El dios de la lluvia llora sobre Méjico (78 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Pasaban horas y más horas; no valían ahora las palabras y había que construir. Los caciques iban y venían para prestarle homenaje; exponían quejas imprecisas sobre sus propiedades, que un vecino invadía en sus linderos; se formaban grupos excitados y quejosos. Ciertamente que ante él inclinaban la cabeza hasta tocar el suelo, pero sus lenguas pronunciaban palabras extrañas. Con ayuda del intérprete, procuraba entenderse con todos; los notarios lo escribían todo en su protocolo y el Derecho Español dictaba su sentencia. "¿Soy ya por ventura virrey?", se preguntaba. Y entonces pensaba en la lejana patria de donde no llegaba la esperada contestación. Permaneció entre los barracones y tomó algunas tortas de maíz y un trago de miel antes de tomar el camino de Iztapalapán. Tomó consigo a su paje y algunos caballeros. "Estaré de regreso por la noche", dijo. Dio el mando a Alvarado y pronto el pequeño grupo había desaparecido entre la niebla. Conducía el camino por el borde de un bosque. La niebla pronto se disipó y el follaje lo envolvió como en un velo azulado. Los cascos de los caballos golpeaban rítmicamente el camino. De vez en cuando encontraba un indio o le veía inclinado sobre la tierra trabajando; veíanle levantar la vista y desaparecer como un fantasma. Después los colores se fueron haciendo menos vivos como si se hubieran mezclado pinturas más oscuras en la paleta del cielo; los murciélagos comenzaron a revolotear ante ellos. El camino estaba hecho para pies calzados de mocasines y había que abrirse paso difícilmente por la espesura; pasaban luego entre altas hierbas, por plantaciones de maíz que el viento llenaba de olas. Aquí el crepúsculo volvía a hacerse claro y luminoso. Algunas manchas de luz deslumbraban los ojos; eran los escarabajos luminosos que medían a veces hasta media pulgada de longitud y que siempre llevaban una lucecita consigo, como la llama de una pequeña antorcha. Así llegó el grupo a los alrededores del castillo solitario y apartado de todo poblado donde vivía la princesa que había estado en el reino de la muerte.

Estaba situado el palacio al borde de un estanque. Sus paredes, blancas como la nieve, parecían luminosas a la escasa claridad crepuscular y, a la luz de las antorchas, las sombras formaban sobre el albor figuras extrañas y misteriosas que se hubiera dicho cumplían algún rito extraño. A su alrededor había pájaros, serpientes y follajes, todo de sentido oculto, en forma de letras. El palacio se levantaba sobre un terraplén que lo protegía de una posible inundación. El tejado ancho y plano no se apoyaba en bóveda alguna. En la fachada que miraba al estanque se abrían pequeñas puertas que conducían a un largo corredor a cuyo extremo había toda una ala de habitaciones, corredores y departamentos. Los soldados desmontaron y la trompeta dio un toque. Cortesanos ricamente ataviados salieron al encuentro le los recién llegados, haciendo grandes reverencias le respeto. Detrás de ellos, algunas mujeres traían alimentos y bebidas para los jinetes. Por todas partes se veían criados que, con sus brazos extendidos, señalaban la dirección que Cortés y Orteguilla debían seguir. El corredor torcía y se llegaba a un patio. A la luz temblorosa de las antorchas se distinguió un gran adorno le oro. Bajo la copa le un árbol llamado
cecropia
asomaba la cabeza un pájaro asustado; un animalito pequeño que se puso en movimiento estremecido, moviéndose hacia su escondite; se extendía y se movía como un candelabro; la verle cola brillaba hermosamente a la luz le las antorchas. Su vuelo no podía confundirse con el de ninguna otra ave.

Un quetzal…

Revoloteaba por encima le los viajeros, asustado por las luces y aquel ruido inusitado. Era el maravilloso pájaro
totem
que se había aparejado con Quetzacoatl, el dios en figura le serpiente que, en tiempos remotísimos, reinó como rey en Cholula, y que quizás era un
wiking,
llegado hasta aquí, blanco y barbudo, con vestidos maravillosos. Su hogar podía muy bien estar lejos, muy lejos, hacia el Oriente. Tal vez había llegado en su buque para luego partir hacia su tierra. Todo eso ahora se presentaba ante los ojos le los recién llegados en la forma le ese pájaro indescriptible y divino. A partir le la puesta del sol, la servidumbre caminaba le puntillas y sin luz, cuando pasaba por el patio, pues en él dormía la encarnación del dios alado y ¡ay de quien perturbara su sueño!

Cortés lo contemplaba. Fuera del círculo le luz de las antorchas, parecía tan sólo un punto brillante perdida entre los escarabajos voladores y las estrellas; pero seguía volando alrededor del árbol en una de cuyas oquedales la hembra empollaba sus huevos pequeños y azules.

Cortés siguió caminando entre la servidumbre, que permanecía inclinada respetuosamente. Le parecía ser él mismo un dios o un ser divino que tenía la ley bajo sus pies. Trabajo le costaba ir encontrando su camino, pues aquello era más bien una agrupación de edificios, galerías, corredores y jardines para seguir luego de nuevo por grandes salones. Le parecía como si un laberinto se lo hubiese tragado.

Las lámparas de aceite ardían con su luz amarillenta. Eran unas vasijas grandes, adornadas de cabezas de dioses.

Papan se levantó un poco de su poltrona. Su rostro era pálido y hermoso, como el de todos los Moctezuma; el color se diferenciaba apenas del de las mujeres sevillanas cuando van sin afeites ni polvos. Papan no llevaba tampoco pinturas ni afeites. Eso daba más vida a su rostro y al mismo tiempo lo hacía extraño, ya que aquí era difícil ver nunca el rostro de las damas le calidad, por ir cubiertas de una verdadera máscara de pinturas. El óvalo de su cara era alargado; sus labios, finos, y la nariz alta. Tenía ojos brillantes y oscuros. Llevaba el cabello sujeto detrás con una redecilla adornada de esmeraldas. El palacio no tenía grandes y vastas salas; incluso esta habitación era más bien como una alcoba, no muy alta de techo; pero sus paredes estaban cubiertas de preciosos adornos, bordados o tejidos. En un brasero se veían las brasas que despedían el aroma cálido de hierbas odoríferas dando al aire un sabor dulzón. Cuando Papan tenía frío, se echaban más brasas, y cuando se iba calentando, poco a poco, separaba de sí las gruesas mantas en que se envolvía hasta quedar sólo con su túnica blanca. Llevaba los brazos desnudos hasta las axilas; sus manos eran muy bien formadas y sus brazos magníficos. El tejido de su vestidura era como le seda, tan flexible y blando, y se adaptaba de tal manera a sus carnes, que se dibujaban hasta las líneas más íntimas de su cuerpo.

Era sencilla, pero distinguida. Toda etiqueta le corte era en ella innata, natural, y jamás tenía el aspecto de cosa aprendida. Al entrar los dos visitantes no se levantó de su poltrona, pero inclinó la cabeza y sonrió. Dijo algo. Los españoles pudieron escuchar su voz. Hablaba lentamente, acentuando bien las palabras para poder ser fácilmente comprendida por el intérprete. Cortés se quitó el sombrero y, con su pluma, barrió el suelo; no volvió a ponérselo, sino que lo arrojó sobre una mesita baja que allí había. Acercóse después, hizo una reverencia y saludó a la dama en español y con las palabras usadas según costumbre cortesana. Después su voz se hizo insegura; de su boca salían palabras en el lenguaje llamado
nahuatl,
del que había logrado ya aprender mucho y entender casi todo.. Repitió entonces su saludo, tal como lo oía decir todos los días mil veces de labios de los que acudían a él con súplicas o peticiones.

Papan sonrió. Dijo algo; la criada atizó el fuego y las llamas brillaron y despidieron fuerte aroma con su humo que se elevaba en honor de los dioses y servía de adorno al mismo tiempo. La habitación se iluminó así; ahora se podían distinguir bien las figuras y los crueles perfiles de los dioses de piedra, así como las esferas de ágata, sin adorno alguno. Papan extendió la mano y tocó la enguantada mano de Cortés, que, según la etiqueta, no podía ir sin guante.

Dile a tu amo que se desnude la mano; quiero vérsela.

Comprendió estas palabras Cortés y obedeció un poco confuso. Su mano era nervuda, fuerte, varonil; era la mano de la cual él mismo había dicho al escribir a Carlos "que se había vuelto tosca por el manejo de las armas y que ya no podía conducir la pluma como una vez supiera en Salamanca". Estaba curtida por el sol y por los puñetazos; pero al mismo tiempo era bien conformada y fina, y más lo parecía aún entre los encajes y puntilla de los puños. Papan la tocó. A Cortés le pareció aquel contacto el de un dedo de hielo. Experimentó como un miedo ancestral y pensó en la leyenda de Kapernaun… ¿Había regresado de allí Papan? Por primera vez se le convirtió en una interrogación aquella leyenda que había oído varias veces sin prestar demasiada atención. Papan había vuelto del más allá. Había estado en la frontera de las leyes terrenales: tal vez esas leyendas ya no rezaban para esa mujer. Papan contempló a Cortés; le encontraba negro, barbudo y con ojos brillantes. En sus cabellos se entremezclaban ya muchas hebras de plata y en el cuello mostraba una profunda cicatriz. También veíanse algunas cicatrices en la cara, una de ellas, rojiza, le cruzaba la frente: era un recuerdo de la batalla de Otumba. En el dedo llevaba un anillo de cornalina con las armas de la familia Cortés de Medellín… ¿Serían verdaderamente dioses esos rostros pálidos? Papan notó, al tocarle, la tibieza de aquel cuerpo y un olor especial de hombre. Papan lo veía todo con gran sensibilidad, como rodeada de una neblina de belleza; a su alrededor la vida se hacía más sutil y en cada una de sus manifestaciones veía millares y más millares de misteriosos destellos de pensamientos. Contempló a Malinche, que había llegado a Anahuac como si fuera un Dios.

También Cortés contempló a Papan. Contempló su cuerpo enfermizo, pero prócer. En los rasgos fisonómicos de aquella mujer, en la redondez de su barbilla, en la forma de su cabeza, en la expresión de su mirada buscaba ver alguna de los rasgos o gestos de Moctezuma, el gran hermano, el Terrible Señor. Contempló aquel cuerpo femenino y sintió un estremecimiento, un deseo voluptuoso, un deseo, sí, pero mezclado de pavor. Ese cuerpo tenía algo de superterrenal; ningún ser humano podía tocarlo, como si el cielo tuviese ya en él sus derechos.

—Eres señor de tu palabra, Malinche. Me produce doble alegría el verte, pues sé que has interrumpido gustoso el festín de la victoria para corresponder a mi deseo.

—Señora: Tú que has estado en el misterioso cruce de caminos de la vida y de la muerte, debes saber que vuestros dioses son falsos: polvo y piedra y nada más. No os pueden proteger y sólo mantienen vuestras almas en el terror y en la esclavitud.

Orteguilla iba a traducir, pero Papan le hizo callar con un gesto:

—No hables. Ya entiendo lo que dice de los dioses y leo en sus ojos lo que quiere decir. Pregunta a Malinche cómo ve él a su Dios. ¿Lo ve siempre igual, con sus manos atravesadas por dos clavos que le sujetan a un madero?

—Nuestro Dios está sobre todas las cosas y es invisible. Ese signo que tú ves, la cruz, que llevamos sobre el pecho, en el puño de la espada, que tenemos en nuestra casa y en nuestros templos, es sólo eso, un signo, una señal y una advertencia también, pues todos somos frágiles y necesitamos ver las cosas con nuestros propios ojos. Pero eso no es nuestro Dios. Dios está por encima de nosotros; Dios está en todas partes.

—¿Ves aquella esfera allí? También es, como tú dices, un signo un símbolo; pero no un dios. Nuestros antepasados de la estirpe de Tlaloc y que llegaron a este país en tiempos remotos, con lluvia, tormentas y niebla, rezaban solamente a un dios invisible, un dios que en nuestro idioma se llama Tezcatlipoca, que significa el más alto. Primeramente era el sol, después dejó de ser el sol y se extendió por todas partes. Tú no lo puedes ver, ni oír, ni sentir Y esa esfera es su símbolo.

—He visto pájaros quetzal al entrar en tus jardines. No los había visto nunca antes. Mueren en cautividad, se dice. Observo que su nombre se parece el de vuestro dios Quetzacoatl.

—Fue un rey. Cuando su pueblo sufría hambre, la Serpiente Alada se ocultaba detrás de un hormiguero y observaba la dirección en que partían las hormigas. Cuando veía que venían arrastrando los amarillos granos de maíz, se convertía él mismo en una hormiga negra. Era conducido por una hormiga roja hasta que llegaban ante unas mazorcas. Quetzacoatl las miraba y después las mostraba a su pueblo. Desde entonces se celebra la fiesta de la madurez de las mazorcas… Fue una de esas fiestas la que Tonatiuh convirtió en una carnicería…

—Acerca de las verdades de Dios, fácilmente nos pondremos de acuerdo, señora; más fácilmente que acerca de las cosas del mundo. El alma es igual para los hombres que para las mujeres; pero las mano de los hombres sostienen las armas con más brío. Me has hecho llamar, señora, y yo he venido para suplicarte algo.

—¿Qué puede pedir el poderoso a aquella que nada tiene? Tengo solamente losas en el corazón y en la memoria. Bajo esas losas están todos aquellos a quienes amé un día y yo debería levantar muchas piedras para volverlos a poner entre los vivos. ¿Qué podría desear de mí, Malinche?

—Has hablado de tu dios poderoso, ese dios que lleva un nombre tan extraño. Has hablado de él por primera vez claramente y con verdad dijiste que los reyes a quien adoras como dioses no son más que grandes reyes muertos hace ya muchos siglos, envueltos ya en complicadas leyendas, como se comprende ha de suceder en un pueblo que no tiene medios de fijar fielmente las palabras en el papel. Vosotros leéis imágenes y escribís imágenes. ¿Quién puede saber al cabo de diez años, sólo diez años, cuál es la imagen de un dios y cuál la de un rey? Has hablado de un dios supremo y tú misma eres grande y maravillosa en este antiguo reino. Debes comprender, princesa, que mi Dios, mi Dios invisible, es el mismo, ha de ser el mismo que ese que tú llamas el más alto: Te ruego que me des ocasión de convertirte a mi propia fe.

—Sólo los niños se precipitan. Mis pasos son lentos desde que volví de allí. No puedo apresurarme. Vosotros mismos tenéis temor de la sangre que piden nuestros dioses. Yo también siento terror de esa sangre que habéis derramado en vuestro camino que os conduce a la gloria de vuestro Dios. Hemos de acostumbrarnos todavía el uno al otro, los unos a los otros, Malinche… Ignoro si vuestra fe es la verdadera fe, como pretende vuestro amable sacerdote…, pero no será ciertamente ésa que tú y Tonatiuh enseñáis con vuestras armas. Pero no es para eso por lo que te mandé llamar.

—La princesa puede mandar; soy sólo tu criado.

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