—Dime, druida, ¿tuvo que morir mi padre Celtilo por querer convertirse en rey de los arvernos o porque mi tío Gobanición así lo quería?
Ya no entendía nada en absoluto. El extraño, al parecer, pertenecía a la tribu celta de los arvernos y su padre se llamaba igual que mi tío. Por Taranis, de veras que no estaba de humor para explicárselo. Y mucho menos en aquella situación.
—En la tierra que los romanos llaman Galia, todo celta que desee ser rey de su pueblo debe morir —respondí en un último esfuerzo.
—¿Qué pasa con mi tío Gobanición? ¡Por favor, druida, dímelo! Él me odia. Me ha desterrado de Gergovia. De no ser por él, jamás en la vida me habría alistado en la legión romana. ¿Volveré a ver Gergovia algún día?
—Sí —gemí, atormentado por el dolor.
Luego volvieron a empezar los espasmos y me retorcí como un gusano herido hasta casi tocarme la frente con las rodillas, vomitando de nuevo hiel amarillenta. Sentí que perdía la conciencia otra vez. Fue como si me hubiera golpeado la cabeza, igual que un huevo en el borde de una caldera de bronce. Caí sobre algo amarillo que borboteaba como un manantial caliente y pedí auxilio. Sentí que aquello amarillo se volvía cada vez más sólido y duro, y entonces vi sobre mí la boca de Creto, gigantesca, preguntándome por el paradero de sus dos esclavos. Estaba furioso. Agarró aquel curioso pimentero que representaba a un esclavo en cuclillas y lo agitó con ira sobre el caldero de bronce. Los granos negros golpeaban mi cabeza igual que rocas de lava endurecida.
—¡Corisio! —oí que llamaba una voz desesperada, que sin duda no era la de Creto.
Abrí los ojos.
—
Lucía
te ha encontrado —oí decir a alguien.
Intenté ver a la persona, pero la cabeza me seguía doliendo como si cincuenta herreros golpetearan mis sienes sobre un yunque candente. Volví a cerrar los ojos.
—¿Me reconoces, amo?
¡Por Catúrix y todo el gremio divino que en ese momento se reía de mí! Era Wanda la que estaba arrodillada ante mí y me limpiaba el vómito de la cara con hojas y manojos de hierba.
—Cuando oscureció nos preocupamos.
Lucía
te ha encontrado, amo. Estabas acompañado de jinetes.
—¿Jinetes? —pregunté, desconcertado. Me acordaba muy bien de la conversación que mantuve con aquel joven arverno, pero también de los pechos turgentes del paisaje y la yema de huevo friéndose—. ¿Jinetes? ¿Arvernos?
—Sí —respondió Wanda con impaciencia—. Pero vamos, debemos regresar.
—No puedo —gemí como un guerrero agonizante en el campo de batalla—. Por favor, déjame aquí. No me toques.
—Pero hará frío, amo. Debemos regresar antes de que oscurezca del todo. Pronto aparecerán las primeras patrullas romanas y te tomarán por un celta enemigo.
Tenía razón. Me volví hacia un lado, doblé las piernas y seguí girando hasta quedar de bruces. Respiré hondo e incorporé el tronco mientras
Lucía
me lamía la cara con fruición. Por lo menos ya me había puesto a gatas. Sentí algo en el puño; lo abrí y contemplé una pequeña estatuilla de oro que representaba a un hombre sin brazos ni piernas. Llevaba una torques y en su barriga distinguí un jabalí.
—¿Qué es esto, Wanda?
Wanda tomó la estatuilla de oro y se la guardó.
—No sé. ¡Date prisa!
Volví a verlo todo negro.
—Wanda, en mi bolsa de cuero hay muérdago. En caso de que… Una sola hoja… ¿Me oyes? Sobre la lengua.
Volví a recostar despacio el tronco y, de repente, sentí una mano que me revolvía las tripas como una garra abrasadora. Perdí el conocimiento y di con la cara sobre la hierba.
* * *
—Has dormido tres días —dijo Wanda mientras yo abría un poco el ojo izquierdo y lo cerraba de inmediato, agotado. Oía su voz, pero no tenía fuerzas para responder ni para abrir los ojos. Inerte, dejé que me alzara la cabeza. Me costaba respirar, con la boca medio abierta. Entonces sentí algo mojado sobre los labios: agua fría, dulce, limpia, y al abrir los ojos algo después Wanda bebía agua de un cuenco de madera. Volvió a inclinarse sobre mí y buscó mis labios; el agua fluyó de sus labios a mi boca como un pequeño riachuelo.
—¿Qué hace nuestro aprendiz de mago? —preguntó Niger Fabio riendo.
Estaba frente a mí con sus ojos amistosos y radiantes. Sin turbante, con aquella melena negro azabache y la gran barba, parecía aún más salvaje y exótico. Dio unas palmadas. El dolor me demudó el rostro; cada sonido era una tortura.
—Mi queridísimo amigo, hay albaricoques asados con pimienta machacada, menta, miel y vinagre de vino.
A la mención del vino me estremecí ligeramente.
—Después tienes huevos asados, muslos de pollo e hígado de cerdo con caldo de cebolla, pescado hervido con dátiles de Jericó y, como guinda, un asado de jabalí salpicado de comino tostado en una salsa de vino salpimentada, con piñones, mostaza y
liquamen
. ¡Tu cuerpo necesita sal!
Asentí.
—Para nosotros, los de Oriente, el arte de la curación y el de la cocina son casi uno. Eres lo que comes.
Asentí de nuevo, cansado.
—Y vomitas lo que has comido.
Los dos esclavos me levantaron a una señal de Niger Fabio, pero debí de ponerme de pronto pálido como la cal, porque al instante me volvieron a dejar.
—Traedle la comida a la tienda —dispuso Niger Fabio.
Así lo hicieron. Los esclavos trajeron cuencos de agua y paños para lavarme las manos y después me sirvieron una comida digna de un rey.
Vacilante y tembloroso, fui tomando pequeños bocados que alternaba con sorbos de agua. Disfruté de la fría humedad al contacto con mi cuerpo reseco mientras éste, bajo la mirada de Niger Fabio y Wanda, iba despertando poco a poco a una nueva vida. De pronto reparé en una pequeña estatuilla de oro que había sobre la mesa. La recordaba vagamente.
—La tenías en la mano cuando te encontré —dijo Wanda.
—¿Quieres decir que me la han regalado los dioses? —pregunté, incrédulo.
Eso me habría sorprendido muchísimo. Los dioses eran insaciables como los ríos y los lagos en los que les hacíamos ofrendas, y todavía no había oído nunca que un dios hubiese devuelto nada. Cogí la pequeña estatuilla y la examiné: tenía un orificio en el cuello para deslizar una correa de cuero y llevarla colgada a modo de collar.
—Creo que es una deidad de los arvernos. No estoy muy seguro, pero se llama Euffigneix o algo así. Es un dios salvaje.
—A lo mejor te la puso en la mano ese joven arverno. Recuerdo que al despedirse te cerró el puño.
—¿Tú también viste al joven arverno? —pregunté sorprendido.
—Sí —respondió Wanda—. Se encontraba junto a ti con sus guerreros cuando
Lucía
te encontró. Estaba entusiasmado porque habías profetizado la muerte de su padre, Celtilo, y su vuelta a Gergovia.
Me pasé lentamente la mano por el pelo y me di un masaje en la tensa nuca. Ya volvía a recordar. De modo que me había encontrado de veras con ese arverno. Le había hablado del tío Celtilo y, como el padre del arverno también se llamaba así, me había malinterpretado por completo.
—¿Y cuando llegaste tú los arvernos siguieron camino?
—Sí, amo. Iban a reunirse con su unidad. Su cabecilla es oficial de caballería en la legión romana.
—¿Dijo algo más?
—No. Yo le grité: «Dime cuál es tu nombre, arverno…»
—¿Y? —pregunté con curiosidad.
—Vercingetórix. El joven se llamaba Vercingetórix.
Jamás había oído ese nombre. De pronto Creto me vino al pensamiento.
—¿Ha preguntado por mí un mercader de vinos de Massilia? —pregunté, vacilante.
Niger Fabio asintió gravemente con la cabeza.
—Sí, druida. Me pareció como si de veras se preocupara por tu salud.
—¿Eso es todo?
—No. También estaba… buscando dos esclavos nuevos. Dijo que había perdido a sus dos mejores esclavos.
—Sí, claro —murmuré—. Los muertos siempre resultan ser los mejores. Seguro que hablaban tres lenguas, eran los mejores aurigas de Roma y podían convertir la arena en oro.
—¿Cómo lo sabes? —bromeó Niger Fabio.
Hice un gesto impaciente.
—Firmé un contrato. ¡En caso de pérdida le corresponden novecientos sestercios por cada esclavo!
—¡Cuatrocientos cincuenta denarios de plata! —exclamó Niger Fabio.
—En fin —mascullé entre clientes—, la verdad es que he malgastado un buen montón de dinero. Me pregunto si ese hatajo de dioses no se habrá dormido allá arriba.
Wanda puso una cara larga. Ella era mi única posesión, aunque dudo que Creto me la hubiese comprado por novecientos sestercios. Si no conseguía un crédito en alguna parte, ya podía ofrecerme yo mismo como esclavo. Estaba en manos de Creto. Me enfadé muchísimo con mis dioses.
—Dime, ¿cuántos días he dormido en total? ¿Ha estado ya otra vez aquí la delegación celta?
—Has dormido seis días, amo —respondió Wanda con voz triste.
—Eso significa que los helvecios vendrán mañana de nuevo. En caso de que César mantenga su palabra.
—Sí —replicó Niger Fabio—. Mañana César tendrá que quitarse la máscara. Tengo curiosidad por saber cómo llevará el asunto.
—Con unos cincuenta mil soldados no tendría que ser ningún problema.
—Están de camino, a marchas forzadas —gruñó Niger Fabio mientras roía un hueso de pollo.
Lucía
ya estaba a su lado y apoyaba el hocico chorreante sobre su rodilla a la espera de que se apiadase de ella. Por lo visto la había acostumbrado a ello en los últimos días.
—No se ha movido de tu lado, Corisio —informó Niger Fabio—. Hasta que no bebiste por primera vez después de tres días no nos prestó atención. Así supimos que te recuperabas.
Wanda esbozó una sonrisa forzada. Comprendí que había sufrido mucho todo ese tiempo, y seguro que ahora luchaba contra su destino porque temía que la vendiera como esclava. Sonreí para tranquilizarla.
—
Lucía
es una perra divina —dijo Wanda llena de orgullo—. Por eso sabía que los dioses habían decidido que Corisio viviera.
Niger Fabio esbozó una sonrisa cortés. No quería contradecirla. Para él sólo contaba que yo hubiese sobrevivido. Al parecer era más fácil hacerse pasar por druida que serlo.
Silvano entró en la tienda.
—Salve, bárbaros —bromeó, y se alegró al verme allí—. Ya veo que el mundo de los muertos te ha escupido de vuelta.
—Sí, Silvano, me han pedido que volviera a pasarme por allí más adelante. Por cierto, te eché en falta aquella noche en la orilla del río. Me recibieron con una lluvia de flechas.
—Bah, estos alóbroges —criticó en un tono frívolo—, no se les puede quitar el ojo de encima ni un momento. Imagínate, hace un par de días encontramos en la orilla tres cabezas cortadas de la cuarta cohorte. Estaban ensartadas en unos postes que alguien clavó en la orilla del río.
—Parece una ofrenda a los dioses —dije con fingimiento.
—¡Si quieres saber mi opinión, fueron los alóbroges!
Me encogí de hombros mientras saboreaba en secreto el placer de haber amedrentado de tal forma a aquel cabecilla alóbroge para que siguiera mis órdenes. Si César quería conquistar la Galia, a buen seguro tendría que colgar antes a todos los druidas.
—Pero no estoy aquí por esa historia. Aulo Hircio y Cayo Oppio se han interesado por ti. Parece que les caes bien. Tengo que preguntarte si mañana harás de intérprete para la delegación helvecia.
—Sí, Silvano, allí estaré.
De pronto tuve un pensamiento fugaz como una inspiración. ¿No me habrían dejado los dioses fuera de combate por un motivo muy concreto? Bueno, no se me ocurría ninguno, pero así son los dioses a veces. Se les ocurre algo y nosotros nos devanamos los sesos pensando lo que habrán querido decir con ello. La respuesta más sencilla, claro está, era que yo no servía para druida. No obstante, no me convencía esa interpretación.
—Y en cuanto a ti, Niger Fabio… —dijo Silvano.
—Siéntate, Silvano, sé mi huésped.
—Gracias. Imagínate, cuando Úrsulo ascienda a prefecto del campamento, yo tendré posibilidades de ser ascendido a primer centurión.
—Oh, eso te habrá costado una fortuna —bromeó Niger Fabio.
—¿Acaso cuestionas mi valor, árabe? —gruñó el romano con desacostumbrada vehemencia.
—No, valerosísimo Silvano —dijo Niger Fabio entre risas—, sólo tu poderío económico. Seguro que los cinco denarios de plata que le sacaste a mi joven amigo no te bastarán.
—¿Me concedes un crédito? —rogó Silvano, ahora de repente serio.
—No —respondió Niger Fabio con severidad—. Ningún romano recibirá un crédito mío en la Galia. Este territorio me parece demasiado agitado.
—Escúchame bien, árabe: el
praefectus castrorum
que se jubila quiere regalarle un caballo a César, porque le ha proporcionado un arrendamiento lucrativo en Roma.
—Pensaba que a César le interesaban más las mujeres que los caballos —dijo Niger Fabio.
—Las mujeres las toma con facilidad, pero los caballos tiene que comprarlos.
—Lo siento, Silvano, no tengo caballos en venta —replicó Niger Fabio en tono amistoso.
—¿Y esos dos de ahí afuera? Te ofrezco ochocientos denarios de plata por los dos animales. —Silvano estaba un poco exaltado porque intuía que Niger Fabio no iba a vender.
—Comprendo muy bien que el prefecto del campamento que se jubila ambicione impresionar a Cayo Julio César con su eficiencia. Pero, en caso de que te haya encomendado comprar un caballo por ochocientos denarios, seguramente se referiría a una mula o a un burro.
—Nueve mil denarios por los dos —replicó Silvano desoyendo la ironía de Niger Fabio, que para otros romanos habría sido una afrenta de consecuencias graves. Nueve mil denarios, eso era por lo menos la paga de dos años de un
primipilus
.
—Silvano, ¿sabes cuál es la tarifa por fanega de carga de Roma a Alejandría? Dieciséis denarios. Un caballo representa alrededor de mil ochocientas fanegas. Eso haría veintiocho mil ochocientos denarios por un jamelgo desnutrido, mareado y cojo. Pero mis caballos son los más veloces de todo el Mediterráneo. En Roma, los ganadores están recibiendo doce mil quinientos denarios de plata por una sola carrera.
—¡No me irás a pedir cuarenta mil denarios de plata por un caballo! —exclamó el romano indignado. Niger Fabio sonreía.
—¡
Luuuuna
! —llamó de pronto con una voz clara y melodiosa.