El druida del César (21 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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¡Seis legiones! Eso sumaba más de treinta mil soldados.

Y aún había que añadir las tropas auxiliares de diez mil celtas y unos miles de jinetes celtas. ¡Para impedir que los helvecios cruzaran el Ródano no se necesitaban cincuenta mil soldados! O sea que, mientras las tribus celtas esperaban la respuesta de César en la otra orilla del río, el procónsul ya estaba haciendo preparativos para la guerra. ¡Y sin el consentimiento del Senado romano!

Yo sólo podía pensar en salir de allí lo antes posible. Tenía que llegar hasta la otra orilla a cualquier precio y advertir a mi pueblo. César planeaba una guerra privada y sólo esperaba un pretexto para declararla al fin. Sólo así podría justificar más adelante las legiones reclutadas sin el consentimiento del Senado.

César tenía cuatro motivos para declarar la guerra a los galos: ansiaba la gloria inmortal como cualquier patricio que se precie, necesitaba poder militar para reforzar su posición en Roma, tenía que saldar sus deudas con urgencia y, además, debía justificar las legiones reclutadas de manera ilegal.

El esclavo Olo asomó la cabeza y le hizo una seña a Mamurra. Éste se levantó de un salto golpeándose en el pecho con el puño al tiempo que gritaba: «¡Ave, César!» Luego agarró al efebo toscamente por el trasero y desapareció con él.

—Sus modales no son demasiado refinados… —se excusó Aulo Hircio, avergonzado.

—Y por eso tampoco lo hemos empleado en la secretaría de César —bromeó Cayo Oppio—. Pero es de total confianza y muy leal. Sólo necesita un efebo griego todas las tardes, y al día siguiente construye las cosas más insólitas… Quién sabe, quizás algún día llegue a sanear la fortuna de César. Aunque, si sigue hablando así de él —vaticinó Cayo Oppio—, acabará ahogado en la tina del baño del propio César.

—Peor aún —contradijo Aulo Hircio—, seducirá a su efebo Olo…

Ésa era una de las siempre recurrentes alusiones a la relación homosexual que, según dicen, César mantuvo con Nicomedes, el rey de Bitinia, cuando era oficial de Termo. A pesar de que el asunto se remontaba a mucho tiempo atrás, siempre era objeto de los versos de escarnio que se les permitía entonar a los soldados en las marchas triunfales sin castigo alguno. Me asombró bastante que los oficiales hablasen abiertamente de su general en semejantes términos. ¿Pero qué me importaban a mí todos esos chismes? En mi cabeza bullían los pensamientos, y el deseo de desaparecer de allí y avisar a los celtas del otro lado del río se hacía más apremiante. Ya no escuché cuántos denarios de plata, ventajas y privilegios adicionales me prometía Cayo Oppio; estaba como paralizado pensando en ese plan hipócrita que ni el mismísimo Marte habría podido idear con más perversidad, esa infame argucia que César había tendido como un lazo que se estrechaba sin tregua porque los celtas emigrantes no sabían aún que habían caído en la trampa. En la otra orilla esperaban sin sospechar nada cientos de miles de hombres, mujeres y niños con todas sus posesiones, y no sabían que ya eran
morituri
, condenados a muerte en el matadero.

—Bien —iba diciendo Cayo Oppio—, no tienes que tomar una decisión hoy, druida. Puedes pensarlo con tranquilidad.

—Me decidiré dentro de siete días. —Ése era el tiempo que la delegación celta tardaría en presentarse para la segunda entrevista concertada—. No obstante, en caso de que entretanto necesitéis mis servicios, estoy bien dispuesto a seros de ayuda.

Cayo Oppio y Aulo Hircio recibieron mi respuesta con satisfacción. En ese momento se retiró la lona de la entrada y apareció un hombre mugriento que llevaba una capa en forma de embudo sin mangas, hecha de un grueso tejido de lana negra, y botas de cuero altas. Tenía una voz fuerte y hablaba con un marcado acento íbero:

—¡Balbo saluda a los poetas de César!

—¡Balbo! —exclamaron Cayo Oppio y Aulo Hircio casi a la vez.

Con los brazos abiertos fueron hacia él y se fundieron en un afectuoso abrazo. Agotado, Balbo se dejó caer sobre el triclinio al tiempo que respiraba aliviado.

—¡Al fin! Los mercaderes nos darán las gracias cuando construyamos vías decentes en la Galia.

Cayo Oppio hizo venir de inmediato a un esclavo. Éste le quitó las botas a Balbo y le ofreció agua fresca para que se lavara las manos y la cara. Aulo Hircio me dirigió una breve mirada.

—Éste es Balbo, Lucio Cornelio Balbo, gaditano. Fue
praefectus fabrum
de César en Hispania y ahora es…

—El agente secreto de César en Roma —pregonó orgulloso Balbo, tras lo cual bebió con fruición el vino caliente que le sirviera Cayo Oppio.

—Éste es Corisio, un druida celta de la tribu de los rauracos. Es posible que nos ayude a registrar los anales —dijo Cayo Oppio.

—Eso cabe esperar, ¿verdad, Corisio? —preguntó Aulo Hircio.

Afirmé con la cabeza.

—¿Ha sido cansado el viaje? —se interesó Oppio.

—Viene directamente de Roma —me explicó Hircio.

Balbo tomó un racimo de uva y arrancó una que se llevó a la boca con gran placer.

—¿Qué se entiende aquí por cansado? Desde que no soy el tesorero privado de César, hasta la más loca cabalgata por territorios bárbaros me parece un paseo. ¿Cómo le va a mi sucesor? ¿Ya se ha colgado?

—Mamurra se está divirtiendo con Olo en la tina —respondió Aulo Hircio entre risas.

Busqué un momento oportuno para despedirme, pero Cayo Oppio y Aulo Hircio aún no querían dejarme marchar.

—Balbo es el contacto entre nuestro campamento militar y Roma —explicó Cayo Oppio.

El íbero asintió.

—A través de mí, mi amigo Cayo Julio César sabe en todo momento si Pompeyo prefiere mandar que lo apuñalen o que lo envenenen, o si Craso ya le ha prometido la libertad a un gladiador tracio con tal de que le lleve la cabeza de César. De todos modos, los esposos de Roma preferirían que fuese su rabo. —Balbo rió con ganas—. ¿Os acordáis de Serena, la de melena oscura? Ésa que tenía un marido tan pequeño y moreno, cliente de César. Ha dado a luz a una niña… ¡rubia! Y eso que sólo fue a consultarle a César por la cuestión de unas tierras.

También Cayo Oppio y Aulo Hircio se echaron a reír.

—Ya veis —reflexionó Balbo—, resulta trágico que Pompeyo conquistara un imperio en Oriente, Craso acaparase media República y en cambio nuestro César sólo cause furor por su rabo. Pero eso lo vamos a cambiar, pues César está hecho de otra madera. —Entonces añadió algo en un tono más serio—: Sí, con el oro de los helvecios tendría dinero suficiente para igualar a Craso y comprar sus propias legiones. Podría conquistar un imperio en el oeste que ensombreciera las hazañas de Pompeyo y lo convirtiera en soberano absoluto de Roma. Lo único que cuenta son las legiones, y quien puede financiar diez legiones de su propio bolsillo es, en verdad el hombre más poderoso de Roma.

Oppio e Hircio asentían con la cabeza, y yo aproveché ese breve instante de silencio para despedirme.

—Si me buscáis, me encontraréis en la tienda de Niger Fabio.

* * *

Fui a ver a Creto de inmediato. Estaba sentado en su tienda con otros mercaderes de Massilia y maldecía al Imperio romano. Si Roma se extendía por la Galia, perderían sus lucrativas rutas comerciales hacia los germanos y la isla britana del estaño. Por eso Creto apremiaba a sus colegas, aconsejándoles avivar el miedo que los romanos tenían a los bárbaros. No obstante, la mayoría de los mercaderes ya no le escuchaba pues el rumor de que César dispondría pronto de seis legiones se había extendido como el fuego y los precios habían subido. Por doquier había libertos que iban a comprar mercancías por encargo de sus amos. Creto incluso tuvo que enviar a algunos de sus mozos de vuelta a Massilia para conseguir suministros. Y es que seis legiones representaba la suma de cincuenta mil compradores. En las granjas de los alrededores ya lo habían vendido todo, incluso la cosecha que todavía no se había sembrado. C. Fufio Cita, el proveedor de cereales privado de César, se había anticipado. Quien tenía un poco de conocimiento de la situación hacía un gran negocio mientras que el resto se quedaba con las ganas. A los campesinos alóbroges les daba completamente igual quién les comprara la cosecha.

Cuando me vio, Creto se levantó y me llevó aparte.

—¡Corisio, debes entrar de inmediato en la secretaría de César! ¡Necesito un informador en el ejército de César!

—¡Y yo necesito un tonel de vino y cuatro mozos que me acompañen a la otra orilla!

Creto hizo un gesto de negación.

—Eso es como tirar tu dinero al río.

—No —protesté—. ¡Sobornaré al aduanero Silvano!

—Corisio —susurró Creto con voz ronca—, llévate entonces diez toneles.

—No —repliqué—. Todavía no se lo he planteado a Silvano, y sólo necesito el vino como encubrimiento. Así nadie sospechará nada si voy a la otra orilla. Sólo necesito un tonel; si es el vino lo que te da pena, llénalo con agua. Pero proporcióname también cuatro hombres.

—¿Por qué iba a sentir pena por el vino, Corisio? Espero, por supuesto, que lo pagarás. Estoy aquí para hacer negocios y si todavía no has sobornado a ese tal Silvano, el transporte me resulta demasiado arriesgado. No puedo darte ni un tonel vacío. Si entraras al servicio de César y trabajaras como informador para mí, vería el asunto de otra forma.

Coincidimos al fin en que bastaría con un pequeño tonel de vino barato de la tierra, que Creto me vendió a un precio abusivo, y a regañadientes me prestó dos esclavos, no sin antes insistir en que si sufrían daño alguno, tendría que pagárselos. Incluso tuve que firmar un contrato al respecto. Creto exigía en caso de pérdida novecientos sestercios por esclavo, lo cual era más o menos la soldada anual de un legionario romano; cuando se trata de dinero, uno acaba conociendo bien a sus supuestos amigos. Protesté, puesto que en el mercado se encontraban hasta mulos por quinientos veinte sestercios. Sin embargo, Creto respondió lacónico que yo era libre de pedir esclavos prestados donde quisiera, pero que había disturbios y cada esclavo, cada sestercio, era necesario. Debí de mirarle con gran extrañeza, porque de pronto se tranquilizó y me puso amistosamente el brazo sobre el hombro.

—Corisio, le prometí a tu tío Celtilo que te vigilaría. Así que, amigo mío, quítate esa idea de la cabeza. Te lo ruego, ¿para qué quieres avisar a los helvecios? ¿De verdad crees que todavía no saben nada? Si deseas convertirte en un gran mercader, debes aprender a sopesar los riesgos. Lo que te has propuesto esta noche no sirve de nada; sólo puedes perder. Entra en la secretaría de César y sé mi informador. Nuestro comercio de Massilia debe conocer el entorno de César para así valorar el mercado con acierto. El saber lo es todo. No te pido que desveles ningún secreto militar, sólo que me digas lo que falta en los mercados galos y las intenciones de César. De ese modo podré estar allí antes que el resto de mercaderes. A lo mejor abrimos una sucursal en Vesontio o en la costa, y te pondría al frente de ella.

Con el ceño fruncido eché un vistazo al contrato.

—¡No tienes por qué firmar ese contrato si entras en la secretaría de César y eres mi informador, Corisio! Te dejo encantado los dos esclavos, gratis. Se lo debo a Celtilo. Además, a ti te quiero como si fueras hijo mío.

Le dejé hablar y gesticular y les recordé sus obligaciones a los dioses que se habían unido a mi favor. Y firmé el contrato.

Encontré a Silvano en la barraca de madera junto al puente derruido, y mi idea de ir a vender un tonel de vino a la otra orilla no le gustó lo más mínimo. Sin embargo cuando le ofrecí un denario de plata le pareció que valía la pena considerar la idea, aunque hasta que no le di otro no me propuso hacerle partícipe del negocio. Quería las ganancias, con todo, por adelantado. Así que le di uno más. El cuarto denario de plata se lo entregué para que sobornara con él al centurión que vigilaba el estrecho vado por el cual pasaríamos. El quinto denario lo cobró por levantar el trasero y acompañarme junto con los dos esclavos hasta el vado.

No obstante, en el río no hacía guardia ningún centurión con sus legionarios, sino una unidad auxiliar de celtas alóbroges. Silvano les dio orden de que me dejaran cruzar a la otra orilla, lo cual al jefe alóbroge le pareció una idea fantástica; acto seguido propuso que les dejáramos a él y a sus hombres el tonel de vino como regalo.

Por el contrario, a Silvano aquélla no le pareció una idea especialmente buena. ¿Para qué iba yo a cruzar entonces a la otra orilla, si se suponía que iba al otro lado para hacer dinero con un tonel de vino?

El jefe alóbroge sonrió de oreja a oreja.

—Pues que vaya al otro lado a recoger pedidos. Nosotros los entregaremos la próxima noche. ¡Si eso no es un buen negocio!

Así perdí cinco denarios de plata y un tonel de vino de cien litros. Les hice una señal a los esclavos de Creto, que al cobijo de la noche me acompañaron por el estrecho vado hasta la otra orilla.

Apenas habíamos alcanzado la otra orilla, cuando unas figuras oscuras salieron de la maleza y se nos acercaron sin hacer ruido.

—Tengo que ver a Divicón —susurré.

El zumbido de una hoja de espada rasgó el aire y de un golpe limpio le separaron a un esclavo la cabeza del tronco.

—¡Soy Corisio, el rauraco! —grité.

—¿Qué haces aquí? ¡Te hemos tomado por un alóbroge!

Dos jóvenes guerreros helvecios me rodearon. Por mi dialecto habían sabido que yo no era alóbroge.

—He estado en la secretaría de César. Soy druida y traigo nuevas para Divicón.

Uno de los helvecios se acordaba de mí.

—Fuiste huésped de Divicón, ¿verdad?

—Sí —respondí apartando la vista de la cabeza cortada del esclavo.

—¡Entonces eres el hombre de la perra de tres colores, el que acabó con el príncipe germano!

—¡Sí, pero llevadme ante Divicón!

—¡Entonces eres el amigo de Basilo! —exclamó otro.

—¡Así es, pero llevadme de una vez ante Divicón!

No querían más que beber, invitarme a comer y volver a escuchar mi fantástica historia. Estoy seguro de que el relato de Basilo superaba con creces la realidad, y yo los habría decepcionado.

Ordené al esclavo que me esperase en la orilla e hice que los otros me llevaran ante Divicón. A lo largo de la orilla había miles de celtas acampados. Ocupaban una extensa superficie. Por doquier había personas reunidas en torno a hogueras, que bebían, comían y conversaban en tono enérgico, y en la oscuridad se oían los aislados lamentos y los gemidos de enfermos y viejos. Un penetrante olor a heces y orín flotaba en el aire. En algún lugar unos hombres se entregaban a una lucha encarnizada con los puños. La tienda de Divicón se encontraba más o menos a una milla de la margen; el anciano estaba sentado, exhausto, en una banqueta de madera. Los esfuerzos del largo viaje lo habían desmejorado a todas luces y a la titilante luz de las lámparas de aceite vi el sudor febril que perlaba su frente. Le costaba respirar y, una vez me hubo dado permiso para hablar, le expliqué lo que había oído en la secretaría de César. Sin embargo, para mi sorpresa, Divicón ya conocía todos los detalles.

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