El dios de la lluvia llora sobre Méjico (2 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Sólo una cosa, y como tal susceptible de ser comprada o vendida.

—¿Hay en España todavía esclavos de esta clase?

—Hijo mío: esto nada tiene que ver con el Derecho Romano; pero te diré que en España no tenemos ya esclavos en el sentido clásico de la palabra, pues, según nuestro concepto, todo hombre es criatura de Dios y por El ha sido creada a su imagen. Bajo la dominación de los moros, se celebraban en Granada grandes mercados de esclavos y subrepticiamente se introdujo también esta costumbre entre los señores españoles, que se hacían traer esclavos del Africa. Ello no obstante, nuestra reina no abandonó a esas criaturas ignorantes y negras y preocupóse de la salvación de sus almas. Así, pues, nuestros criados no pueden en manera alguna equipararse a los esclavos romanos.

Dicho esto se inclinó sobre su tosca mesa de madera, repleta de papeles y libros. En las primeras filas estaban sentados los hijos de los Grandes, junto con sus preceptores, más atrás se amontonaban los restantes, y, aburridos, se importunaban los unos a los otros.

Levantóse el profesor y repitió de nuevo a los alumnos la Tesis: El castellano pareció entonces que disolvía el enfático latín. Seguidamente los alumnos se retiraron y oyéronse aún durante unos instantes sus charloteos mientras se alejaban. También el profesor se dispuso a marchar. Ante él iba el pequeño y pecoso Gaspar, primogénito del conde de Olivares. El muchacho estudiaba Leyes desde el otoño último. Iba acompañado de su preceptor, un cortesano seco como un huso y alto como un árbol. El hombre no paraba de sermonear:

—Ya veis, don Gaspar; no hay que ser remisos en escuchar la propia conciencia. Todas las noches, cuando meditáis acerca de los hechos del día, debéis señalar cada una de las faltas cometidas y escribir el resultado de esas confesiones. Si veis un mendigo, os debéis decir que un décimo de vuestros ingresos le pertenece moralmente; y también debéis pensar que el señor responde ante el Todopoderoso de la piedad de sus criados. Por todo eso, importante en extremo es la acertada elección de tina buena compañía. Buenos amigos son aquellos que os muevan a nobles y hermosos pensamientos, amigos que no tengan demasiada indulgencia con vuestras debilidades, que no os arrastren al abismo de acciones desordenadas…

—¡Me gustaría tanto jugar a la pelota! —dijo el muchacho volviendo hacia atrás su mirada. Sus ojos se encontraron entonces con el rostro valiente y despejado del condiscípulo que tras él marchaba y que en aquel momento tenía sus ojos fijos en el señor preceptor de Gaspar. El de Olivares paróse entonces, se quitó el casquete, adornado con una esmeralda gigantesca, e hizo con él un saludo cortés en amplia curva que llegaba hasta el suelo, como era costumbre hacerlo entre los estudiantes desde hacía algunos años.

—Tal vez, noble señor, nuestra compañía sería agradable para ambos…

Hernán Cortés en aquel momento se dio cuenta de un modo vago que daba sus primeros pasos en un mundo nuevo para él: un hablar refinado y escogido; ese saludo amplio y distinguido, la sonrisa…, todo eso le llenó de una satisfacción ilimitada. Le parecía tan maravilloso… Trató de imitar entonces al joven magnate, aproximóse a él y tomó la palabra:

—Gracias, señor, por vuestras cordiales palabras. Gustoso jugaría con vos a la pelota…, pero si se me permitiese una objeción… sé yo un juego más hermoso, algo que pudiera decirse mejor que un juego…

Los dos muchachos estaban juntos. El preceptor dio un paso atrás y midió con una mirada al recién llegado. Un modesto pequeño hidalgo, pensó. De momento no había nada que oponer.

—¿De quién eres hijo, amiguito?

—Mi padre es Martín Cortés, antiguo capitán; y yo me llamo Hernando Cortés.

—¿Y qué juego deseas tú recomendar que sea apropiado a la condición del joven señor conde y se acomode a las costumbres que para todos rigen igualmente aquí?

—¿Ha oído vuestra merced hablar del señor Lebrija, que ahí arriba enseña Filología?

—Sí, pero… ¿dónde está el juego…?

—Vuestra merced pudiera creerme. Ese hombre hace grandes cosas. Yo ya he ido dos veces con él. Todos van allí con palas y azadas… por el camino que conduce a Mérida, detrás de aquellas cuestas… Ayer éramos más de quince. El nos señala unas piedras y nosotros comenzamos a cavar… y a poco va apareciendo un mundo maravilloso: un gran cementerio que es como una gran ciudad de muertos, llena de lápidas…, y quien tiene paciencia para ello, al leer sus inscripciones puede enterarse de quién yace debajo. Cayo Lucio de tal o cual Legión… y de las virtudes que le fueron propias… Los muertos tenían en aquel entonces solamente virtudes… ¡Es maravilloso! Todos nosotros cavamos a porfía para encontrar algo en las profundidades de aquella tierra; todos ayudan, todos trabajan a la vez con sus palas.

"Recientemente apareció un acueducto por el que se enviaba el agua a la ciudad… Ayer precisamente, comenzamos a excavar un circo donde, según explicó el profesor Lebrija, flotaban buques y combatían entre ellos; los esclavos llevaban remos y arrojaban fuego y flechas.

—¿Viste tú todo eso, Hernando?

—Esto y más, pues el señor Lebrija ha sido muy bondadoso conmigo. Me permite observarle cuando se inclina y escarba la tierra con un largo y afilado cuchillo, hasta que se ve el mármol ofreciendo su blancura a la luz. Y se ven surgir aquellos hombres de la antigüedad con sus cortas espadas y sus largas lanzas… Lástima que a pesar de toda su grandeza fueran paganos, ignorantes de la fe de Cristo…, y, sin embargo, ver eso me hace entrar en deseos de ser yo también uno de esos grandes hombres a quienes se cincela una hermosa inscripción sobre la losa de su tumba.

—¿Recuerdas alguna de esas inscripciones?

—En una decía así:
Fiel como ningún otro te serví, ¡oh, señor!, pues tú fuiste grande como ningún otro
… Así decía, lo recuerdo bien. Yo mismo descubrí esta lápida y la leí, y cuando llamé al señor Lebrija y se la mostré, díjome que ese gran señor era, probablemente, el emperador Trajano.

—Temo, hijito, que no hagas muy buenas migas con la jurisprudencia. ¿Dónde has visto que uno que quiere ser Licenciado en Leyes se entretenga en remover la tierra con una azada…? Podría pasar un campesino y ver que el señor conde está escarbando por el lodo o los escombros. Además, ¿cómo es posible que Gaspar vaya por ahí con una azada al hombro?

—¿No puede Gaspar llevar una azada?

Esto le cogía de sorpresa, y le entristeció… Sin embargo, el otro le tiraba ya de la manga, y así ambos se pusieron en marcha hacia la ciudad de las ruinas.

3

Cubiertos de polvo hasta las rodillas, iban y venían entre los cascotes. Tras las piedras venía una capa de tierra blancuzca y desmoronadiza. Lebrija se inclinaba y sacaba con precaución, ora un esqueleto, ora una lápida, ora una antiquísima vasija. El sol estaba ya muy alto y con su ardor sumía a todos en un lánguido adormecimiento. Los muchachos, con una copa de madera, iban a beber el agua que habían llevado cargada sobre un asno. Y a la sombra de un solitario olivo, se echaban para dormir una siesta. El profesor miraba sonriendo a los nuevos adeptos, que se encontraban entusiasmados.

—Mirad, por allá, por aquel montón de piedras debió de estar erigida la tienda del procónsul. En amplio semicírculo frente a ella, se levantaría el campamento de sus legiones. Hoy aquí, otro día junto al Danubio, o a orillas del Eufrates… ¿Imagináis, jóvenes, cuán maravillosa era la vida en los tiempos en que Roma era señora de todo el mundo conocido?

—Y nosotros… ¿somos tan pequeños y tan débiles, señor?

—Nuestra madre, la reina Isabel, comenzó muy bien a ensanchar nuestro mundo; sin embargo, nuestras alas no han volado todavía por encima de los Pirineos. Aún estamos muy atrás, hijitos. Tal vez te sea a ti dado algún día, joven conde de Olivares, cuyo lugar está cerca del trono, tal vez te sea dado, repito, acelerar un día el paso que nos conduzca a los españoles hacia una segunda edad de oro…

—¿Y a mí, alto señor?

—Tu trabajo, Cortés, es tan pulcro y atinado que en pocos días has alcanzado a mis mejores discípulos. Y, sin embargo, para hablarte con franqueza, no debemos alimentarnos demasiado de ambiciones, si bien el hacer eso es una virtud genuinamente española… Tú, tú eres un sencillo hidalgo: puedes llegar muy bien a la cancillería de algún magnate o de un obispo; puedes aspirar a ser un buen preceptor y llegar a estar bien considerado como jurista; pero… dime, muchacho: ¿cuáles son tus inclinaciones?

—Cuando vos nos habláis, maestro, me arrebatáis a veces y me siento inundado del deseo de ir a Tierra Santa para sacrificarme por Cristo, o a la misteriosa Africa siguiendo a los portugueses. En mis oídos hacéis vibrar con fuerza arrebatadora las palabras de Julio César a sus soldados, que ayer mismo pudimos escuchar de vuestros propios labios. Y me pregunto una y otra vez: ¿cómo pudo a un mismo tiempo vencer y escribir tan hermoso libro?

—Cortés, hijo mío: no todo el mundo es un Julio César.

—¿Quién es, señor, a vuestro parecer, el más grande hombre de España?

—Difícil es contestarte. Si uno ha de reparar tan sólo en la paz de las almas, el más grande habría de ser el pacífico monje a quien ya no perturban los pensamientos terrenales. Mirando a los que viven en el mundo, mi elección podría tal vez inclinarse hacia los soldados y generales o hacia los sabios que escudriñan los arcanos del firmamento o a otros como ese sabio de Toscana que sabe descomponer el cuerpo humano, y también a otros que, cual nosotros ahora, descubren mundos olvidados y ocultos. Ahora bien, razonamientos aparte y contestando tan sólo a tu pregunta, según lo que me dicta el corazón, te diré que a mí el hombre más grande me parece Colón, el almirante, pues, salvo nuestra madre y reina Isabel, nadie creía en ese hombre cuando partió sostenido por la fe a descubrir nuevas tierras que no tienen fin.

—¡Oh, señor! Pienso a menudo cuántos mundos debe haber. Aquí mismo, a algunos palmos debajo de nosotros, yace el mundo de nuestros antepasados, los romanos. Si cavamos más profundamente, encontraremos cráneos más anchos que fueron de antepasados nuestros también, pero más remotos todavía. Eso aquí mismo; además, los buques españoles navegan hacia otros nuevos mundos para llevar la fe de Cristo a los que no la conocen. Nosotros fuimos a Granada y después pasamos el estrecho… ¿No habremos sido acaso nosotros, los castellanos, el pueblo elegido del Señor?

—El Todopoderoso elige a un pueblo y durante algún tiempo lo mima de luz y lo envuelve en púrpura, sembrando en él el germen de grandes hazañas… Después convierte toda su gloria en cenizas, como la llama se convierte en pabilo. Sopla un hálito divino, y como dice el himno:
Solvet saeclum in favilla

4

Al caer de la tarde, los vecinos de Medellín comenzaban a quejarse de la marcha del mundo. Bajo los torreones formaban sus corros los hombres y las mujeres. Allí se quejaban el uno de que el aceite está bajo de precio; se hablaba de si el dinero de plata está despreciado y si el paño ha alcanzado precios exorbitantes desde que llega al país desde el Nuevo Mundo un continuo chorro de oro y plata. Ante la casa de don Martín se ha formado también la acostumbrada tertulia; el hidalgo está hablando de Salamanca. El hijo alcanzó ya su grado: es bachiller. Seis yugadas de tierra se han disipado en menos de tres años para pagar los estudios del mozo. Hace ya varias semanas que se recibió el documento con sus correspondientes sellos. Al muchacho nada le queda ya por aprender en jurisprudencia. Gracias a la ayuda de Dios, se ha podido llegar al término; ahora ya no será preciso gastar más dineros en la pensión y estudios del hijo.

"Tiene madera de poeta", dijo el profesor de Derecho Romano cuando don Martín fue allá para llevarse al hijo. Los condiscípulos acompañaron a ambos hasta la misma puerta de la ciudad y al alejarse los despedían agitando las manos. El padre, al bajar por las calles en compañía de Hernando, iba dando vueltas en su magín a las palabras del profesor de Derecho. ¿Quién no ha estado, guitarra en mano, bajo algún balcón? Don Martín recordaba que en aquellas sus correrías invernales por Sicilia, había llegado incluso a componer algún madrigal que enviaba a la ventana de Catalina Pizarro por medio de algún mensajero improvisado…; pero eso no significaba nada. ¿Quién hubiera podido afirmar que él era un poeta? ¡Un poeta! Uno de esos individuos vagabundos y desmoralizadores que meten las narices por las casas grandes, donde se agarran como parásitos; personajes que andan siempre en trapicheos con mujeres, de esas… que llevan coloretes por la cara; personajes que andan por esos mundos llevando en la boca las rimas y en las entrañas… veneno. ¿Se habrá referido el señor profesor a esa clase de poetas?

Cuando Hernando volvió a su casa, hubo muchas cosas que contar y mostrar; la cadena, regalo del joven conde de Olivares, pasó de mano en mano; el libro que le había enviado su profesor Lebrija. Y, sin embargo, Hernando fue recibido en su ciudad como si fuera un ave extraviada. El muchacho se quitó el casquete de estudiante, se puso la boina y eligió una de las espadas del padre. Callado y solitario, se fue a pasear bajo los balcones con celosías. Iba pensando en los héroes de Plutarco, entre los cuales ni uno solo había que a los diecinueve años no hubiera ido mucho más allá y no hubiera alcanzado ya muchos más méritos que él, pobre estudiante de Salamanca, sin impulso alguno, acurrucado en su vieja ciudad. Sus antiguos camaradas abríanle los brazos y le estrechaban contra sus pechos, mas, en cuanto Hernando comenzaba a hablar, sus palabras resultaban extrañas, sonaban a un alejado mundo universitario. Su habla era escogida y fina y tenía siempre en los labios una contestación profunda y culta. Y los amigos acabaron por reírse de él, y se decían los unos a los otros, señalándole con el dedo: " ¡El señor conde se da grande importancia…! "

Las mujeres le miraban a hurtadillas cuando los domingos se reclinaba contra la columna en la iglesia de San Miguel; iba vestido de negro y era esbelto como un árbol joven. Detrás de él, en la capilla, veíase la imagen de un San Sebastián, con su cuerpo desnudo atravesado por las flechas. Y, tras los abanicos, más de unos ojos brillantes establecieron comparaciones y encontraron posibles parecidos entre los cuerpos de los dos jóvenes guerreros.

Las damas de entonces, en hurtados minutos, sacaban, casi exclusivamente, de los pozos sin fondo de las novelas de caballería el placer un tanto pecaminoso de la lectura. Por los dormitorios se escondían novelas, impresas en mal papel, introducidas de contrabando gracias a algún caballero; y en tales libros se hablaba de andanzas y peligros de algún enamorado… como el que había proporcionado el libro.

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