El dios de la lluvia llora sobre Méjico (67 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—No veáis en mí a un cortesano, que, como dice el libro de Job, lleva, a pesar de la dulzura de sus palabras, la traición oculta bajo la lengua. Don Hernando: durante mi viaje por el mar, y en mis jornadas viniendo de Vera Cruz, en esta misma ciudad, que es más hermosa y más poderosa que la mayoría de las ciudades de Don Carlos, he visto mucho y he vivido mucho. Vuestra merced no tiene ningún motivo de ser modesto. He visto todo lo que vos, señor capitán general, habéis hecho para el bien y la grandeza de nuestra fe y de España.

—Os agradezco me honréis con el título. ¿Lo hacéis a sabiendas de
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su majestad?

—Nuestro augusto emperador ve en vos a su capitán general en tanto que…, en tanto que no suceda algo adverso. Quiero decir, en tanto que sucediera algo que justificara las acusaciones… Ya sabéis, en España se habla tanto… Vuestra suerte está que contéis allí también con algunos amigos: el conde Olivares y el duque de Béjar…

—Vuestra merced es mi juez. Podéis, pues, someter a prueba mis acciones y mis decisiones. Ved…, mi mano izquierda está estropeada; hace apenas medio año perdió dos dedos. Mi brazo izquierdo está casi paralizado, apenas lo puedo mover. También la pierna derecha está algo dormida desde que recibí en ella una herida de flecha. En la cabeza tuve también una herida con supuración que ahora ya está mejor; pero que se vuelve a abrir cuando me pongo el yelmo de hierro. Cada tres días siento escalofríos de la malaria… ¿He de continuar mis quejas? Todo esto sucede a mayor gloria de nuestro emperador y no a la mía.

—Nuestro rey os dará las gracias por ello con seguridad.

—No deseo se me den las gracias, sino que me dejen llevar hasta el fin mis planos trazados y desenvueltos hasta ahora tan trabajosamente… Estamos sólo en el principio.

—Mi camino hasta aquí fue un paseo triunfal. Con Sandoval pasé una escaramuza nocturna; pero aquí he visto solamente súbditos adictos, vasallos indios, y no enemigos. ¿Vuestra merced ha sometido ya a todos aquí?

—Si extiendo la mano, el tiempo es claro y hermoso. Vuestra merced puede ver Tenochtitlán por la ventana. Aquel a quien en nuestro idioma llamaríamos emperador, ha reunido doscientos mil hombres, según se dice. Es joven; acaba de subir al trono de Moctezuma, libre de supersticiones. Ha visto centenares de cadáveres nuestros en la Noche Triste. ¿Sabe vuestra merced lo que son doscientos mil guerreros? Tengo yo solamente ochocientos soldados y de ellos sólo doscientos cincuenta son veteranos, de los que vinieron conmigo desde Cuba. Los otros son gente de Velázquez o de Narváez, aventureros, caballeros de fortuna de Cuba y de Jamaica… Y los tlascaltecas, en los que debía tener un apoyo…

—Manejáis a esos salvajes con gran pericia; pero ¿no teméis que se os crezcan demasiado? ¿Podréis de nuevo someterlos al vasallaje cuando ya no necesitéis su ayuda?

—Don Julián, son mis aliados. En Tlascala les juré amistad con la mano extendida sobre la Biblia. No me abandonaron nunca, ni en los días buenos, ni en los días malos. No son para mí siervos o vasallos, sino amigos.

—¿Cómo decía vuestra alianza o contrato señor, capitán general?

—Lo extendimos en un protocolo. Acordamos que mientras ellos permanecieran fieles al reino de Don Carlos, estarían libres de todo impuesto, contribuciones y gabelas; serían ciudadanos libres de Tlascala, con los mismos derechos que los ciudadanos burgueses de Castilla. Su nobleza, empero…

—Vos no podéis creer en serio que esos salvajes… Comprendo vuestra intención de aprovecharlos y engatusarlos…; pero, dicho sea entre nosotros dos, don Hernando, ¿no querréis creer que nosotros hayamos de reconocer a esa gente como caballeros e hidalgos?

—En mi escrito a nuestro señor Don Carlos le rogaba decidiese qué rango correspondía en la nobleza a los que voluntariamente le han prestado acatamiento.

—¿Vuestra merced se propone convertirlos en condes o marqueses?

—Don Julián. Hoy habéis visto a Flor Negra, señor de Ixtlioxichtil, que es mi ahijado y que fue bautizado con el nombre de Hernando. Hoy es el monarca legítimo de Tezcuco. Según las leyes de Castilla, es vasallo del emperador, igual que lo es el duque de Milán o el conde de Mantua.

—¿Sois, pues, amigo de ese pueblo?

—En las islas conocí a los salvajes desnudos, reacios al trabajo y a nuestra misión. Vine a estas costas en la creencia de que tampoco aquí los indígenas valdrían nada. Y vos mismo habéis visto hoy, don Julián, que yo me siento con ellos a la mesa, que celebro consejos con ellos, que instruyo a sus guerreros y que pacto alianzas con sus jefes. Llegamos con las armas en la mano y ellos defendieron sus tierras como hombres valientes y dignos. Hago la guerra en nombre de mi señor Don Carlos. Quien le acata y presta homenaje, ése es mi aliado; quien le resiste, es enemigo mío. Pero en modo alguno veo en ellos a esclavos, ni azuzo mis perros contra ellos como hicieron tantos en las islas. Vuestra merced no conoce aún todas las circunstancias. La fuerza y las armas no lo son todo, excelencia. A veces es más eficaz una palabra. Unos con otros nos tratamos como hombres, y si pudiésemos hablar como ellos, nos sentiríamos también amigos. A ellos les cuesta mucho esfuerzo aprender nuestro castellano. Por eso me sirvo de Marina, que vuestra merced ha visto ya en mi casa.

—He oído hablar de ella en Vera Cruz. No lo toméis a mal; pero lo cierto es que oí también que no os es indiferente.

—Es la madre de mi hijo Martín, que se llama así, como mi padre. No le niego porque sea hijo de madre india. Vea vuestra merced; sin esa muchacha no hubiéramos venido a Méjico, probablemente, ni estaríamos ahora por segunda vez en camino… Los soldados son supersticiosos y dicen que sólo quieren avanzar si Marina viene con nosotros, a quien, según dicen, la muerte no le puede hacer nada. No creo yo, naturalmente, en tales habladurías, pero rogué a Don Carlos que aquilatara sus servicios, sus pecados y las torpezas propias de su estado y me las atribuyera a mí mismo. A ella pudiera concederle su majestad como recompensa el rango de mujer noble de Castilla.

—¿Cómo guardáis el oro?

—El canal estaba hambriento en la Noche Triste. Como dicen los indios en su lenguaje florido, abrió sus fauces. Pero hay oro en la arena de los ríos; hay oro en las minas que pudieran abrirse…; lo que hay aquí en los templos, en sus estatuas y reliquias, es sólo una porción pequeña del que se podría obtener con trabajo asiduo. A mí personalmente apenas me ha quedado oro; la vida de campaña devora el oro. Si no recibo comida a cambio de algunas buenas palabras, no puedo en un país amigo imponer contribuciones. Cuando los soldados murmuran, o están cansados ya, o hambrientos, o sienten vivos deseos de regresar a la patria, se vacía mi bolsa, mi propiedad particular, pero nunca el tesoro de su majestad. Lo que le pertenece lo guardo cuidadosamente y seré feliz de podéroslo entregar, en presencia de los señores Godoy y Duero, que hasta hoy, antes de vuestra llegada, representaban aquí a su majestad imperial. Ahora sois vos el encargado de hacer llegar tal tesoro a nuestro rey y señor. Y ahora aprovecho para preguntaros: ¿cómo deseáis abandonar Nueva España?

—¿Cómo debo interpretar esa pregunta?

—Yo puedo entregaros el oro que pertenece a Don Carlos y proporcionaros una fuerte escolta además para que, con seguridad y paz, podáis llegar a Vera Cruz.

Alderete se levantó, se irguió y con voz altanera y un tanto velada, dijo:

—Don Hernán Cortés… ¿Me tomáis acaso por una vieja, o por un escribiente? Si ésta es vuestra intención, yo como noble estoy dispuesto a lavar vuestra ofensa con vuestra, sangre. ¿No me creéis digno de servir a mi rey con mi espada?

—Tenéis la palabra del emperador. Me siento feliz y orgulloso, si os puedo contar como colaborador. Pero si queréis tener mando… habréis de tener circunspección con mis capitanes. No son ciertamente de las mejores familias. Algunos son hijos de padres sencillos y humildes; y ése o aquél puede incluso tener un origen oscuro y no conocer ni a su padre ni a su madre. Pero están ya endurecidos por la vida; su brazo está acostumbrado a la espada. Tienen experiencia en las cosas de guerra, adquirida aquí cruelmente sin descanso.

—No pido tener mando. Os pido sólo que me tengáis a vuestro lado. Estoy cansado de la vida cortesana. Me parece vacío de sentido el hacer cortesías a esos señores flamencos. He llegado a este nuevo mundo como un fabuloso caballero del libro de Amadís. Quisiera acompañaros…

Cortés rompió con los dedos una torta de maíz, miró hacia las aguas del lago y en sus labios se marcó un estremecimiento casi imperceptible.

6

Se veían ya las hogueras de la guardia de Sandoval y los jinetes de la escolta llegaron hasta Tezcuco. El lugar mejor guardado y más seguro del territorio dominado por los españoles era el destinado a astillero. Los caciques y príncipes estaban representados en aquellos miles y miles de trabajadores. El dinero nada significaba: un puñado de maíz, a veces un poco de pulque, algunas buenas palabras sagazmente repartidas, algunas chucherías…, eso era todo. Se aproximaba la primavera; el tiempo se había ido haciendo caluroso y fijo y, como el ardor del estío no había llegado todavía, se podía remover la tierra algunas horas todas los días. Los medidores iban y venían por el camino de la orilla del lago al campamento español. “Media milla", decían al regresar. Llevaban un cordel en la mano y brochas con pintura blanca. Cortés recorría los puntos marcados. Al siguiente día, bien de mañana, pululaban enjambres de trabajadores en ambos lados del camino y sus palas se hundían en la tierra arenisca. Cavaban. A los pocos días era ya visible el trazado de un canal; sus lados eran revestidos y se establecían guardias para que el ritmo del trabajo de los mejicanos no se interrumpiera.

Al cabo de algunas semanas, el canal estaba terminado. Su cauce era recto, tirado a cordel; tenía media milla de longitud y sus lados estaban asegurados con empalizadas; los esqueletos de los buques eran trabajados y embreados. En el mar, todo eso hubiera sido imposible de hacer. El litoral de Tezcuco era abierto y hacía posible la aproximación de millares de embarcaciones ligeras. Durante las últimas etapas de trabajo en el canal, debían encenderse fuegos todos los días. Las estacas encendidas, envueltas en algodón resinoso, extendían su resplandor y las canoas de Tezcuco eran demasiado débiles e inseguras para defender la indefensa flota. Entretanto los escuchas iban de un lado a otro. Traían noticias acerca de
Aguila-que-se-abate.
Guatemoc había traído tropas del sur. Había concertado la paz con los caciques de las regiones distantes; había renunciado a impuestos, y a cambio de ellos, pedía tan sólo ejércitos armados. En la parte del norte había perdido casi todo lo que había pertenecido antes a Méjico hasta el océano Atlántico. La guerra de guerrillas había cuajado en la noche; sorpresas y emboscadas, informes secretos. Iztapalapan resistía; aquí o allí desde una ciudad fortificada o de un monte llovían piedras y peñascos bajo los que vacilaban los españoles con la cabeza ensangrentada… Tal vez era de nuevo Malinche quien dirigía la danza y una flecha podía clavársele de nuevo en la rodilla…, pero el norte del país estaba perdido. Hombres, caballos y material de guerra salían continuamente de Vera Cruz. A cada diez hombres correspondía un caballo; y a cada centenar posiblemente un cañón…, pero el espíritu de Cortés no se separaba del astillero. Se levantaba a lo mejor hasta tres veces por la noche, envolvíase en su manta, temblando por los escalofríos de la malaria, visitaba los puestos avanzados para vigilar si todo andaba bien. A la luz de una linterna sorda vigilaba y examinaba los esqueletos de sus buques, que parecían enormes monstruos dormidos. Al amanecer daba la orden del día. Algunos hombres de confianza trabajaban también por la noche a la luz de antorchas. Junto a cada antorcha debía colocarse un hombre para vigilar únicamente la llama. Todo se convertía en una masa resinosa y empapada de trementina. Las rendijas eran tapadas con goma. Martín López, que era ahora el hombre más imprescindible del campamento español, único constructor de buques, entre todos los restantes, hacía sus probaturas con la savia de árboles tropicales. Los desnudos armazones íbanse llenando; se construía ya la cubierta; se tejían y preparaban los emplazamientos para las piezas. Los indios tejían las cofas con paja. Los más viejos cosían y remendaban el viejo lienzo sevillano para las velas. Por fin una noche fue desmontado el astillero. Los grandes tablones cayeron con estrépito al suelo. A lo largo del canal veíanse listos, llenos de banderolas, bien pintados, con hermosos mascarones, tallados en la madera, los trece bergantines. Los oficiales no podían pegar los ojos; se hacían servir la comida allí mismo y vigilaban toda la noche hasta el amanecer no fuera que a última hora una traición lo echara todo a perder. Llegó la mañana. Cada buque tenía ya su capitán y el jefe de la flota era Sandoval. En cada uno se montó a proa una culebrina; la tripulación era de veinte a cincuenta hombres, entre ellos algunos mosqueteros. En la orilla se elevó un altar. Como víspera de grande empresa, todo el ejército español formó para las paradas; detrás, en amplio semicírculo, estaban millares de indios aislados. Todas las miradas se dirigieron a Cortés, cuando éste dio la señal. Flor Negra se aproximó con su séquito lujoso a la orilla. Sonaron las trompetas y los cuernos. Una larga
y
grande alabarda brillaba en la mano del príncipe; la blandió y, de un tajo, cortó el cable del primer buque.

El bergantín deslizándose por su propio peso, corrió a lo largo del canal y así llegó sin tropiezo hasta la embocadura, donde su cuerpo poderoso se chapuzó en el agua salada. A los pocos minutos, al primer buque siguió el segundo; y en el espacio de una hora, todos habían sido ya botados. Cortés, en un bote, se dirigió al buque del comandante. Subió a bordo. Cuando subía la escala, fue izado el gran pendón de Castilla; sonaron las cornetas y los cañones dispararon salvas, que fueron contestadas por las piezas emplazadas en la orilla. Como gigantes que se tambalearan, los buques se hicieron a la mar hacia la lejanía que envolvía la costa sudoeste de Méjico. Las canoas que en todas direcciones cruzaban las aguas, y a las que nadie hasta ahora había obstaculizado sus maniobras, huyeron despavoridas ante aquellas casas flotantes que, envueltas por el humo de la pólvora, parecían espectros que venían de otro mundo. Esta misma impresión hicieron a los tripulantes de una gran barcaza cargada de víveres, llevada por quince o veinte remeros y que se dirigía a Méjico. Se levantó un ligero viento, las velas abombadas impelían a las naves con velocidad asombrosa. En vano los remeros de la barcaza aumentaron la velocidad de su ritmo; en vano los remos chapoteaban en el agua; la distancia disminuía por momentos hasta que aquel espectro gigantesco embistió; se oyó un crujido y en el remolino de las aguas desaparecieron pronto los cuerpos humanos y los pedazos de la barcaza.

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