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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (27 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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La situación, sin embargo, se deterioraba por momentos para los defen­sores. El improvisado hospital y enfermería comenzaba a rebasar sus posi­bilidades de atención. Eran muchos los heridos allí apiñados y las precarias medicinas de la época comenzaban a escasear. Hacían falta vendajes, torni­quetes, gasas, emplastes… y hasta ron para sedar a los heridos. Los buques de Lezo suministraban lo que podían; iban y venían a la ciudad llevando y trayendo vituallas, pertrechos y los heridos más graves; los suministros eran tasados por Don Blas de la mejor manera, siempre atendiendo que no se fuesen a desperdiciar. Los cadáveres insepultos comenzaban a heder. El mar arrojaba sus muertos a tierra ya hinchados y destrozados por el hierro y los elementos.

En uno de esos correos, el día 27, sobre las once de la mañana, llegaba el virrey Eslava quien, subiendo al Galicia, dijo a Lezo:

—Éste es el refugio de la Plaza, General. Sé que sois de la opinión que San Luis debe abandonarse y sus hombres evacuarse. Pero no; no debemos abandonarlo. La situación la veo difícil, pero debemos resistir y hacer la última defensa para ganar tiempo.

—Para resistir nos tiene el Rey, pues somos sus vasallos. Pero aquí no ganamos tiempo, Excelencia. Aquí lo perdemos.

—¿A qué os referís, General?

—Al hecho de que estamos solos y nadie va a venir en nuestra ayuda.

—Os equivocáis de nuevo. El almirante Torres ya debe estar en antece­dentes del ataque y pronto asomará por estos mares con todas su flota para dar cabal cuenta del enemigo.

—Aquí no vendrá Torres ni nadie que se le parezca, Señor Virrey. Vues­tro correo ha sido interceptado y hecho prisionero. Ni el almirante Torres ni las autoridades de La Habana saben nada. Estamos solos. Por lo tanto, el equivocado sois vos. —Dicho lo anterior, el Virrey quedó estupefacto; de una sola pieza. Los segundos de silencio transcurrieron como horas y un como soplo helado recorrió la humanidad del Virrey, Teniente General, Lazaga, Berrío y Eguiarreta, Señor de Eguillor y Comandante Supremo, Jefe Político y Administrativo del Virreinato de la Nueva Granada, Defen­sor de Cartagena de Indias, Don Sebastián de Eslava.

Los oficiales de Lezo, que asistían a la reunión, también sintieron el soplo helado, soplo militar y político que, como en los pasillos de los par­lamentos, va filtrándose por las puertas entreabiertas, las ventanas a medio cerrar, las rendijas de las crujientes maderas de las naves, para ir a dar a los muros del castillo de San Luis de Bocachica, recorrer los terraplenes y escarpas, transitar por túneles y depósitos, estremecer las guarniciones, he­lar a los soldados y despelucar al coronel-ingeniero Don Carlos Desnaux, castellano de la Plaza. Estaban solos. Y esa idea, después de hacer tránsito por las bocas de los oficiales y los soldados, de los marinos y pilotos, de las amas de casa, de los jefes de hogar, en fin, del pueblo de Cartagena, quedó fijada en la mente de los defensores y en la de los que en la retaguardia doblaban la rodilla para rogarle al Todopoderoso su piedad sobre Cartagena. Hasta aquel parroquiano de la Misa de marras había recriminado a su mu­jer, diciendo: «El Obispo tenía razón. Un castigo ha caído sobre nuestra ciudad.» Y desde ese momento los predicadores lanzaron anatemas contra los impenitentes y entonces empezaron las rogativas, las limosnas, las peni­tencias, las promesas, el entrar de rodillas desde los atrios hasta el altar y los flagelos públicos que algunas almas se hacían para salvar a la Ciudad. Las señoras se calzaron zapatos sin escote, se cambiaron aquellas faldas de es­cándalo y hasta manga larga se echaron; se cubrieron con velos y lloriquearon por las esquinas confesando públicamente sus desvíos. Muchas decidieron hacer votos perpetuos de respetar el baño diario poniéndose un camisón sobre las desnudas carnes, tal como lo aconsejaban los curas; otras prome­tieron jamás dejarse levantar el camisón por sus maridos y sólo copular por el ojete ribeteado de seda que se abría en los camisones a la altura del pubis, obedeciendo el consejo eclesial del sexo como imperativo reproductivo.

Las dos casas conocidas de lenocinio que había en la Plaza se cerraron y en sus puertas se colgó un letrero que decía: «Volveremos a atender cuando pase la guerra y se vayan los ingleses». Algún descomedido patrón, empero, había mandado a hacer una pintada en sus paredes que, a manera de burla, o preocupación, preguntaba: «¿Y si se quedan?». Nadie respondió esa pre­gunta, pero toda lujuria fue suspendida y desde aquel momento, hasta ter­minada la guerra, tampoco nadie consintió en aparearse, como una forma de agradar a Dios y expiar los pecados. Ese día, lunes 27, se detuvo el fuego, se silenciaron los morteros, se acallaron los cañones. Estas cosas extraordi­narias solían ocurrir en lunes, cualquier lunes, porque Cartagena era así, una ciudad mágica y sorprendente.

Desde que Lezo dijo aquellas palabras había caído un extraño silencio, como si el combate hubiese, de repente, cesado. Las golondrinas del verano hicieron un amplio círculo sobre las naves de guerra y desaparecieron con sus últimos chillidos en el horizonte; algunos soldados juraron que las ha­bían visto cagar en el aire antes de alejarse y atribuyeron aquel fenómeno a los reflejos del Virrey. Luego se hizo más notorio el sonido del mar y el soplo del viento, como si fuera el mismo silencio el que estuviera hablando.

—¡Mierda!, el Virrey se debe estar cagando con la noticia —un soldado costeño murmuró, mientras los marinos levantaban los ojos hacia arriba como buscando nuevas señales; los soldados se miraban y no atinaban a entender. Nadie entendía, hasta que alguien más dijo:

—Es el silencio de Dios —porque algo así parecía. Eslava se quedó a comer, y entre Lezo y él no se intercambió palabra alguna. Tampoco los oficiales con ellos ni entre sí. Partían el pan, tomaban el vino y comían las magras raciones compuestas, generalmente, de carne de buey, pescado seco, arroz y galletas, en el comedor de a bordo como si estuviesen asistiendo a un entierro; el entierro de la esperanza. Uno de ellos atinó a decir: «Cuando la noche es más negra, la lucecilla de la esperanza brilla más», pero nadie hizo caso ni comentario, y aquello pareció como salido de tono. Eslava se marchó a las cuatro de la tarde y Lezo anotó en su diario: «Comió aquí y se volvió a las cuatro sin decir más, ni disponer otra cosa; su cauteloso silencio me ha dejado siempre en la mayor perplejidad, sin saber a qué atribuirlo». Escrito esto, cogió el espolvoreador y secó la tinta del papel.

Torres los había abandonado y ésta fue otra idea que quedó en la mente de los comensales y de todos los que tuvieron conocimiento del hecho. Se dice que hasta los relojes detuvieron su marcha como sincronizando la cuenta regresiva que para el primer portal de defensa había apenas comenzado. Alderete comprobó, en efecto, que su reloj de bolsillo se había detenido también porque una bala, quizás de rebote, se lo había inutilizado. Sólo se supo que las horas avanzaban cuando vieron a Lezo coger la espabiladera para avivar la llama de los mecheros que ardían mortecinos en su cama­rote…

Capítulo XII

Se rompe el cerrojo

¡Oh Redentor!, acoge el canto de los que unidos te alaban… Escucha, Juez de los muertos, única esperanza de los mortales, la oración de los que llevan el don que promete la paz…

(Oración del Misal Tridentino)

D
on Sebastián de Eslava estuvo hasta el día siguiente sumido en un mutismo mayor que el acostumbrado. Su cara estaba cenicienta y acongojada. Se le escapaba de las manos la tan esperada victoria sobre el inglés. El martes, 28 de marzo, se reanudó el fuego y fue de tal magnitud, que Desnaux consigna en su Diario que Vernon «destinando para esta em­presa trece navíos de guerra, los mejores que tenía, y el día de Pascua a la una de la tarde, vinieron a felicitarnos los que con la batería de tierra y todos los mor­teros, en un fuego tan cruel, que no es posible imaginarlo». Este mismo día un soldado irlandés desertó de las filas inglesas y se acercó al castillo de San Luis; fue inmediatamente llevado a Don Blas, quien procedió a interrogar­lo con un improvisado intérprete:

—¿Por qué habéis desertado?

—Porque soy católico —respondió el soldado—, y éstos son herejes ingleses que nos fuerzan a pelear por una causa que no es nuestra. Noso­tros, Señor, entendemos que la herejía inglesa libra una enconada batalla contra el catolicismo español desde hace siglos y uno de los dos dominará, finalmente, el mundo. No seré yo quien se preste a que ellos lo dominen, Señor —concluyó con firmeza el soldado.

—Así es —dijo Don Blas—, llevándose la mano al chaleco para acari­ciar su crucifijo—. Ésta es una guerra entre Dios y el demonio. Por lo pronto va ganando el demonio. —Y se quedó unos segundos pensativo, después de los cuales preguntó—: ¿Qué hace el enemigo en estos momen­tos?

—Construye una batería de veinte cañones de calibre 24 y otra de mor­teros a dos tiros de fusil del Castillo, pero dentro del bosque. Siguen des­embarcando tropa. Hay seiscientos hombres para la formación de las bate­rías de cañones y morteros. El general Cathcart ya ha desembarcado.

Para tener una idea de lo que significaba un cañón calibre 24, bástenos decir que medía algo más de 3,50 metros de largo y pesaba más de 3.000 kilos. Lezo sabía, pues, lo que se avecinaba sobre las defensas.

—¿Qué se dice de nuestro fuego? —preguntó impaciente.

—Que ha sido mortífero, por lo que se está esperando más tropa y ví­veres.

—Llamad a Don Pedro de Elizagarate para que conduzca a este desertor a Cartagena, adonde el Virrey, y que le den cincuenta pesos por su infor­mación —ordenó Don Blas. Y cuando llegó el requerido Don Pedro, le dijo—: Informad al Virrey sobre este particular, a ver si cae en la cuenta de mandarnos refuerzos…

El inventario que se hizo al día siguiente, miércoles 29, sobre las provi­siones existentes arrojó datos perturbadores; sólo quedaban dieciséis barricas de carne y tocino para los cuatro navíos, el Castillo y las baterías, con lo cual, Lezo calculó, quedaban provisiones para veinte días de resistencia. La pólvora y proyectiles también estaban bajos; tanto que el Virrey envió balas desde la ciudad, pues ya de los navíos no se podían sacar más para abastecer el Fuerte. Los bombardeos habían desmantelado doce cañones de calibre 24 y trece de 18, los cuales tuvieron que ser remplazados. También llegaron con el capitán Pedrol sesenta hombres para aumentar la guarnición del San Luis, una suma evidentemente inferior a la necesitada; pero también las malas noticias.

El enemigo estaba desembarcando al otro lado del canal y amenazaba tomar las baterías de Varadero y Punta Abanicos que protegían el fuerte de San José que, con el de San Luis, era parte esencial de la defensa de la Boca. El fuerte de San José estaba comandado por el capitán de batallones, Don Francisco Garay, y Punta Abanicos por el teniente de navío Don Joseph Polanco, ambos competentes y valerosos comandantes. Don Blas despachó inmediatamente dos botes con soldados de infantería y de mar para soste­ner aquel sitio que, con el Alférez de Navío, Don Jerónimo Loyzaga, pusie­ron a los invasores en retirada; pero ya habían causado serios destrozos a ambas baterías. En ellas perecieron el propio Loyzaga, cinco soldados, cin­co marineros y tres negros. Don Joseph Campuzano, un oficial, había sido capturado por el enemigo. Era evidente que tales baterías estaban sin sufi­cientes soldados que las defendieran, pues con sólo trescientos hombres, los ingleses habían logrado incendiarlas en una operación «comando» lle­vada a cabo con habilidad y arrojo. No obstante, el enemigo había encajado treinta hombres muertos y un oficial que los comandaba. El fuerte de San José quedaba, así, sin protección alguna y en eso le comenzó a hacer com­pañía al San Luis. El enemigo estaba empleando una táctica de desman­telamiento progresivo, pelando la cáscara, si se quiere, para luego comerse el plátano.

Pero si los ingleses formaban operaciones «comando», los españoles no se quedaban atrás; en una maniobra relámpago, ejecutada el 30 de marzo, Don Miguel Pedrol había emboscado a los norteamericanos al otro lado, hacia San Felipe y Santiago, poniéndolos en fuga. Inmediatamente Don Blas de Lezo ordenó se ocuparan esas baterías y se desclavaran los cañones. El capitán Agresote fue el encargado de cubrir los flancos con su infantería de marina mientras se llevaba a cabo esta operación. Los enemigos no tu­vieron oportuna cobertura de la Armada, por lo que pudo salvarse buena parte de la artillería allí abandonada en el rápido repliegue del Capitán de Batallones de Marina, Don Lorenzo de Alderete.

Llevábanse a cabo tales operaciones, cuando el virrey Eslava hizo su apa­rición en La Galicia. Lezo aprovechó la circunstancia para indicarle al Vi­rrey que el éxito de la carga de Pedrol podría estar indicando que el enemi­go no había podido todavía consolidar sus posiciones y que éstas parecían no estar bien defendidas. Lo instó, una vez más, a montar una ofensiva de mayor envergadura para desalojarlo de las cercanías del San Luis y aprove­char el monte para que la Armada no pudiese apoyarlos en debida forma y, de paso, demoler las obras que estaban haciendo para lanzar un posterior ataque contra el Castillo. El desertor lo había informado y ya era cosa sabi­da y reconocida de todos lo que tenían entre manos. El intercambio no tuvo ninguna acogida y sí, en cambio, la consabida aspereza. Lezo volvió a registrar en su diario de a bordo: «No sé cómo conviene esta negación, cuando antes le hemos oído decir (al desertor) tratándose de estas materias, que si los enemigos formasen batería haría que se los echase encima; por eso tendrá esto el paradero que se debe esperar».

Ese Jueves Santo hubo gran procesión de Semana Santa en Cartagena. Lezo escapó a la Plaza para asistir a la Misa solemne que se oficiaba, con presencia de los altos cargos militares y civiles. La ceremonia del mandatum recordaba el gesto de humilde caridad con el que Jesús había subrayado el nuevo mandamiento del amor fraterno que en aquellas costas estaba ausen­te. Don Blas asistió con su mujer a la ceremonia, luciendo sus mejores galas. El Virrey permanecía ensimismado y como ausente, quizás pensando en las grandes responsabilidades que estaban a su cargo y en cómo aquella batalla por el Imperio se complicaba cada día más. Su ánimo estaba por el suelo por la noticia del abandono del almirante Torres y la incontenible arremetida de los ingleses.

Ya en la mañana, doce sacerdotes, siete diáconos y siete subdiáconos, se habían dirigido procesionalmente a la sacristía de la Catedral y de ella ha­bían extraído el óleo para el santo crisma en una gran ampolla cubierta de velo blanco y el óleo de los catecúmenos en otra ampolla, llevadas ambas por un diácono. Un subdiácono llevaba el bálsamo, una especie de un­güento perfumado, que serviría para la confección del santo crisma. En la procesión, todos en coro cantaron:

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