El dios de la lluvia llora sobre Méjico (42 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—¡Abrevie vuestra merced! Si no viene a las buenas, hágale amarrar… No podemos irnos sin él. Y si no cede…, ¡mil diablos…!, yo mismo acabaré con él.

Moctezuma volvióse en dirección de donde venía la voz. Vio cómo el iracundo hidalgo, con la cara contraída por la rabia, echaba mano a la espada y la brillante hoja salía de su negra vaina. Cortés fue a él para calmarle. Marina miraba al augusto señor, monarca de los de su raza; con él estaba el pasado y el porvenir y era como si de modo misterioso se uniera su pueblo con un mundo ya hundido. Ante sus ojos todo se cubrió de niebla. Conocía a Velázquez y sabía las intenciones sangrientas y crudas de la gente. Olvidó súbitamente sus obligaciones de intérprete; volvió a ser la muchacha india, cautelosa, envuelta en su capa de algodón, aquella muchacha que antes se arrojaba a los pies del amo y le besaba las sandalias.

—Augusto señor: te conjuro a que me creas. Los conozco. Cuando montan en cólera tu vida no tiene un momento de seguridad. Ellos no tienen nada que perder… Te conjuro, señor, que accedas a sus deseos y vengas con todo tu boato real al palacio de tus padres.

Moctezuma dirigió la vista por encima de todos aquellos hombres; en sus manos había armas y en sus ojos una indomable decisión. Cortés trataba de calmarlos. Marina se arrodilló ante él; de sus labios estaba pendiente la suerte de dos pueblos. Si de su boca salía la orden de lucha, sus soldados se precipitarían dentro de la habitación; pero él estaba desarmado, sin escudo y sucumbiría en los primeros momentos. Pero si accedía a lo que le exigían, le pertenecería el mañana…, y el tiempo era largo; el Terrible Señor tenía todavía fuerza y podía esperar hasta mañana. La llama de la vida era más seductora que la de la muerte. Hizo venir a dos de sus dignatarios y les comunicó que era su voluntad trasladar por algunos días su corte al cuartel de los blancos. Sus mujeres debían prepararse durante aquella tarde para trasladarse también a aquel palacio. En pocos minutos estuvo organizada la comitiva. Los españoles estaban repartidos a lo largo de las calles, preparados para alguna posible sorpresa. Cuando el pueblo divisó a su señor, en su litera, escoltado por los capitanes con sable desenvainado, se echaron todos al suelo y se oyeron sollozos, y después pudo escucharse un cántico quejumbroso, como si la muerte se cerniera en los aires. Pero también aquí y allá viéronse puños que se alzaban; algunos agarraban piedras y formaban grupos amenazadores. Alguien corrió con la mala noticia hacia la plaza del mercado y en pocos momentos se reunieron algunos miles de personas, no con la mirada baja por el respeto o la humillación, sino con un alarido en la garganta que llegaba hasta la medula.

Moctezuma se levantó de su asiento. Dijo algunas palabras a media voz que sus cortesanos cuidaron de repetir a todos los vientos.

—El augusto señor advierte a su pueblo que debe volver tranquilo a su casa. No se le ha hecho ningún daño. Va al cuartel de sus aliados para gozar de su hospitalidad.

Por un momento todos se callaron y el amenazador vocerío cesó. Todos hablaban entre sí vivamente y, aprovechando esos momentos de desorientación, los españoles llegaron al cuartel. Cortés hizo una seña con el sable y los centinelas abrieron las puertas de par en par. Los españoles, formados, rindieron honores; tocaron las trompetas la marcha de los reyes. Las banderas ondearon. Los capitanes ayudaron a descender al augusto señor de su litera con grandes reverencias y muestras de respeto e hicieron que pasara sobre los ricos tapices que se extendieron. Cortés daba órdenes, como: "Vigilad en la muralla", "Sacad los cañones", "Todo en orden de combate."

Eso para el exterior. En el interior todo como quisiera Moctezuma.

—Todos deben sacrificar su descanso, si así lo exige el séquito real. Tenemos el pájaro en la jaula…, hacedle el nido agradable. Con la cabeza descubierta, los ojos respetuosamente bajos, atendían a las órdenes, deseos y disposiciones del augusto señor. Quería poner a su servicio a su paje Orteguilla, que ya conocía el idioma del país. Quería además dar una guardia de corps al monarca, de la cual pudiera disponer el augusto señor a cualquier hora del día o de la noche a su voluntad. El mismo daba ejemplo. Cuando alrededor de la mesa de los capitanes reinaba ya el silencio y los soldados se habían retirado a descansar, atravesó Cortés todo el palacio, fue a las habitaciones reales y él, personalmente, envuelto en su capa, hizo su primera guardia ante la puerta de Moctezuma vigilando hasta el amanecer.

15

Terminadas sus devociones del mes de octubre, las viejas hicieron una última reverenda ante el Santísimo y, envueltas en sus negras mantillas de blondas, se alejaron; al caminar hacían sonar el empedrado de las calles de Medellín. El estío tocaba a su fin; al anochecer aparecía ya la niebla y por la mañana la luz del sol era pálida y mate. Sólo al mediodía calentaban sus rayos, como correspondía al veranillo de San Martín.

Doña Catalina llamó a la vecina para que la ayudara a tranquilizar a su esposo, que estaba refunfuñando. Los rayos del sol de la tarde caían sobre el pesado sillón en que estaba sentado don Martín, con sus piernas envueltas en paños. Después de haber saludado con un “Buenas tardes" comenzó a quejarse de nuevo.

—Ved, vecina. En la pierna derecha siento como si me dieran cuchilladas. Eso lo pesqué en las marismas de Calabria, donde hubimos de estar semanas enteras con las piernas en remojo. La izquierda me la rompí antes de la toma de Granada. Cuándo pude levantarme del lecho, Boabdil había ya huido por las montañas. Su mano se alargó hacia la botella de vino; pero doña Catalina la apartó suavemente.

—El vino te perjudica. No es bueno para la gota. ¿No es cierto, doña Teresa?

Así estaban sentados todos los días. Cada uno sabía ya lo que el otro había de decir. La vecina echaba un traguito de aquel vinillo y reía con risa de vieja.

—Sí, don Martín. Todos los que han sido soldados como vos; al llegar a esa edad solamente saben hablar de sus heridas; pero cuando eran jóvenes… No creáis que yo no he oído hablar de otra clase de aventuras…, pero cuando llegan a viejos todos parecen haber olvidado los pecados que están pagando… No os quejéis, don Martín. No pasáis ninguna privación, tenéis un tejado que os cobija. Doña Catalina no tiene por qué preocuparse de dónde sacará la carne que ha de echar al puchero… Por mandato del rey, su oficina del tesoro no se olvida de vos. Sí, ya sé lo que vais a decir. Ya sé cómo se han puesto los precios, debido al oro que llega del Nuevo Mundo, según se dice. Veo cómo los jóvenes se marchan allí; hacen falta manos… Todos, todos quisieran irse a aquellas tierras y convertirse en príncipes de la noche a la mañana. Malos tiempos. No se hace aprecio a lo poco que uno tiene… ¿Para qué? También en vuestra casa, don Martín…

—Catalina, ¿cuánto tiempo hace exactamente que se nos fue Hernando?

—Ahora se cumplieron los dieciséis años.

—¿Y qué utilidad o provecho os ha traído eso?

—Los padres no necesitan sacar provecho… Vive en Cuba; dicen que se está enriqueciendo y que tiene muchos criados. Todos los años nos manda sus notitas. A veces nos envía alguna cosita. Hace tres años nos envió un papagayo, pero el pobrecito animalito murió… Nos escribe que debemos tener paciencia y que su suerte dará el mejor día un tumbo favorable.

—Todos escriben lo mismo, doña Catalina, todos. Pero un día aparecen con los ojos bajos, hambrientos y harapientos… Entonces sí que les resulta agradable encontrar un rincón donde meterse… ¿Quién había oído jamás semejantes cosas? La gente honrada de Extremadura parte para el otro lado del mundo a luchar con salvajes y a destripar terrones.

Quedaron silenciosos. Se iba haciendo de noche. Lejos, en el extremo de la calle, se oía el ruido de cascos de caballerías contra el empedrado. En esta ciudad triste, donde había tantos viejos y tan pocos jóvenes, cualquier cosa llamaba la atención. ¿Qué venían a buscar, aquí, ya de noche, esos jinetes? Al ponerse el sol cesaba todo tráfico en esta calle, pues las carreteras principales pasaban lejos de allí… Siguieron algún tiempo silenciosos, junto a la abierta ventana que les permitía respirar el aire fresco y ventilar la habitación donde se olía siempre a medicinas y medicamentos. El ruido de los cascos de las monturas se acercaba… Y en el silencio oyeron de pronto una voz clara que decía a alguien:

—Buscamos la casa de don Martín Cortés… Las dos mujeres se santiguaron. Don Martín se estremeció y, de una manotada apartó la piel que le cubría las piernas. Pero ya se oían los golpes de la aldaba. Momentos después abrióse la puerta y, a la escasa luz de una vela que habían encendido las mujeres precipitadamente, viéronse tres figuras de hombre en el umbral. Cortés, con un quejido de dolor, levantóse y abrió los brazos como en gesto de proteger a las mujeres. Los tres hombres entraron en la habitación y quedaron unos momentos de pie sin decir palabra. Después quitáronse el sombrero y se dieron a conocer:

—Alonso de Puertocarrero, alcalde y juez de la ciudad de Vera Cruz.

—Francisco de Montejo, enviado del capitán general de Nueva España.

—Alaminos…, el hombre que ha traído a esos caballeros desde allende los mares.

Puertocarrero se dirigió entonces al anciano Cortés:

—Sea alabado el santo nombre del Señor y bendita la hora en que podemos traer el saludo del capitán general de Nueva España, nuestro augusto señor, a su padre…

Doña Catalina dio un grito:

—¡Oh! ¿Habláis de mi hijo Hernando? ¿Sabéis si vive todavía? Don Martín hizo un signo para que callara. El viejo hidalgo arrimó unas sillas. El piloto, con su nariz enorme y sus piernas cortas, sabiéndose plebeyo, titubeó antes de sentarse.

—Os doy las gracias, caballeros, por el saludo y por la visita. Considerad esta humilde casa como la vuestra. Pero perdonad, caballeros; tal vez sea ello una triste consecuencia de mi avanzada edad y los recuerdos se borran demasiado a menudo de mi cabeza… Tantos nombres… No recuerdo ahora. ¿Dónde está esa ciudad de Vera Cruz de que habéis hablado? ¿Dónde está Nueva España? ¿Y qué tiene que ver todo eso con mi hijo Hernando, que humildemente cuida su hacienda en la isla Fernandina?

—Don Martín: Dad gracias al Señor, que permite que esta noticia os encuentre con vida y salud, y también la señora madre de nuestro general puede dar gracias a la Santísima Virgen. El tiempo apremia y no puedo ahora referiros con todo detalle y minuciosidad lo que hemos visto, los milagros y riquezas que han rodeado a nuestro señor don Hernán Cortés. Sólo os diré que vuestro hijo ha conquistado todo un mundo nuevo para España. No se trata de alguna islita llena de salvajes. Donde él manda hay ciudades y vastas regiones, hay reyes que obedecen a un emperador; las provincias son grandes y ricas, rebosan oro y plata y están habitadas por un pueblo que cree y reza a dioses sangrientos; saben escribir y se envían embajadores de un rey a otro… Pasamos por ciudades tan grandes como Sevilla o Granada… Después la capital, que se llama Méjico, y donde vive el emperador de los indios, está ya en nuestro poder y don Hernando ofrecerá su trono a nuestro emperador.

Silenciosamente levantaron las copas y bebieron a la salud del hijo ausente y sus acompañantes. Siguió un rato de silencio. El más joven de los visitantes miró a los que le acompañaban. Puertocarrero se levantó, salió de la habitación y volvió seguidamente cargado con un saco de cuero.

—Nuestro Señor Cortés envía esto como prueba. Son pequeñeces. Los grandes cofres que hemos traído están ahora en poder de los señores del Consejo de Indias, que cuidan de hacer inventario de su contenido. Esto lo trajimos nosotros personalmente bajo nuestras sillas de montar.

Sobre la mesa cayó un chorro de piedras preciosas: esmeraldas, zafiros, jaspes, todo revuelto con algunos rubíes de magnífico color de fuego montados en oro. También un pajarito con pico de oro, perlas blancas y otras negras…

A los dos ancianos les brotaron lágrimas. Contemplaron absortos aquellas preciosidades, tan alejadas del ambiente de la humilde casa. Puertocarrero respiró hondamente antes de continuar su peroración:

—Como he dicho ya, eso son solamente algunas muestras; todo lo demás está en el Consejo de Indias, pues, para decirlo tal como es, don Hernando ha conquistado todo un reino para Don Carlos. Lo prueba así el oro que hemos traído, los presentes que han mandado los soldados, la presencia de los indios que han venido con nosotros. Solamente los documentos no están en completo orden. Salimos de Cuba un poco antes de lo que deseaba el gobernador. Vuestra merced no puede imaginarse cuánta sangre y cuántas fatigas nos costó el llegar a fundar una ciudad en la costa, esa ciudad de Vera Cruz que antes he citado, pues así la bautizamos. El gobernador Velázquez, empero, no nos da descanso. Tuvo noticias de que veníamos directamente a España para defender los derechos de nuestro señor y el nuestro propio, e inmediatamente envió a su capellán para que presentara sus quejas ante el Consejo de Indias. Llegó antes que nosotros; al desembarcar pusieron el sello real en todos los fardos con riquezas que traíamos, y así fue preciso que trajéramos a escondidas esos pequeños sacos de cuero.

—¿Dónde hay que defender los derechos de mi hijo?

—Eso es una larga historia, noble señor. No gozamos de muchas simpatías en el Consejo de Indias. Ante el obispo Fonseca, el señor Velázquez siempre tiene razón. Sin embargo, don Hernando, por lo que sabemos, será defendido y apoyado por el que fue un día su compañero de estudios, el duque de Olivares. Si no hubiera sido por él y por el duque de Béjar, el señor obispo hubiera ya puesto sus garras sobre todo lo que trajimos, y quizá también en nuestro propio cuello, como ya hizo hace quince años con el pobre almirante Colón.

—¿Y qué vías legales habéis seguido, noble señor?

—Apelamos a Su Real Majestad. Por ese motivo es por lo que también hemos venido a vuestra casa con el agua al cuello, don Martín. Vuestra merced lleva la medalla conmemorativa de la gran reina; en la corte se sabe, además, que fuisteis un día un bravo capitán. Os vamos a decir sin rodeos lo que habíamos pensado: Os suplicamos que vengáis con nosotros para dar fuerza a nuestras palabras si es preciso, para que mostréis vuestras heridas que Castilla nunca supo premiar debidamente y para que inclinéis junto a nosotros vuestra venerable y encanecida cabeza ante Su Majestad. Así, esperamos librar ante el emperador la acusación de motín que se ha lanzado contra nuestro señor.

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