—Sé —repliqué con cierto tedio, ya que era impensable que un celta corriente le enseñara algo a un druida— que a algunos mercenarios incluso les dan moluscos para comer.
Cuningunulo sacudió la cabeza con descortesía. Le molestaba no comprender el significado de mis palabras.
—Bueno —refunfuñó—, si entras al servicio de César, ningún otro celta podrá cagarse más en ti. Desde que los eduos nos hemos aliado con Roma, nos respetan en toda la Galia.
—No creo que César se quede aquí mucho tiempo. Así que mi empleo sería de muy corta duración —repliqué con una sonrisa.
—César ha mandado emisarios a Aquileya. Allí pasan el invierno las legiones séptima, octava y novena, un total de dieciocho mil hombres. Les ha mandado cruzar los Alpes a marchas forzadas.
Hice lo imposible por mantener la sonrisa, pero se me congeló y se deformó hasta convertir mi boca en un morro ácido como un limón. En pocas semanas César dispondría de cuatro legiones, o sea, unos veinticuatro mil legionarios.
Cuningunulo se detuvo frente a una gran tienda de oficiales y me anunció al centinela. Me estaban esperando. El centinela retiró la lona izquierda y me hizo pasar. La tienda era grande y descansaba sobre un podio de madera de un solo escalón, de modo que aunque lloviera, siempre se tenían los pies secos. Junto a las paredes había firmes estantes de madera en los que se guardaban rollos de pergamino. En el centro vi cuatro grandes mesas de trabajo dispuestas en un cuadrado y al fondo había triclinios y una mesa redonda con fruta, cuencos de agua, jarras de vino y vasos. Un hombre mayor, de unos cincuenta años, se me acercó en actitud amistosa. Llevaba una sencilla túnica sin mangas de un grueso tejido de lana de espiguilla roja, y se ceñía el talle con un cinto de cuero en el que destacaban artísticos rosetones esmaltados y una hebilla de oro. A pesar de que se había subido un poco la túnica por encima del cinturón, ésta le seguía llegando hasta las pantorrillas. Sólo los oficiales vestían túnicas tan largas; a un legionario raso esa medida le habría supuesto un inconveniente a la hora de marchar.
—Soy Cayo Oppio, caballero romano y oficial de la plana mayor de César. Me ocupo de las comunicaciones.
—¡Qué modesto! —exclamó entre risas un hombre con barba que estaba muy inclinado sobre un rollo de pergamino y escribía una copia con mano tranquila—. Cayo Oppio es el jefe del servicio secreto de César. Tiene más ojos y oídos…
Cayo Oppio le hizo una señal de impaciencia al escribiente con barba y lo interrumpió:
—Éste es Aulo Hircio, oficial y responsable de la correspondencia personal de César.
Aulo Hircio hacía todos los honores a su nombre, pues «
hirtius
» significa «hirsuto» o «peludo»; de modo que parecía que se hubiera dejado crecer la debida barba. Era sin duda sorprendente encontrar allí a un romano con barba, puesto que las barbas y el vello púbico se consideraban en general atributos animales de los inferiores y salvajes bárbaros. Aulo Hircio me gustó al instante. Me acerqué un par de pasos a él y miré por encima de su hombro: trasladaba en bellos caracteres griegos un texto grabado sobre una tabla de cera en papel de pergamino.
—Aulo Hircio necesita con urgencia más escribientes para administrar la creciente correspondencia —dijo Cayo Oppio al tiempo que me examinaba de pies a cabeza. Al cabo de unos instantes, dijo—: Las guerras no se ganan sólo en el campo de batalla. ¿De qué sirve una victoria que no se puede hacer pública? Yo determino cuántas copias se hacen y a qué agentes de noticias y aliados de Roma se envían.
—Y también decide si nieva o llueve en la Galia. —Aulo Hircio esbozó una sonrisa.
Yo no supe muy bien qué significaba eso, pero supongo que se refería a que Cayo Oppio analizaba las noticias y las comunicaba según la utilidad deseada. Asentí con la cabeza sin mostrar aprobación ni censura. Cayo Oppio percibió el gesto con benevolencia.
—Afirman que eres druida —dijo en tono amistoso.
Yo volví a asentir igual que viera hacer a nuestros druidas aristocráticos.
Cayo Oppio dio tres palmadas y de inmediato apareció un muchacho de rizos negros, griego quizá, que se inclinó ante él.
—Olo, tráenos vino caliente con canela y nuez moscada.
El muchacho volvió a inclinarse y desapareció. Por lo visto el pobre chico tenía que esperar horas y horas en la trastienda a que Cayo Oppio diera palmadas.
Poco después regresó con un caldero de bronce lleno de agua caliente y vertió un poco en una jarra. A continuación añadió vino romano sin diluir, nuez moscada y canela, y luego lo removió todo con un cucharón de madera. Después de darnos un vaso de plata a cada uno, salvo por supuesto a Wanda, la esclava, Cayo Oppio lo mandó retirarse haciendo un gesto con la mano. Alzamos nuestros vasos, y mientras Cayo Oppio y Aulo Hircio entonaban su «¡Ave, César!» yo me contenté con un sencillo «Carpe diem», lo cual hizo que Cayo Oppio me preguntara:
—¿Es cierto que los druidas sois los libros vivientes de los celtas?
—
Factus est
—respondí en perfecto latín, lo cual significa: «En efecto», volviendo así a dar muestra de estar familiarizado con las expresiones coloquiales romanas.
Desde luego, aquello fue una presunción por mi parte y también ahora Cayo Oppio sonrió. Al parecer, los bárbaros que querían demostrar su cultura romana causaban una curiosa impresión. Sin embargo Cayo Oppio se tomó mi intento de adaptación más bien como un cumplido. Por mi parte, yo estaba sobre todo asombrado por la atmósfera que reinaba en aquella tienda. Me había acostumbrado al encuentro con romanos presuntuosos y arrogantes, pero sólo experimenté cierta perplejidad ante el hecho de sentir simpatía hacía un erudito como Aulo Hircio, que no daba gran valor a los signos exteriores de su rango y mostraba el hábito propio de un erudito curioso: casi parecía no dividir el mundo entre romanos y no romanos, sino entre sabios y no sabios.
—Siéntate, Corisio —ofreció Aulo Hircio, como si quisiera verme más de cerca.
Le di mi vaso a Wanda y me senté a la mesa, frente a él. Cayo Oppio se quedó de pie a nuestro lado como un maestro de ceremonias y advirtió, con evidente extrañeza, que Wanda bebía un sorbo de mi vaso a mis espaldas. En fin, aquello para mí fue bastante embarazoso.
—Es mi catadora personal —expliqué medio en broma.
—Entonces debes enseñarle a que cate antes y no después de que tú bebas —dijo Cayo Oppio al tiempo que esbozaba una sonrisa.
—A lo mejor quieren morir juntos en caso de eventualidad —señaló Aulo Hircio con una sonrisa satisfecha.
Por lo visto, ya habían notado que Wanda era mi amante.
—Haré que la azoten después por ello —repliqué en tono severo.
Cayo Oppio rió.
—¿Acaso no tienes compasión? Está temblando como una hoja.
No me volví, pues bien podía imaginar cómo estaba Wanda, de pie con mi vaso en la mano mientras le iluminaba el rostro una expresión orgullosa e irónica.
—Las mujeres no pueden entrar en las tiendas de los oficiales —observó Cayo Oppio con un leve pesar en la voz.
—Ella es mi pierna izquierda —dije—. La necesito a cada paso.
Cayo Oppio asintió con la cabeza.
—Quizá debiéramos hacer una excepción. No creo que César quiera a un escribiente con una sola pierna.
Aulo Hircio dio otro trago y dejó su vaso en la mesa, dispuesto a entrar en materia.
—Corisio, nuestro procónsul Cayo Julio César ha decidido rendir cuentas de sus actividades en la Galia al Senado y al pueblo de Roma mediante informes periódicos. Cada otoño debe elaborarse un informe, que se enviará a Roma. Al término de su proconsulado, la totalidad de esos boletines se publicará en forma de libro con el fin de conservarlos para la posteridad. En esos libros pretendemos informar acerca de la tierra de todas las tribus que nosotros llamamos galas y vosotros celtas. Deben figurar en ellas vuestros montes y ríos, vuestros usos y costumbres, vuestros dioses… Queremos recopilar información sobre cómo trabajáis la tierra, domesticáis a vuestros animales, educáis y enseñáis a vuestros hijos…
Cayo Oppio, de quien Aulo Hircio era subordinado, lo interrumpió con objeto de precisar:
—No produciremos una obra científica para la biblioteca de Alejandría, sino un informe para el Senado romano. Con ese fin te hemos hecho llamar, celta. Deberás poner tus conocimientos a disposición del legado Aulo Hircio, que ha sido eximido para hacer este trabajo, así como prestarle ayuda en la redacción de los informes.
—¿Habrá guerra en la Galia? —pregunté.
—Sin duda la habrá —respondió Cayo Oppio, realista—, como siempre ocurre cuando los pueblos extranjeros tropiezan con las nuevas fronteras de las provincias romanas.
—Si para asegurar las fronteras de las provincias siempre hay que someter a los pueblos vecinos, deberéis someter al mundo entero hasta que Roma limite con Roma —repliqué en tono seco.
—Un mundo romano regido según el derecho romano no sería el peor de todos los mundos —replicó Aulo Hircio—. No aniquilamos pueblos y culturas, sino que traemos un nuevo orden. Donde está la legión, reina la paz; donde se cumple la
lex romana
, el comercio prospera. Como escribiente de la secretaría de César tienes derecho a una tienda propia y a tu propio mozo. No deberás prepararte tú mismo la comida y en los campamentos de invierno dispondrás de alojamiento de madera caldeado.
—¿Y puedo conservar a mi esclava y tenerla siempre a mi lado?
—Sí —contestó Cayo Oppio—. Pero deberá comportarse como una esclava. De otro modo sería injusto para los legionarios. Sus concubinas y sus hijos ilegítimos viven fuera del campamento.
Miré un instante a Wanda, que volvía a dar sorbos de mi vaso. Cayo Oppio y Aulo Hircio sonrieron. Al parecer tuvieron la impresión de que yo me volvía para recibir su conformidad.
—Bien, druida, ¿estás dispuesto a trabajar en la secretaría de César? —me preguntó Cayo Oppio.
Vacilé por un instante.
—Me alegraría incorporarte a mi secretaría —añadió con franqueza Aulo Hircio, y me sonrió de forma amistosa.
Yo me disponía a responder cuando oímos a alguien que vociferaba fuera.
—¿Dónde se puede encontrar vino caliente? —gritaba alguien delante de la tienda.
Apenas nos habíamos vuelto cuando aquel tipo ya había entrado. Vestía la típica túnica blanca de oficial con flecos dorados y faja lila.
—¡Mamurra! Estamos en mitad de una reunión —espetó Cayo Oppio. Pero Mamurra sólo tenía ojos para el vino caliente con especias. Se acercó a la mesa, agarró la jarra y bebió.
—Éste es Mamurra, el
praefectus fabrum
de César, el tesorero —dijo Aulo Hircio.
—Aunque no sólo entiende de complejas estructuras económicas, también es responsable de la construcción de las torres de madera —agregó Cayo Oppio con reconocimiento.
—¡Ya basta, ya basta! —exclamó Mamurra riendo, y enseguida se quitó las botas de cuero salpicadas de suciedad—. ¿Dónde está mi mujercita? ¡Tiene que prepararme un baño!
Cayo Oppio dio tres palmadas y Olo entró en la tienda, resplandeciente como fuegos de artificio. Mamurra le guiñó el ojo.
—Tienes que prepararme un baño. Y si está demasiado caliente, te arranco los huevos y te envío a la casa de eunucos de Alejandría.
Olo esbozó una sonrisa y desapareció.
Cayo Oppio tomó un vaso y lo llenó de vino, ofreciéndoselo después a Mamurra. Este lo volcó y en ese instante reparó en la presencia de Wanda.
—¿Dónde la has comprado?
—Es la esclava del celta —explicó Cayo Oppio.
—¿Celta? —preguntó con burla—. ¿Se trata de alguna nueva mezcla de especias?
—A alguien de poca educación como tú, Mamurra, le basta con saber que es un galo.
Mamurra asintió con gesto teatral.
—¿Y va a venderte la germana?
—¡No, Mamurra! El celta se llama Corisio y es druida. Trabajará en la secretaría de César a las órdenes de Aulo Hircio.
Entonces Mamurra clavó la vista en mí y, por el modo en que me escrutaba, no me costó entender que le atraían hombres y mujeres por igual. ¿No me había advertido Úrsulo, el
primipilus
, acerca de un tal Mamurra?
—¡Druida! —exclamó, radiante—. Hace tiempo que deseaba encontrarme con todo un druida galo. Conozco vuestra cerveza y a vuestras mujeres peludas, pero a un auténtico druida… Dime, ¿existe de hecho alguna hierba que te confiera la fuerza de un volcán y te ponga el sexo tan tieso como un
pilum
romano?
Cayo Oppio y Aulo Hircio rieron al unísono. Era obvio que estaban acostumbrados a esas fantasías eróticas.
—Sí —respondí—, he oído hablar de ello. Creo que se puede hacer. Déjame pensarlo.
—¡Si encuentras el remedio, druida, te haré gobernador de Gades! —Mamurra se tragó el vino. Al parecer tenía necesidad atrasada—. ¡Si mis legionarios fueran tan rápidos como yo con el estilo, ya habríamos cercado toda la Galia con fortificaciones!
—Todavía son los legionarios de César, Mamurra —señaló Cayo Oppio en tono de burla.
—Bah, César —se lamentó Mamurra mientras tragaba otro vaso—. Imaginaos, nuestro procónsul ha hecho reclutar otras dos legiones en Italia, la undécima y la duodécima. Quiere reunirías en Aquileya con las tres legiones del campamento de invierno y cruzar los Alpes con las cinco. ¡Ese tipo se ha vuelto loco! Y digo yo que…
—El Senado no le ha permitido reclutar nuevas legiones —interrumpió Cayo Oppio—. Con eso ya ha vuelto a violar las leyes romanas. ¿A qué cargo tendrá que acogerse de nuevo tras su proconsulado en la Galia para conservar la inmunidad?
Mamurra se encogió de hombros y señaló a Aulo Hircio con un movimiento de cabeza.
—Ése es tu trabajo, Cayo Oppio. Es asunto vuestro explicarle a Roma que la frontera de la provincia romana Narbonense está amenazada. Y como te conozco, Cayo Oppio, incluso conseguirás que al final César tenga una marcha triunfal de diez días como salvador de Roma.
Mamurra se levantó de un salto y volvió a servirse más vino. Era un tipo vivaracho, con una energía casi inagotable.
Y una gran resistencia a la bebida.
—Cinco legiones… —murmuró Aulo Hircio en tono aprobatorio.
—Junto con la décima, que ya ha estacionado, tiene seis legiones a su disposición —replicó Mamurra—. ¡Pero dos de ellas las debe financiar personalmente! Os digo que es más fácil tender un puente de madera hasta Britania que administrar las finanzas de César. ¿Cómo voy a financiar dos legiones cuando apenas hay dinero para saldar los intereses de sus deudas?