El dios de las pequeñas cosas (44 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Dos cabecitas negaron dos veces.

Bebé Kochamma expuso sus argumentos. Ofreció unas descripciones muy vividas (extraídas de su imaginación) de la vida en la cárcel. De la comida llena de cucarachas. De la
chhi-chhi
amontonada en los retretes como montañas pardas y blandas. De las chinches. De las palizas. Hizo hincapié en la cantidad de años que Ammu estaría encerrada por su culpa. En que sería una mujer vieja y enferma, con la cabeza llena de piojos, cuando saliera de la cárcel, si es que no moría allí dentro, claro. Con su tono de voz dulce y preocupado, desplegó con todo detalle ante ellos el macabro futuro que les esperaba. Cuando hubo destruido completamente todo rayo de esperanza en sus vidas, les ofreció, igual que un hada madrina, una solución. Dios nunca los perdonaría por lo que habían hecho, pero aquí, en la tierra, existía una manera de reparar parte del daño. De salvar a su madre de la humillación y el sufrimiento por su culpa. Eso siempre que estuvieran dispuestos a ser prácticos.

—Por suerte —dijo Bebé Kochamma—, por suerte para vosotros, la policía ha cometido un error. Un error
afortunado
. —Hizo una pausa—. Sabéis a qué me refiero, ¿no es así?

Había gente atrapada bajo el pisapapeles de vidrio colocado sobre el escritorio del policía. Estha podía verlos. Un hombre y una mujer bailando un vals. Ella llevaba un vestido blanco con las piernas al descubierto.

—¿No es así?

Había una música de vals de pisapapeles. Mammachi la estaba tocando con su violín.

Ti-ri-ri-rí-ti-rí
.

ñaña-ñañá
.

—El caso es que lo que pasó ya no tiene solución —decía la voz de Bebé Kochamma—. El inspector dice que morirá de todos modos. Así que, en realidad, a él ya no le va a importar mucho lo que la policía pueda pensar. Lo que importa es si vosotros queréis ir a la cárcel y hacer que Ammu vaya a la cárcel por culpa
vuestra
. Esa es una decisión que depende de vosotros.

Había burbujas dentro del pisapapeles, que hacían que pareciera que el hombre y la mujer estaban bailando un vals debajo del agua. Parecían felices. Tal vez fuera el día de su boda. Ella, con su vestido blanco. El, con su esmoquin y su corbata de pajarita. Se miraban fijamente a los ojos.

—Lo único que tenéis que hacer, si queréis salvarla, es ir con el señor inspector. Él os hará una pregunta. Una sola pregunta. Todo lo que tenéis que hacer es decir «Sí». Y después ya nos podremos ir todos a casa. Así de fácil. Es un precio muy bajo el que hay que pagar.

Bebé Kochamma se quedó mirando hacia donde miraba Estha. Era lo único que podía hacer para no acabar cogiendo el pisapapeles y arrojándolo por la ventana. El corazón le latía a toda velocidad.

—¡Bueno! —dijo, con una sonrisa amplia y frágil y una voz que empezaba a acusar la tensión—. ¿Qué le digo al señor inspector? ¿Qué hemos decidido? ¿Queréis salvar a Ammu o la mandamos a la cárcel?

Como si estuviera ofreciéndoles una elección entre dos diversiones: ¿pescar o bañar a los cerdos? ¿Bañar a los cerdos o pescar?

Los gemelos la miraron y, no al mismo tiempo (pero casi), dos vocecitas asustadas susurraron:

—Salvar a Ammu.

Años más tarde, recrearían aquella escena dentro de sus cabezas. Siendo niños. Siendo adolescentes. Siendo adultos. ¿Hicieron lo que hicieron inducidos por el engaño? ¿Los habían engañado para que condenaran a Velutha?

En cierto modo, sí. Pero tampoco era tan sencillo. Los dos sabían que se les había dado a elegir. ¡Y qué rápido habían elegido! No lo pensaron más allá de un segundo antes de levantar la mirada y decir (no al mismo tiempo, pero casi): «Salvar a Ammu». Salvarnos nosotros. Salvar a nuestra madre.

Bebé Kochamma sonrió de oreja a oreja. El alivio actuó como un laxante. Necesitaba ir al cuarto de baño. Urgentemente. Abrió la puerta y pidió que llamaran al inspector.

—Son unos niños muy buenos —le dijo cuando llegó—. Irán con usted.

—No es necesario que vengan los dos. Con uno basta —dijo el inspector Thomas Mathew—. Cualquiera de los dos. El chico. La chica. ¿Quién quiere venir conmigo?

—Estha —dijo Bebé Kochamma, pues sabía que era el más práctico de los dos. El más dócil. El más previsor. El más responsable—. Ve tú. Eres un buen chico.

Pequeño hombrecito soy. A bordo de un barco voy. (Pim-pim.)

Y Estha fue.

El Embajador E. Pelvis. Con los ojos como platos y un tupé deshecho. Un embajador bajito flanqueado por dos policías altos, camino de una terrible misión en lo más profundo de las entrañas de la comisaría de Kottayam. Sus pasos resonaban sobre el suelo de piedra.

Rahel se quedó en la oficina del inspector escuchando los soeces ruidos que hacía Bebé Kochamma al aliviar su intestino en el cuarto de aseo que el inspector tenía al lado.

—No funciona la cisterna. ¡Qué horror…! —dijo cuando salió, avergonzada de pensar que el inspector vería el color y la consistencia de su deposición.

El calabozo estaba oscuro como boca de lobo. Estha no podía ver absolutamente nada, pero podía oír el sonido de una respiración áspera y dificultosa. El olor a excrementos hizo que le dieran arcadas. Alguien encendió la luz. Brillante. Cegadora. Velutha apareció sobre aquel suelo resbaladizo y cubierto de musgo. Un genio destrozado, invocado por una lámpara moderna. Estaba desnudo, su sucio
mundu
se había desatado. La sangre le brotaba del cráneo como un secreto. Tenía la cara hinchada y su cabeza parecía una calabaza demasiado grande y pesada para el tallo que la sostenía. Una calabaza con una sonrisa monstruosa y al revés. Las botas de los policías retrocedieron frente a un charco de orina que surgía de aquel cuerpo y se iba extendiendo. La bombilla, desnuda y brillante, se reflejaba en aquel charco.

Peces muertos salieron a flote dentro de Estha. Uno de los policías tocó a Velutha con el pie. No hubo respuesta. El inspector Thomas Mathew se puso de rodillas y pasó la llave de su jeep por la planta del pie de Velutha. Los ojos hinchados se abrieron. La mirada deambuló por la habitación hasta que distinguió, por entre la película de sangre que le cubría los ojos, el rostro de un niño amado y quedó clavada en él. Estha se imaginó que algo en él había sonreído. No su boca, sino alguna parte de su cuerpo que no estuviera herida. Su codo, tal vez. O su hombro.

El inspector hizo su pregunta. La boca de Estha dijo: «Sí».

La infancia se alejó de puntillas.

El silencio se deslizó dentro de él, como un rayo.

Alguien apagó la luz y Velutha desapareció.

De regreso a casa, Bebé Kochamma hizo parar el jeep de la policía en uno de los establecimientos de Galenos Responsables y compró una caja de tranquilizantes Calmpose. Les dio dos a cada uno. Para cuando llegaron a Chungam Bridge ya se les estaban cerrando los ojos. Estha le susurró algo a Rahel al oído.

—Tenías razón. No era él. Era Urumban.

—¡Gracias a Dios! —respondió Rahel con un susurro.

—¿Dónde crees que estará?

—Habrá huido a África.

Cuando se los entregaron a su madre, estaban profundamente dormidos, flotando en aquella ficción.

Hasta la mañana siguiente, hasta que Ammu se la arrancó de golpe. Pero para entonces ya era demasiado tarde.

El inspector Thomas Mathew, hombre de experiencia en aquellos asuntos, tenía razón: Velutha no pasó de aquella noche.

Poco después de la medianoche, la Muerte fue a buscarlo.

¿Y a la pequeña familia acurrucada y dormida sobre una colcha azul bordada con punto de cruz? ¿Quién fue en su busca?

La Muerte no. Sólo el fin de la vida.

Después del entierro de Sophie Mol, cuando Ammu los volvió a llevar a la comisaría y el inspector escogió sus mangos
(Tap, tap)
, ya se habían llevado el cuerpo. Lo habían tirado al
themmady kuzhy
(la fosa común), que es donde la policía suele tirar, rutinariamente, a sus muertos.

Bebé Kochamma se quedó aterrada cuando se enteró de que Ammu había ido a la comisaría. Todo lo que Bebé Kochamma había hecho se basaba en una suposición. Había dado por sentado que Ammu, hiciera lo que hiciese, por más furiosa que estuviera, nunca admitiría públicamente su relación con Velutha. Porque, según Bebé Kochamma, aquello significaría su propia destrucción y la de sus hijos. Para siempre. Pero Bebé Kochamma no había tenido en cuenta el Lado Peligroso de Ammu. La Mezcla Inmezclable: la infinita ternura de la maternidad y la cólera temeraria de una terrorista suicida.

La reacción de Ammu la dejó anonadada. La tierra se abrió bajo sus pies. Sabía que tenía a un aliado en el inspector Thomas Mathew. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Y qué sucedería si lo trasladaban y se reabría el caso? Lo cual podía pasar, dada la multitud de militantes del partido que el camarada K. N. M. Pillai había logrado reunir a la puerta de su jardín y que no paraban de gritar y vociferar consignas. Aquello no permitía que los obreros acudieran a trabajar, y grandes cantidades de mangos, plátanos, pinas, ajo y jengibre se pudrían lentamente en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Bebé Kochamma comprendió que tenía que conseguir que Ammu se fuera de Ayemenem lo antes posible.

Y lo logró haciendo aquello que mejor sabía: regar sus plantaciones, nutriéndolas con las pasiones de otras personas.

Empezó a roer como una rata en la despensa del dolor de Chacko. Entre sus paredes plantó un objetivo fácil y accesible para la furia demencial de Chacko. No le fue difícil presentar a Ammu como la verdadera responsable de la muerte de Sophie Mol. A Ammu y a sus gemelos heterocigóticos.

El Chacko que acabó tirando puertas abajo no era más que un toro desesperado revolviéndose de dolor bajo el látigo de Bebé Kochamma. Fue idea
suya
obligar a Ammu a hacer las maletas y marcharse. Fue idea
suya
que Estha fuera Devuelto.

20

El tren correo de Madrás

En la estación término de Cochín, Estha el Solitario estaba en la ventanilla con barrotes del tren. El Embajador E. Pelvis. Una piedra atada al cuello con un tupé. Y una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno. El baúl con su nombre grabado estaba bajo el asiento. La caja del almuerzo con bocadillos de tomate y el termo Águila con un águila estaban en la mesita plegable que tenía enfrente.

Junto a él una señora con un sari verde y púrpura de Kanjeevaram y unos diamantes como abejas refulgentes en las aletas de la nariz le ofreció
laddoos
amarillos de una cajita de la que estaba comiendo. Estha negó con la cabeza. Ella le sonrió e intentó convencerlo cerrando los ojos, que desaparecieron detrás de las gafas convertidos en unas rajitas, y haciendo un ruido como de besos con la boca.

—Prueba uno. Son muuuy dulces —dijo en tamil.
Rombo maduram
.

—Dulces —dijo en inglés su hija mayor, que tenía más o menos la edad de Estha.

Estha volvió a decir que no con la cabeza. La señora le acarició el pelo y le deshizo el tupé. Su familia (el marido y tres niños) ya estaba comiendo. En el asiento había grandes migas de
laddoos
amarillos. Traqueteo del tren bajo sus pies. La luz nocturna azulada todavía sin encender.

El hijo pequeño de la señora la encendió. La señora la apagó. Le explicó al niño que era una luz para dormir. No era una luz para estar despierto.

Todos los vagones de Primera Clase eran verdes. Los asientos, verdes. Las cabinas, verdes. El suelo, verde. Las cadenas, verdes. Verde oscuro, verde claro.

PARA DETENER EL TREN TIRE DE LA PALANCA, decía en Verde.

ARAP RENETED LE NERT ERIT ED AL ACNALAP, pensó Estha en verde.

Ammu le cogía de la mano a través de la ventanilla con barrotes.

—Guarda bien el billete —decía la boca de Ammu. La boca de Ammu tratando de no llorar—. El revisor te lo pedirá.

Estha asintió mirando hacia abajo a la cara de Ammu alzada hacia la ventanilla. Y a Rahel, pequeña y manchada por la suciedad de la estación. Los tres unidos por la certeza, el conocimiento, de que su amor por un hombre le había causado la muerte.

Eso
no lo decían los periódicos.

A los gemelos les llevó años comprender qué papel había tenido Ammu en lo ocurrido. En el entierro de Sophie Mol, y en los días anteriores a que Estha fuera Devuelto, vieron que tenía los ojos hinchados y, con el egocentrismo propio de los niños, pensaron que eran ellos los culpables de su dolor.

—Cómete los bocadillos antes de que se pongan blandos —dijo Ammu—. Y no te olvides de escribir.

Inspeccionó las uñas de la manita que estaba sosteniendo y sacó una brizna negra de suciedad de la uña del dedo gordo.

—Y cuídate mucho, cariño, hasta que vaya a buscarte.

—¿Cuándo, Ammu? ¿Cuándo vas a ir a buscarme?

—Pronto.

—Pero ¿cuándo? ¿Cuándo
exactamente
?

—Pronto, cariño. Tan pronto como pueda.

—¿El mes siguiente al que viene, Ammu? —dijo, poniendo deliberadamente un plazo más largo para que Ammu dijera:
Antes de eso, Estha. Sé práctico. ¿Y tus estudios?

—Tan pronto como consiga un trabajo. Tan pronto como pueda irme de aquí y conseguir un trabajo —dijo Ammu.

—¡Pero eso no pasará nunca!

Una oleada de pánico. Una sensación de vacío y de lleno.

La señora de al lado estaba escuchando la conversación con atención.

—Mirad qué bien habla el inglés —les dijo a sus hijos en tamil.

—Pero eso no pasará nunca. Ene, u, ene, ce, a. Nunca —dijo la niña mayor desafiante.

Con «nunca» Estha sólo había querido decir que sería dentro de demasiado tiempo. Que no sería
ya
, que no
sería pronto
.

Con «nunca» no había querido decir «jamás».

Pero las palabras le salieron así.

¡Pero eso no pasará nunca!

Pero ellos pensaron que nunca quería decir jamás.

¿Ellos?

El gobierno.

Adonde se mandaba a la gente para que se comportara Pero Que Muy Bien.

Y, al final, eso fue lo que ocurrió.

Nunca. Jamás.

Fue culpa
suya
que el hombre que tenía Ammu en el pecho dejara de gritar desde lejos. Culpa
suya
que muriera sola en la pensión sin nadie acurrucado a su espalda hablándole.

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