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Authors: László Passuth

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El dios de la lluvia llora sobre Méjico (64 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Aplicó su carboncillo sobre el papel donde se destacaba la oscura, cansada y vieja figura del luchador contra las miserias humanas, Erasmo,
Erasmus Rotterdamus,
con sus párpados caídos, su boca ancha e irónica y su fuerte nariz de flamenco. El filósofo callaba. Miró aquella imagen, en cuyo espejo los tiempos futuros tratarían de adivinar los pensamientos no pronunciados de una larga existencia. Después abrió los ojos fríos y grises y dijo:

—Amigo Alberto. Cuando no me moleste el calambre y cese el vientecillo otoñal, también yo quisiera ir con vos a contemplar esos admirados objetos de las Indias. Quisiera que su contemplación alegrara mi espíritu cansado y pudiera olvidar las amargas palabras
nihil admirari
con que los filósofos nos hacen viejos ante de tiempo.

En la calle se oyó un rumor. Pasaban jinetes por la gran plaza. Los chicos chillaban agitando las gorras y sus gritos alegres subían hasta la ventana gótica:

—¡El emperador Carlos está aquí!

Erasmo se levantó de su asiento y se asomó a la ventana. Dejando tras de sí su lujoso séquito, subía las escaleras el joven emperador, mozo de veinte años. Los ensueños le empujaban, desde su reino sobrio y cargado de fantasía, hacia las Indias fabulosas. Alberto Durero terminó su tarea. Guardó sus compases, pizarrines y pinceles. Sacó su gran libro con cierre, donde, desde su juventud, estaba acostumbrado a escribir su diario. Primero lo hojeó. Aquí hablaba de Bruselas, de Margarita, del piadoso canciller Aegidius. Allá cerca de una figura de San Jerónimo y de ciertos ducados que había dejado a deber el 19 de agosto a su patrón… Ahora su actual patrón, Maese Conrado, tenía el corazón más blando y se contentaba con un retrato. Mojó la pluma en el tintero y comenzó a escribir:

"…me ha sido dado el ver cosas que no ha mucho trajeron al rey desde el país del oro. Un sol de oro de un pie de anchura y una luna de plata de iguales dimensiones, dos habitaciones llenas de cosas de aquellos hombres; armas maravillosas, corazas, arcos… Igualmente inaudito es el esplendor de los vestidos y ropas, mantas y todos los objetos difíciles de describir que sirven para distintos usos y que no podría resumir. Tiene todo ello tan elevado valor que se calcula en más de cien mil ducados. No creo que en toda mi vida haya podido ver nada tan hermoso y que haya alegrado tanto mi corazón y mi espíritu. En esos objetos, elaborados con maravilloso arte, sentí la emoción de la destreza y capacidad nunca imaginada de los hombres de aquel mundo alejado. Nunca podré lograr expresar con palabras lo que experimenté en mi corazón, al contemplar tales obras maestras."

Miró por la ventana. La criada, que había hecho la cama al maestro, dijo en flamenco:

" ¡Eclipse de luna! "

4

Marina vigilaba la cesta de cuero donde dormía el niño. Las mujeres a su alrededor estaban sentadas en anchos y bajos taburetes. De todas ellas, la princesa, cuyo nuevo nombre de Elvira era aquí desacostumbrado todavía, llevaba el tocado alto, como prescribían las costumbres de Anahuac. Estaban sentadas allí, envueltas en sombras del crepúsculo; afuera se oían las voces excitadas de los soldados españoles que discutían, maldecían, cantaban y bebían.

Una criada arrojó copal en el braserillo y el aroma resinoso y suave formó como un velo.

—…Cuando el mercader me conducía… caminábamos noches enteras, íbamos y veníamos siempre hacia oriente de Painala, donde mi padre Puerta Florida era jefe. Pasamos ríos y montañas; a veces veía el mar a lo lejos; ahora ya sé que pasamos por Campeche. Dejamos atrás Tabasco y así llegamos al territorio de Itza, donde se habla una lengua extraña y nadie comprende la nuestra. El mercader ofrecía sus mercancías. Yo estaba siempre esperando que llegase el mensajero de mi padre y dijese: "Ven conmigo Malinalli; eres libre." Pero nadie vino y fui vendida a un jefe que pagó por mí y me dio algunos afeites y cosméticos para que arreglase mi rostro según la costumbre de aquel país y me enseñó palabras que debía yo pronunciar al postrarme ante sus poderosos dioses.

—¿Cuál era su dios principal?

—En su lenguaje le llamaban Ku-kul-Kan; pero tal nombre significaba dios de la lluvia y dios de las tormentas. Vivía el mercader en los lindes de la ciudad, donde se veía un lago, en medio de altos y poderosos peñascos. Nadie conocía la profundidad de aquellas aguas, que eran negras como medianoche, pero puras como el rocío. Quien cayera por aquellas peñas se destrozaba. Las orillas eran lisas e inaccesibles; sólo en un lugar había unas escaleras que bajaban hasta el agua. En la plataforma inferior se alzaba un templo del dios y allí eran conducidas al sacrificio las doncellas que se le destinaban como esposas, cuando llegaban las lluvias de primavera.

—¿Arrojaban sus corazones al lago?

—Ofrecían sus sacrificios de otra manera: Elegían a la más hermosa y encantadora de las muchachas, la hija de algún jefe, cuyo cuerpo fuera perfecto y hubiera visto florecer por vez primera la roja flor de la vida. Al borde de la plataforma de piedra estaban sentados dos sacerdotes con tambores y en el techo de la construcción había un agujero, para que por él pudieran entrar los perpendiculares rayos del sol. Una después de otra se sentaban en su asiento las muchachas, y los músicos esperaban la señal. Esperaban a que el rayo de sol iluminara con su dorada luz el rostro de una muchacha. Una muchacha seguía a la otra y los tambores resonaban en señales secretas. Ninguna de esas doncellas sabía sin embargo durante diez días y diez noches cuál había sido elegida para novia de Ku-kul-Kan, ni cuál había de unirse a esa deidad el día de la gran fiesta. Así esperaban las muchachas… en el día de la fiesta, detrás de sus templos, que eran tan grandes como los de Cholula. Chichen-Itzá se llamaba aquel templo; cada una de sus piedras está labrada; parece una serpiente enroscada alrededor de la mano de alguien y luego resulta que está hecha de madera flexible o de resina. Todas las vestiduras sacerdotales y las de las mujeres van adornadas con campanitas de oro. Siempre cantan; sólo la penalos hace enmudecer; y en tal caso dicen que han muerto porque han perdido la voz; y entonces se las arroja al lago misterioso donde ya no se pueden salvar… Esperaron así hasta once días, en que la fiesta comenzó. Chichen-Itzá se llenó de vida. Los reyes no construían palacios en tal día y los dioses no querían que en esta fiesta sus casas crecieran…, pues en tal ciudad el trabajo de construcción era incesante. Centenares de hombres y a veces diez veces ciento transportaban cestas llenas de tierra que pasaban de mano en mano hasta que cada piedra y cada cesta de tierra llegaba al jefe, que dirigía las construcciones. A su derecha estaban los hombres con martillos de piedra y a su izquierda los que manejaban martillos de madera. El, entonces, indicaba dónde había de ser colocada cada piedra… Cuando ya estaban colocadas en su lugar, venían los bruñidores y mezclaban tierra blanca con la resina de la planta llamada chichibe y con eso frotaban las piedras por medio de cepillos de pluma, hasta que brillaba la superficie como si fuera de plata; no quedaba en ella ni una grieta o desigualdad. Después, el arquitecto o jefe de obras llamaba a los escultores y éstos tomaban sus instrumentos de
ichtzli o
de cobre
y
trazaban primeramente líneas negras sobre la brillante superficie. Quien estuviera allí podía contemplar cómo de aquella piedra surgían figuras de dioses y de héroes… Al amanecer aún no se veía nada; pero al mediodía veíanse ya a los dioses persiguiendo la caza; dardos en el aire; pájaros con serpientes enroscadas por el cuello. Todo eran dioses y parecía como si todo aquello hubiese sucedido, pues no era una cosa antigua que hubiesen hecho nuestros antepasados, sino que uno mismo la había visto surgir ante sus ojos. Así lo querían los reyes y los ancianos… Al siguiente día empezaban de nuevo; venían con nuevos cepillos y pinceles y lo negro se convertía en rojo y azul, y se veía de pronto la cola resplandeciente de quetzal y el cuerpo amarillo de las orquídeas y aparecía la cabeza del terrible Ku-kul-Kan…

—¿Qué fue de la princesa?

—Perdona, señora y madre, que mis palabras se desvíen. ¡Hacía tanto tiempo que no había evocado esos recuerdos! Eran esos tiempos en que yo lloraba mi condición de esclava, esperando el día en que también me vería arrastrada al altar del dios extranjero y me sería arrancado el corazón de dentro del pecho. "Era una gran fiesta, la Fiesta de Ku-kul-Kan; yo sabía que en ella no podían figurar más que princesas que se unían a la deidad en el fondo de las negras aguas. La más hermosa de todas ellas era Ix-Lol-Nicte, cuyo nombre en nuestro idioma significa
Flor-cuyo-aroma-es-extremadamente-dulce,
pues había venido al mundo en una mañana en que florecía la nieve y todo estaba cubierto de copos blancos, de tal manera que su madre, al mirar por la ventana, sonrió, porque vio que todo estaba blanco. Fue educada de manera que nunca la pudiera ver ojo de hombre y sí solamente los ojos del dios. Estaba sentada en el jardín, esperando siempre a que su dios la llamara, cuando en su cuerpo hubiera florecido la roja flor de la vida y pudiese ya desposarse con Ku-kul-Kan.

"Todo lo que refiero lo he oído contar, pues de ello hablaban los criados que lo habían oído al amo, quien por su condición tenia acceso al palacio del rey. Así había crecido
Flor-cuyo-aroma-es-extremadamente-dulce,
cuya voz no había sido nunca oída por oído de hombre, según se creía. Nadie sabía que un joven cazador había una vez cazado por las cercanías del jardín real y sin preocuparse de la prohibición saltó por encima del seto y persiguiendo a la caza se había internado cada vez más profundamente hasta que llegó a un claro donde ningún ojo de varón podía nunca mirar. Entonces Ix-Lol levantó la vista y miró el rostro del joven. Según las leyes de la costumbre, una muchacha debía bajar los ojos e inclinar la cabeza cuando hablara a un hombre. A esa joven la habían, sin embargo, educado para los dioses solamente y nadie había cuidado de explicarle o enseñarle las costumbres de la ciudad; como ella nunca había visto a ningún hombre, rió mirando al cazador y le dijo:

"-¿Por qué cazas a un pobre jabato, habiendo en el bosque chacales que aúllan y pumas que acechan en la noche? A ésos debe atacar un hombre y verdadero cazador, y no a indefensos cochinillos…

"Se miraron como mi señor me pide siempre que le mire a él. Se amaron; y la princesa no quería morir ni desposarse con el dios Kukul-Kan; pero no lo dijo a nadie y esperaba que el sol no iluminaría de oro su rostro, sino que señalaría el rostro de una de sus compañeras, que no hubiese sentido el hálito del amor terrenal. Pero el joven cazador tenía ya una amada cuando le aconteció el milagro y ésta vio cómo su amante se volvía más frío con ella y cómo se consumía de inquietud al aproximarse la fiesta en la que se conducía a las elegidas al templo del lago sagrado. Esta primera amante, se llamaba Ek, porque era morena de cara, tenía por padre a un poderoso jefe, amigo del gran sacerdote, habló con los sacerdotes de los tambores y les hizo regalos para que vieran la marca del sol sobre las mejillas de
Flor-cuyo-aroma-es-extremadamente-dulce, y
Ku-kul-Kan deseara esa doncella como esposa. Y así llegó el día del misterioso toque del tambor, en la fiesta en que se unía la gran serpiente con el dios de la lluvia y el alma de la serpiente vivía por un solo día en el cuerpo de una doncella pura. La vida de la ciudad estaba paralizada, pues todos hablaban de lo que el tambor diría y de quién iba a ser la novia elegida del dios. "Los sacerdotes llegaron con sus lujosos ornamentos; de sus vestiduras colgaban campanillas de oro; en grandes bandejas, también de oro, llevaban los alimentos que debían ser ofrecidos al dios Kut-kul-Kan, que vivía bajo las aguas del lago. Aquel día los sacerdotes anunciaron que la elegida era
Flor-cuyo-aroma-es-extremadamente dulce.
El baldaquín real osciló y uno de los pajes cayó al suelo sin, sentido. Gritaron las mujeres y muchas lloraban, porque conocían
a Flor-cuyo-aroma-es-extremadamente-dulce.
Habían visto su sonrisa alegre. La muchacha ahora aún no comprendía por qué la habían elegido como esposa de ese dios que vivía en las oscuras aguas del lago.

"Agarraron a la muchacha… Aún parece que lo estoy viendo…, Llevaba sandalias bordadas por sus esclavas, y cubría su cuerpo con una túnica blanca como la nieve con adornos de oro. Sus mejillas estaban sin pintar dejando ver su palidez mortal; sus pechos se dejaron ver por la túnica entreabierta y sobre ellos había la mancha de dos fresas de carne. Ek había sobornado a los servidores del templo para que éstos, al arrojarla a las aguas, no lo hicieran con demasiado impulso a fin de que así pudiera caer directamente en él agua y allí nadar y tal vez ser salvada por alguien que espiara detrás de las rocas. La arrojaron procurando que su cuerpo chocara con las aristas y ángulos de las peñas. Y así se vió su cuerpecito ensangrentado y destrozado que cayó al agua lanzando alaridos… "Entonces se encolerizó Ku-kul-Kan y lanzó sus rayos, porque la novia que le habían destinado este año no era ciertamente inmaculada y pura… Surgieron rayos y palpitaron los truenos. Y huyeron todos.

La conversación cesó, pues en el umbral de la puerta apareció Cortés. Todas se levantaron; sólo doña Elvira permaneció sentada porque ella era princesa y según las leyes de Anahuac no debía levantarse. Cortés buscó a Marina con la vista y, en español, le dijo:

—Prepárate. Flor Negra ha llegado de Tezcuco trayendo noticias. Arregla tus cosas. Mañana al amanecer el ejército se pone en marcha… hacia Tenochtitlán. Después de la cena ven a mis habitaciones; allí estarán los jefes de Tezcuco que han venido con Flor Negra. Durante toda la noche tendrás que hacer de intérprete; y al amanecer partiremos.

Con una cortesía, saludó y volvió a salir, desapareciendo tras la cortina que cubría la puerta del pasadizo entre el muro exterior y el interior. Las mujeres quedaron solas. La hija de Moctezuma siguió a Cortés con la vista.

—Mucho honor te hace tu señor, Malinalli.

—Soy su criada.

—¿Has pensado alguna vez, Malinalli, que al servir a tu señor, traicionas a tus hermanos? ¿No dijiste que el esclavo sólo pertenece en cuerpo a su amo, pues el espíritu no puede ser atado con cadenas, como pueden ser atadas las manos? ¿Qué sucedería Malinalli, si en vez de tener en tu boca una lengua de serpiente inofensiva, tuvieses la de una cobra venenosa?

—Para ello sería preciso que volviera a nacer, señora. Soy hija de un jefe y sirvo a mi señor, no por oro, como muchos de sus soldados, ni le sirvo tampoco por la ciudad de Tezcuco, como lo hace Flor Negra; ni tampoco para evitar los latigazos y salvarme de la piedra de los sacrificios. No quiero palacios; no quiero piedras preciosas, ni quiero ser señora de ciudades o provincias. Sirvo a mi señor porque fue bondadoso, porque su sangre hizo dar frutos a mi seno; porque es el padre de mi hijo que se llama Martín, como su abuelo.

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