El dios de la lluvia llora sobre Méjico (79 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Toda lengua se dulcifica si se unta de miel. Ya sé que si vivo es porque tú me lo has concedido como favor. Si quieres, puedes llamar a tus soldados, saquear mi casa y entregarme a mí como esclava de tus hombres. Todo eso puedes hacer, Malinche. Por eso te agradezco las palabras que usas al hablar conmigo, palabras que son como las de un embajador que lleva mensaje de su rey. Sabe, Malinche, que el Terrible Señor era mi hermano. La misma madre nos trajo al mundo y el mismo padre nos educó. El murió y su hermano, el señor de Itzopalapán, languidece en la cautividad. Y su sobrino camal, el esposo de su hija, Guatemoc, languidece también en cautividad. Tecuichpo está allí y también la hermana más joven. Los otros hermanos se han perdido o andan errantes por los bosques. Hoy viven quizá, pero ¿y mañana? Vosotros sois hombres extraños; no pesa mucho en vosotros la palabra de hombre; pero os quitáis con respeto cuando habláis con mujeres ese extraño adorno que lleváis en la cabeza. Tú sabes bien que el Terrible Señor no quiso volverme a ver desde que yo volví del profundo y misterioso mundo del más allá y le dije que allí te había visto a ti. Sí; allí vi a los rostros pálidos, cubiertos por la espuma del mar, y os vi como vencedores de Anahuac. Desde entonces mi hermano no quiso volver a verme. Yo quedé sola, temblando siempre de frío, y no sé cuántas épocas de lluvia han pasado desde entonces… Desde entonces sólo contemplo la eternidad. Te suplico, Malinche, que te des por saciado con toda la sangre que has derramado. Nosotras somos mujeres y por tanto débiles. También nuestros hombres son débiles porque el poderoso roble del poder se ha derrumbado. No hablo por mí. Si yo muero, iré a mi hogar, porque ya conozco el camino que allí conduce. Ahora pienso en los niños. Conoces a Tecuichpo; ella también es como un niño…, su risa, su llanto, su sonrisa… No le hagas daño, Malinche. Sé que tú adoras la inmundicia de los dioses y que, a colocas sobre el cuerpo de tus soldados porque eso os cura. El oro…, pues con oro compraré la paz de Tecuichpo.

—Señora. No soy yo un capitán de bandidos y no creo merecer esta ofensa. El Terrible Señor me confió a sus hijas; a su lado estaba yo cuando exhaló el último suspiro. No levanto la mano contra mujeres. Las hijas del Terrible Señor, mientras yo viva y mi palabra tenga algún peso ante los ojos de mi emperador, serán protegidas de mi señor Don Carlos. No necesito tu oro. No hago tratos comerciales contigo, princesa. Yo no soy un hombre que ponga su mano sobre una mujer para apoderarse de un brazalete…

—No quise ofenderte, Malinche, En Tenochtitlán volvió a caer el oro al sitio de donde había sido sacado: en el agua, en la tierra y en el aire. Fue fundido; con él se hicieron puntas de flecha, se arrojó a los, canales, se enterró en los escondites de las casas, esas casas que vosotros habéis destruido. Yo nunca he amontonado el oro; pero sé que para vosotros es lo que más vale. Toma el oro, Malinche, que para ti he dispuesto. Y lleva para darle también parte a mi sobrinita, si vuestro mundo así lo exige. Se incorporó, apoyándose en el brazo. Es el ciclo que se cierra, pensó Cortés. Comenzó con
Muñeca de Esmeralda,
pasó por Moctezuma, encontró en su camino a Elvira, rodeó a Papan con el sudario. También Tecuichpo, Tecuichpo, etérea y transparente como eran tal vez las hijas del rey de Portugal. ¿Qué debía hacer ahora, en realidad?, pensó, mientras su mano acariciaba el oro que las criadas le presentaban en bandejas de tierra hermosamente adornadas. ¿Qué haría Carlos, si una beldad como ésta sede echase a los pies? Un rey no sacaba los ojos a otro rey. La madre de Boabdil tuvo a su disposición una escolta de reina; los emires fueron recibidos con salvas y, según es tradición, el emperador romano dio un beso de bienvenida al embajador del emperador en China. El rostro color de marfil de Papan se había suavizado, sonreía y parecía un alma ingrávida.

—Malinche; soy la mayor de la familia cuyo antepasado, según la leyenda, fue el milagroso dios de la lluvia y de 1a tormenta, Tlaloc. Descendemos de la estirpe de los ocelotes y ahora soy yo la más vieja de todos. Por eso me atreví a hacerte venir aquí. Te doy gracias, Malinche, y te agradezco que tu promesa sea como el jaspe que un hombre lleva en su labio y no le puede ser quitado en vida.

—¿Cómo puede nadie descender de un dios?

—Tlaloc es eterno. Cuando la niebla envuelve al mundo, aparecen manchas azules en el cielo del mediodía y todo se vuelve color de azur, como el mar; las hojas susurran con el viento y los vapores se convierten en rocío; gotea de las hojas, parece que habla, que murmura, que llora…, que llora quejumbrosamente, pero al mismo tiempo, de modo delicioso. Conozco esa voz del dios, y todos aquellos que descendemos de él la reconocemos. Antes de tu llegada yo hablé a Tlaloc. A veces, me separa de él solamente una cortina; a veces, sus lágrimas tibias me corren por la mano. Otras veces, se rebela y se llena de espuma y entonces luchamos los dos y yo le digo: "Tlaloc, ¿por qué quieres hacer daño a tu hermanita pequeña?" El escucha mis palabras, se calma, baja los ojos y la lluvia entonces cae más lentamente, más suavemente. Eso lo supe yo cada noche cuando venía diariamente… Su mes es el decimotercero de cada ciclo y en este mes se sacrifican pequeñas criaturas… El decimotercer mes es el mes de Tlaloc. Cuando vino, su llanto me indicó que lloraba por Méjico. Estaba tranquilo
y
pesaroso cuando vino. Se puso sobre la puerta de Tenochtitlán y contempló vuestros movimientos. Nadie le veía, pues los dioses se envuelven en un vapor invisible, pero los soldados y los moribundos conocían su voz, su tos, que ellos llaman ladrido… Las gotas de lluvia me anunciaron a mí todo lo que sucedería y, cuando todos los seres vivientes hubieron abandonado la ciudad, entonces vino Tlaloc a despedirse y me dijo que había llorado sobre Méjico.

Sus ojos se abrieron más. Una criada tocó a Orteguilla en el brazo: "A esta hora le aumenta la fiebre todas las noches, entonces nuestra señora ve espíritus, habla con sus dioses y los llama por su nombre. Después tiembla, y la fiebre llega… y viene la noche y entonces nosotros también temblamos y sentimos miedo, porque nuestra gran señora Papan habla con los dioses, que llama por sus nombres, y tememos que vengan y pregunten: "¿Eres tú realmente aquella hermana de los dioses?"

Como quien sale de una casa de orates, Cortés salió de puntillas al aire libre. Todo estaba negro. Con su mano rígida, agarró el puñal y su corazón palpitaba indócil. Se imaginaba que el joven paje no observaba su estado, mientras la antorcha bailaba en sus manos… Así abandonaron el laberinto entre criados respetuosamente inclinados y criadas postradas en el suelo. Todavía tembloroso, hizo la señal de la Santa Cruz cuando salieron a la noche mate y lluviosa, donde los caballos resoplando anunciaron que allí había un mundo para coger con la mano y ofrecer al emperador. Con su mano temblorosa, ensanchó el cuello de su jubón y refrescó la garganta con el aire de la noche. Todo eso era palabrería de mujeres locas o necias, palabras que con un solo gesto se disipaban… Pero mientras cabalgaba por entre los bosques las gotas de lluvia le golpeaban el rostro; por todos lados brillaban los asustados y azules ojos de los viejos árboles y, bajo la lluvia monótona, lanzaban quejidos los cormoranes.

Era el mes de Tlaloc, se dijo para sí mismo, y creyó a Papan, la princesa que había regresado del reino de la muerte: El dios de la cabeza de ocelote lloraba sobre Méjico.

Sexta parte

La Rábida

1

López, el carpintero, echó la red y cogió algunos pececillos. Los apretó con ambas manos y aproximándolos al rostro aspiró de cerca el crudo y salino olor del mar de su patria. Ya era tarde; la niebla se acostaba sobre los arrecifes y esfumaba el perfil de la costa. Aquella misma noche echaron anclas. En la oscuridad, sólo era posible distinguir a la derecha una raya prolongada de color pardusco que indicaba la proximidad de la tierra. En el entrepuente todos se habían retirado a descansar. Después de un viaje de cincuenta y cinco días, habían hoy agotado al último tonel de vino y repartido el resto de la cecina y de la galleta. Los hombres, con sus caras oscuras, curtidas y marcadas de cicatrices, estaban echados sobre las tablas embreadas. Hubiérase dicho que eran mensajeros de un mundo lejano. Los oficiales se movían presurosos, envueltos en sus capas. Después de tantos años, volvían a sentir el tacto de la noche española fría y húmeda. Allá en la costa, brillaba como una estrella el faro de Palos. En las almas de los viejos marinos se despertaba una superstición. A medianoche —se dice— un fantasma larguirucho y reseco debía pasearse por cubierta; con sus sarmentosos brazos extendidos hacia la luna y su mirada fija en la lejanía, hablando en un extraño castellano era el espíritu inquieto del almirante muerto que hacía su llamada a todo buque que venía del Nuevo Mundo.

López, el carpintero, estaba solo en cubierta, junto a la rueda del timón, sosteniendo la red en la mano. Miraba la niebla gris apelotonada: el mar y el cielo, la lluvia y la niebla luchando contra la luz del nuevo día. Cortés se le aproximó con paso quedo hasta quedar junto al otro y abrió el ventano de la cámara de la bitácora para dejar entrar en ella el aire fresco de la costa española.

—¿No te parece maravilloso, López, que estemos ahora en España?

Iba vestido de negro de pies a cabeza; llevaba doble luto. Su pálida y anémica esposa, Catalina, había muerto en Méjico, destrozados sus pulmones por la tos. Le había hecho edificar palacios, los jardineros indios le habían construido en Cojohuacan los más hermosos jardines que jamás se vieran; la había llevado a Chapultepec, de aquí, a las montañas, a Tlascala, hasta la costa del Pacífico… Pero ella siguió tosiendo; su rostro estaba como endurecido, huesudo en el silencio de la hora, que era la de los espíritus, la hora en que el almirante acostumbraba hacer la ronda. Era la hora de los muertos, cuando Cortés pensaba también en su padre muerto por el que también llevaba luto y a quien no podría ver ya más, allá en Medellín; sólo su tumba podría visitar. Le desasosegaba el silencio, por eso se había puesto a hablar con el veterano carpintero; y debía hacerlo forzando la voz porque el continuo golpear del hacha habla apagado los oídos del anciano.

—¿No notas, López, ese olor? Un olor de agua corrompida y de pescado… ¿No hueles el olor del agua de mar de Andalucía…? El carpintero miraba con mirada vacía. Hizo seña de que sí con la cabeza, pero en su gesto se adivinaba también su deseo: "Déjeme solo." Era la última noche en el mar, ante el puerto de Palos.. Treinta y seis años antes había partido de aquí el almirante Colón. ¡Cómo pasaban los años!

En los cabellos de Cortés veíanse ya muchas canas; habla cumplido los cuarenta. Casi un cuarto de siglo había transcurrido desde que abandonó las costas de su patria con entusiasmo de muchacho. ¿Qué había sucedido en este espacio de tiempo? Los recuerdos le dolían como si fueran reuma o gota. ¿Qué había sucedido en tan largo tiempo? Ahora debía dar cuenta de todo, de todo lo que había destruido y de todo lo que había edificado… "Vuestra merced rige el reino de Nueva España
de facto
en nombre de nuestro rey y señor Don Carlos;
de jure,
empero, hay que esperar la confirmación." Así se dijo en sus espaldas en la cancillería de Méjico… Pero ¿quién de esos que ahora hacían tales sutilezas había estado a su lado cinco años atrás, cuando, después de la toma de la ciudad, pasó por sus calles con algunos obreros y algunos indios, llevando las narices tapadas con un pañuelo empapado en vinagre para poder resistir la pestilencia de los cadáveres en descomposición? Los dioses sanguinarios fueron derribados de sus altares y arrojados desde la terraza del templo; habían abandonado a su pueblo moribundo. Así había pasado Cortés por 125 destruidas calles de Tenochtitlán, con sus albañiles cargados de cal para echar sobre los muertos, y con grandes cestos de tortas dé maíz para echarlas a los hambrientos y meterlas en la boca de los ya inmóviles y agotados. La ciudad, edificada en medio del lago, el corazón de aquellos diques de piedra, el orgullo de Nueva España, estaba destrozada, destruida bajo sus pies forrados de hierro. Todo lo que quedaba era lo situado al sur del mercado, medio destruido por las balas de los cañones. ¡Qué escena tan horrible lo rodeaba cuando pasó con Teuhtitle a su lado y algunos cortesanos que habían salvado la vida… ! Entre los que le seguían en aquella ocasión estaba López, el carpintero… No se perdió ni un solo momento, se extendió enseguida la cinta métrica, se clavaron las lanzas en el suelo. Cortés, había dicho: "Aquí se levantará el palacio del gobernador… " Los soldados y los capitanes le miraban con admiración. ¿Se proponía en realidad el general reedificar la maldita ciudad destruida?

A los dos años de haber tomado Méjico, había pasado otra vez por sus calles y las dos alas del gran edificio del palacio del gobernador cerraban ya la plaza del que fue un día palacio del rey Axayacatl. Una catedral se levantaba sobre las ruinas del antiguo palacio de Moctezuma. La gran plaza del mercado estaba un poco variada; pero, como antes, volvía a estar llena de una multitud abigarrada que se apretujaba alrededor de los puestos de los vendedores… Sonaban las campanas: veinte iglesias y otros tantos conventos, recintos piadosos, tocaban el
angelus.
De la escuela salían niños y niñas indios con sus camisitas blancas. En la esquina de la calle desembocaba un cacique adornado con su diadema de plumas; iba tieso sobre su cabalgadura: era el jefe de una provincia… Junto a la orilla del lago, una fortaleza defendía el puerto. Brillaba el sol. Los cañones, cien cañones de metal fundido reforzado con estaño, estaban emplazados en la fortaleza de El Matadero. A pesar de todas las insistencias no se traía hierro de España. El obispo de Burgos ponía su huesuda y avariciosa mano sobre todo el metal destinado al Nuevo Mundo… Así pasaron los primeros meses y los dos primeros años. Entonces fue cuando llegaron caballeros y cortesanos y dijeron: "Señor, recordad Sevilla: las calles estrechas y serpenteantes protegen mejor del sol y son más seguras… " Cortés hubo de contestarles: "Nunca haré construir calles estrechas. Las calles anchas pueden ser recorridas a caballo y por ellas puede marchar una bala de cañón en línea recta y lejos sin tener que tropezar a los pocos pasos con la fachada de un edificio. Yo he trazado esas calles amplias y esas espaciosas plazas sobre una ciudad en ruinas. Seguid edificando así."

Los indios, estaban poseídos como de un furor de trabajo. Como hormigas iban y venían sobre las ruinas. Millones de ladrillos de arcilla se secaban al sol
y
se volvían ligeros
y
duros. Desde el amanecer hasta la noche se edificaban paredes; la ciudad de los indios se levantaba de nuevo; las barcas remolcaban cortezas de árboles, hojas de palma, haces de juncos. De treinta a cuarenta mil hombres, con sus correspondientes familias, estaban ya juntos y así surgió el nuevo barrio indígena. Cuando Cortés pasaba por allí, centenares de niños corrían hacia él, le besaban la mano a usanza española; pero le llamaban todavía el antiguo nombre: "Malinche… Malinche… " El mismo se llamaba ya Malinche. Tardaron tres años en levantar la nueva ciudad sobre las ruinas de la antigua. Los jefes y capitanes se albergaban ya en palacios, no lejos de los lugares que habían quedado incólumes. El tiempo trabajaba también de prisa. En pocos meses, barrios enteros de la ciudad tomaron un aspecto distinto; por todas partes se sentía el olor de ladrillos, mortero y cal. Los capitanes, a porfía, se construían los más lujosos palacios; cada uno quería que el suyo fuese el mejor; una de las casas en la tercera travesía, a la que pusieron el nombre de Medina, pertenecía a Marina. Eso era la ciudad; pero a su alrededor se adaptaba y transformaba también el campo. Pasaron meses y más meses y no llegaba ninguna noticia de Sevilla. Cortés no recibía instrucciones y se sentía un cíclope obligado a revolver montañas, lo cual era superior a sus fuerzas. Había destruido un reino y ahora debía edificar uno nuevo. ¿Qué ayuda tenía para ello? El hosco Duero, el padre Olmedo, el orgulloso Alderete. Los pocos hombres, en su mayor parte aventureros, eran sus únicos consejeros.

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