El dios de la lluvia llora sobre Méjico (63 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Pero ¿crees tú en ese cuento terrible?

—Su cara se alarga. Sus dientes brillan; su cuerpo se toma elástico y se cubre de manchas… como el cuerpo de ese animal. Camina por los bosques, se encoge, olfatea el olor de los animales y de los hombres, les salta a la garganta y les sorbe la sangre. Lo mismo que hacía en el palacio de su padre, el Señor del Ayuno, donde sus consejeros contaban de él tan terribles cosas.

—Estáis todos como borrachos. Vienes tú y viene Flor Negra y todo son palabras raras que tú repites, pero cuyo sentido queda oscuro, como piedra que cae en la noche. ¿Cómo puede un hombre convertirse en un jaguar? ¿Cómo puede transformarse un hombre en un dios Tlaloc con cabeza de ocelote? El príncipe está aquí ante mí; dice que quiere marchar a Tezcuco para recoger noticias e impresiones… ¿Por qué se ha de convertir en un ocelote que por las noches muerda la garganta a los hombres y a los animales? ¡Qué oscura superstición, Marina! ¿Acaso no llegaréis nunca a ser verdaderos cristianos?

—Flor Negra se convierte en un ocelote cuando Tlaloc, su antepasado, le habla. Nada más puedo decir de Flor Negra, señor, que no sea lo que ya todo el mundo sabe.

Cortés, con un gesto, la hizo callar. Todo era negro e intrincado como las ramas de liana alrededor del tronco de los ceibas, siniestro como la humedad del bosque virgen de cuyo suelo se levanta la fiebre que se enrosca como una enredadera a los cuerpos de los hombres; esa fiebre que a él mismo le tenía agarrado desde hacía tanto tiempo… Y esa gente tenía que llegar a ser príncipes o hidalgos de España para rodear el trono del emperador del Nuevo Mundo, iguales en rango a los señores flamencos y valones… Y los caciques debían hacer las mismas reverencias, y los pajes llevar las armas heráldicas, y en registros dorados deberían inscribirse sus nombres, uno con el título de vizconde, el otro con el de marqués… ¿Cómo podía conciliarse eso con las historias de Tlaloc y su cabeza de ocelote? ¿Cómo era posible decir a Don Carlos:
"Caesarea Maestas…
Ved ahí las columnas de Nueva España, ante el trono de vuestra católica majestad"? Entonces muy bien podía ser que se levantase Ixchtioxichtil y dijera: "Cuando ayer caminaba yo en figura de jaguar…" Y
Aguila-que-se-abate
interrumpiría para decir: "Le cogí con mi pico…" Y Marina podría muy bien decir: "Oí que la princesa Papan, cuando estuvo al otro lado del valle de los bienaventurados, vio con sus propios ojos… " Llegarían sacerdotes con sus túnicas negras, cuyos dibujos negros y rojos tendrían especial significado, pues recordarían los corazones arrancados…; pondrían, con botones de oro, el círculo de los tiempos sobre la diadema de plumas… ¿Era posible que él trajera aquí a Don Carlos, a ese mundo de espectros escalofriantes?

Bien estaba para los soldados. Bebían pulque; abrazaban a las muchachas indias. Devoraban como corresponde a soldados. Bien estaba para Alvarado, que salía hasta el bosque buscando su última conquista, una amante de piel rojiza.. También le iba bien a Sandoval, que estaba cogiendo bayas para extraerles el aceite para lubricar los rodillos según el plan de Mesa para trasladar los buques. Bien estaba para Olid, que, como antiguo galeote, nunca hubiera podido soñar para él tan venturoso estado. Y Ordaz con sus ojos negros enfebrecidos…, ése necesitaba siempre nuevas tierras, nuevas visiones, y cuando abría la boca, ya sabía Cortés que era para decir: "Dadme permiso, señor, para… " Pero ¿acaso no tenían razón todos ellos? Esos no buscaban sino las eternas leyes de la vida. Todo lo demás, todo lo que sucedía allá en España era sólo un reflejo pálido de un rayo de luna. Tal vez era más juicioso escribir a Don Carlos para informarle que había vencido a los hombres, a los ejércitos, a los jefes y monarcas
y
que había conquistado las ciudades y las provincias…, pero que los dioses ofrecían aún resistencia y que los creyentes, por la noche, perturbados por el aliento de los ídolos, conjuraban al dios de cabeza de ocelote que saltaba sobre la puerta de la ciudad, y no era posible sofocar y hacer callar sus carcajadas…

3

Era el mes de agosto, pero aquel cincuentón se estremecía ya de frío. El fámulo atizó el fuego de la chimenea y miró cómo las llamas lamían los leños amontonados. El cincuentón juntó bien los lados de su capa sobre el pecho y se encasquetó hasta las orejas su gorro de sabio que tenía reminiscencias bíblicas. "En Bruselas, el otoño se iniciaba ya en agosto", pensó, y detrás de sus párpados cansados y a medio cerrar se iluminó la dulce visión de las llanuras toscanas, bañadas en dorada luz. Pasó su mano sobre la mejilla como buscando en ella las arrugas dejadas por los lustros. Y habló en voz alta, en flamenco, a pesar de que sólo así solía hacerlo cuando se dirigía a campesinos o gente sencilla…

—Apenas me quedan dos o quizá tres años de vida…

Quedóse mirando el fuego, paseó luego su vista por la habitación iluminada por suave claridad que llegaba de la gótica ventana. Sobre una mesita, frente a su sillón habitual, se veían hojas blancas o de color, restos de colores y carboncillos. El fámulo recogió los trozos de los apuntes y esbozos rasgados. La gran campana de la catedral anunció con su toque el mediodía. Entonces Erasmo pensó que cuando era niño aún había gente que podía acordarse de la memorable victoria contra los turcos, en cuyo recuerdo el Padre Santo había instituido aquellas campanadas del mediodía.

Sujetaba Erasmo su cansado y achacoso cuerpo a una regla inflexible, a un método de hierro, aun cuando tenía como preciado huésped al príncipe de todos los pintores y grabadores en cobre, al maestro Durero, a quien no consentía nunca una dilatación o un retraso.

Cuando llegó, le miró con envidia. También Durero se inclinaba bajo el peso de sus cincuenta años, que ambos habían cumplido no hacía mucho tiempo. Su cabello y su barba estaban pródigamente entremezclados con hilos de plata. Sin embargo estaba más ágil y más robusto que Erasmo. Su estómago se conservaba en buen estado. Podía beber cerveza a sus anchas y trasladarse, sin pensarlo demasiado, a Nuremberg para visitar a sus mecenas o para ver en Flandes al emperador Don Carlos.

Ambos sostenían largas conversaciones en un italiano mezclado y que se había hecho familiar a los dos. El uno lo salpicaba de expresiones latinas y flamencas, y el otro lo entremezclaba con alemán. El anfitrión contemplaba a su huésped, aquel gran hombre con su amplio espíritu tan sensible que se acomodaba a las formas de las cosas y que en las imágenes buscaba siempre encontrar la idea… Llevaba Durero un casacón español de terciopelo, de color negro, que le había regalo hacía unos días Erasmo. Cuando se quitó el gorro —pues sólo con la cabeza descubierta podía trabajar— comenzó a hablar y su voz resonó en la estancia dominando con sus tonos de bajo el chisporroteo de los leños del hogar. Erasmo le escuchaba y aquella mescolanza de sonidos le parecía la voz de la sabiduría y del bienestar.

—Maestro. Os habéis preparado, según veo, para mi llegada. Y de nuevo he llegado retrasado. Pero me retuvieron maravillosas manifestaciones del espíritu humano de los más remotos países y por eso me fue imposible cumplir el horario meticuloso que decide mis horas de trabajo.

—Maestro Alberto. ¿Os referís a esas obras de arte que los españoles débiles prefieren ver esculpidas en piedras, talladas en maderas, grabadas en cobre, o pintadas en lienzo? Nuestros pensamientos se apagan como chispas y nuestro recuerdo no podrá pasar jamás del estrecho círculo de los escribas. ¿Puedo ahora preguntaros qué es lo que os hizo perder el tino hasta el punto de haceros apartar del habitual orden con que distribuís el tiempo?

—Un consiliario de nuestra gobernadora Margarita me abrió las puertas del país del oro…

—¿Habéis visto, pues, señor Durero, los tesoros que envía al joven rey el capitán, gobernador de ciertas provincias de Occidente?

—Es un nuevo mundo que tratan de dibujar sobre sus mapas los sabios. En lengua española se le llama Nueva España; pero los naturales del país llámanle Méjico.

—Siempre evité a los soldados. A menudo, mi desventura me ha hecho coincidir en las posadas del camino con esos capitanes fanfarrones y bravucones. No puedo creer que hombres que son llamados por lo españoles "conquistadores" en buen derecho, sean capaces de realizar tamañas proezas al servicio de la humanidad.

—Ese capitán parece ser de distinta condición que los de su clase. Cuenta el consiliario que ha dirigido a la
Caesarea Maestas
una epístola larga y enjundiosa. También la elección de los tesoros, que ahora se conservan en la Casa del Consejo de Bruselas por disposición de su majestad, revelan el hombre entendido.

—¿Cómo se llama el hombre de quien se cuentan tales cosas, maestro Durero? El mundo es grande, desde que se demostró que es una esfera girando alrededor del sol.

—Su nombre latinizado es
Cortesius.
Es de origen español y alguien asegura que estudió en la Universidad de Salamanca.

—Esos son los peores, amigo Alberto. El verdadero soldado se bate, atiborra de plomo su mosquete, besa a las mujeres que pasan a su alcance. Y si muerde la tierra, la justicia humana le honra. Pero ¿quién ha oído hablar de un soldado que moje la punta de la

lanza en tinta y ensucie con sus escritos los muros de las ciudades destruidas y reducidas a cenizas? Era yo de la opinión que sólo en nuestra gloriosa parte del mundo se encontraban caballeros de esos que prenden sus versos de las puntas de sus flechas y se dedican ripios los unos a los otros. Creía que la corona de Castilla sólo enviaba a las Indias espíritus negros y turbulentos, tal vez para no destruir la ejemplar armonía que la Inquisición inauguró con la ayuda de cinco millones de monjes. ¿Qué otros milagros llegan de aquel lejano mundo, maestro Alberto?

—Maestro Erasmo, tampoco yo tengo gran concepto de los hombres cuando dirijo mi atención a sus virtudes; solamente que yo llevo en mí la devoción hacia todas las criaturas de Dios. Por eso ese desconocido Cortés parece valer más que los otros soldados, pues no hizo fundir el oro, como hacen nuestras testas coronadas, sino que lo hizo recoger y lo envió en su forma original, que es digna de verse.

—¿Es oro todo lo que reluce, en contraposición a lo que dice el refrán?

—No todo es oro. Sin embargo, es una flaqueza humana que atrae como un imán a los hombres codiciosos. El primer objeto con que mis ojos se encontraron es un disco de oro de un pie de ancho; sobre él, de manera maestra, están repujados los círculos de un lejano zodíaco. Así lo explica el secretario que entiende ya esa clase de dibujos. Dicho con franqueza, como el apóstol Tomás también yo me incliné para tocar con mi dedo aquella obra maestra y pasar mi mano por su borde y así poderme convencer que aquello no era una engañosa alucinación que me proporcionaban los demonios.

—¿Se quiso colegir acaso que tales ingenuas figuras, de pueblos salvajes han salido de los poderes ocultos demoníacos?

—Vos sabéis resumir y conservar el pensamiento creador de las obras espirituales de los gloriosos tiempos pasados. Mi vida se dirige más a lo material y me esfuerzo por encontrar las eternas reglas de la belleza en las obras artísticas de todas las épocas. Largo tiempo contemplé las figuras de aquel mundo remoto y lo que más cautivó mi alma fueron las representaciones de figuras humanas. El dibujo… Vos sois testigo con qué esfuerzos trato de aproximarme a lo que está atado por el pasado… Esos dibujos, empero, que para simplificar llamaré de los habitantes del país del oro, resuelven un mismo movimiento en mil formas y, si quisiéramos ordenar y reunir esas representaciones como en un juego de niños y hacerlas pasar rápidamente, serían semejantes a las figuras en movimiento. Las observé con atención. No presentaban traza alguna de ser esbozos. Nadie dibujó antes, ni la forma ni la composición. Esta escapa a mi inteligencia y yo barrunto, como también dijo el secretario, que en tales dibujos se encuentren partes integrantes o escenas de sus ceremonias religiosas… Cuando pienso que nosotros podemos manejar los colores gloriosamente desde hace dos o tres siglos, desde que en Italia se comenzaron a copiar capiteles y sarcófagos… Y los indios, esos habitantes de mundo tan lejano, crean maravillosas obras de arte sin tener el apoyo de la razón que a nosotros nos ilumina y facilita la labor; y que ellos lo hacen sobra una sencilla piel curtida…

—Por ventura, ¿tendrá eso influencia en vuestra tarea de hoy, que yo soporto con espíritu paciente, pero con el cuerpo ya cansado por tantas sesiones de posar?

—Con perdón, maestro…, mi limitada inteligencia se esfuerza por captar vuestra sabiduría para que algunas gotas de ella refresquen mi espíritu. Yo trato de fijar, de plasmar, esos pensamientos que iluminan vuestro rostro…, pero a menudo he de dejar a un lado el pincel. Pienso que nosotros somos tan sólo partes insignificantes de lo finito. Cuando en Italia, siendo casi un niño, me aproximé a los umbrales de los grandes, ¿quién sabía entonces que desde el principio de los tiempos existía oculto un mundo entero? ¿Quién sabía que al otro lado del mundo viven antípodas? No pienso en vos, pues quizás estabais vos, gracias a vuestro Platón, familiarizado con tales pensamientos. Pero nosotros, los que estábamos ocupados en nuestras luchas y andábamos a la greña cuando se hablaba de la eterna armonía del cuerpo humano… Entretanto, los monarcas de aquellos mundos cincelaban sobre oro el curso de las estrellas en el firmamento y tal vez sus mecenas ayudaban dadivosamente, tal vez más generosamente que nuestros señores, a sus adeptos que manejaban el pincel y los colores. Y de todo eso nosotros no teníamos ni una presunción. El océano, como una cortina, tenía todo eso oculto a nuestros ojos y así hubiera seguido si aquella cabeza loca del genovés Colón no hubiera abierto con sus naves el camino hacia las Indias Occidentales.

—Pero ¿qué hizo vuestro
Cortesius,
a quien tanto consideráis?

—El nombre se borra… Debo dar forma a mi pensamiento. No veré a ese hombre cara a cara; tampoco conozco a nadie que le haya visto; pero vi sus escritos, su carácter de letra, con la que dedica a nuestro señor Don Carlos el libro considerado como Códice indio. Contemplé aquella letra. Apenas entiendo el idioma de Castilla, así que lo que llamó mi atención no fue su sentido, sino los rasgos, la soltura con que escribe su mano de verdadero guerrero. No me atrevo a compararlo con el carácter de letra maravilloso del doctor Martín Lutero; pero sí he de decir que, estudiándolo con detalle, existe entre ambas escrituras una extraña semejanza… Tal vez, vos no sentís tal emoción; pero cuando yo me inclino sobre un escrito, a los pocos renglones se me aparece en aquellos rasgos la personalidad de quien escribió. La tinta de ese
Cortesius
era pálida, violeta sucio, no era verdadera tinta, sino algún extracto o zumo. Su pluma era también más cruda, más rasposa que las que nosotros aquí empleamos. Vi las cuatro líneas de la dedicatoria. Sabéis que sobre mis espaldas llevo ya el fardo de medio siglo de vida en este valle de lágrimas; pues bien: aún me dan veleidades de tomar el camino de Amberes y, en llegando a su puerto, preguntar a los navegantes qué velero se dispone a partir para las lejanas costas de aquellas Indias. Pero pronto me siento infinitamente pequeño y os envidio, maestro, porque vuestro espíritu recorre los dos hemisferios en un segundo y no anhela, como a mí me obliga mi pequeñez, el contemplar con los ojos todo lo destinado a inmortalizarse.

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