El discípulo de la Fuerza Oscura (4 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
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El caza B fue descendiendo en una prolongada espiral para esquivar una gigantesca perturbación ciclónica. El viento se aferró a las temblorosas alas del caza, haciendo que el casco se bambolease de un lado a otro. Ackbar extendió los alerones secundarios en un intento de recobrar la estabilidad, y ocultó las torretas láser dentro del casco para reducir todo lo posible la resistencia al viento que ofrecía el caza B.

—Nuestras pantallas indican que se ha salido del curso, lanzadera de la Nueva República —dijo la voz frágil y quebradiza del controlador de tráfico espacial vor, quedando casi ahogada por el rugido del viento—. Efectúe correcciones.

Ackbar movió su ojo izquierdo para comprobar la lectura de las coordenadas, y vio que el caza espacial se había desviado del rumbo. El calamariano no perdió la calma, e intentó llevar el aparato hacia el vector correcto. Apenas podía creer que se hubiera desviado tanto, a menos que hubiera leído mal las coordenadas cuando las recibió.

Ackbar estaba dirigiendo el caza B hacia un muro de nubes que se movían en una veloz espiral, cuando de repente fueron embestidos por una galerna huracanada que hizo girar locamente el casco e incrustó a Ackbar en el respaldo de su asiento. El caza siguió girando de manera incontrolable, azotado por la terrible tempestad.

Leia dejó escapar un grito ahogado, pero cerró la boca casi enseguida y tensó los labios. Ackbar tiró de las palancas con todas sus fuerzas al mismo tiempo que disparaba las toberas estabilizadoras, llevando a cabo una maniobra que pretendía hacer girar el caza en sentido contrario a las agujas del reloj para contrarrestar los locos giros provocados por la fuerza del vendaval.

El caza B respondió poco a poco, y las toberas estabilizadoras fueron frenando su incontrolable descenso. Ackbar alzó la mirada y vio que estaba rodeado por un torbellino de neblina. No tenía ni idea de qué dirección era arriba y cuál abajo. Desplegó el juego de alas perpendiculares de su aparato y las fijó en una posición que le proporcionaría una mayor estabilidad de vuelo. El caza respondía con lentitud, pero los paneles le dijeron que las alas habían quedado colocadas tal como deseaba.

—Tenga la bondad de responder, lanzadera de la Nueva República.

El vor no parecía nada preocupado.

Ackbar por fin consiguió enderezar el caza B, pero descubrió que había vuelto a perder su alineación con las coordenadas. Alteró el rumbo y fue volviendo hacia ellas, intentando reducir al mínimo las sacudidas y vibraciones. Echó un vistazo a los paneles de altitud y la preocupación hizo que se le secara la boca de repente al ver lo mucho que habían descendido.

El roce con la atmósfera había hecho que el metal del casco se pusiera de color anaranjado y echara humo. Los rayos zigzagueaban en todas direcciones a su alrededor. Bolas azules de electricidad estática surgían repentinamente de las puntas de las alas y se disipaban en el aire. Las lecturas de los sistemas de control desaparecieron engullidas por estallidos de estática, y volvieron a aparecer un instante después. El flujo de energía a la carlinga se debilitó, pero la luz recobró la intensidad normal en cuanto los sistemas de reserva entraron en acción.

Ackbar corrió el riesgo de lanzar otra rápida mirada de soslayo a Leia, y vio que tenía los ojos muy abiertos y que estaba luchando desesperadamente contra el miedo y la impotencia. Sabía que era una mujer de acción y que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa para ayudarle a salir de aquel lío..., pero no había nada que pudiera hacer. Si no le quedaba más remedio. Ackbar podía eyectar el asiento de Leia poniéndola a salvo, pero todavía no estaba dispuesto a perder su caza B. El calamariano creía que aún era capaz de hacerlo bajar intacto.

Y entonces las nubes se desgarraron ante él tan repentinamente como si fueran un trapo mojado que alguien acababa de arrancar de sus ojos. Las llanuras azotadas por los vientos de Vórtice se extendían debajo del caza, enormes extensiones de tierra recubiertas de hierba púrpura y marrón dorado. Los pastizales parecían ondular lentamente de un lado a otro mientras el viento deslizaba sus dedos invisibles por entre los tallos. Círculos concéntricos de refugios vor parecidos a búnkers rodeaban el centro de su civilización.

Ackbar oyó el jadeo ahogado que lanzó Leia cuando el asombro logró abrirse paso a través del terror que sentía. La enorme Catedral de los Vientos destellaba con un hervidero de luces y sombras en continúa agitación, y las nubes desfilaban a toda velocidad sobre ella. La gigantesca estructura parecía demasiado delicada para poder resistir el embate de las tormentas. Criaturas aladas subían y bajaban velozmente por los lados de las cámaras cilíndricas, abriendo pasadizos para que el viento pudiera soplar por ellos y crear la famosa música de la catedral. Ackbar pudo oír las débiles y lejanas notas impregnadas de una dulzura melancólica y casi fantasmal.

—Está siguiendo un curso equivocado, lanzadera de la Nueva República. Esto es una emergencia. Debe abortar su descenso.

Ackbar quedó perplejo al ver que las coordenadas del panel habían vuelto a cambiar. Luchó con los controles, pero el caza B no respondió a sus órdenes. La Catedral de los Vientos se hacía más grande a cada segundo que pasaba.

Ackbar movió un ojo hacia arriba para atisbar por la cúpula de la mirilla, y vio que un ala perpendicular había quedado inmovilizada en un ángulo muy pronunciado que estaba ofreciendo la máxima resistencia posible al viento. El ala chocaba con la turbulencia, y tiraba del caza espacial desviándolo continuamente hacia la derecha.

Sus paneles de control insistían en que las dos alas se habían desplegado correctamente, pero sus ojos le estaban diciendo otra cosa.

Ackbar volvió a luchar con los controles e intentó enderezar el ala en un esfuerzo desesperado para recuperar el control. Ackbar sintió cómo la mitad inferior de su cuerpo se enfriaba con una peculiar sensación de cosquilleo cuando canalizó todas sus reservas de energía hacia su mente y sus manos, que seguían aferrando las palancas de control.

—Algo anda terriblemente mal aquí —dijo.

Leia volvió la mirada hacia una ventanilla.

—¡Vamos en línea recta hacia la catedral!

Un alerón se dobló y empezó a desprenderse del casco de plastiacero, arrastrando cables de alimentación detrás de él a medida que se desprendía. Hubo un diluvio de chispas, y el viento arrancó más placas del casco.

Ackbar logró contener el grito que quería salir de su garganta. Las luces de los paneles de control se debilitaron de repente y se apagaron. Oyó un zumbido chirriante, y todos los paneles principales de la carlinga dejaron de funcionar. Ackbar activó el sistema de control secundario que había diseñado personalmente para su caza B.

—No lo entiendo —dijo, y el pequeño recinto de la carlinga hizo que su voz sonara todavía más gutural que de costumbre—. La nave acaba de ser revisada a fondo... Mis mecánicos calamarianos fueron los únicos que la tocaron.

—Lanzadera de la Nueva República... —insistió la voz del vor por la radio.

Los cuerpos multicolores de los vors empezaron a bajar apresuradamente por los lados de la Catedral de los Vientos, huyendo lo más deprisa posible al ver que la nave se lanzaba sobre ellos. Algunas criaturas emprendieron el vuelo, y otras se quedaron inmóviles con los ojos clavados en el caza B que se aproximaba a toda velocidad. La inmensa estructura cristalina contenía a millares de vors.

Ackbar movió los controles hacia la derecha primero y hacia la izquierda después, desesperado y dispuesto a intentarlo todo para que el caza B se desviara del curso que estaba siguiendo, pero los controles no respondieron. Todos los sistemas se habían quedado sin energía.

No podía levantar ni bajar las alas de la nave. Se había convertido en un gigantesco peso muerto que se precipitaba sobre la catedral. Ackbar conectó las baterías de reserva poniéndolas al máximo. Sabía que no podrían hacer nada por los subsistemas mecánicos, pero al menos le permitirían envolver el caza B en un escudo anticolisiones de máxima potencia.

Y antes de hacerlo, podría salvar a Leia.

—Lo siento, Leia —dijo—. Diles que lo siento...

Pulsó un botón del panel de control que hizo abrirse todo el lado derecho de la carlinga, creando una abertura en el casco y haciendo salir despedido por ella el asiento instalado en el caza B modificado.

Mientras lanzaba a Leia hacia las garras de los vientos. Ackbar oyó el aullido del vendaval que entraba por la abertura de la carlinga. El escudo de energía se activó con un zumbido mientras seguía cayendo hacia la colosal estructura cristalina. El motor del caza se había incendiado y estaba envuelto en humo.

Ackbar siguió mirando hacia delante hasta el final, y sus enormes ojos de calamariano no parpadearon ni una sola vez.

Leia se encontró volando por los aires. El asiento eyectable había salido despedido a tal velocidad que la había dejado sin respiración.

El viento se adueñó de su asiento y lo hizo girar tan deprisa que Leia ni siquiera pudo gritar. Los haces repulsores del mecanismo de seguridad del asiento entraron en acción, y Leia se sintió delicadamente sostenida por una mano invisible que empezó a bajarla poco a poco hacia los grandes tallos de hierba parecidos a látigos que se agitaban debajo de ella en las praderas.

Alzó la mirada y pudo ver la lanzadera B de Ackbar en el último instante antes de que se estrellara. El caza se precipitó hacia el suelo con un gemido estridente y dejando una estela de humo, bajando tan velozmente como si fuese una limadura metálica atraída por un potente imán.

El tiempo pareció detenerse, y durante un momento interminable Leia oyó el melancólico aletear de los vientos que silbaban a través de millares de cámaras cristalinas. La brisa se intensificó un poco, haciendo que la música pareciese convertirse en un repentino jadeo de terror. Los cuerpos alados de los vors se debatieron locamente e intentaron emprender el vuelo, pero la gran mayoría no consiguió reaccionar lo bastante deprisa.

El caza B de Ackbar se incrustó en los niveles inferiores de la Catedral de los Vientos, abriéndose paso a través de ellos con la potencia incontenible de un meteoro. El retumbar del impacto hizo estallar las torres cristalinas, convirtiéndolas en una granizada de cuchillos afilados como navajas de afeitar que salieron despedidos en todas direcciones. El sonido del cristal que se hacía añicos, el rugido de los fragmentos rotos, el aullido del viento, los gritos de los vors que perecían degollados por las dagas de cristal... Todo se combinó para formar el sonido más terrible que Leia había oído en toda su vida.

La estructura cristalina pareció tardar una eternidad en desmoronarse, y torre tras torre se fueron desplomando hacia el centro de la Catedral de los Vientos.

Los vendavales seguían soplando y arrancaban notas cada vez más sombrías a las columnas huecas, y la melodía cambió poco a poco. La música se fue convirtiendo en un gemido que se debilitaba progresivamente, hasta que sólo quedó un puñado de tubos de cristal intactos esparcidos sobre los escombros cristalinos.

Y el asiento eyectable fue bajando lentamente hasta el suelo, y se posó sobre la hierba que se agitaba entre susurros mientras Leia lloraba con sollozos incontenibles que parecían desgarrarla por dentro.

3

Han pensó que las regiones polares de Coruscant le recordaban bastante a Hoth, el planeta helado de Hoth, pero había una diferencia crucial. Han estaba allí en compañía de su joven amigo Kyp Durron porque así lo había decidido y para disfrutar de unas vacaciones mientras Leia partía con el almirante Ackbar en otra de sus misiones diplomáticas.

Han se encontraba en la cima de los escarpados riscos de hielo blanco azulado, sintiéndose caliente y cómodo dentro de su chaquetón aislante color gris alquitrán y sus guantes rojos provistos de un sistema calefactor. Las auroras eternamente presentes en el cielo purpúreo emanaban telones irisados repletos de chispazos y centelleos que se refractaban en el hielo. Han tragó una profunda bocanada de aquel aire limpio y seco, y tan frío que casi pudo sentir cómo se le encogían los pelitos de la nariz.

Se volvió hacia Kyp, que estaba junto a él.

—¿Preparado para empezar, chico?

El joven de dieciocho años y oscura cabellera se inclinó por quinta vez para ajustar las sujeciones de sus turboesquís.

—Eh... Casi —dijo Kyp.

Han se inclinó hacia adelante para contemplar la brusca pendiente de hielo de la pista para turboesquís. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta mientras la observaba, pero no estaba dispuesto a permitir que se le notara que tenía un poco de miedo.

Glaciares blanco azulados relucían bajo la tenue claridad de aquel crepúsculo que duraba meses. Las máquinas taladradoras habían trabajado durante mucho tiempo royendo profundos túneles en las gruesas capas de hielo, y las excavadoras habían creado grandes terrazas en los riscos durante el proceso de explotación hidrológica de aquellas montañas de nieve que tenían centenares de años de antigüedad. La nieve y el hielo habían sido derretidos con hornos de fusión, y después el agua había sido transportada hasta las áreas metropolitanas densamente pobladas de las zonas templadas mediante cañerías de dimensiones titánicas.

—¿Realmente crees que seré capaz de hacer esto? —preguntó Kyp, irguiéndose y aferrando sus palos deflectores.

Han se rió.

—Verás, chico, teniendo en cuenta que has sido capaz de sacarnos de un cúmulo de agujeros negros pilotando una nave a ciegas... Sí, creo que también sabrás arreglártelas en una pista para turboesquís del planeta más civilizado de la galaxia.

Kyp contempló a Han con una sonrisa en sus ojos oscuros. El chico siempre le recordaba mucho a Luke Skywalker de joven. Kyp Durron no se había separado de él desde que Han le había rescatado de su esclavitud en las minas de especia de Kessel. Años de cautiverio imperial, que no hizo nada para merecer, habían hecho que Kyp se perdiera los mejores años de su vida, y Han se había jurado a sí mismo que le compensaría por todo ese tiempo perdido.

—Vamos, chico —dijo.

Se inclinó hacia adelante y conectó los motores de sus turboesquís. Han aferró los palos deflectores con sus manos protegidas por los gruesos guantes y los activó. Un instante después notó la aparición repentina del campo repulsor que emanaba de cada punta y que hacía que los palos quedaran suspendidos en el aire para permitirle mantener el equilibrio.

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