otra toma de la ciudad:

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