El dios de la lluvia llora sobre Méjico (58 page)

Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
2.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

El clamor es insoportable y en la oscuridad estaba la única posible salvación, pues permitía a los pequeños grupos pasar entre los enemigos y unirse a las restantes tropas.

Cortés estaba en la orilla; junto a él, la infantería y los jinetes de la vanguardia. Se miraban los unos a los otros. Al otro lado, sus hermanos eran destrozados…, pero ellos estaban ya en seguridad. Sandoval habló primero:

—¿Podemos abandonarlos…?

Los jinetes agarraron bien su lanza y de nuevo se arrojaron hacia el torbellino de la muerte, el peligro hirviente, entre los diques cortados. Contra la lluvia de flechas y de piedras llevaban su arnés y su rodela. Alcanzaron el dique ensangrentado, donde todo era un amasijo de caballos y jinetes en lucha mortal entre los canales turbios y sucios.

—¡Velázquez está muerto! —dijo alguien, y la voz pareció resonar extrañamente en la oscuridad; fue una voz única, un grito anuncio de muerte que tembloroso voló en las tinieblas. Los doscientos hombres de la retaguardia estaban todos perdidos, salvo contadísimas excepciones. El oro también estaba perdido. La gente de Narváez, que se curaba el mal humor con oro, se lo había atado en sacos, en vez de coraza, sobre el pecho y ahora se habían hundido en el agua como si llevaran lastra de plomo. El maldito oro los había arrastrado al abismo mortal. ¿Cuánto tiempo duró esta noche que ha pasado a la historia con el nombre de
Noche Triste?
A medianoche comenzó la salida, y horas después iban los españoles dando tumbos, rodeados de un coro ensordecedor por las calles de Tlacopan que aún quedaban en pie, inciertos, llenos de angustia mortal. Había desaparecido la disciplina; sólo un pánico paralizador los hacía acudir a las voces de Cortés. Vagaban por plazas y callejuelas. Aquí no los podían alcanzar los mejicanos; debían dar la vuelta a la bahía. Afuera, el campo libre era la única consigna. Uno de los indios que iban con ellos husmeó para orientarse y, con pasos firmes y seguros, los guió. Llegaron a una pradera. Caía la lluvia y las gotas producían un ruido pastoso al dar sobre el fango. La tropa se paró para respirar siquiera fuera unos minutos y vendar las heridas; se oían los quejidos de los heridos graves y el relincho de los caballos que se habían salvado. La desesperación daba fuerzas a aquellos hombres, pues ya se iba aproximando la gritería de los perseguidores. Oíase dentro de la ciudad el toque de tambores y se veían las antorchas que iban avanzando hacia ellos como una siniestra oruga luminosa. El indio los condujo al declive de una colina, donde una imagen de los ídolos estaba protegida por un triple muro. En este templo se salvaron todos; aquí tenían un techo para sus cabezas, había tapices y esteros; aquí estaban protegidos contra la lluvia, podían descansar un minuto, quitarse el yelmo, secarse el sudor y la sangre de la cabeza; un minuto ton sólo…

Alboreaba. Se buscaban los unos a los otros. Primero, los capitanes… Los que no estaban aquí, estaban ciertamente muertos. Velázquez de León…
requiescat in pace.
Olmedo se había salvado. La vanguardia se había salvado. La mitad del grueso había podido pasar. De los cuatro mil tlascaltecas quedaban aquí sólo algunos centenares… ¿Qué había sido de los otros…? Sonaron los trompetas. En Tenochtitlán resplandecía ya la imagen de Huitzlipochtli. Sangre…, sangre… Llegó el día; los camaradas se buscaban con lamentos, esos camaradas que, desde que vinieron de Cuba, habían luchado uno al lado del otro. Los puños fuertes de aquellos soldados se bajaron…

La voz de Marina sonaba pesada y ronca en los oídos de Cortés. Eso era todo lo que ahora podía recordar. Alguien le secaba la frente con un lienzo. Cuando le quitaron lo venda que cubría su herida de la cabeza, la sangre volvió a manar. Alguien le limpiaba la frente con un lienzo humedecido. Pasó algún tiempo y perdió la noción de todo. Cuando abrió los ojos, horas después, o tal vez sólo minutos, Marino, inclinada hacia él, sonreía. Era la primera sonrisa en aquella noche de terror.

—El niño está aquí —le dijo y le mostró un cuévano de corteza tejido en el que aquella cosita blanda y redondeada agitaba las piernecitas.

Algunos españoles que se habían unido a la vanguardia habían logrado pasar el puente. Los tlascaltecas se habían hundido en el negro abismo. El hijo de Moctezuma y sus dos hijos se habían perdido bajo aquella tapadera de negrura; solamente alguien había visto o doña Elvira que era llevada en brazos de un soldado… Había que buscarla; pero todos estaban tan cansados que su suerte les era indiferente. Nadie podía dar un paso a causa de la debilidad. En muchos oscilaba esa cortina misteriosa que separa la inconsciencia mortal del alba de la inteligencia que despierta. Poco a poco se volvía a la realidad. Sin cañones, sin comida, la pólvora mojada; algunos mosquetes como único armamento. Los tendones de las ballestas
se
habían encogido con el agua; el abismo se había tragado el oro. Cortés, por no llorar, volvió el rostro. Sandoval dio el primer porte:

—"Veinticuatro caballos. Los capitanes, todos, menos Velázquez. Unos cuatrocientos soldados; algu-nos centenares de tlascaltecas heridos. Un solo cañón; doce mosquetes sin pólvora. Unos catorce heridos graves. Nadie ha quedado ileso.”

Consejo de Guerra. Se sentaron y discutieron. El padre Olmedo los consolaba. En vez de comer, Olmedo dijo uno misa y rogó a los soldados que cantasen. De aquellas gargantas llenas aún de humo de pólvora salieron las notas graves de las antífonas y el viento llevó ese canto a los aztecas que se estaban concentrando. Dieron un paso atrás maravillados; sobre la terraza del templo apareció una figura nimbada de blancura con los brazos abiertos… El sol caía con tantas fuerzas que se sentían morir de sed, hasta que alguien encontró una fuente. Uno tras otro fueron echándose de bruces y bebiendo por turno. Pasó lo mañana. Se defenderían aquí. Lo único salvación: Tlascala. Se agarraron a esa esperanza como o un sueño. ¿Qué había en Tlascala? ¿Por qué querían ir allí? Algo los atraía hacia la ciudad. Los capitanes se quitaron un peso de encima cuando pronunciaron ese nombre. Tlascala, el país amigo, estaba lejos, muchas millas lejos, muchos días de camino. A su alrededor se oía el griterío de los enemigos y se veían surgir sus diademas de plumas y se asomaban unas cabezas mirando alrededor. No había llegado aún el momento de lo gran danza. Ahora, con que la guardia estuviera en su puesto era suficiente; los demás alargar sus miembros y roncar. Un pequeño grupo hizo una salida; por los alrededores había algunos caseríos cuyos habitantes habían huido. Se encontró maíz y se le llevó al campamento, tal como estaba: en mazorcas, en sacos o envuelto en lienzos, tanto como pudieron cargar. Pusieron el grano en los molinos de mano, y las princesas, las criadas, las cantineras, sin distinción, molieron el amarillo grano, cuyo pesado olor se extendió por todos partes. Eso fue su desayuno y su comida. Lo tomaron en aquellas vasijas que contenían el fuego de los dioses, donde se habían sacrificado corazones humanos.

Partieron. La vida de todos estaba en manos del guía tlascalteca: "Os conduciré si nos apartamos de los caminos, como si fuéramos sombras."

La hierba estaba seca y agostada por el color; el suelo de piedra chamuscaba las suelas.

—¡Santa María de los Remedios! —suspiró el padre Olmedo al dejar aquellos muros que los habían cobijado. Con uno sonrisa de cansancio se preguntó a sí mismo si no era acaso lo último vez que había consagrado el pan y el vino tan cuidadosamente conservados.

En medio de la comitiva iban los heridos graves sobre parihuelas llevados por los tlascaltecas. La desgracia hacia hermanos a los españoles y a los sufridos y valientes montañeses. Los veteranos de ambas razas se entendían mutuamente por medio de signos, se apoyaban los unos en los otros en su hermandad de hambre y sufrimiento. Cortés hizo que dieran un caballo a Duero y la sonrisa de aquel hombre seco y cínico fue lo único que mostró su alma dolorida. "Los hombres no cambian", pensó Cortés. Ese amigo hermético y seco, Andrés del Duero, llevaba en el estómago solamente un puñado de maíz y un sorbo de agua, pero seguía siendo el mismo con su barba cuidada, sus cabellos cuidadosamente peinados, su cuello limpio. Se inclinaba ante la muerte, pero no se rompía ni se arrodillaba. Marchaba a través de la noche desierta; sólo se oía sobre el sendero el ruido de los cascos de los caballos.

—¿Qué impresión causa en vuestro ánimo, don Hernando, el que se haya desvanecido todo y nos arrastremos ahora como serpientes pisoteadas?

—O moriré o volveré. Tal vez san Jorge nos auxiliará y lleguemos a Tlascala.

—¿Qué pasaría, empero, si desde las azoteas de Tlascala saliera una lluvia de piedras contra nosotros?

—Yo podría deciros que, en tal caso, nos abriríamos con la espada en la mano el camino hasta Vera Cruz. Pero no quiero disimular ni fingir con vos. Si Tlascala está contra nosotros, ya no veremos el siguiente día y ningún hombre conocerá nunca las maravillosas aventuras que corrimos en Nueva España.

—¿Qué es lo que os produce más pena, don Hernando, vuestra gente, vuestro oro perdido o Moctezuma…?

—Mis anotaciones… Yo todo lo he registrado por escrito. Cada uno de mis pasos está testimoniado por un notario. Yo no comía ni dormía, sino escribía durante toda la noche a la luz de una vela de sebo o de una lamparilla de aceite. Si no tenía tinta, hacía exprimir frutas de zumo coloreado. Mis escribientes escribían con espinas y con colores, como la gente de aquí. Yo lo guardaba todo reunido para poderlo justificar ante Don Carlos y no tenerme que asustar cuando Fonseca dirigiera hacia mí su mirada helada y maliciosa. Y ahora todo se perdió en un momento. Todos mis papeles, los libros de Moctezuma, las listas de impuestos, con grabados, que muestran los géneros con que cada tribu pagaba sus tributos: pieles, oro y plumas… El oro se ha perdido; sólo salvamos el que iba en la vanguardia…, y las piedras preciosas… ¡y mis cañones… !

Era una noche tropical, que fluía rápidamente y se iba como había venido. En pocos minutos tiñóse de rojo el manto del cielo y en amplio arco, junto a la orilla del agua, entre los cañaverales, por todas partes, surgieron delante y detrás de los españoles multitud de perseguidores.

Siete noches. Durante el día se escondían entre la maleza, evitaban los caminos conocidos, se deslizaban por senderos que atravesaban los terrenos pantanosos de los bosques. Los tlascaltecas extendían sus brazos y rezaban. Era un como como un zumbido. Uno empezaba el verso, los otros lo continuaban con sus voces sedientas…; "…El dios de la tierra abrió su boca sedienta. Insaciable es cuando piensa en la sangre que hoy corre todavía por las venas de los guerreros. Pero ya prepara su maravilloso banquete… Las armas arrullan ya a aquellos cuya sangre él ha de beber y la simiente del padre fecundiza ya el regazo de la madre… Han pisado ya la puerta oriental de la vida, cuya sangre ha de consumir el ocaso occidental… Señor de nuestras guerras, acógenos con amor cuando a ti acudimos; haz que el sol y la tierra, el padre y la madre, a quienes debemos nuestras vidas, nos acojan con amor… Padre Sol, tú que solitario vives y gobiernas, senos propicio…" Un coro de destinados a la muerte. La mano temblorosa no lleva alimento a la boca, y en vano buscan algún oculto depósito de amarillo maíz. ¿Para qué todo eso? Nadie levanta esta noche la tienda; los centinelas están en su puesto callados; todo está silencioso. Sólo delante de Cortés hay una lucecilla encendida; ha improvisado algo que parece una mesa con algunas tablas y sobre ellas escribe: "Hoy ha sido sacrificado otro caballo; son ya veintidós. Lo comimos. Vuestra Majestad puede creerme; :hacía dos días que no habíamos comido nada caliente. Los soldados se arrojaron sobre el animal y lo devoraron, incluso las entrañas…" Una sombra se proyectó sobre el papel; Duero se inclinaba sobre el hombro de Cortés.

—Amigo Cortés, ¿podéis creer que esas líneas pueden llegar nunca hasta la mano del emperador?

—La gloria se coge de manera distinta que los niños cogen las flores.
Dum spiro, spero,
don Andrés…

—Vuestro espíritu sigue enhiesto; admiro vuestra fe. Yo soy un pobre mortal; pienso sencillamente si mañana a esta hora estaré aún con vida.

El sueño es un gran sedante. Los capitanes pidieron dos días de descanso. Se detuvieron. La gente estaba agotada, hambrienta, desmoralizada. Dormir era su único placer. Una satisfacción que estaba más allá del ensueño, cerca ya de la muerte. Cortés estudiaba los caminos que conducían a Tlascala.

Se despertaron sacudiéndose los unos a los otros y se pusieron en camino. Por la mañana debían estar en Teotihuacan y desde este punto sólo quedaba media jornada para alcanzar Tlascala. Caminaban de nuevo; solamente se oía el ruido de los pasos sobre la hierba seca y crujiente o sobre el fango; por lo demás, el silencio era mortal. Alboreaba. En la niebla plomiza, detrás de la maleza, se dibujó vagamente la inmensa mole de un templo colosal. Era una construcción en forma de pirámide, formada de varios pisos, que se elevaban a inmensa altura. Estaba dedicado al Sol. En sus costados estaban talladas las escaleras de las cuatro estaciones. En la parte superior estaba la maravillosa divinidad Anahuaca. Aquí venían en peregrinación las gentes, lo mismo que en Cholula sucedía con la Serpiente Alada. Hacia el sur se elevaba otra pirámide, más sencilla y mucho menor, dedicada a la Luna. Doña Luisa dijo:

—Esto fue dedicado por los antepasados de nuestros padres, es decir, hace mucho tiempo, cuando aún no se conocían las piedras talladas que indican el curso de los astros. Lo construyeron hombres dos o tres veces más altos que los de ahora, que jugaban por distracción a la pelota con enormes masas de rocas, que podían romper con la mano los peñascos y que, si querían, podían hacer estallar el trueno.

—¿Se puede subir hasta la cima?

—El camino que conduce arriba es el sendero de la muerte.

Las sombras se iban alargando al declinar la tarde. Por encima de ellas, se elevaba la colina desierta y rojiza donde se alzaba el templo, edificado por gigantes con monstruosos bloques de piedra y coloreado con mortero rojizo, amasado con sangre. Sandoval puso la mano sobre el hombro de Ordaz:

—¿No os agradaría trepar hasta la cima, don Diego?

El interrogado miró a la lejanía. Recordó su ascensión; desde entonces parecían haber transcurrido siglos. Entonces aún era joven y estaba alucinado por imágenes de luz. Era el primero que había divisado la Tierra de Promisión, el primero que había respirado el aroma de las flores del valle… Ahora tenía una herida en el brazo que le supuraba. Su cuerpo estaba llagado; el cabello comenzaba a caerle. Por encima del ejército, trazaban amplios círculos los cuervos marinos…

Other books

Graves' Retreat by Ed Gorman
Deadly Storm by Lily Harper Hart
Attack of the Tagger by Wendelin van Draanen
After Dark by Nancy A. Collins
The Crucifix Killer by Chris Carter
The Longing by Beverly Lewis
Enticing Their Mate by Vella Day