El dios de la lluvia llora sobre Méjico (88 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Mirad; los asientos son nuevos, de otra forma. Ya no son altos y estrechos, sino más bajos
y
cómodos…, y el banco de los
magisters
también está colocado de otro modo…

—Dormí aquí con mi preceptor la primera noche que pasé en la Universidad, pues la habitación que se me destinaba no estaba aún libre…

—Nunca había estado en este corredor… Yo era un estudiante pobre, dormía junto con otros tres compañeros en una misma habitación. Vivíamos en el ala del edificio y sólo subíamos a la hora de comer.

—¿Y por la noche?

—Mi difunto señor padre no tenía suficiente dinero para pagar la cena… y me enviaban de casa algo que comer…

—Una y otra vez te invité a cenar.

—No quería ser siervo de un gran señor.

—Sigues hoy siendo igual que antes, Hernando…, orgulloso.

—Yo no tenía detrás de mí a ningún licenciado; pero el juego más hermoso lo aprendiste de mí, Gaspar.

—Sí; cavábamos por los caminos y encontrábamos tumbas de romanos muertos…, pero desde entonces tú has visto cosas mucho más extrañas y sorprendentes.

—Cuando hace tres años partimos hacia Yucatán, dos jinetes volvieron para darnos la noticia de que ante ellos había sucedido algo milagroso. Los perros que llevaban temblaban de espanto… Yo espoleé a mi caballo seguido de los míos, galopé hacia allí y, llegados que hubimos junto a un arroyo, tan seco que yo podía vadearlo fácilmente, vi allí una muralla o paredón…, era largo, construido a manera india, sin mortero alguno, por yuxtaposición de grandes piedras. Pasamos por encima de aquella muralla y nos encontramos en una ciudad muerta. Imagina, Gaspar: una ciudad muerta, pero no como las que hemos visto aquí; no una ciudad romana… Aquello es completamente diferente; cada piedra está labrada con figuras de horribles dioses; sus columnas son tan altas como tres de nosotros, todas con capiteles formados por cabezas de dioses y todas con un significado especial comprensible para el que las sabe leer. Una ciudad muerta. A nuestro alrededor habían indios, intérpretes y guías. Yo pregunté: " ¿Qué ciudad es ésta?
,
Entonces los indios volvieron la palma de la mano hacia arriba para indicar que nada sabían. Preguntéles cuándo los habitantes de aquella ciudad la habían abandonado. Tampoco lo sabían loa indios. Pregunté entonces cómo se llamaba. No lo sabían. Pregunté cuál era el nombre del arroyo. Dijeron entonces algo que sonaba a Copán o algo parecido. Este nombre es el que quedó. El ejército, entretanto, siguió avanzando; sólo yo me adentré entonces por aquel lugar; visité los palacios arruinados, sus templos desiertos, tal vez hacía ya más de cien años. Las hierbas lo cubren ya todo; la lluvia penetra en el interior de las ruinas… Dentro de veinte años o menos la selva se habrá acabado ya de tragar la ciudad entera.

—Siempre tus pensamientos siguen allí, Hernando.

—Mientras estuve en Méjico, mis pensamientos estaban siempre aquí. Mil veces, en mi imaginación, me trasladaba a Salamanca hablando con los profesores y en sueños decía: "No soy un cualquiera. Soy solamente pobre y a menudo estoy hambriento; que me dejen aprender aunque sea más lentamente; que no me echen, de aquí…" Siempre soñaba en España. Lo olvidado parecía renacer en mí… Y ahora que estoy aquí parece que el mundo dé una vuelta dentro de mí y mi mirada se dirige siempre hacia aquel; mundo turbador de gente extraña y de sangre…

—¿Sientes nostalgia de volver allí?

—Muero por volver allí. Si supiese que no he de poder volver a ver a aquellos países…, mis países, mis pueblos, mis indios… Dios me perdone mis pecados, pero creo que…

El
magister
estaba con una sutil sonrisa detrás de él. Era anciano y su rostro estaba arrugado y por su edad bien podría ser que recordase aquellos tiempos en que los dos frecuentaban todavía la escuela.

—Señores condes, con perdón… Ha tocado ya la campana y el magnífico señor rector debe entrar dentro de media hora en el salón de ceremonias presidiendo el claustro. Suplico al señor marqués que cambie de traje como está ordenado por las reglas de la Universidad.

Su criado y su paje le esperaban ya con la toga preparada. Las ordenanzas de la Universidad tenían reglamentados los colores, la forma de los trajes, forros, etc., de las togas, birretes y capas. Al doctor en jurisprudencia le correspondía reglamentariamente un cuello de armiño con triple brocha y un sencillo birrete de terciopelo negro. En la habitación —que era la mejor de las destinadas a los huéspedes de la Universidad— había un gran espejo veneciano, regalo a su señoría con motivo del jubileo de la Universidad. Cortés se miró en él. Desde que era hombre, aparecía por primera vez sin traje de guerrero, sin armas, con capa de hombre de ciencia, con el honroso hábito de
magister y
doctor. Se aproximó al espejo. Hacía muchos años que no se había podido contemplar así. Estaba ahora en sus cuarenta y tres años. A esa edad, muchos, ya estaban rotos; pero él estaba todavía en todo su vigor, dispuesto a casarse. Detrás de su sonrisa, que hoy debía ser sólo la discreta del hombre de libros, se escondía la imagen de la noble dama Juana de Zúñiga…

Desde que se le comunicó el acuerdo del claustro universitario de honrar con el título de doctor en jurisprudencia al marqués del Valle de Oaxaca, Hernán Cortés, antiguo bachiller de la Universidad, su alma se había llenado de una alegre paz; su rostro parecía más dulce en aquella luz tamizada entre los jóvenes nobles y las condesas. Animado por el amor, se había borrado la sequedad de su rostro y sus mejillas parecían más llenas. Se había preparado febrilmente para este día. Había leído de nuevo a los autores latinos para poder contestar al saludo del rector con la lengua ágil y poder desarrollar su disertación de doctor, si bien se le había considerado como tesis los informes que había enviado al emperador y que habían sido impresos en Sevilla. El extracto o esencia contenía algunos datos acerca del modo de vivir de los hombres del Nuevo Mundo, acerca de sus costumbres y leyes que observaban. Además, como introducción, su escribiente le había escrito un preámbulo ciceroniano.

Pensaba Cortés en los muchos que habían marchado ya a la eternidad y que con él estuvieron. En el padre Olmedo y en Sandoval. Tampoco vivía Velázquez; el terrible señor,
Aguila-que-se-abate
y otros que no vivían ya y de ellos había recogido su último aliento. Y él estaba ahora aquí con su toga de sabio, con un tintero en la cintura en vez de un sable, esperando a que los
magisters
le vinieran a buscar para encaminarse a la
sala áurea
con los jóvenes compañeros, donde iba a ser honrado por todo el claustro universitario y los magistrados de Salamanca que habían de entregarle el birrete de doctor.

Bajó las escaleras y, al pasar, todos se inclinaron saludándole. Marchaba erguido, cojeando ligeramente, imperceptiblemente casi; como si fuera el paso característico de los que cabalgan mucho; llevaba alta la cabeza con su negra barba sembrada ya de hilos de plata y la magnífica esmeralda en el dedo. Su paje llevaba ante las armas de las siete ciudades que figuraban en su escudo de marqués… Caminaba con el porte digno de su pergamino arrollado en la mano… Era aquel muchacho de tantos años antes, pueblerino y hambriento, que no se le había considerado apto para los estudios universitarios, y que solamente, a fuerza de esfuerzos y trabajos, había logrado obtener el título de bachiller… Pensaba ahora en su padre que no podía ya estar con él
y
conducirle como antaño ante sus profesores que le miraban y examinaban atentamente… Todo eso parecía haber sucedido hoy mismo. Parecía ayer aún cuando el fraile aquel de cabeza calva y cara rasurada, después de haberle mirado largo rato, había dicho al padre dominico: "Ved, reverendo padre, eso es la
áurea aetas…
Los toscos campesinos nos traen a sus hijos para que nosotros los eduquemos en virtud del derecho que Dios nos ha dado… "

Todo eso parecía haber sucedido hoy y lo iba recordando mientras bajaba las escaleras y oía las alabardas que golpeaban el suelo como saludo al nuevo conde… Pasaba ahora el capitán general de Méjico y a su lado iba el pequeño y querido compañero de ayer. Sólo Gaspar, Gaspar de Olivares, sabía en lo que pensaba su amigo. Le dio la mano y así bajaron juntos las escaleras cuyos peldaños estaban desgastados por el uso y no eran altos, irregulares y sangrientos como aquellos del Teocalli allá en su casa. "En su casa, así lo pensó… y bajó la cabeza. ¡Cuántos pensamientos pueden pasar por el cerebro de uno mientras se baja un tramo de escaleras! Así iban las cosas del mundo; los ciclos se cerraban, Hernán Cortés había venido para dorar de nuevo los adornos pálidos ya de la edad de oro. Había traído quintales de polvo de oro que prestaban ahora gran brillo a la corte real. Y también traía ahora oro a la Universidad para establecer fundaciones que perpetuaran el nombre de su familia… ¿Habría llegado la
áurea actas
citada tan a menudo por el profesor Lebrija? Sobre un cojín color de púrpura estaba el birrete de color carmesí con el que había sido nombrado el nuevo doctor. Inclinóse éste profundamente ante el Consejo de la Universidad y escuchó quieto, con los labios apretados, cómo el magnífico rector comenzaba su solemne discurso…

Séptima parte

Aniversario

1

Al bajar de su cabalgadura, su falda de brillante seda resbaló sobre la silla y el palafrenero puso su mano bajo la ligera sandalia de cuero. La dama se servía de una lengua extraña que no era entendida por la gente de aquí. El criado indio, con librea amarilla, contestaba con los mismos sonidos guturales. Mientras hablaba a la señora tenía los ojos bajos. La dama trataba de orientarse. Estaban a un tiro de piedra de la catedral; ante ella se alzaba con sus líneas hermosas el palacio del virrey. Ante la puerta había hombres con armadura que golpearon el suelo con sus alabardas cuando los recién llegados se aproximaron a la escalera. Hoy era un jueves bien distinto de los demás jueves del año en Nueva España. Durante semanas enteras no se veía aquí ningún rostro nuevo; a lo sumo venían algunos parientes de las islas; se enviaba plata desde las minas o algún prisionero era conducido ante el virrey… Pero hoy era un día notable, un día festivo: los oficiales, escribientes, secretarios iban y venían en número muy crecido. Muchos de estos hombres habían ya nacido en el Nuevo Mundo, mientras que algunos pocos habían llegado no ha mucho de Castilla. Aquí había crecido ya una gran ciudad, llena de conventos y de iglesias; los palacios de los nobles mostraban su magnificencia y sólo las aguas subterráneas hablaban aún de aquellos primitivos diques de los que quedaban algunos todavía en el extremo de la ciudad, junto a la orilla del lago.

Por todas las ventanas y galerías se asomaba la gente; desde hacía días en las cocinas se estaba preparando la fiesta, a la que habían sido invitados todos los hidalgos del valle. En esa fiesta el virrey quería honrar el pasado y volver a vivir sólo por un día todo lo que la leyenda había ya hermoseado doblemente. Por la tarde se cumplían ya treinta años desde que el pequeño buque del capitán Holguín había atacado a los botes del emperador indio y los ballesteros habían apuntado sus armas contra el pecho de Guatemoc. Hacía treinta años que se había celebrado aquel festín fúnebre en la ciudad, aquel en que don Hernando se levantó a los postres para penetrar en la ciudad asolada por la epidemia; y se decía entonces había oído cómo el dios de la lluvia lloró por última vez sobre las ruinas del palacio de Axayacatl. La dama paseó su mirada por la amplia plaza. Era todavía esbelta; caminaba erguida y hubiera podido pasar todavía por una mujer en la flor de la juventud si no hubiese traicionado sus años el cabello gris que asomaba bajo el amplio sombrero de amazona. Llevaba el vestido de las damas nobles de España. Su corpiño era de terciopelo negro con el cuello blanco y duro; sobre su pecho brillaba una cruz de oro y en el dedo una sortija con una esmeralda. El puño de su puñal representaba un cocodrilo de oro con las fauces abiertas. Miró la señora atrás para ver si seguían las acémilas de carga de las que tiraban lacayos con las armas de su señora en la librea. Eran estas armas representación de la terraza de Cholula en la que había una figura de blanca mujer, cuya cabeza estaba adornada con una corona de cinco puntas. Con la mano se resguardaba los ojos de la luz del sol y así miró alrededor de la plaza. Los recuerdos brotaban de su pecho y trataba de ver lo que quedaba aún de lo antiguo en las casas, palacios e iglesias. Cuando por primera vez había llegado con los españoles, temblando y rodeada de sones de trompeta, se levantaba aquí el palacio de Moctezuma, en el mismo lugar donde ahora estaban sus acémilas de carga que levemente avanzaban. ¿No quedaría todavía alguna piedra que hubiera sido testigo de su primera llegada, que la hubiera visto entonces con su túnica sencilla de algodón, la cabeza cubierta, como de costumbre en las mujeres indias? Aquí se alzó un día el palacio del monarca; allí estuvo el colosal Teocalli… Nada de eso quedaba ya; todo se lo habían tragado los canales; todo había sido demolido por las piquetas de los españoles y junto a la carretera blanca mostraban ahora los pantanos la maravillosa y destruida metrópoli… Pero ¿dónde estaba el cinturón interior que había defendido Guatemoc hasta el último momento y que había sido respetado por las llamas y las balas de los cañones…? Semanas después habían llegado los arquitectos de Cortés con sus cintas métricas, sencillos constructores de buques, carpinteros y capataces que fijaron dónde debía alzarse el palacio del gobernador, dónde la fortaleza o ciudadela que Cortés bautizó con el nombre de El Matadero. La catedral se apoyaba por la izquierda en el ahumado muro del Teocalli; sólo la otra pared estaba construida a usanza española con piedras cuadrangulares y mortero. Si se la contemplaba a la luz del sol, se veían brillar en ese muro los materiales. Las casas del recinto interior habían sido repartidas entre los capitanes, los sacerdotes y los funcionarios de la corte. Del antiguo Teocalli no quedaba ya nada; el recuerdo tan sólo.

La dama subió los escalones de la gran escalera del palacio del virrey; eran escalones bajos y cómodos para los españoles; hechos para ser subidos por piernas forradas de armadura y por tanto un poco rígidas y pesadas, y no para piernas de indios que podían trepar fácilmente por las empinadas escaleras de los templos con escalones de un palmo de ancho. Todo era aquí magnífico, cómodo y hermoso; las puertas grandes y doradas. Los centinelas se aburrían en sus garitas de madera pintada; había un paso especial para las calesas y tres accesos: uno para señores de categoría; el segundo, para los españoles sencillos, y el tercero para los indios, que debían esperar allí cuando eran llamados a palacio para algún asunto importante.

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