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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (28 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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—¡Oh redentor!, acoge el canto de los que unidos te alaban… Escucha, Juez de los muertos, única esperanza de los mortales, la oración de los que llevan el don que promete la paz…

Luego el obispo, Don Diego Martínez, y tras él los doce sacerdotes, soplaron tres veces en forma de cruz sobre la ampolla del óleo y dijeron:

—Te exorcizo, criatura del óleo, por Dios Padre omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto en ellos hay, que toda la fuerza del adversario, todo el ejército del diablo y todo ataque y toda ilusión de Sata­nás sea desarraigado y huya de ti…

La imagen de esta escena, proyectada en la mente de Don Blas, le evo­caba las fuerzas imperiales británicas que, diabólicas, se estrellaban contra las crujientes fortificaciones de Cartagena. El óleo de los enfermos, materia del sacramento de la extremaunción, fue bendecido, y poco sabría Don Blas de Lezo, en aquellos solemnes momentos, que sería el mismo óleo que habría de emplearse en su propia agonía, meses más tarde…

Es difícil explorar la mente de Don Sebastián de Eslava y las razones que en ese momento lo movían a persistir en una política de defensa que se mostraba deficiente. El Virrey había quedado perfectamente inhabilitado para tomar decisiones de fondo, dada la trascendencia de la noticia sobre el almirante Torres. Parecía que su estado de ánimo se había venido al piso; que su voluntad se había quebrantado de tal modo que ya no atinaba qué hacer. Era algo verdaderamente lamentable, pero, como Blas de Lezo decía, «ni rajaba ni prestaba el hacha». Tal vez albergaba en lo recóndito de su mente la esperanza de que todavía alguien podría avisar a Torres de las vicisitudes de la Plaza. Ese día 31, el Virrey escribe a Don Julián de la Cuadra, marqués de Villarias, lo que ya no podía ocultarse sobre los verda­deros planes del enemigo. Dice Eslava: «Yo estoy persuadido de que el empe­ño es forzar el Puerto batiendo antes a Bocachica, y esto último lo podrían lograr si se arriesgan a perder algunos de los navíos de los que atacaren…». Y luego reconoce las fallas en la defensa: «…Pues la muralla es endeble y el parapeto no tiene el espesor correspondiente, pero después les queda la entrada del canal en que está la cadena, defendida de los cuatro navíos que manda Don Blas de Lezo». Entonces, el Virrey estaba persuadido de que el fuerte se forzaría y el enemigo abriría el cerrojo de la bahía. No obstante, nada hacía por impedirlo. En la misma carta el Virrey pretende una clarividencia: «También podrán los enemigos pensar en poner batería en tierra si toman a Bocachica para apartar nuestros navíos y entrar francamente dentro del Puer­to… pero como la defensa principal consiste en guardar el Puerto, se ha de hacer todo el esfuerzo posible para sostenerlo, porque de lo contrario lograrán los enemigos encerrarnos dentro de la ciudad…». Es decir, falsear la verdad, pues, que ya habían puesto batería en tierra con todos sus pertrechos, era cosa sabida desde el 22 de marzo, toda vez que Agresote se lo había informado a Lezo y Lezo al Virrey; como Lezo constata en su diario el 25 de marzo: «Los enemigos continúan en batir con doce morteros por tierra…»; el Virrey estaba, entonces, en plenos antecedentes de lo que estaba ocurriendo en Bocachica.

Una mirada a otra carta suya al Secretario de Marina, Don José Quinta­na, fechada a 9 de mayo de 1741, nos puede dar la dimensión de su despiste, o el tamaño de sus intenciones contra el General. Dice en ella Eslava, refi­riéndose a estos precisos acontecimientos:

…Paso a poner en su noticia cómo, no siendo suficiente todo el armamento del almirante Vernon para rendir el castillo de Bocachica, desembarcó la mayor parte de su tropa en aquel terreno, donde construye una batería de dieciséis cañones que por la espesura del monte no se pudo descubrir hasta el día 1 de abril.

¡Esta desinformación ocultaba claramente el conocimiento que desde el 22 de marzo se tenía del desembarco enemigo con su artillería!

Si se recuerda, el desertor también había informado de los planes ingle­ses el día 28 y desde días antes Lezo venía insistiendo al Virrey que el ene­migo había desembarcado y los estaban hostigando con morteros. ¿Qué pretendía el Virrey con esta desinformación y falta de coincidencia en las fechas? ¿Podría aseverarse que sólo el 1 de abril se había descubierto una batería en tierra? ¿Y cómo los eventuales investigadores de los hechos po­drían no preguntarse si también tardaron tanto en enterarse del desembar­co, o que el desembarco no tendría el propósito de traer artillería a tierra? Se necesitaría ser muy ingenuo. Pero había algo más: era evidente que Eslava ya por esas fechas estaba atrapado en sus propios y monumentales errores y era posible que se le abriera un juicio de responsabilidades, todo lo cual era preciso ocultar tras un velo de desinformaciones y aun de acusaciones con­tra su subalterno. Repárese también que el diario de Don Blas había sido escrito in situ, día a día, y reflejaba los cotidianos acontecimientos de la batalla; al contrario, la carta del Virrey al Secretario de Marina era una recordación de hechos pasados y carecía de la precisión de un diario pun­tual. Pero, aun así…, ¿qué pretendía el Virrey? No hay que esforzarse mu­cho para entender, ante todo, que pretendía exculparse de cualesquiera erro­res que fuesen atribuidos a su persona en la defensa de Cartagena; en segundo lugar, que Eslava, ya por entonces, aspiraba a que el triunfo sobre los ingle­ses le fuera totalmente concedido a él y a sus buenos oficios. Se comenzaba a configurar un cuadro de adversidades que influiría, hacia las postrimerías de su carrera, en la suerte final del heroico general de la Armada Española. Más importante aún, ¿constituía aquello la venganza del Virrey por los múltiples incidentes personales habidos con Lezo? Era posible.

Lo cierto es que el Virrey regresó a la nave de Lezo para continuar to­mándole el pulso a la guerra y pasó allí la noche del 30 de marzo; regresó muy temprano a Cartagena, hacia las seis de la mañana del 31. El fuego enemigo comenzó muy temprano, hacia las seis y media, y duró todo el día hasta las diez y media de la noche; ese mismo día se reparó que ya se había puesto en funcionamiento la nueva batería y que a partir de ese momento el San Luis comenzaría a recibir los fuegos de tierra, algo realmente temido por el General y sus hombres. Este Viernes de Pasión, el día de duelo más grande de la cristiandad, Lezo volvió a Cartagena a asistir a las ceremonias correspondientes a la Semana Mayor, y aprovechó para hacer su más gran­de rogativa por Cartagena de Indias, crucificada como Él. Hubo una so­lemne Tamborrada con procesión encabezada por la Cofradía de los Cruza­dos de la Fe, precedida por un grupo de graves tambores y bombos, que, en fúnebre cadencia, lánguidamente gemían a lo largo del itinerario que com­prendía los alrededores de la Catedral. A las tres de la tarde se hizo presente en la Catedral para escuchar el sermón de las siete palabras. Lo acompaña­ban Don Lorenzo de Alderete y Don Juan de Agresote, dos de sus mejores compañeros. Desnaux no pudo asistir, dadas las condiciones del castillo de San Luis: a la una de la tarde, el enemigo se había presentado a hacer un ataque general, «destinando trece navíos, los mejores y más grandes», según él mismo anotó en su diario.

La situación del Castillo se tornaba, pues, desesperada, ya que éste no resistiría los fuegos cruzados de tierra y mar, y cualquier brecha abierta implicaría el intento de una toma por las fuerzas de asalto. Por eso el Gene­ral dispuso dotar el San Luis de veinticuatro piezas de calibre 24 y 18, poderosos cañones que en España, los primeros, medían 3,54 metros de largo y pesaban 3.013 kilogramos; los segundos medían 3,60 metros, con un peso de 3.050 kilogramos; además procedió a desmantelar parte de la artillería que tenía a bordo de sus navíos, dejándolos, como él mismo dice, «con lo más preciso», aunque ésta era una verdadera largueza en su aprecia­ción, porque más adelante leemos en su diario que, si de la Plaza no se envían repuestos nos «quedaremos todos sin ninguno». No obstante estas penurias, Lezo se las arregla para enviar gente a construir una batería nueva, de cuya localización no estamos ciertos, pero que podría haber estado em­plazada en las inmediaciones del San Luis para darle cobertura en caso de un ataque frontal. Era la misma que el Virrey había desautorizado en el pasado.

Los ingleses, viendo el despliegue de gente, enviaron botes espías a la zona y Lezo se vio precisado a reforzarla con hombres y material de guerra para evitar su desmantelamiento nocturno. Las noticias seguían siendo tan desalentadoras como alarmantes. Un correo avisaba que el enemigo había penetrado profundamente hacia el estero de Pasacaballos para cortar los suministros de víveres que llegaban a la ciudad desde el Sinú y Tolú. Rápi­damente se embarcaron 120 hombres al mando de Pedro de Elizagarate para trabar combate con el invasor que se había atrevido a tanto. Los vigías de señales indicaron que el navío inglés fondeado enfrente de lo que que­daba de la batería de Santiago hacía señas de alargar sus velas de foque y contrafoque, lo cual fue interpretado como que se disponían a desembarcar más gente en La Boquilla, lo que ocurrió poco después. Lezo envió más hombres a reforzar la batería nueva. Pero esa misma noche del 1 de abril la batería nueva abrió fuego contra el invasor, algo que cogió de sorpresa a los ingleses, que respondieron el fuego sin saber exactamente de donde prove­nía y sin atinar a dar en el blanco.

Los días que transcurrieron fueron verdaderamente críticos; el día de Pascua de Resurrección, domingo 2 de abril, dos buques de setenta y ochenta cañones cada uno, apoyados con dieciséis cañones de tierra y doce morte­ros, abrieron fuego sobre el San Luis a las siete y cuarto de la mañana. Luego se fueron incorporando otros buques, como nos lo narra Desnaux en su Diario:

Los enemigos que experimentaban por todos medios tan vigorosa la resisten­cia, se determinaron a hacer un ataque general, destinando trece navíos, los mejores y más grandes; y a la una de la tarde del día de Pascua se presenta­ron al castillo al mismo tiempo que la batería con sus diez y seis cañones, y los morteros con granadas y bombas hacían por todas partes un terrible fuego a aquel breve recinto, hasta que entrada la noche se retiraron los navíos muy maltratados de los cuatro nuestros y del castillo, habiendo logra­do únicamente arrasar los parapetos del frente del ataque y desmontar la mejor artillería.

Lezo maniobró La Galicia y la atravesó de tal manera que comenzó a responder al pasaje del bosque de donde provenían los disparos de artille­ría. El duelo se prolongó hasta las seis de la tarde, habiendo La Galicia disparado 760 tiros que seriamente averiaron las baterías enemigas, preci­sándoles suspender la ofensiva desde la una hasta las tres y media de la tarde, hora en que se reanudó su castigo con el apoyo de otro navío que comenzó el fuego contra la batería nueva. Lezo se vio compelido a destacar trescientos hombres a reforzarla, en prevención de cualquier ataque terres­tre, con lo cual había quedado ya al límite del colapso militar en cuanto a refuerzos se refiere. No teniendo más tropas de refresco, ni guarniciones a su disposición, el General debió ver que no era más que cuestión de tiempo para que se rompiera la línea. Esa noche sintió la angustia de los derrota­dos, que, sin haberlo merecido, han sido abandonados a su suerte. Ya no quedaba más que rezar, y esa noche lo hizo en el silencio de su camarote llevando las cuentas del rosario con los dedos de las manos hasta que se quedó dormido en la silla, deseando, quizás, que no amaneciera.

Pero amaneció de nuevo y era preciso dar orden de que se retirara la gente de la batería para no soportar el castigo de la Armada. A las seis empezó de nuevo el fuego de cañón sobre el Castillo, pero esta vez el buque atravesado fue el San Felipe, que respondió el cañoneo con eficacia. Nicolás Carrillo, capitán de la Compañía del Regimiento de España, hizo su apari­ción subiendo a bordo de La Galicia. Venía de Cartagena a ver si había algún parte de guerra para el Virrey. Y lo había:

—Decidle al Señor Virrey que encuentro irregular de su parte haber per­mitido a los enemigos fabricar baterías sin haberle hecho oposición alguna —interpeló Lezo, visiblemente disgustado.

—El Señor Eslava halla dificultad en proveeros de las tropas necesarias para una ofensiva, porque él mismo está deteniendo el avance del enemigo por La Boquilla; allí han desembarcado seiscientos hombres que, aunque son muy bisoños, ponen en peligro a la ciudad. Parece que son de los regi­mientos coloniales norteamericanos. Además, mi General, aunque a esta hora quisiera proveeros de los hombres y el material necesarios, ya no habría tiempo de trasladarlos; las condiciones del terreno tampoco son favorables.

—Es muy extraño, pues el enemigo ha usado de las mismas dificultades para lograr lo que nosotros no hemos hecho, pese a que tenemos mejor conocimiento del terreno que ellos. De otra parte, no habría sido tarde su traslado si se hubiese realizado a tiempo, cuando yo lo advertí. Podéis de­cirle al Virrey que es mejor morir atacando con las armas en la mano que aguardar a morir, encerrados, a manos del enemigo.

—El Virrey no quiere que se consolide una avanzada inglesa terrestre en La Boquilla, mi General.

—¿Que no quiere qué…? Si es en esto en lo que yo he venido insistien­do, ¡y ahora él es el que no quiere! —En ese momento entró el coronel Desnaux, con el rostro bastante descompuesto:

—Mi General, la fortaleza está en muy mal estado. La cortina que da al mar caerá entre hoy y mañana; se hace imperativo hacer una salida para atacar al enemigo —dijo agitado.

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