El dios de la lluvia llora sobre Méjico (38 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Cortés se aproximó a él, siempre sobre su caballo. Dos hombres y dos fuerzas se encontraron. El uno iba cubierto de pies a cabeza por su arnés, dejando solamente ver su rostro por la visera levantada; estaba erguido sobre su silla; su caballo estaba tembloroso por la proximidad de tanta gente extraña. El otro estaba de pie sobre el grueso tapiz de algodón, rodeado de un sueño de oro y piedras preciosas. Se aproximaron uno a otro; eran dos continentes desconocidos que se encontraban; el Oriente y el Occidente; las dos ramas de la humanidad que durante milenios estaban separadas por el misterio y lo desconocido. Avanzaron aquellos quinientos soldados vestidos de hierro. Caballeros del Espíritu Santo, que ahora se frotaban los ojos ante lo increíble que se alzaba ante su vista. Parecían estar viviendo un cuento fantástico… Frente a ellos estaba el descendiente del dios Tlaloc, que regía en todo el mundo por él conocido.

Como una desazonadora pantomima fue este encuentro. Cortés paró su caballo y, de un solo salto, bajó de él. Estaba ardoroso, pues la fiebre que le acometió en las marismas del Tabasco le clavaba de nuevo el aguijón y le abrasaba las venas. Vio como llegaba hacia él aquella figura maravillosa. Llevaba la corona de oro de príncipe sobre su frente dibujada de verde; caminaba apoyado sobre dos de sus vasallos, entre dos tapices de súbditos postrados. Cortés se descubrió, tomó el yelmo en su enguantada mano e hizo seña a Marina, que, con los ojos y el velo blanco sobre la cabeza, avanzó. En el borde del tapiz, se encontraron ambos En aquel segundo, los ojos de cada uno de ellos buscaron los del otro. Moctezuma tocóse la frente con la mano y seguidamente la bajó hasta el suelo. Cortés hizo una profunda reverencia y con el yelmo trazó una amplia curva hasta que las plumas barrieron el suelo. Estaban aún unos pasos separados. Moctezuma dejó de apoyarse en sus vasallos, miró fijamente a los ojos del español y dijo con una voz profunda y sonora:

—Recibe el saludo al pisar la tierra de mis padres.

Marina, con voz velada; transmitía las palabras.

—Pido a Dios que conceda una larga vida al infinitamente poderoso señor de este reino.

Moctezuma dirigió una mirada a sus cortesanos que seguían postrados y después tocó ligeramente el borde de la capa de Cortés.

Así estuvieron algún tiempo el uno frente al otro. Después pasó Cortés al lado izquierdo del augusto señor y le ofreció su presente. Era una cadena de cristal tallado con cordón de oro retorcido y de la que pendía una piedra perfumada, obra de arte veneciano. Con un paso se puso ante Moctezuma y le colgó el collar. Después abrió los brazos para abrazarle. En este momento Cacama y su hermano le retuvieron con suavidad los brazos y Marina,, a su indicación manifestó que ninguna mano humana podía tocar el Terrible Señor.

Caminaron algunos pasos uno junto al otro. Detrás de ellos se mezclaron los séquitos; juntos iban ahora los españoles hambrientos de oro y los cortesanos indios, que temblaban al contemplar los caballos. Ahora tocó el turno a Moctezuma. Le trajeron dos magníficas cadenas de coral en las que pendían diez hermosas figuras de oro; monstruos marinos, cangrejos y ranas, símbolos todos del dios de la lluvia Tlaloc. Moctezuma sonrió y colgó del cuello de Cortés una de las cadenas de coral y pareció gustarle el ruido que hizo al caer sobre la coraza de plata del guerrero. Estaban como rodeados de milagros. A su alrededor, las casas construidas con ladrillos blancos que el sol hacía resplandecer. A la sombra de las torres que parecían surgir de las aguas verdosas, llegaron al fin del dique y entraron por fin en las calles y plazas de la ciudad.. Sus miradas no encontraban otra con que cruzarse, pues todos los ojos estaban bajos de respeto; iban todos los indios con vestidos sencillos y los pies desnudos que contrastaban con los vestidos de ceremonia de los cortesanos; parecía un pueblo de penitentes postrado ante su emperador. Las calles estaban bien embaldosadas y orilladas de eucaliptos. De una plaza central se extendían anchas calles, como radios de una gran rueda, en todas direcciones. El augusto señor hizo una señal para que retiraran el imperial baldaquín con sus plumas verdes y sus adornos de oro. Tomó a Cortés de la mano y le llevó ante una colosal agrupación de edificios.

—Esta fue la casa de mis padres y ahora os servirá de alojamiento, Malinche.

Cortés entendió su nombre sin necesidad de intérprete; conforme a las leyes de Anahuac, su nombre quedaba sellado en la boca del Terrible Señor. Durante algún tiempo quedó mirando aquel edificio colosal. En vez de una puerta, veíase un pasadizo de entrada o pórtico con pilastras de pórfido y granito más altas que tres hombres. Por todas partes monstruos terribles, figuras crueles y sangrientas de dioses que, con sus cuencas vacías, parecían mirar cruelmente a los extranjeros que entraban. Después de ese pasadizo estaban ya sobre la lisa y brillante piedra.

—Esa es la casa de mis antepasados… —repitió Marina.

Estaban ya dentro. Detrás, jardines con numerosas veredas; en el centro, un pequeño canal y un surtidor con una pequeña
y
negra cabeza de chacal. En las salas, había infinidad de colchonetas de algodón, mantas y edredones y, alrededor, millares de vasijas. Las había negras y azul turquí. Unas representaban cabezas de animales, en otras rebosaba, el chocolate fresco y espumoso sobre las espaldas de un hombre agachado. Moctezuma, junto a Cortés, le conducía por corredores a su habitación particular. En realidad estaba ésta vacía. Había sólo dos asientos bajos con pequeño respaldo y una manta ricamente bordada en cuyo dibujo un artista había representado con plumas de quetzal una escena de sacrificio. En los rasgos fisonómicos de Moctezuma, siempre tan serio, pareció iniciarse una sonrisa. Se despidió; pero su despedida fue menos ceremoniosa y solemne que el saludo de bienvenida.

—Estate como en tu casa, Malinche. Volveré aún hoy. Quedó solo en aquel laberinto encantado. Todo lo que antes viera: el cortejo de caciques, pueblos y ciudades, guerras y momentos de desespero, todo se borraba ante lo de ahora. Con ojos insaciablemente curiosos, examinaba los misterios del palacio. En un rincón de su habitación alzábase, sobre un trípode, un gran jarrón color azul turquesa lleno de agua para lavarse; en el otro rincón había colocada una gran polaina con dibujos rojos con una tapadera enorme de piedra tallada. Una gran figura que había sobre ella indicaba sin lugar a dudas el destino de aquel recipiente. Todo estaba cubierto de estuco blanco como la espuma; en el suelo no había una sola mancha, ni una huella de pasos había dejado una sombra sobre las figuras de dioses formadas de piedras de colores. Estos dibujos del suelo continuaban en la pared, donde tomaban más fuerza y sus contornos se hacían más vigorosos, como si aquellas figuras hicieran un esfuerzo desesperado por trepar y libertarse de la piedra a la que estaban incrustadas. Por los muros continuaban esas figuras representativas del tiempo y desaparecían a la altura de las ventanas, donde en lugar de reja había un gigantesco caparazón de tortuga y una cabeza de leopardo; en el centro se dibujaba la figura de una mujer agachada con sus enormes piernas cruzadas bajo el cuerpo.

Los pajes trajeron una mesa y un asiento de campaña; prepararon tintero, plumas y armas, colocaron un crucifijo en la pared y una imagen de la Virgen, con dos lamparitas, sobre el lecho del general. Cortés había ya recorrido el palacio y designado los puntos de defensa, tomando las convenientes disposiciones. Los falconetes fueron apresuradamente emplazados detrás de improvisados parapetos, de forma que entre la pieza y la pared sólo quedaba un pequeño hueco. Sobre la muralla, los centinelas se paseaban. Los caballos fueron conducidos a un cobertizo; por todas partes reinaba actividad eficiente y guerrera. Los camaradas se buscaban unos a otros, cada uno trataba de convertir aquello en un alojamiento ventilado, bueno. Claváronse ganchos en las paredes para colgar sus petates. Pronto se reclamó la comida y al cocinero. El día de hoy había sido de maravillas y milagros y ahora sonaba la hora del hambre. Los estómagos reclamaban atención, y su llamada era de tono más alto que el rumor de la fiesta. Llamóse a los soldados al patio y allí comenzó la distribución de la comida. Los capitanes daban sus órdenes; el trompeta tocó la llamada a cenar. Los doce alabarderos de Cortés permanecieron con sus alabardas frente a la puerta de la habitación de su general.

Declinaba ya el día cuando volvieron los mensajeros para anunciar la inminente llegada del Terrible Señor. Oyóse el ruido especial de los grandes abanicos. Los portadores se inclinaron bajo el peso de la dorada silla de manos. Brillaban las filigranas, las piedras preciosas, las joyas, y de nuevo se reveló el rostro del Terrible Señor ante los españoles, que involuntariamente retrocedieron hasta el umbral. Los esclavos llevaban asientos bajos, incrustados de oro. Moctezuma inclinóse amable y sonriente ante Cortés, se repantigó en su litera y le hizo señal de que tomara asiento. Dijo algo a media voz y entonces todos abandonaron el salón, haciendo reverencias con paso servil. Cortés despidió también a los suyos; sólo quedaron tres con él. Marina parecía como una sombra con oscuros ojos, las mejillas coloreadas por la emoción, al contemplar aquel dios-hombre de sus mayores.

—Malinche: En el año de las Siete Mazorcas presentáronse casas flotantes en la lejana costa. Un año más tarde, aparecieron de nuevo hombres blancos, al otro lado de la lengua de tierra de Campoche. Eran tus avanzadas que iban explorando la costa y retrocedieron después. Luego viniste tú y te digo que me alegra tu llegada. Vi los dibujos de las batallas que sostuviste con los de Tlascala y también de la que libraste junto a las murallas de aquella ciudad. Cada dibujo, cada noticia, fue afirmándome en la idea de que erais los que debían venir según nuestra tradición. Debes saber, Malinche, que en nuestros Libros Sagrados nada se dice acerca de los hombres que aquí vivían antes de nosotros. Nosotros llegamos a estos países desde remotas regiones en un tiempo cuya antigüedad escapa, a la imaginación. Nuestros antepasados llegaron con un poderoso caudillo a la cabeza al que todos obedecían. Cuando se establecieron en este territorio, tomaron como compañeras de lecho alas mujeres de la gente que aquí vivía. Luego su jefe regresó a las tierras de donde procedían. Cuando volvió aquí por segunda vez, encontró miles de mujeres extranjeras y de niños que habían venido al mundo. Ya no quisieron regresara su patria, y se burlaron de él, que se presentaba en forma de una Serpiente Alada. Y no le quisieron reconocer como jefe suyo. "Los que viven en este tiempo presente y no se preocupan de las cosas del universo, habían olvidado a Quetzacoatl. Pero nosotros los iniciados, los ungidos, sabemos que su reino nunca ha caducado, que un día ha de volver y que de nuevo ha de tomar el cetro y asumir otra vez el poder. Decís vosotros que venís del Oriente. Del Oriente es de donde él nos condujo hasta estas tierras. Habláis vosotros de un poderoso señor a quien llamáis
Cal-los
. Nosotros en verdad no conocemos este nombre; pero me parece a mí que debe de ser el descendiente de Quetzacoatl. Dijiste a mis enviados que ese señor tenía ya noticias de nosotros desde hace mucho tiempo y que te había encomendado una misión cerca de mí. Tú no has retrocedido; los obstáculos no te han dado miedo. Creo, pues, que eres el enviado de Quetzacoatl y así te obedezco como a su lugarteniente.

Esas graves palabras llegaban a Cortés en fragmentos difíciles. El monarca puso su mano sobre la de Cortés, sonrió y esperó las palabras que había de transmitirle Marina. Y al hablar la muchacha, iba haciendo con la cabeza signos de aprobación. Lo que Cortés transmitía ahora era como un puente que debía tenderse entre dos mundos tan diferentes y distantes.

—Augusto señor: Difícil me resulta expresar con palabras mi reconocimiento por tu bondad y por la ayuda que me has prestado. Venimos efectivamente de Oriente y somos súbditos de un grande y poderoso emperador que se llama Don Carlos, que es monarca de otros muchos reyes y príncipes. Sabe él de Méjico y ha oído hablar de su rey Moctezuma y por eso me mandó a ti, augusto señor, para que te hiciera conocer la verdad de nuestra fe en el Hijo de Dios, Jesucristo, el único que puede salvar vuestras almas y las nuestras de los castigos eternos.

—De eso habremos de hablar mucho, Malinche. Cuando llegue la noche, retírate a descansar a la sombra de tu propio palacio. Hoy debéis hacerlo todos, pues ya sé que estáis cansados después

de tantas batallas y penalidades que han cubierto vuestro cuerpo de polvo, de sol y de cansancio. Ya sé que has recibido falsos informes de mí y de mi pueblo. Se vio que teníais hambre de oro y se os dijo seguidamente que yo había hecho edificar casas y palacios de oro, que me sentaba en un trono de oro puro, como una imagen divina, y que todos los objetos que yo tocaba eran de eso que nosotros llamamos inmundicia de los dioses. Ahora puedes empezar a ver cuál es la verdad. Cuando vengas a mi casa podrás ver que todo es allí de piedra tallada y no de oro…, y en cuanto a mí mismo… mira…

Abrió su capa bordada. Debajo de ella llevaba un vestido blanco con broches de oro; soltó esos cierres y separó las ropas. Malinche, tócame con el dedo para que te convenzas de que soy de carne y de sangre y que estoy por tanto sujeto a la ley de todos que es la muerte. Te han mentido en esto como en otras cosas. Mis padres me dejaron objetos de oro que he conservado, naturalmente, como todos conservan la herencia de sus mayores. Si es tu deseo, Malinche, pueden pertenecerte a ti. Ahora vuelvo a mi palacio y tú puedes descansar de tus penalidades. Levantóse. Las cortinas de la entrada se abrieron y los cortesanos entraron otra vez en la habitación, cargados por el peso de los presentes, que eran innumerables fardos de mantas de algodón, flores, telas y cestas. En una especie de caja había joyas de oro… Los españoles estaban en semicírculo. Moctezuma dijo a Marina:

—Ruega a tu señor que me muestre quién sirve inmediatamente a sus órdenes, que se me diga cuál es su nombre y cómo se llama el cargo que ostenta, tal como lo decís vosotros en vuestra lengua. Alvarado hizo una profunda reverencia ante el rey. Su esposa india había logrado contagiarle de su supersticiosa veneración. Ante sus ojos formaban imágenes de grandeza y de fuerza. Cortés, sonriendo, le presentó dando su nombre indio: —Tonatiuh, el hijo del sol.

Inclinóse Moctezuma.

—Te conozco ya por los dibujos; eres tal cual te representaban y conforme a tu nombre; un hijo del sol.

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