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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (31 page)

BOOK: El día que España derrotó a Inglaterra
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—¡Viva! —gritaron a una los marinos, tirando las gorras a lo alto y entonando los aires marciales de la guerra—. ¡Muerte al hereje! —exclama­ban al son de los tambores que otrora hacían temblar a Europa, haciendo que huyeran despavoridos los rebeldes de Flandes.

Al otro lado de la bahía, en Bocachica, Vernon se reunía con sus solda­dos y oficiales en las ruinas de lo que un día había sido el poderoso castillo de San Luis; desde lo alto de sus humeantes escombros y parado sobre la bandera de guerra española, bajo el aire pestilente de los muertos, que todo lo contaminaba, se dirigió a los soldados, diciendo:

—¡Soldados de la Inglaterra invencible! Habéis coronado con éxito la empresa más difícil que hasta ahora se os había encomendado. Los colonos americanos han realizado una magnífica tarea de toma y conquista del fuerte que se erigía amenazante ante nosotros. Ahora os disponéis a conquistar la ciudad perla de las Antillas, la consentida de España, la niña de sus ojos. Heriréis el Imperio Español en su propio corazón. Pero esta tarea no será fácil. Requerirá los mejores hombres y los mayores esfuerzos. Inglaterra espera confiada que tanto sus hombres como sus colonos americanos en­treguen a su Rey el glorioso tesoro de ver humillada la arrogancia de estos salvajes, de ver sus banderas arrastradas por el lodo y su osadía abatida por nuestras armas. Soldados: la hora de Inglaterra ha llegado. Las tierras ame­ricanas son nuestras. ¡Arrojad al español de ellas!

—¡Arrojémoslo! —gritaron en coro y echaron salvas de victoria antici­pada. Tres descargas de artillería enmarcaron sus palabras. Washington se abrazó con Vernon y tanto el almirantazgo como el generalato británico se dieron la mano y brindaron con ron la próxima gran victoria que se aveci­naba.

Los carros de la guerra se estaban preparando para el gran choque. Vernon ordenó que la fragata Spencer corriera a Inglaterra a avisar que la caída de Cartagena era inminente, pues ya el principal obstáculo había sido con­quistado. No había tiempo que perder; Bocachica, con sus muertos, que­daría atrás mientras él avanzaría raudo hacia el interior de la bahía. Sólo dejaría un pequeño destacamento de soldados que se encargaría, tardía­mente, de quemarlos en una descomunal pira que, finalmente, no ardió lo suficiente. La fragata enviada por el Almirante llegaba a Inglaterra el 17 de mayo con las alentadoras noticias de pasadas y próximas victorias; el pue­blo británico rebozaba de alegría. Los vítores a Vernon no se hicieron espe­rar y su nombre se pronunciaba en todas las calles y hogares, en los bares de la ciudad y hasta en el Parlamento. Sus amigos políticos mandaron acuñar unas medallas y monedas conmemorativas de aquella gesta. En ellas apare­cía el Almirante recibiendo la espada de Blas de Lezo, quien, arrodillado, la entregaba a su conquistador. En el Museo Naval de Madrid se conservan treinta y ocho ejemplares distintos; también en el Museo Nacional de Co­lombia; tienen una leyenda que dice: «La arrogancia española humillada por el almirante Vernon». En el reverso se ve la Armada inglesa fondeada en el puerto de Cartagena, con otra leyenda que reza: «Los héroes británicos toma­ron Cartagena, abril 1, 1741». Los festejos en Londres, con fuegos artificia­les y borracheras públicas, duraron varios días. Estaban ebrios de victorias. Inglaterra prevalecería sobre España; el Rey sobre el Papa; la materia sobre el espíritu.

Del 6 al 11 de abril el enemigo se lamió las heridas y se reorganizó para llevar a cabo el asalto final. Pero no enterró los muertos, que ya hedían y contaminaban el ambiente, las aguas y los alimentos. No había tiempo ni fuerzas para ello. Un espía informó de esto al general Lezo quien, pensati­vo, meditó sobre el hecho. «Quizás —pensó— la peste que caiga sobre ellos nos ayude. Dios Todopoderoso, apiádate de nosotros.»

En los días precedentes al 11 se tapiaron las puertas de entrada a la ciudad, se pusieron sacos de tierra, y se comenzó a hacer un foso alrededor del castillo de San Felipe para que, puestas las escaleras de asalto, no alcan­zaran el borde superior de la muralla. También se empezaron a hacer con tierra apisonada y sacos de arena los parapetos y merlones del baluarte de Santa Isabel, y no fueron pocos los merlones que se echaron abajo para ser sustituidos con los costales repletos de tierra. Las balas del cañón enemigo encajaban mejor en el mullido elemento.

Vernon convocó un consejo de guerra para decidir sobre el curso de acción. Volcado sobre los planos de Cartagena indicó a sus oficiales los próximos rumbos. Los ingleses habían sido detenidos en La Boquilla y a estas alturas las dificultades del terreno y el fuego español habían impedido su marcha hacia La Popa. El Virrey resistía allí con solvencia, según habían sido los consejos originales de Lezo en el sentido de no permitir dejar con­solidar allí una cabeza de playa. El Virrey, finalmente, había entendido la importancia de una recomendación que había sido desatendida en Bocachica y acatada, finalmente, en La Boquilla, con buenos resultados. Por lo pron­to, la Plaza no peligraba por ese lado. Pero Vernon hacía planes de reforzar su desembarco en La Boquilla y lanzar, penetrando la bahía, otro desem­barco en Manzanillo, asediar su fuerte, y avanzar hacia La Popa, indepen­dientemente de que sus fuerzas de La Boquilla lograran o no enlazar de norte a sur con las suyas que se aprestaban a lanzarse sobre Cartagena en la operación descrita.

Por lo pronto, trasladaba su cuartel general a Punta Perico, en la misma isla Cárex, o Tierra Bomba. Esta punta era ideal porque desde allí se podía divisar, a tres kilómetros de distancia, el castillo de Cruz Grande y el fuerte Manzanillo, que flanqueaban la entrada a la bahía interior de Cartagena. Era el sitio ideal para hacer observaciones sobre el terreno en que se desa­rrollarían las operaciones navales y militares.

El 10 de abril Don Sebastián de Eslava convocó un consejo de guerra en el que se discutió la posibilidad de echar a pique los navíos El Dragón y El Conquistador para mejorar la línea defensiva. A ese consejo asistieron Don Carlos Desnaux, Félix Celdrán, Pedro de Elizagarate y el propio Don Blas de Lezo, quien se opuso rotundamente a la idea. En cambio, los mencionados oficiales estuvieron de acuerdo en hacerlo, pues, según se dijo, estos navíos no podrían resistir el fuego enemigo y cumplirían un mejor papel en el fondo del mar, impidiendo el tránsito enemigo por la altura de sus mástiles.

—Los navíos deberán resistir hasta lo último, Excelencia, y luego po­drán ser echados a pique. El fuego de mis navíos tendrá que hacer el mayor daño posible a la flota enemiga antes de ser liquidados. Esta es la mayor locura que yo haya oído en mi vida.

—Pues no lo será tanta, ya que estos oficiales concuerdan conmigo en que debemos hacerlo prestos, sin esperar a que sean abatidos. —Y luego, dirigiéndose a Desnaux, ordenó—: Coronel, haced un reconocimiento del castillo de Cruz Grande y dependiendo de cómo juzguéis la situación de la defensa, se tomará la decisión de echar los navíos a pique —concluyó el Virrey.

La conclusión de la visita de Desnaux era que el Castillo no podría resis­tir dos días de asedio. El Virrey procedió a enviar comunicación escrita a su castellano para que «clavase la artillería, echase la pólvora en el aljibe y se retirase con su gente», abandonando el Castillo, según ha quedado constan­cia en el diario de guerra del General, quien también recibió la orden de echar a pique los navíos.

—Esta es la mayor locura que se va a hacer en la defensa de Cartagena, Vueced. Me parece asombroso que decidáis echar a pique los navíos sin disparar un solo cañón de los ciento veinticuatro de que dispongo en los buques. Además, he de insistir, el punto donde han de hundirse los navíos no es el más correcto, pues la medida sobre la profundidad del mar que nos dan los escandallos en ese sitio, es excesiva, y no habrá forma de impedir que el enemigo pase por encima de ellos. ¡Con esto abriréis el segundo cerrojo de la ciudad!

—Pues, locura o no, General, todos me dicen que es el único remedio que queda para evitar la entrada del inglés. Los buques no pueden hundirse más hacia afuera porque el enemigo lo impediría. Así, los cañones de la Escuadra deben trasladarse a la ciudad antes de ejecutar la orden. Y no hay más tiempo qué perder —concluyó el Virrey.

—Haré lo que ordenéis, Señor Virrey. Vos mismo sabéis que las balan­dras y el bergantín no han cumplido su cometido de taponar la garganta; por eso sabed que pienso que os habéis declarado como el mayor enemigo de la Marina española con vuestros actos, que no comparto. —El Virrey lo miró con furia y odio contenidos, porque sabía que aquella acusación podría convertirse en cabeza de proceso en un eventual juicio de responsabilida­des. Lezo, a su vez, hacía esta misma anotación en su Diario de Guerra.

Con gran pesadumbre, Don Blas de Lezo procedió a ordenar a Don Pedro de Elizagarate que la decisión había sido tomada y que procediese a notificar a los capitanes de los navíos. Elizagarate comentó:

—Teníais razón en vuestro diagnóstico; el Virrey está loco. Allí las aguas son muy profundas.

A las siete de la noche, sin que se hubiera disparado un tiro, o precisado su hundimiento, El Dragón y El Conquistador comenzaban a ser desmante­lados para ser arrojados al fondo del mar, en la garganta interior de la bahía. De los dos navíos se extrajeron unos 124 cañones que fueron trasladados a tierra, además de pólvora, municiones, pertrechos, víveres y otras vituallas. Pero baste detenernos un poco en este escenario para hacer resaltar lo ilógi­co del esquema: según Desnaux, el castillo de Cruz Grande no resistiría dos días de asedio y, por tanto, había que desmantelarlo e inutilizarlo; conse­cuentemente, los buques debían ser hundidos para evitar el paso del ene­migo. Salta a la vista que si los buques hundidos iban a hacer encallar al enemigo, deteniéndolo allí, ¿para qué desmantelar un castillo cuyos fuegos cruzados con el de Manzanillo harían gran daño a un enemigo inmoviliza­do y atascado, sin mucha posibilidad de maniobra, en medio de la boca? ¿Y por qué no cavar trincheras y foso alrededor del Castillo para mejor defen­derlo? ¿Acaso las líneas de abastecimiento no eran más cortas, dada la proxi­midad de la ciudad? Esta decisión combinada resulta paradójica. Ahora bien, ¿no hubiera sido más eficaz hacer resistencia con los navíos y los fuer­tes, lograr el mayor daño al enemigo y hundirlos justo cuando la resistencia se hiciese insostenible, logrando, simultáneamente, detener al enemigo entre dos fuegos, pero ya bastante averiado por los tres puntos de la defensa que presentarían una línea de 154 cañones? ¿Y, acaso, el hundimiento de los navíos ingleses, los que fueran, junto con los españoles, no lograrían el mismo efecto, pero con pérdidas para el enemigo? Esta había sido, sin que­rerlo, la mayor victoria del almirante Vernon en el sitio de Cartagena: la destrucción de lo que quedaba de la Armada española sin disparar un tiro. Pero nada de raro tenía que así fuera. Era lunes, los asombrosos lunes de la Ciudad Heroica.

El 11 de abril a las once de la mañana se acercaron dos botes ingleses navegando detrás de la fragata francesa, El León, que venía, tardíamente, a traer víveres para la escuadra del almirante Torres, habiendo podido eludir el cerco inglés. Los barcos ingleses pasaron por encima de los buques hun­didos sin ningún tropiezo, pues el agua, tal como había sido advertido por Lezo, era allí demasiado profunda; el General estaba en el fuerte de San Sebastián del Pastelillo, distante unos cuatro kilómetros de la boca de Cruz Grande, cuando los botes ingleses se acercaron temerariamente al Fuerte. Don Blas de Lezo, en persona, apuntó los cañones e hizo fuego sobre el enemigo, que se retiró inmediatamente. La fragata francesa fue también hundida en la línea de defensa marina para ver si se mejoraba el sistema. La fallida esperanza era que los buques de gran calado no pudieran pasar la línea, una vez que los navíos de guerra españoles estuviesen en el fondo del mar, quizás apilados uno encima del otro sobre las balandras y el bergantín. Lo curioso había sido que a esa hora el fuerte Manzanillo no hubiese dispa­rado ningún cañón y los botes hubiesen penetrado el interior de la bahía sin resistencia alguna. Lezo estaba indignado con el Virrey por la falta de control sobre los hombres que ahora manejaban la artillería de tierra y esta­ban bajo su jurisdicción de mando. Tanto, que, avanzando hacia el puesto de mando del Virrey, lo increpó diciendo:

—¡Os he entregado más de cuatrocientos hombres de mar para que el capi­tán de artillería los dirigiese en las baterías, y ni siquiera están en sus puestos para estos casos, Señor Virrey! ¡Estáis comprometiendo gravemente las de­fensas de Cartagena, Señor!

Este fue otro desencuentro fatal para su mutuo entendimiento en aquel teatro de operaciones. A esa hora otra embarcación inglesa, esta vez un navío de setenta cañones, se acercó y abrió fuego contra el castillo de Cruz Grande, que ya había sido evacuado. Cuando el enemigo vio que no res­pondía el fuego, se aprestó a desembarcar botes y lanchas para tomarlo. La bandera inglesa pronto ondeó en el Fuerte, con lo cual toda la Armada se fue acercando ominosamente, al son de músicas de guerra y batir de tambores, que comenzaron a causar un impacto psicológico adverso en la gente de la ciudad, particularmente en la del arrabal de Getsemaní. Lezo anotó en su diario:

…Lo que antes [los ingleses] no hicieron mientras reconocieron que había gente en él y se mantenían los navíos del Rey […]; y con justa razón me opuse a que se abandonase el Castillo y se echasen a pique los navíos, pero he reconocido que muchos meses a esta parte ha despreciado este caballero todo cuanto he dicho.

Al día siguiente Don Blas de Lezo recorría a caballo los parajes de la ensenada de Manzanillo y Albornoz e instruía a la tropa sobre la forma de proceder en caso de desembarco. En el tejar de Gabala dejó tres piquetes de soldados (150 hombres), uno en la quinta, uno en el desembarcadero, otro en el tejar de Gracia y otro más en las cercanías para cerrarle el paso al enemigo y proteger el fuerte en su exterior. Ese día, 12 de abril, se comple­taba el desmantelamiento de los navíos españoles y se aprestaban a echarlos a pique. Pero la Armada inglesa ya estaba demasiado cerca y no había quedado más remedio que incendiarlos, sin tiempo para hundirlos. Ambos quedaron barrenados y a medio incendiar. El Conquistador fue abordado por los ingleses, mientras un navío de setenta cañones con un pescante, virándolo, lo llevaba remolcado hacia el castillo de Cruz Grande, salvándo­lo así para el enemigo. El otro buque fue abrasado por las llamas y no cumplió su cometido de bloquear la boca bajo el agua. Una vez más, Lezo ganaba y Eslava perdía, pero Cartagena también perdía.

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