El dios de la lluvia llora sobre Méjico (77 page)

Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
3.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sandoval no bebía; estaba encargado de vigilar los puestos de guardia. Hacía remojar con agua fresca a los centinelas que relevaban a los salientes. Era sobrio voluntariamente; se hablaba de que era una promesa que había hecho. Ahora estaba contemplando las estrellas. La medianoche había quedado ya atrás, hacía tiempo, pero seguía el desenfreno. De pronto se puso frente al padre Olmedo:

—Padre, no creo que todo eso pueda suceder a la mayor gloria, de nuestro Dios.

—Me avergüenzo de permanecer aquí, pero ¿qué puedo hacer yo solo? Voy y vengo por la oscura noche, escucho si se oye un grito para acudir en su socorro… ¿Qué puedo hacer frente a un millar de hombres?

Esto lo decía cerca de Cortés para que éste lo oyera. Cortés le miró. Sus ojos estaban enrojecidos de vino y de sueño; sin embargo, estaba ya otra vez casi sereno, se sentía solo; de nuevo le llenaban los pensamientos de que nadie había allí que se preocupara de él. Marina se había marchado hacía tiempo para cuidar y vigilar el sueño del pequeño Martín. Tecuichpo no estaba lejos; tal vez estaba despierta y oía el barullo; pero todos, todos los que en él pensaban de verdad estaban lejos, muy lejos: su padre, que no le podía ver, el viejo Martín, estaba en su casa de Medellín con todas las personas entre las que Cortés había crecido… Todo eso le daba vueltas en la cabeza. Nadie hubiera podido reconocer en él al hombre arrebatado de antes, al perseverante galanteador de las damas, al pendenciero… Países y reinos estaban ante él… Pensaba en el plan de ir al día siguiente a Chapultepec para restablecer las conducciones de agua, hacer presión en
Aguila-que-se-abate
para que cuidara de la limpieza y reconstrucción de Méjico, Al otro día también debían venir los hombres con picos y azadas, cestas y escobas para comenzar sus trabajos; diez mil hombres debían construir ladrillos, otros diez mil cocerlos al sol y a los dos días, en vez de ruinas, debían levantarse de nuevo casas; debían echarse los planes de grandes palacios y levantar una fortaleza junto a la orilla del lago. Y eso había que hacerlo en poco tiempo, pues no podía llegar a oídos de Carlos que todo había sido aquí destruido y aniquilado, ni que, estaba todavía sin corona la Nueva España, de que sus tribus nada sabían aún de paz española… Al día siguiente mismo debían venir Yáñez, el carpintero, y Martín López, el constructor de buques. ¿Tenía mejores constructores que estos dos…? Eran en todo caso hombres firmes y sinceros que sabían cómo se coge un hacha o una azuela. Al otro día debían comenzar la construcción.

Al mismo tiempo quería enviar mensajeros a todas las ciudades haciendo saber que, antes de la luna llena, todos los fugitivos podían regresar, que la ciudad les pertenecía: lo que de ella había quedado y también lo que reconstruiría o construiría de nuevo. Todos podían volver. Los magistrados decidirían como antes las diferencias y los pleitos, el mercado funcionaría de nuevo y de nuevo también surcarían las aguas del lago millares de embarcaciones. Entre ellas cruzarían los buques de vigilancia. Debía ser una nueva ciudad, adornada, sin embargo, con la misma imagen de la Virgen María que coronaba la alta torre del Teocalli, la cual había resistido a todos los desastres. Todos los templos debían ser consagrados a santos cristianos; no debía quedar huella de la antigua alma de la ciudad.

Así meditaba Cortés y ahora a su lado había caballeros que se preocupaban de asuntos del momento: Sandoval, con su modo de hablar lleno de circunloquios, y el padre, que siempre tomaba partido por los indios y ya mil veces había detenido su, mano cada vez que intentó derribar aquellos ídolos grotescos.

Señor, el festín ha terminado… Los soldados están ebrios y abrazan a las muchachas… ¿Qué van a pensar de nosotros los indios? Sin moverse de su asiento, miró a los dos que hablaban. No tuvo ánimo de preguntarles si eso era todo; si no tenían otros cuidados y no velan nada más importante… Se arrastraban ata de tierra como reptiles y no era un milagro que atrajeran el vuelo de los cormoranes… También él comenzaba ya a hablar y a pensar en parábolas indias y adornaba sus pensamientos con figuras de animales. En ese mundo complejo se había acostumbrado a ello, pues aquí todo era distinto de lo que en España estaba prescrito para los buenos cristianos.

—Dejadlos hoy. Por lo demás, no se podría refrenar de pronto su alegría. El día de mañana os pertenece a vos, padre. Anunciad que celebraréis un oficio divino y en él podréis exhortarnos severamente y con motivo. Pero hoy me veo impotente para poner diques a esa alegría.

Se levantó. El suelo parecía mecerse un poco bajo sus pies y tuvo que apoyarse en el borde de la mesa. Al salir, le embistió el olor tibio y resinoso del bosque. Las hojas húmedas goteaban; eso le serenó. Siguió un sendero y a derecha e izquierda pudo oír voces y rumores de placer; aquello parecía un lupanar. ¿No había en ello como una plenitud de sentimiento caritativo? Hoy esos hombres no robaban, ni mataban, ni asaltaban las casas; hoy solamente amaban a las muchachas que habían venido voluntariamente a la fiesta de los españoles. Hoy eran generosos daban sus propios andrajos, les ofrecían los mejores bocados; hoy eran hombres. Cortés sonrió al pensar eso: los soldados, los campesinos eran mejores y más honrados cuando estaban en los burdeles. Sus corazones se llenaban de bondad y de belleza, entendidas a su modo. Esos hombres, acostumbrados a la sangre y a la espada, cantaban ahora canciones infantiles, se convertían en caballeros, cuya tosca sencillez tenía algo de enternecedora puerilidad. Sonreía al pensar que contaría todas esas cosas al padre… Luego seguiría a eso el
confiteor
y
el
misericordia.
Hoy el bosque estaba caluroso y pesado; los chacales se habían retirado a sus cubiles y las fieras no se atrevían a acercarse a las hogueras; los pájaros habían huido; solamente se oía a lo lejos el ruido de los cascos del caballo de Sandoval que por allí galopaba.

Llegó a su cuarto, donde una mesita para escribir, una piel de osó y algunas mantas indicaban que allí vivía un hombre. A la puerta estaba Orteguilla con una india magníficamente ataviada. El muchacho, sable en mano, vigilaba la morada de su señor. La muchacha trajo una cesta artísticamente tejida, cuando vio que Cortés había llegado. A la luz de la lámpara de aceite, vio Cortés a las dos figuras; cuando se hubo aproximado más, la muchacha se postró conforme a la usanza india. Orteguilla hizo de intérprete.

—Esta criada de una princesa tiene un mensaje que daros. La princesa Papan os suplica que la visitéis cuando os sea posible. Manda algunos presentes y espera vuestra contestación. Cortés destapó la cesta. En una especie de puntilla tejida de oro y plumas había una torta. Era un hermoso regalo para aquel que iba haciendo obsequios a cada paso de sus soldados. Cortés conocía el rito. Debía partir la torta, ponerse un bocado en la boca y ofrecer un pedazo a la mensajera.

—Dile que mañana iré, después de la misa. Llevaré conmigo algunos caballeros. Pienso que estaré allí alrededor del mediodía. La muchacha que espere.

Buscó un regalo, pero ¿qué podía ofrecer a una mujer que había estado ya en la tumba? Miró a su alrededor. Los tesoros estaban guardados día y noche por una guardia especial y a cargo de comisarios regios. Ni él mismo podía ahora llegar hasta ellos y, en todo el cuartel, sólo cosas insignificantes podía hallar. Su vista tropezó con un pequeño libro encuadernado en piel; era un libro de oraciones que un impresor sevillano había ilustrado, conforme a la moda, con grabados en madera. Lo había recibido como regala de un capitán que había traído un cargamento de tocino, hierro y pólvora. Lo tomó en las manos. Era un volumen en octavo; veíase en un grabado al Salvador rodeado de avecillas. En otro, se representaba a María, junto con las otras santas mujeres, al pie de la cruz. Juan estaba sentado junto a la costa y sobre, su cabeza volaba la paloma del Espíritu Santo… Corta hojeaba el libro a la luz de una antorcha.

—No puedo ahora encontrar nada mejor. Que le lleve eso a su ama.

Los oficiales y capitanes fueron a misa sin coraza ni armamento, con la cabeza descubierta. Los soldados estaban formados, limpios, como si la noche anterior no hubieran ensuciado sus cuerpos y sus almas con el pecado. El altar se alzaba al lado de los diques. Si hubiese quedado alguien en el interior de la ciudad de los muertos, hubiera podido escuchar el coro, contemplar los ornamentos sagrados y oír como la tierra temblaba cuando todos aquellos hombres a la vez hincaban la rodilla en tierra al ser elevado el Santísimo Sacramento. Pero sólo buitres y cormoranes volaban incansablemente por encima de las ruinas, y el silencio sólo se interrumpía por las voces de alerta de los centinelas indios.

Entonces habló el padre Olmedo. Subióse sobre la plataforma que formaba un calendario de piedra, extendió sus manos sobre la cabeza recién mojada por las aguas del bautismo de dos niños indios y dijo:

—…¿Acaso traje yo aquí lobos y chacales para que se pasasen la noche aullando como condenados? ¿No existe en vosotros ni una chispa de piedad y está vuestro corazón helado para todo sentimiento humano? Conmigo estuvisteis en los diques y visteis los infelices habitantes de esta ciudad…, los visteis cómo en sus caras llevaban la palidez del sepulcro y percibisteis cómo de sus cuerpos se desprendía el olor de la putrefacción… Los visteis; parecían los muertos que se levantaban en el día del juicio para presentarse harapientos y miserable ante el trono del Juez. Pero los mirasteis y bromeasteis. ¿Quién de vosotros extendió la mano para sostener a una pobre madre que apenas se tenía en pie y que llevaba a su pobre hijo en brazos? ¿Quién le dio un pedazo de pan para prolongar un día su esperanza? Allí estabais y lo contemplabais, como si aquellos infelices fueran habitantes de otro planeta y no criaturas de Dios, como vosotros mismos. ¿No pensasteis que más fácil es mostrar con actos la bondad y que un gesto de compasión, un acto de misericordia significa más a los ojos de Dios que todos los golpes de pecho que os podéis dar ahora al tiempo que alzáis los ojos hacia el Señor? Nadie tuvo mejor ocasión que vosotros para hacer el bien. Y, sin embargo, allí estabais mirando qué más podíais robar y si vuestras manos ansiosas podrían aún arrancar algo a los que estaban muriendo. Dios os ha conducido a estas tierras para que anunciéis la verdad y éste es nuestro único derecho de conquista. Todos debieran encontrar ejemplo en cada uno de nosotros. Pero ¿qué ejemplo es el vuestro que sólo rezuma sangre y qué amor es el que no reconoce ni ve al hermano que sufre? Mientras luchasteis armados, os defendíais, como yo mismo, pobre pecador, tuve también que defenderme en ocasiones; pero ahora se trataba de llevar por el camino de la verdad a los que a vuestro alrededor estaban en las tinieblas. Debíais darles pan, para que después pudieran recibir el Pan de los Angeles. Debíais ofrecerles la paz y la piedad para salvar su cuerpo que alberga sus almas, las cuales hemos venido a salvar. ¿Qué hicisteis en vez de todo eso? No dirigisteis vuestros ojos con piedad hacia los infelices, sino que en vuestra mirada mostrasteis solamente codicia y lujuria. Os vi a todos ayer por la tarde y por la noche… No faltaba ninguno, y hasta los centinelas se agitaban inquietos y preguntaban continuamente a Sandoval cuándo les llegaría el relevo. No faltaba ninguno y nadie cuidó de vigilar si los lobos crueles caían sobre vuestro rebaño de hambrientos y enfermos. Estabais sentados a la mesa del festín, aunque no teníais hambre; bebíais, aun. que no teníais sed, y seguíais bebiendo cuando ya estabais borrachos y os revolcabais en vuestra propia asquerosidad. ¿Es posible que pueda, yo describir aquí, en este lugar consagrado a Dios, la magnitud de vuestro desenfreno? ¿He de censurar, por ventura, a los infelices que habéis salvado de la muerte con un pedazo de pan y que aún no pueden saber que hay un hambre más atroz que el hambre del cuerpo? ¿Puedo censurar a aquellas muchachas o mujeres, es igual, que vuestras sucias manos agarraron para arrastrarlas a la condenación? Allí estaba yo y rogué a vuestro general y le imploré. Y él extendió los brazos y dijo que se veía impotente. Le censuro yo ahora desde aquí, y censuro igualmente a sus capitanes y a todos os digo con palabras del Señor que ninguno de vosotros es digno de hablar en nombre de Dios, pues pisoteáis sus votos y deberes. Sí; vuestro general extendió los brazos y dijo que se veía impotente; pero si hubiera estado en peligro su vida ola e alguno de sus allegados, o alguien hubiera querido arrebatarle sus propiedades, ¿creéis que entonces hubiera dicho: "Me veo impotente; dejadlos?

"Os censuro y acuso y no os pongo más que una penitencia: la de ir a la ciudad. Los que la vieron cuando estaba en la cumbre de su prosperidad, cuando todavía era poderosa y estaba orgullosa de sus torres, de sus millares de habitantes, de sus ídolos, piedras preciosas, oro, éstos pueden preguntar a los veteranos que vieron la ciudad en aquel ocho de noviembre dónde se encuentra ahora todo aquello, que parece haber pasado millares de años. Los veteranos os podrán contar lo que permitió la cólera de Dios… Pero yo os ordeno que vayáis allí y miréis con vuestros propios ojos lo que hizo el Señor, cuál fue la suerte que deparó a esa desgraciada ciudad, peor que la que cupo un día a la orgullosa Nínive y a Jerusalén, envueltas en llamas. Pero vosotros sois cristianos y os vanagloriáis de ser soldados de Cristo. ¿Os debo comparar a los soldados de reyes paganos? Dice la Escritura: "Mirad ahí la ciudad alegre, protegida por murallas, que decía en su corazón: Yo y no más…" Se convirtió en desierto, en morada de fieras, y todos los que pasan por ella prorrumpen en lamentaciones y retuercen sus manos…

"Y ahora os digo yo que vosotros también debéis pasar por la ciudad que vuestras manos convirtieron en cementerio y desierto. Y si entonces vuestra alma no se llena de compasión y arrepentimiento, entonces mereceréis ser exterminados como está escrito en el Libro de los Profetas, de aquellos que se postran ante el Señor y le sirven, pero que también sirven a su Moloch… Soldados, os pongo como penitencia que paséis por la ciudad de Méjico…

Hacía tiempo que el sol había salido cuando Cortés se puso en camino. La victoria era para él una pesada carga. El botín había embriagado a los soldados. Los aliados indios se disponían para la marcha; sus jefes esperaban buenas palabras y una parte del botín. Se había ya recomenzado el trabajo. Guatemoc debía marchar con su gente a Chapultepec para establecer las conducciones de agua. Cuando Méjico volviera a tener agua, podría procederse al desescombro y limpieza, enterrar a los muertos y hacer que la vida volviera a establecerse entre sus murallas. Después comenzaría el trabajo de reconstrucción. Pero, entre tanto, ¿quién trabajaría los campos y cogería las cosechas? En el camino del odio y de la muerte, encontraba pequeñas, pero tangibles realidades. En la comida que los pobres miserables cocían en vasijas de piedra; en las mujeres que molían el grano de maíz; en los piensos para los caballos; en el cuartel donde la gente podía descansar un minuto y estaba protegida de los mosquitos; en el agua que no estaba infecta; en el lecho donde sus doloridos miembros descansaban y no se anunciaba el retorno de sus fiebres intermitentes. Cortés se agarraba con anhelo a esas pequeñas realidades.

Other books

His Best Man's Baby by Lockwood, Tressie
The Mighty Quinn by Robyn Parnell
The Children's Story by James Clavell
Small-Town Mom by Jean C. Gordon