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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (9 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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—Cuando sea grande —dijo interrumpiendo aquella conversación el niño Washington— yo también haré temblar a los ingleses en Virginia. —Los comensales rieron estrepitosamente.

—Es mejor que no digas tonterías —contestó Lawrence—. Y menos vayas a repetir eso en la calle, pues nos acusarían de traidores.

—¿Y de dónde vas a levantar cuatro mil hombres en Virginia? —pre­guntó el viejo Augustine ante la mirada decidida de su hijo—. No se conse­guirían dos mil ni para trabajar el campo…

—Para el trabajo puede que no haya hombres, pero sí que los hay para la guerra. Sobre todo si es una guerra contra los españoles. Todo el mundo sabe que ése es el factor que se interpone a nuestro comercio. Ya te contaré cuando regrese de mi próximo viaje a Jamaica. Allí me entrevistaré con Vernon, de quien ya he recibido noticia de que quiere hablar conmigo… Algunos amigos en Londres le han dicho que yo soy el hombre que le habrá de ayudar a conseguir la gente que falta.

—Bueno —propuso alguien—, brindemos por el éxito de la misión de Lawrence contra España.

—Brindemos —contestaron y todos alzaron la copa.

El viejo Augustine se dispuso a comer la gran torta que le habían hecho al cumpleañero, mientras el resto de la familia le cantaba al párvulo sus parabienes. Augustine sabía que Lawrence habría de emplear recursos fa­miliares en esta aventura y aquello no le gustaba nada. Pero era muy poco lo que podía hacer; se sentía impotente para contener los ímpetus de su hijo Lawrence, a quien reputaba de soñador e iluso. Finalmente, estaba cansado de pagar impuestos a los ingleses y consideraba que lo que se em­pleara en aquella aventura serían más impuestos encubiertos en contribu­ciones voluntarias… «Ah —pensó— estos malditos ingleses terminarán arrui­nándome.» Pero lejos estaba de siquiera entretener la idea de que treinta y siete años más tarde el pequeño George Washington haría realidad lo que él, in pectore, deseaba: salir de los ingleses.

Efectivamente, cuando meses después Lawrence Washington se entre­vistó con Vernon en Jamaica, supo de primera mano lo que se proponía hacer el marino inglés y no pudo menos que quedar admirado. ¡Los planes eran muy superiores a lo que él jamás alcanzó a imaginar! Con un mapa en la mano, Vernon explicó a Lawrence el alcance de la misión y esto sólo redobló su ánimo de levantar cuatro mil hombres en Virginia y pagarlos de su propio bolsillo, o del de su padre, si fuese necesario.

Capítulo V

La manguala de Kingston

Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto.

(Cardenal De Retz)

E
l puerto de Kingston bullía de gente. Era un lugar sucio y apestoso con horrendas escenas de pobreza y desnudez. Los negros trabajaban como animales en medio de la más terrible insalubridad. Tanto, que el propio Lawrence Washington se conmovió apenas hubo sentado pie en el muelle. Pronto averiguó que en ese puerto cundían las enfermedades venéreas a causa de la vida disoluta que profesaban negros y blancos, ingleses y crio­llos. En Jamaica era muy corriente que los ingleses, a poco llegar, adoptaran las más bajas costumbres, empezando porque, si se trataba de administra­dores de fincas, en cada uno de los lugares administrados adquirían una negra o mulata a la que pronto hacían su favorita a despecho de los granje­ros, o aun de los maridos, o amantes. Muy famoso era por aquellas tierras un tal Tom Coldweather, administrador de cuarenta haciendas, que tenía en su haber unas treinta o cuarenta mancebas.

Lawrence, puritano por naturaleza, y más bien de parcas costumbres, supo que aquellos ingleses, que mostraban gran recato en las tierras de Vir­ginia, se daban al desenfreno más contumaz no bien ponían pie en las Antillas. Cuando uno de aquellos administradores de la Corona llegaba de visita a alguna finca, traía consigo a otros amigos disolutos para que le hicieran compañía en sus fechorías consistentes en lograr que el encargado de la plantación procurara las chicas más agraciadas de la hacienda. Des­pués de hacerlas bañar y acicalar los senos, las reunían en la casa y las hacían bailar al estilo contorneado y voluptuoso de su África natal. Los ingleses las contemplaban y, en medio de la algarabía, la música y el licor, las escogían a placer. Llegado el momento, tras desenfrenos y obscenidades y al son de ritmos putangueros, se las llevaban a las diferentes alcobas, mientras sus maridos y amantes rumiaban los odios ocasionados por los celos. Pero lo que más molestó a Lawrence, recapacitando ya sobre el terreno, fue el gra­do de amancebamiento que existía en aquellas tierras. Y lo vio claro: al no estimularse el matrimonio, porque, según los ingleses, se distraía a los capa­taces y encargados de la vigilancia de los negros, prosperaba aquel estado de irresponsabilidad. Estas costumbres estaban generalizadas tanto para ne­gros como para blancos y, por consiguiente, la prostitución era también cosa muy difundida. Repugnaba saber que, entre los negros y mulatos, los padres alquilaban a sus hijas y las señoras criollas a sus negras, hasta el punto de que quien aspirara a poseer alguna bella mulata, debía pedir con­sentimiento a su ama y pagar un precio. Hasta los pastores anglicanos an­daban corriendo detrás de las mujeres bellas que, con las limosnas recogi­das de los fieles, pagaban mejor que nadie.

Menos le impactó al temperamento de Lawrence que en las Antillas de dominio británico los esclavos estuviesen sometidos a punta de terror y escarnio. Los esclavos eran frecuentemente torturados y azotados. Supo que un tal Sloane, relatando sus viajes por Jamaica en 1708, narraba que el castigo que se daba a los esclavos por crímenes cometidos, o en caso de rebelión, consistía en clavarlos al suelo por medio de garfios en los cuatro miembros y luego ponerles fuego gradualmente desde los pies y las manos, quemándolos poco a poco hasta la cabeza, en medio de los dolores y gritos más aterradores. A otros los azotaban hasta ponerlos en carne viva y luego les echaban pimienta y sal en la piel, o cera derretida… En Inglaterra e Irlanda estaban mejor protegidas las bestias del campo que los esclavos en las Antillas británicas. La castración, el corte de las orejas o la nariz, como forma de castigo a los esclavos, estaba amparada por las cláusulas primera y segunda de la Ley sobre Esclavos de Jamaica y ésto, creyó Washington, era una forma muy efectiva de mantener la obediencia, por inhumana que fuese. Esto lo escandalizaba menos que el desenfreno sexual. Tampoco le impactó mucho que los clérigos mandaran, por los motivos más frívolos, a azotar y a torturar a sus esclavos, aunque sí le pareció altamente reprocha­ble que se entregaran al libertinaje, lo cual era prácticamente desconocido dentro de los círculos sociales de las colonias del norte de América.

–¡Y eso que no habéis visto cómo se trata a los esclavos negros en las colonias francesas! –le dijo alguien, intentando mejorar aquel drama hu­mano.

En efecto, un agudo observador de las sociedades, el barón de Humboldt, escribía que donde mejor trato se daba a los negros era en Nueva España; después, en los Estados del Sur de los, hoy, Estados Unidos; después, en las Islas Españolas; más abajo, en las posesiones británicas y, por último, en las Antillas francesas. Humboldt también observaba que la legislación españo­la era la más humana en materia de esclavitud hasta el punto de que un esclavo maltratado podía adquirir, por lo mismo, su manumisión y los jue­ces siempre se ponían del lado del oprimido. Razón tenía, pues, Washing­ton al haber narrado a su padre las diferencias culturales entre las colonias inglesas y los reinos españoles de ultramar.

Kingston era un puerto donde este contraste se apreciaba claramente; y no tanto porque las condiciones objetivas de los esclavos bajo el régimen español fueran superiores a la de sus homólogos bajo el régimen inglés, que lo eran, sino que el sentido de lo humano no era un bien totalmente desconocido en la América hispana; al contrario, abundaba. En los archi­vos del Tribunal de la Inquisición de Cartagena existe el proceso seguido por el Santo Oficio a un padre jesuita, don Luis de Frías, por un encendi­do sermón pronunciado en 1614 contra el maltrato a los negros. Al padre Frías se le había ido la mano y había afirmado algo que se consideró como un sacrilegio. Irritado, señalando con el dedo al Santo Cristo, dijo que «dar un bofetón a un negro es dárselo a una imagen viva de Dios y dárselo a un Cristo es a un pedazo de palo o de madera, imagen muerta que tan sólo significa lo que es». Este tipo de manifestaciones, en el fondo piadosas –aunque llenas de santa ira–, tenían que calar hondo en la conciencia de los negreros y de los dueños de esclavos, quienes con mucha frecuencia tenían que asistir a sermones como éstos; y no es descartable que las mis­mas leyes de Indias, que amparaban indígenas, o las actitudes sociales, que se compadecían de los esclavos, se vieran grandemente influenciadas por las enseñanzas de un catolicismo firmemente arraigado en la conciencia popular.

Cuando a las nueve de la mañana del lunes 13 apareció la primera vela por Punta Canoas como un punto casi irreconocible en la lejanía de un mar también plomizo, los catalejo.

Fondeados en Kingston, los trece navíos de Vernon permanecían ancla­dos, como tigres al acecho de la presa, a la espera de lo que dijera el coman­do de la Armada. La marinería, o buena parte de ella, iba y venía por el puerto, tropezándose con vendedores ambulantes, prostitutas, mercaderes y cambalachistas. En las cálidas noches aquellos ingleses se abalanzaban al muelle como lobos hambrientos de aventuras, riñas, juegos y juergas. Algu­nos dejaban la paga en los bares y casinos, cuando no en los prostíbulos. Los escándalos eran frecuentes y las medidas disciplinarias preocupantes, porque ellas también incidían negativamente en la moral de las tropas. Pero la indisciplina iba influyendo adversamente en el ánimo de Vernon, marino acostumbrado a la más férrea conducta y exigencia para sí y para sus hombres. Tanto, que había prohibido a su gente el beber puro aquel infernal ron que los enloquecía y que, según ellos, bebían para mantener la salud, sobre todo la del estómago, que se resentía de aquellas aguas tropica­les; era sabido que el agua les producía unas terribles diarreas, pero el ron, usado como remedio, también producía riñas y escándalos con mujeres de mala vida. Por ello, el Almirante había dispuesto que cada pinta de ron se mezclase con un cuarto de agua, «para evitar las pasiones brutales», según decía, y medio subsanar ambos problemas. La marinería comenzó a llamar tan peculiar mezcla la «Grog Vernon», y pronto todo el mundo en Jamaica conoció al Almirante más por ese nombre que por el de pila.

A principios del mes de octubre de 1740, ocho meses después de aquel célebre cumpleaños en que Lawrence descubriera sus planes a su padre, se entrevistaron en Kingston por primera vez el Almirante y el aprendiz de soldado. Y la entrevista no fue desilusionante. Al contrario, la admiración que el segundo profesaba sobre el primero fue creciendo paulatinamente hasta convertírsele en un verdadero héroe mitológico. Vernon lucía una casaca azul y peluca blanca, la cual se quitó después del saludo protocolario a causa del calor. Washington llegó a Kingston acompañado de varios pa­jes, como correspondía a su linaje, junto con un auxiliar de cámara, John Greene, quien no obstante merecer toda su confianza, era hombre locuaz y lengüisuelto, para despecho de su amo. Muchas veces lo había reprendido por tales libertades. El día que se entrevistó con Vernon acudió a la cita acompañado de éste y ambos se trasladaron al navío fondeado a corta dis­tancia del muelle.

–Qué mal huele este puerto –murmuró Lawrence al subir, lanzando un escupitajo por la borda.

–Apesta –contestó Greene.

(Texto de la imagen) Croquis explicativo del gran proyecto de Inglaterra para cortar los dominios españoles en América, 1740-1741. En el mes de julio de 1740, salía de los puertos en dirección a Jamaica la escuadra del Almirante Chaloner Ogle, con un elegido cuerpo de desembarco dirigido por el Gral. Cathcart. En aquella isla, se les unirían los efectivos del Almirante Vernon, que asumiría el mando absoluto de la expedición. Tiene entonces lugar la imponente empresa de atenazar los dominios de las Indias: el grueso se dirigía a Cartagena de Indias para abrir el camino del Perú, en tanto que, una escuadra ligera mandada por el Comodoro Anson, bordearía el dilatado litoral sudamericano para entrar en el Golfo de Panamá interrumpiendo la «Carrera del Sur» de la flota española.

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