El dios de la lluvia llora sobre Méjico (6 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Caminaba Cortés entre los indios y buscaba. Entonces se destacó una sombra, una mujer seguramente de más de treinta años, una vieja para aquellos países; más allá surgió una muchacha medio niña aún. Cortés miró aquellos dos cuerpos desmedrados. El vecino no reparaba en enviar su criado cuando tenía necesidad de una mujer, a la cual pagaba con cuentas de vidrio. Las dos sombras, alargadas por el juego de luz, parecían haberse estirado perezosamente, como si no tuvieran principio ni fin. Miró Cortés alrededor; desde el borde del bosque un sendero conducía hasta un arroyo. El paseo a caballo, el vino y los deseos le habían enardecido y encendido; sudaba copiosamente; así que quitóse sus vestidos y, desnudo, penetró en el agua. Oyó un chapoteo cerca de él. Aparecieron unas muchachas indígenas que le miraron temerosas y escondiéronse después entre las malezas de la orilla para internarse en el bosque. Sólo una de ellas volvió la vista; vio él en la penumbra cómo brillaban sus pupilas. Aproximóse a la muchacha, tanto que él podía tocarla con sólo extender el brazo… Allí estaba la tibia línea de un cuerpo moreno y joven. Cuando la india vio junto a sí aquella figura blanca y jadeante, cubrióse el rostro con las manos; después extendió la mano y con la uña arañó suavemente la piel del hombre. ¿Era aquello blanco extraña vestidura o pintura? ¿Era posible que un dios extraño y misterioso hubiese lavado a aquel hombre hasta dejarle blanco?

Después de ese primer contacto, ella dejó ya de estar temerosa y allí mismo, junto al borde del lago, se abrazaron.

Olor de indios. ¿Era el aire, la tierra, la paja, lo que así olía? ¿Eran, acaso, los mismos trópicos que por la noche despedían un aroma tan pesado? Quedó echado en el suelo, tumbado de espaldas, solo otra vez. La muchacha se había marchado ya, como una sombra, como si se hubiera fundido con el bosque del cual parecía ser una parte integrante. ¿Quién sabría mañana, a la luz del sol, cuál de las muchachas había sido…? De pronto pareció sentir sobre sí el peso de la mirada del padre Bartolomé de Las Casas y en sus oídos parecían resonar aquellas sus palabras que le oyera pronunciar: "Si ves a una de esas muchachas a quien tu prójimo… " Durmióse arrullado por el gluglú de las aguas del lago, su cuerpo desnudo quedóse allí envuelto en sueños. De detrás de los árboles y matorrales surgieron algunas muchachas que allí habían estado escondidas espiándole. Se aproximaron con lentitud y tan suavemente que sus pies parecían no tocar el suelo. Inclináronse sobre él llenas de curiosidad y contemplaron largamente el cuerpo de aquel dios blanco.

10

El gobernador fue llamado a España. El primogénito del almirante, Diego Colón, había logrado por fin que se le reconociera por la Corona su rango de virrey. Ahora tenía establecida su Corte en La Española y allí hacía se agasajase como era debido a su pálida y enfermiza esposa, hermana menor del duque de Alba. Los dos se sentaban en un alto estrado que tenía mucho de trono y parecía estar agobiado por el peso de tantas ricas vestiduras y galas. Ante ellos hacía profundas reverencias e hincaba la rodilla en tierra el obeso Velázquez, dando gracias al virrey, conforme mandaba el ceremonial.

"El virrey despide benévolamente para la isla de Cuba a sus fieles servidores." Los iniciados sabían que el protector de Velázquez, que era el obispo de Burgos, quería poner freno al genovés desde Cuba. Ambos se vigilaban mutuamente las intenciones; pero eran españoles, y por eso, al menos externamente, se hacían reverencias y se rendían pleitesía.

Los espíritus inquietos, los de temple aventurero, partieron con Velázquez. Hernán Cortés logró ser nombrado secretario del nuevo gobernador. Vendió sus tierras; esas tierras donde florecían ya los campos y que ahora mostraban ya el fruto de cinco largos años de pesados trabajos y desvelos. Cuando se despidió, los indios le rodearon; las muchachas le ofrecieron guirnaldas de flores y le entonaron cánticos en su honor… ¿Le amarían acaso?

Cortés se preguntaba por qué había abandonado la pacífica y deleitosa Haití. Toda su fortuna era tan sólo un puñado de ducados; poco dinero, en verdad, una verdadera miseria en comparación con lo que él un día soñara allí en su tierra, en Medellín. Se veía hecho un pigmeo en lucha consigo mismo y con sus preocupaciones. Le devoraba la maldición de los jóvenes hidalgos. Se encontraba solo, sin esposa, en esas tierras de fuego. No bastaban para aplacar su sangre esas muchachas que temerosamente ponían junto al suyo durante media hora su cuerpo tibio y oscuro. Sentía el anhelo, como todos los demás, de mujeres españolas, blancas y con sangre azul en las venas. Y en sus oídos se despertaba un engañoso rumor de sedas y de terciopelos cuando por la noche el viento acariciaba en la oscuridad los gatos enamorados.

Los indígenas de Cuba eran también gentes embrutecidas, habituadas al yugo, y si a veces ese pueblo primitivo se arrojaba contra los españoles, lo hacían empujados por algunos indígenas que, huyendo de La Española, habían llegado hasta aquí. Mientras los nuevos colonos estuvieron juntos el padre Las Casas obligóles a comportarse con caridad. Mas pronto se dispersaron y surgieron los establecimientos, como los hongos surgen del suelo. Entonces hubo el consiguiente
repartimiento
de indios al estilo de como se hacía en La Española; lo que después sucedió no llegó nunca a saberlo el padre Las Casas. Llegaron muchachos con la cara demudada; viejos con botellas de aguardiente en la mano; otros cuyas carnes aparecían destrozadas por el látigo… y después muchachas con el cuerpo roído por el
morbus gallicus
. Violas el Padre, y día tras día se le oyó como murmuraba anatemas.

Ese canto lúgubre empujó al padre Las Casas de nuevo hacia el Viejo Mundo. Dios ama a los tenaces; eso lo sabía el Padre; y tal conocimiento fue su único equipaje. En Sevilla tuvo que ir de puerta en puerta. Todos, obispos y consejeros provinciales, todos le encontraban pesado y aburrido. Entonces se puso en camino para Flandes, país lejano y fabuloso casi, donde estaba ahora su señor, el rey Carlos. En su busca fue Las Casas. Durante el viaje tuvo que rozar tanto con príncipes como con mozos de cuadra; tuvo que echar juramentos en latín e injuriar en dicha lengua a los posaderos flamencos. Llegó por fin a Gante y tuvo que mendigar aquella preciosa audiencia que sólo cinco minutos podía durar.

Carlos contempló a aquel joven clérigo que, vestido con el hábito de Santo Domingo, se echaba a sus pies, como si fuera un loco a quien se le hubiera subido el Nuevo Mundo a la cabeza. Sin embargo, nada de servilismo había en la actitud del padre Bartolomé. Comenzó con el testamento de Isabel, en el cual había algunas disposiciones que se referían a los indios. Irguióse el Padre y quedó a igual altura en que estaba Carlos sentado en su trono; miróle entonces fijamente a los ojos y hablóle así: "Alteza: La sangre inocentemente derramada se aferra a la Corona, como si fuera herrumbre." Los ujieres hubieran querido echarle fuera; pero el Padre se había agarrado en espíritu a la púrpura del manto imperial y Carlos no daba la orden de que se le despidiera. "El alma de Vuestra Majestad corre peligro… allá arriba. Allende el Océano, los castellanos incendian, asesinan, desfogan su lascivia; y todo lo hacen en nombre de Vuestra Majestad. Alteza, los que allá son cazados como animales, repartidos, no son fuertes y robustos como los negros de la Costa de Oro…, no; los hombres de allí no cantan, cuando reciben su ración de comida, y si se les esclaviza, pronto mueren… "

Carlos hizo un signo con la mano:

"Espera. ¿Dices que en tu opinión los negros son más robustos…? "

Los secretarios flamencos conocían sobradamente a su señor. Cuando un pensamiento se le fijaba en la mente, se marcaba un pliegue transversal en su frente que era más bien estrecha; su labio inferior se hacía prominente resaltando su carnosidad. Y después reunía Consejo alrededor de su imperial YO.

Las Casas seguía allí indeciso. Durante algunos momentos le pareció que era arrastrado por un torbellino de fuerzas extrañas. Al parecer se había tomado aquí al pie de la letra la comparación del clérigo: "El débil insular no es como el fuerte negro… "

Se le ordenó esperar en la antecámara. Cuando se le volvió a llamar, vio ya reunidos en el salón del trono a los graves consejeros vestidos de negro. Carlos habló flamenco, pues le resultaba todavía dificultoso el hablar castellano. Sus palabras fueron traducidas al Padre por mediación de un intérprete.

"Padre, habéis iluminado mi mente. Por vuestras palabras hemos podido adivinar el motivo de la precaria situación en que se encuentran nuestros países allende el Océano. Hemos podido colegir que los indígenas de allí son hombres débiles, escasos de fuerza, incapaces de rendir buen trabajo en las plantaciones, trabajos que mejor realizarían los nativos de Africa. Os damos gracias por vuestras advertencias acerca de los deberes de la Corona y por haber iluminado nuestra mente de modo tan grato a Dios."

Las Casas salió medio loco de aquel palacio de Gante. ¿Había sido el Príncipe de las Tinieblas quien puso en sus labios aquella comparación fatal? El Padre fuese entonces a la iglesia de San Bayo y se arrojó sollozando ante el maravilloso retablo del altar. Aquella misma noche fueron ya comprados a centenares los privilegios del comercio de esclavos y sobre el papel se tomó ya buena nota de la
mercancía
que por el momento, en apacible tranquilidad, tomaba el sol en el continente negro y misterioso. Cortés estaba en representación del gobernador en el muelle de Cuba cuando llegó a la isla el primer buque cargado de esclavos. Pudo ver el mudo espanto de los indígenas de la isla, cuando contemplaban aquellos diablos negros, con el pelo ensortijado, que a latigazos eran conducidos a tierra y rociados todos después con agua bendita. El secretario del gobernador se encontraba allí con un pliego de papel en la mano vigilando cuidadosamente que fuese pagado por todos el impuesto de la quinta parte que debían percibir las autoridades.

Cortés fue haciéndose a la vida insular y era saludado respetuosamente como uno de los colonos fundadores. Su hacienda era de las mejor cuidadas, conocidos eran en toda la isla sus magníficos bueyes. Gustosos trabajaban los indios en sus plantaciones de azúcar, porque se les daba bien de comer y no se les prodigaban los latigazos. En sus horas libres ejercía las funciones de secretario del gobernador. Y como tal era activo en el servicio, amable y llano con todos. Cuando se encontraba solo, sus dientes castañeteaban de frío, producido por la fiebre de los trópicos; encontrábase como envejecido, perdido, descarriado en ese mundo absurdo y turbador de las Colonias; era como un eterno extranjero entre aquella turba de aventureros de oscuro pasado. Así llegó Cortés a la edad de treinta años, sin que hasta entonces tuviera que ver con él la Historia.

11

Las señoritas Xuárez llegaron de La Española para visitar Cuba y, con tal motivo, aquella noche el señor gobernador abrió las puertas de su palacio tropical, magnífico edificio de madera de estilo toledano.

Cortés acentuó su reverencia ante Catalina Xuárez, a quien conocía ya de antes. La muchacha había crecido; no era precisamente bella y estaba un poco pálida; pero era espléndida su cabellera, y tenía los movimientos llenos de gracia y armonía. Sus mejillas estaban demasiado pálidas…; pero sus ojos y su mirada parecieron a Cortés arrebatadores, después de tanto tiempo de ver sólo aquellas negras pupilas de sus esclavas de piel oscura y de cabellos negros. Aproximóse a ella y, al hacerlo, se dulcificó su humor habitualmente triste. En la escalera por un momento rozaron las faldas de Catalina con los calzones de él.

Por la noche se celebró el gran baile de gala… “¿Os acordáis todavía, doña Catalina? Por hermosa que fuera entonces aquella noche… son sin embargo aquí más hermosas todavía las orquídeas, más exuberantes…"

La baranda de la terraza estaba cubierta de lilas blancas que exhalaban un aroma dulce y enervante, eran lilas silvestres que crecían gigantescas en aquella tierra casi virgen todavía. Su turbador aroma empujaba a aquellos dos jóvenes el uno hacia el otro. Tuvieron que saltar por encima de aquel ovillo de ramas y de troncos para llegar al jardín, un jardín inmenso, pletórico de vegetación. Los zarcillos de las plantas trepadoras aprisionaban los bancos del jardín… El césped era como un suave terciopelo que el alba teñía de gris con las perlas del rocío. Como en un sueño, paseaban los dos jóvenes, mas, bien pronto, sólo él caminaba, pues en sus brazos, con todo su peso, sentía aquel cuerpo tibio y vibrante de deseo que él tanto codiciaba. En sus labios ardía la fiebre acumulada en aquellos años de soledad y de privación de todo trato con mujer blanca. Cortés la llevaba ahora en sus brazos, las estrechaba contra su pecho y sentía en su propio cuerpo las morbideces de ella. El pecho de la muchacha, tembloroso y jadeante, ponía tersa su camisa de magnífico lienzo de Holanda; su cabello pendía suelto, desplegando el encanto de su hermoso color rubio oscuro que lo hacía aparecer profundamente español pero con reflejos nórdicos. Su linda manecita, blanca y larga, acarició la negra barba. Sentíase la muchacha bañada en dulzura y se dejaba conducir sin resistencia por la fuerza indomable e invencible que la arrastraba hacia la condenación eterna…

Llegaba de lejos el redoble de los tambores; el madrigal debía haber terminado y las parejas se preparaban para un nuevo baile; pero Cortés y Catalina habían sido tragados por la noche, borrados por su negrura; sólo veían a la pareja los gusanos de luz que en las copas de los árboles eran como ojillos maliciosos… "Vendrás también mañana, Catalina…, sin ser vista, cuando yo te llame imitando el arrullo de la paloma torcaz…, sí, mañana y pasado mañana…, todos los días… Catalina, adorada mía… "

Catalina había escondido el rostro en aquella hierba suave, húmeda por sus lágrimas, que había servido de tálamo amoroso. Aquella muchacha de veinte años era ahora ya una mujer.

Cortés sacudió la tierra de sus vestidos y se dirigió a la Casa de Dios. Tras las puertas, se oían ladridos de perros y juramentos de soldados. Comedia de amor, vacía, como las que se representaban en la plaza de Medellín por cómicos chambones…

Al tercer día, los dos desaparecieron de nuevo en el bosque. Cuando apenas apuntaba el día surgieron de aquí y de allí criados y alguaciles… Eso era su perdición. Huyó a través del bosque cuyos senderos le eran por demás conocidos. Lejos, persiguiéndole, oía el ladrar de los perros; algunas balas pasaron silbando para incrustarse en los troncos y tronchar algunas ramas. Tras él había ansia de venganza y de muerte; y estaba desarmado, con su sencillo jubón tan sólo, su camisa desabrochada, y corriendo, guiado tan sólo por su instinto, en aquella mañana de angustia. Su pecho jadeaba. Abríase paso dificultosamente entre aquellas lianas que cien veces se le cerraban o le hacían tropezar. En sus labios llevaba el sabor de sangre. Se alejaba lo más de prisa que podía. Sus pulmones parecían trabajar como bombas hasta quedar vacíos y agotados. Y así llegó a los muros de la iglesia de San Jorge. Ensangrentado, herido por las espigas, arrojóse al suelo frente al altar de su patrón.

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