El dios de la lluvia llora sobre Méjico (76 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Bebió vino. Hacía ya días que no había probado un sorbo. En los momentos de excitación, debía cuidar de conservar su cabeza clara y sus sentidos despejados. Por lo demás, no era bebedor y por eso no podía resistir mucha bebida. Ahora bebió grandes tragos. Un tibio
y
melancólico sentimiento le envolvió
y
le hizo ver las cosas desde un distinto y nuevo punto de vista. Algo en él parecía gritarle "Mira; estás en la guerra. Has podido librarte de los tiros de piedra, te has defendido; no te alcanza a ti culpa alguna. En tu corazón anidaba la compasión y aún ahora proteges a todos aquellos que la voluntad del Señor ha salvado."

Antes de la cena volvió a beber y la bebida le subió a la cabeza. ¿Debía comer con el estómago revuelto por el hedor y la suciedad de todo el día, sin antes limpiarle con un buen trago? La rigidez de sus miembros se disipó. Se abrieron sus ojos; en el horizonte vio un sol que subía y lo bañaba todo de tibieza. Las aletas de la nariz le temblaron al percibir el olor de los asados y de la grasa caliente. Sus dientes tenían ya ganas de masticar; sus dedos se extendían de deseo. Le escocieron las heridas, diez o veinte; un anhelo se despertó fuertemente en su interior, le subió al pecho donde había suspiros y sollozos escondidos. Todo parecía cambiado a sus ojos; lleno de luz, caliente, como una llama del Todo. Su cuerpo se agitó y se llenó de deseo de mujer. No supo si era de Marina o de Tecuichpo o de cualquier amante de ocasión o tal vez quizá de aquel cuerpo de piedra de "Muñeca de Esmeralda", que descansaba en el misterioso palacio de Axayacatl y que tal vez hablase consumido de ardor devorador… Se sentía anhelante. Hizo señal de empezar el banquete; no puso trabas a la alegría de su gente. Apenas oyó cuando Olmedo cumplió el rito del rezo. Sus manos estaban ansiosas; se regocijaba de los buenos bocados. Después bebió y el vino le corrió por al gaznate, haciéndole toser. En los vapores de la bebida pensó en su padre y en su madre y en los camaradas de Salamanca. Vio de nuevo al pequeño Olivares, cuando le alargaba la botella diciéndole: "La mañana es calurosa, beba vuestra merced un trago." Se vio de nuevo en casa de Velázquez, irrumpiendo para lograr la mano de Catalina… ¿Dónde estaría ahora Catalina? Por un momento se le apareció su esposa, pálida y enferma del pecho, todo mirada, sin cuerpo apenas, imposible ya de ser acariciada, tan atrás había quedado de él, aunque fuera tan sólo en espíritu… Era su esposa legítima. Y aquí le rodeaban reinas y rameras… No; Marina, no. Su rostro espiritual le sonreía aún ahora. No podía dar ni un paso si no sentía su mirada cobriza fija en él. Era una mirada contra la cual nada había podido el tiempo. Era tan dulce y tranquila como siempre, como cuando en el primer reparto le había correspondido a Puertocarrero, quien levantó la mano y dijo: "Si la queréis vos, señor…" Puertocarrero ahora estaría seguramente en Madrid y Carlos diría algo que tenía más valor que esa victoria de ahora, más que ese botín sobre el que revoloteaban los cormoranes, más que toda esa ciudad de Méjico moribunda, carbonizada, con sus muros derrumbados y sus pobres y aniquilados parias. Carlos hablaría en alguna parte y ¿quién sabe adónde conducirían sus palabras? Ortiz se superó a sí mismo. Sus instrumentos de vientos lo hicieron vibrar todo con su marcha. La gente de Tezcuco, que estaba sentada en abigarrada mescolanza a la mesa del festín; escuchaba con delicia y temor las nuevas artes de aquellos semidioses. Los soldados cantaban. Luego, todos a coro, entonaron canciones de soldados cuyo final se apagaba en carcajadas. Eran canciones de mujeres morenas, cuyos cuerpos ardían en deseos, de manera que se precipitaban hacia los
teules
para ser poseídas. Era agosto, el día de san Hipólito; la tarde eran tan cálida y excitante que parecía tragarse el humo aromático y serpenteante del copal. Las orquídeas se abrían sobre los mohosos troncos
y
se entrelazaban con el follaje, Alguien reía. La risa corrió por las bocas de todos, aunque nadie sabía por qué; pero era contagiosa. En la mano de Cortés brilló el cuchillo con el cual golpeaba un huevo de cocodrilo. Lo habían traído fresco del lago aquella, madrugada. Su rostro serio se ablandó, el sol dibujaba sobre él algunas manchas de luz. También él de pronto comenzó a reír; reía de un chiste que había recogido del último de sus soldados: "Cortés, ríe", dijeron los que estaban cercanos a él. La conversación se llenó de vida; rieron todos. Alguien se dirigió al poeta pidiéndole una poesía que no fuera triste, Bernal Díaz movió su mano reluciente de grasa…

Déjenme en paz, caballeros.:.

Comenzó una discusión.

Alvarado le hacía señas.

—Hoy todo está permitido, amigo de mi alma. Hoy vienen bien las cosas bien sazonadas; no hay temor de que se nos atraganten las: palabras…

Díaz se levantó. Alguien le gritó: "Canta lo que escribiste en la terraza del Teocalli, aquello que dice: En Tacuba está Cortés con su escuadrón esforzado…" Pero la mayoría empezó a gritar que no, que debía ser algo más sustancioso, de broma. Los señores debían ver que ellos también tenían algo en la sesera. Las carcajadas le envolvían. Su cabello castaño y sedoso flotaba perfumado; su rostro de muchacho, con barba incipiente, su limpio dolman y sus pantalones rojos, le hacían aparecer hoy más bien como un cortesano que como un pobre campesino. Desplegó algunas hojas de agave llenas de himnos. De sus ojos partió una mirada suplicante hacia Cortés.

—No lo toméis a mal, señor… No es culpa mía, señor; ellos lo quieren.

Y entonces se alzó su voz velada por la alegría, dulce y quejumbrosa. Recitaba medio cantando y esperaba tras de cada estrofa los compases intermedios de la orquesta:

Tú ves la luna, el sol y las estrellas

que su curso siguen presurosas,

y tú sabes también que una vez su camino

han recorrido entero

encuéntranse de nuevo en el mismo lugar.

Pero ¿quién osaría afirmar de Cortés la misma cosa?

Cortés, que alcanza con su mano

la suerte que se cierne en las alturas.

Todo resulta poco para su osada mano.

Tal vez aspira a ceñir una corona

y el oro y esplendor no tienen valla.

A los aduladores regala sus tesoros solamente

y lo que oculta cuidadoso en su bolsa o en su mano

es para aquellas que en dulce boca

les rezuma la miel;

sí, para aquellas a quien la miel

gotea de sus labios…

La música atacó un trompetazo de aplauso. Cortés reía. Sólo fragmentos del verso llegaron a sus oídos. Oyó que algo decían de oro y de aduladores. El era
primus
inter
pares
; el caudillo elegido de esa república de soldados, como aquel que con diez mil españoles, hada doscientos años, había conquistado Achaya y en Atenas se había nombrado duque… Cortés reía; hoy estaba permitida cualquier broma con que le quisieran cosquillear los oídos sus oficiales, como había querido hacer en su día aquel charlatán de Salvatierra. Su mano sacó al azar una figurita adornada de piedras preciosas de su bolsillo, un erizo, que le había regalado un cacique de una lejana provincia.

—Eso es para Díaz —dijo—, pero cuidado, porque pincha como pincha la verdad misma…

Díaz tomó el regalo, jugó con él. Los envidiosos le rodeaban. Alguien lanzó un "¡Viva…!" En todos ellos fermentaba ya una buena porción de pulque. Reían; y los indios, que en sus horas más alegres permanecían sentados con sobrio semblante y siempre en tales casos sin mujeres, se susurraban los unos a los otros:

—¿Acaso Tlaloc ha privado del juicio a esos
teules?
Viene una lluvia
y
borra de ellos los colores; viene una tormenta y les corta la voz en la garganta… ¿Qué les ha sucedido a los
teules?
Se han vuelto niños; sus brazos están sin fuerza y ríen todos como si fueran criaturas…

Una broma siguió a la otra. Cada uno tenía algo que contar, algo que era todavía más picante que cuanto se acababa de referir. Se dirigían a las mujeres que allí estaban, a las cuatro o cinco mujeres blancas, que, entre las rameras de los soldados, se habían quedado convertidas en verdaderas amazonas… Beatriz e Isabel de Palacios y las otras guerreras, que en la terrible batalla de Otumba habían acabado por llenar los puestos de los hombres caídos. En aquella ocasión, cuando todo parecía ya perdido, Isabel de Palacios había gritado (Cortés recordaría siempre aquel grito): " ¡Detrás de mí…, detrás de mí! "

Ahora todas aparecían dulces y femeninas y hasta bajaban los ojos. La noche les pertenecía a ellas y hasta los más avaros de aquellos hombres les presentaban pequeños obsequios. Sus ojos se encontraban con las miradas abiertas de los indios y las resistían. Ellas comprendían perfectamente el sentido de aquellas miradas en las que parecía haber la pregunta de cómo serían los pechos de una mujer blanca. "¿No es cierto, cacique cubierto de oro y con vientre pintarrajeado, con tu rubí en el labio inferior, no es cierto que estás pensando en eso?" "¿Cómo serán sus senos? ", pensaba cada uno de ellos; pero seguían, al parecer, impasibles e inmóviles. Los prisioneros no tomaban parte en la comida. Se estaban paseando ahora por el jardín de Cojohuacan, como si fueran sombras del más allá. Tecuichpo le había mandado decir: "Donde está mi señor y amo allí estoy yo también." El no había insistido. ¿Para qué quería caras largas y miradas tristes? La alegría de la fiesta se congelaría a la vista del luto. Tampoco tenía nada que hacer en una orgía un sacerdote… Olmedo, el piadoso padre Olmedo, bajaba tristemente los ojos. Hoy era el día de san Hipólito y no podía transcurrir esta noche sin que cayeran las estrellas una tras otra… Ahora todos estaban gritando y riendo; sus sables estaban desceñidos como estaba mandado; solamente los centinelas, condenados a la sobriedad más absoluta, vigilaban en sus puestos y los artilleros habían quedado igualmente en los diques. Marino estaba sentada junto a Cortés; en su mano había un vaso de metal lleno de vino hasta los bordes. Ya sabía Cortés por qué había escanciado tanto vino a aquella mujer… Contemplaba ella a su señor; era variable como las estaciones del año, como las flores y como el cielo estrellado. A la muchacha todo le daba vueltas alrededor de la cabeza: la casa de su padre,
Puerta Florida;
allí se bebía aquella miel con hongos hervidos…, pero: ella era entonces una niña, su cuerpo no había florecido todavía, mas ahora ya era madre. El cuerpo ocultaba todo lo que pudiera haber tras él. Trataba ahora de expresar esa idea para la que no había dibujo ni jeroglífico en el idioma mejicano; sólo una palabra española correspondía a eso: espíritu…

Tronaron los cañones; era medianoche. Según lo ordenado, ésa era la señal de que debía cesar la orgía. Pero los capitanes no se movieron de su asiento; las muchachas se habían sentado sobre sus rodillas y ellos las acariciaban. Reían las muchachas; con sus manos desnudas de guantes, acariciaban el cuello de los hombres y notaban el pulso de su arteria yugular. "Son vampiresas", pensaba Marina, y pensó en aquella leyenda de Flor Negra que por las noches se convertía en leopardo, marchando sigilosamente por el bosque buscando muchachas… Entre los españoles, la cosa era más cruda y más sencilla también. Alvarado se preocupaba muy poco de doña Luisa; tenía agarrada fuertemente a su actual querida y observaba cómo, con sus atrevidas caricias, se coloreaban las mejillas de la mujer y sus ojos brillantes se levantaron para mirarle; para mirar a su amo a quien no era dado mirar ciertamente al rostro. Los gestos e insinuaciones eran cada vez más pasionales. Los soldados iban desapareciendo de la mesa uno tras otro
y
,, los caminillos que conducían al cercano bosque se iban poblando de sombras; eran sombras siempre dobles y veíanse resaltar en la oscuridad las blancas manos de los soldados que abrazaban a una figura que se agazapaba entre las hierbas. No podían cambiar ninguna palabra; pero las muchachas de Tezcuco tenían la fama de que Tosi, la diosa del amor, se adelantaba un año en ellas y no despreciaban los besos, sino que voluntariamente se ofrecían al deseo de aquellos veteranos de barba de erizo. ¡Qué diferentes eran esos hombres de los indios! Los indios eran callados, secos, empaquetados, tomaban a sus mujeres, que se entregaban con humildad para compartir tímidamente el deleite de su amo…, y separarse inmediatamente después, presurosas, calladas…

Pero éstos, éstos eran como bestias en celo que regalaban oro a su amante de una noche con esa alegría soldadesca o marinera del que ha salvado su cuerpo del peligro y de la muerte. Después eran amables, se embriagaban de placer y, al estrechar entre sus brazos a la mujer, sus labios murmuraban un nombre, tal vez el de una muchacha que dejaron en su patria; después se dormían estrechándola aún, honor que jamás un indio dispensó a su esposa o amante.

Los jefes seguían alrededor de la mesa y los cocineros seguían sirviendo manjares, quesos calientes, pasteles de pavo. Los aztecas y los castellanos se fundían ahora en un común deleite, como las parejas del cercano bosquecillo… Los aztecas y los castellanos también estaban saboreando sus pipas, chupando de los largos cañones de plata el humo del tabaco aromatizado con vainilla. También los castellanos trataban de sentir ese nuevo goce; sus bocas se sonreían y cada uno de ellos comprendía que era un tratado de paz sin palabras, esa fumada en común, que era protocolaria en Anahuac. Fumaban uno tras otro los de Tlascala y los de Tezcuco, hombres que antes ni aun tan sólo se conocían, descendientes de los antiguos toltecas de Cholula, donde un día vio la luz Quetzacoatl, cuando los sacrificios a los dioses se limitaban a flores y plantas. También fumaban las gentes de Cempoal, lo cual era suficiente para que de ellos hablaran toda su vida y lo contaran a sus nietos. También los de Itza, el alejado país de las dulces raíces de yuca, a quien los marineros de Colón dieron el nombre de Yucatán. Los embajadores del rey maya Kanek habían venido de las regiones de Itza; pues habían oído decir que se preparaban cosas milagrosas y que las estrellas corrían en sentido contrario a su curso; que Moctezuma ya no reinaba en ninguna ciudad y que ya no ofrecían en los templos sacrificios de corazones humanos… Seguían sentados alrededor de la mesa. Las lámparas de aceite daban una luz amarilla y temblona. Los festines de los indios no se prolongaban jamás hasta el día siguiente, pues el espíritu de la noche se ponía sobre los estómagos e impedía la digestión…, pero los españoles resistían; el vino seguía corriendo. Echaban dentro frutas y un chorro de aguardiente encima y ahora se trataba de apurar de un solo trago todo el contenido de la copa gótica. Las mujeres debían también tomar parte en la prueba. Con una mano se sujetaba fuertemente la copa, la otra se apoyaba sobre el desnudo pecho. Se atragantaba el sorbo y se oían ronquidos y toses. De tiempo en tiempo, levantábase un capitán con la novia elegida para una sola vez; el bosquecillo estaba cerca…, desaparecía… Y los otros brindaban a su salud, hacían chasquear la lengua… El juego continuaba.

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