Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (71 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Pensad en los niños, augusto señor, que extienden sus manitas pidiendo pan a sus madres, cuyos pechos están ya secos. Te traigo la palabra de Malinche, que dice que nada desea de ti más que quites estos diques que nos separan los unos a los otros. Reúne a tus jefes y promete cumplir tu palabra, y que ellos a su vez también prometan cumplir la suya y el voto que hicieron ante el Terrible Señor. Reconoced a Malinche como señor vuestro y entregad lo que sea necesario de vuestros tesoros para congraciaros con el señor infinitamente poderoso que gobierna al otro lado de las aguas. Guatemoc callaba. Luego levantó la cabeza. ¿Tenía algo más que decir?

—Piensa en las mujeres…, en Tecuichpo, a quien honro como mujer y como madre. Piensa que no tiene pan y que su paladar ha olvidado ya el sabor de unas gachas calientes. Soy portadora de la palabra de Malinche, y él, por medio de mis débiles y humildes manos de esclava, os ofrece la paz; y os la ofrece gracias a mis ruegos de que me enviase a mí como emisaria, contra toda costumbre y contra toda ley; pero yo quería decirte, augusto señor: apiádate de tanta miseria y comprende que tus dioses no son verdaderos dioses y que la Mujer Blanca con el Niño en brazos es más poderosa que todos vuestros dioses…

Siguió en silencio. Luego habló Guatemoc:

—El pueblo no está en mi mano; el pueblo está en manos de los dioses. No te atribuyo a ti ninguna culpa. Tú eres una esclava y serviste fielmente a tu señor. Nunca le has traicionado, y también sé que ahora mismo tampoco piensas en ninguna traición. Por eso hablo contigo, en vez de enviarte, como mujer que eres, a amasar y a cocer pan. La suerte de esta ciudad no puede estar en manos dé mujeres. No quiero que se me maldiga nunca por haber pronunciado la palabra fatal. Quiero aconsejarme con los jefes, con los padres y con los sacerdotes. Espera, pues, aquí.

Pasaron horas y más horas. Los que habían venido, protegidos por el distintivo de los embajadores, seguían sentados, esperando. Guatemoc celebró consejo. Los jefes militares, con las hojas de
nequem
en la mano, le daban cuenta de cuántos hombres quedaban, cuántas armas, cuántas flechas, cuántas piedras… y cuánto tiempo podrían aún resistir los soldados. Los dignatarios de la corte dijeron las cantidades de alimentos que aún quedaban en los depósitos subterráneos destinados a los soldados para el último empujón. En las voces de todos temblaba el dolor; sus gestos o ademanes eran inseguros. Decían: "Tal vez… ", y sus manos pendían inmóviles y vacías. Los soldados no decían nada; no decían que ya no podían soportar más; pero en los ojos de los caciques se leía un anhelo de paz. El sumo sacerdote era viejo y seco; por sus venas corría sangre real; había sido reducido a prisión junto con Moctezuma. Pocas veces bajaba del Teocalli; los ojos de los mortales no le podían ver más que una vez al año, cuando subía a la embarcación con el dios Sol humanizado para ofrecer el sangriento sacrificio expiatorio del año transcurrido. El sumo sacerdote hablaba muy bajo; estaba cansado y como soñoliento. Los dioses no le habían proporcionado alimento desde hacía muchos días.

—El Terrible Señor envió a los extranjeros su sonrisa y ellos le ataron las manos con ligaduras de metal extraño y le encerraron como si fuera un prisionero o un malhechor. Los extranjeros no son dioses; les llamáis
teules
insensata y neciamente. Tal nombre corresponde sólo al vástago de los dioses y de los demonios. Pero ellos son hombres, cuya carne y cuya sangre han blanqueado los rayos del sol. Son mortales, como todos nosotros. Pero sus lejanos dioses metieron en sus venas locura y bilis. ¿Qué preferís, volver al mundo deleitoso de los héroes o arrastraros como esclavos y oír restallar el látigo? ¿Preferís ver derribar vuestros dioses y que sea reducido a polvo de oro el ornato del culto? ¿Preferís presenciar cómo esos gusanos blancos se arrastran sobre el cuerpo de vuestras hijas y perpetúan en ellas su sangre de sapo con criaturas que huelen a cadáver…?
Aguila-que-se-abate,
eres todavía muy joven para tu edad, pero viejo por lo que has padecido. ¿Prefieres tú también llegar a ver cómo el látigo silba y cae sobre tus espaldas, cómo se eleva el humo de las piras crematorias, como aquella de Quipopoca? ¿Quieres ver el estado de Cacama, que acabó siendo un cadáver que arrastra cadenas y no tuvo fuerzas suficientes para arrastrarse entre los diques cuando nuestros guerreros ocuparon los canales? Habla,
Aguila-que-se-abate.
¿Crees acaso que los dioses te deparan una suerte mejor, que vivirán en bienestar si tú inclinas la cabeza y la rodilla ante sus encantadores vestidos de burda tela y bebes el amargo vino de los
teules
juntamente con Flor Negra?

Guatemoc se levantó de un salto. Las últimas palabras le habían parecido una puñalada en el corazón. El nombre de Iztilzochitl era más repugnante y repulsivo que un escarabajo de carroña y a nadie le era permitido pronunciar el nombre del traidor.

Con el nombre de Flor Negra quedó automáticamente disuelta la reunión. Todos se dirigieron al Teocalli e hicieron comparecer al infeliz Guzmán, que durante dieciocho días tuvo que acompañar en el cortejo a sus compañeros que eran llevados al martirio. Estaba tan flaco que sólo le quedaban ya la piel y los huesos. Así fue echado sobre la piedra de los sacrificios; el sacerdote le sujetó el cuello con una argolla de cobre y el otro le clavó con mano firme el cuchillo de
ichtzli
en el pecho. Redoblaron los tambores
y
Cortés supo que sus emisarios volvían con las manos vacías.

Una tarde fue abierta una pequeña brecha en la empalizada que cerraba el dique. Los españoles se preparaban para el ataque; en cualquier momento había que esperar una última y desesperada salida de los sitiados. Los españoles dirigieron sus culebrinas hacia las calles llenas de escombros, mientras que la alegría sin freno e indisciplinada de los aliados anunciaba un festín de ritual. Al cabo de un minuto de haber salido, regresaron los soldados enviados en descubierta.

—¿Qué hemos de hacer, señor? Vienen arrastrándose ancianos, mujeres y niños… en gran número…, forman una legión; llegan cantando algo que oprime el corazón. No nos hemos podido resolver a atacarlos… Parecen venir del vestíbulo del infierno… ¿ hemos de hacer?

—Paradlos hasta que lleguemos nosotros. Poned en la avanzada solamente centinelas españoles. Que nadie avance hacia ellos ni dejad tampoco que ellos avancen. Me respondéis de ello. Por las calles, dispersos, se encontraban unos centenares de españoles y, a su alrededor, millares de indios. Si adivinaban el olor del botín, les saltaría esa cascarilla de sentimiento humano que los volvía. Hizo llamar a Flor Negra y a los dos jefes de los tlascaltecas.

—Los signos hablan. Las horas de Tenochtitlán está contadas. Los dioses la han abandonado. Mirad: nos envían sus mujeres y sus niños. Nuestra Señora los protegerá a todos. Así hablan los signos.

—¿Quieres tú que en ellos se cumpla una ley distinta a la nuestra?

—Don Hernando de Ixtilzochitl: El agua del bautismo os humedeció la frente. Estáis dentro de nuestras leyes. Encargaos de la protección de los fugitivos. Respondéis con vuestra persona de que nada suceda a ninguno de ellos.

Dirige los cañones contra mi pueblo y rodéalo con tus soldados. Soy débil contra nuestras leyes, que son las leyes de nuestros mayores.

—¿Quieres asesinar a las mujeres y a los niños?

—Así lo exige la ley de Anahuac.

—Aquí rige la ley de Don Carlos. Esa gente se ha entregado indefensa; tienen hambre y frío.

Era una escena triste. Una barrera de mosquetes dispuestos a, hacer fuego contra el camino. Por todas partes había jinetes. Los cañones estaban emplazados más atrás, dirigidos contra los propios aliados. El padre Olmedo iba delante con la Cruz, acompañado de varios soldados jóvenes; detrás seguían aquellos millares de infelices, aplastados bajo el yugo de la muerte, desesperados, expulsados de la ciudad condenada a morir. Fuera de esa cadena, estaban los tlascaltecas, en cuyos ojos no había la menor lucecilla de piedad y que, como lobos, miraban si se abría una brecha entre los españoles para lanzarse por ella y matar y amontonar botín y esclavos. Pero no se abría ninguna brecha. "No se oyó ni un solo grito de muerte", escribió así cuatro lustros después Bernaldo Díaz, que iba en la columna de Alvarado. Cortés, sin embargo, dejó a la posteridad la siguiente descripción: "…durante cuatro días no atacaron…, pero después se llenaron las calles y caminos por que pasábamos de mujeres y niños, seres miserables, medio locos de hambre, que salían de las casas arrastrándose. Era un espectáculo triste. Ordené a mis aliados indios que respetasen a esa gente inocente y que nada les hicieran…" Llevaban el hálito de la muerte consigo; sus manos, agarrotadas y cadavéricas, apretaban algunas raíces que ni tan sólo soltaron cuando las bondadosas españolas les arrojaron sus panes de maíz recién cocidos. Cortés contemplaba el desfile desde la azotea de una casa medio derruida y caída en el agua. Entre aquellas figuras horripilantes buscaba a Tecuichpo, con su rostro de color de perla y sus dientes blancos como la nieve. Y dijo a Marina:

—Atiéndelos. Eres mujer y ellos son de tu raza. Lleva a diez españoles contigo a tus órdenes. Establece guardias para que los tlascaltecas no se acerquen de noche sigilosamente…

—¿Qué te propones hacer con la ciudad y con los que allí quedan, señor? Estos han tenido aún fuerzas para arrastrarse hasta aquí; pero se dice que los más débiles, los ancianos, mueren allí a montones porque carecen de alimentos y de bebida.

—Enviaré de nuevo un mensaje. Lo haré todos los días. Hoy, Guatemoc, según me dijeron, esperaba en la plaza del mercado de Tlatelcuco. Allí fui y aguardé. Me hizo esperar algunas horas. Un emisario seguía al otro. Todos se postraban y mentían en nombre de su señor… Hago todo lo que puedo. Lo intento todo. Pensó que hablaba delante de una mujer. Marina estaba abajo. Su mirada se dirigía soñadora y asustada a las lejanas torres todavía indemnes. También Flor Negra miraba en la misma dirección. Había visto a Méjico cuando Moctezuma era todavía el monarca sagrado. Ahora sólo quedaban unos muros ahumados y unos escombros pestilentes; y sus habitantes estaban señalados por la muerte. Volaban los buitres y rondaban los chacales… Eso era hoy Tenochtitlán, la maravillosa ciudad de Nueva España. Siguió hablando sin preocuparse de si la muchacha oía o no sus palabras… ¿A quién debía hablar? A su alrededor había soldados, pajes, el malhumorado Duero… El padre Olmedo estaba confesando no lejos de allí.

—¿Dices por qué no intento la paz? ¿Crees tú, pues, que me alegra ver las casas hundidas y las calles obstruidas? ¿Crees tú que ha de agradarme escribir a mi rey, diciéndole que hemos conquistado un cementerio? Sois una raza satánica y odiosa, una raza de asesinos y antropófagos que os despedazáis los unos a los otros. Tengo que apuntar mis cañones contra vosotros y echar mano de mis soldados para proteger a esos infelices desgraciados contra sus hermanos… Los totonecas y los tlascaltecas, y aun los de Cempoal y Tezcuco…, todos están al acecho, cuchillo en mano, deseando asesinar; quieren darse un festín, quieren mujeres; se arrojarían sobre esos espectros para ultrajarlos y matar después a puñaladas a sus hermanos de raza. ¿Y decís de nosotros, los españoles, que somos carniceros…? Decís que hicimos crímenes en Cholula y, que Alvarado, en Méjico en el salón de baile… Me confesé ante Dios y le rogué que su sangre no cayera sobre mi cabeza; pero aquellos eran por lo menos hombres que se podían defender; no eran como esas mujeres, harapientas y muertas de hambre; no eran hermanos de raza: eran extranjeros. Nosotros éramos muy pocos y teníamos que defendernos; si no, nos hubieran despedazado. Pero a vosotros se os curvan las garras; afiláis vuestras lanzas y arrastráis al bosque a aquél a quien queréis mal, para arrancarle allí el corazón. No quiero yo que todo se convierta en un montón de cascotes. Quisiera poder poner esa ciudad a los pies de mi rey; invitándole a que pasara el Océano y viniera aquí como emperador de Occidente, a visitar y contemplar a la más hermosa de las ciudades de sus dominios. ¿Crees tú que yo deseo que se destruyan esas calles, que el fango lo cubra todo y se trague los palacios, de tal forma que no pueda yo decir un día a mi emperador: “Aquí estuvimos los españoles y de aquí se nos arrojó en aquella Noche Triste"? ¿Qué podría yo mostrarle ahora? El camino pasa sólo entre escombros y ruinas… ¿Crees que mi rey habría de recompensarme por tanta destrucción? Necesitamos tierra, ciudad y gente; necesitamos reyes que nos den oro; necesitamos labradores que cultiven la tierra; necesitamos hombres que trabajen en las minas; horaden las piedras, llenen los hornos de cal, limpien las ciudades y edifiquen templos a la Santísima Virgen. Pero no deseo esclavos de los que mueren diariamente algunos centenares azotados pos la viruela, ni niños sin fuerza vital que sean arrastrados por sus madres llorosas; ni mujeres con pechos estériles que se entreguen al primer hombre que las llame. Yo necesito hombres y no espectros como ésos que me mostráis con vuestros brazos oscuros… Marina contemplaba a su señor. Nunca le había visto hablar tanto tiempo con nadie. Y a la muchacha le pasó la idea por el cerebro si Cortés no habría bebido pulque o tequila. Pero le conocía bien, y sabía que sólo a la hora de la comida bebía una copita de vino; era sobrio; no bebió nunca aquella miel con hongos hervidos. Le miró largamente. Sentía hacia él un amor intenso, era su amado y el padre de su hijo. Marina tomó una jarra y le llevó agua; su voz era dulce, baja, como si llegara de la lejanía.

—Los infelices tienen hambre… Haz un milagro, señor. Haz un milagro. Di lo que tú quieres que suceda, y sucederá. Si tú dices que no quieres destruir, todo se convertirá en polvo y cenizas. Si quieres ahorrar vidas humanas, a centenares caerán en el sacrificio… Déjame hacer una prueba. Déjame ir nuevamente allí, señor. Partió con dos clarines de la banda. Subió a la terraza inferior del templo, ocupado por los españoles y desde donde la podían ver y oír la gente de la ciudad sitiada.

—Malinche es poderoso. Nada podéis contra él. Malinche manda decir a
Aguila-que-se-abate
que le respeta y honra como hombre y que no le quiere arrebatar ni su ciudad ni su reino. Le tratará como a amigo. ¿No habéis oído, acaso, cómo Tlaloc, noche tras noche, ladra sobre vuestras murallas, y no comprendéis que derrumban los muros y el agua lo inunda todo porque no le obedecéis…? Soy una pobre sierva; pero ya veis que a mí nadie me hace daño, ni a los otros tampoco. No se nos arranca el corazón; se nos da de comer. Ya veis, las mujeres y niños que han venido a nosotros desde vuestra ciudad, se encuentran ahora en un lugar seguro… No se ha oído ni un solo grito de muerte. Están sentados y en sus manos hay pan de maíz; están sentados y lloran por vosotros, que estáis condenados a muerte…
Aguila-que-se-abate
es un gran monarca, por encima de la vida y de la muerte. Era señor de la muerte y prestaba a la noche los colores del día. Caed a sus pies y rogadle que os salve. Que deje que el día sea día y mande parar ese río de sangre que fluye sin interrupción. Oíd: Malinche espera vuestra contestación.

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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