El druida del César (29 page)

Read El druida del César Online

Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
5.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cabalgábamos casi siempre en silencio, Cuningunulo al frente con uno de sus hombres, que se llamaba Dicón, Wanda y yo en el medio, y detrás de nosotros los dos romanos. El primer oficial romano era un hombre con experiencia que pertenecía al estado mayor de César. Era responsable del procedimiento sistemático de explotación de la supuesta naturaleza bárbara. Su registro cuidadoso y exacto de los recursos permitía a los pelotones de aprovisionamiento la recolección de cereales, forraje, agua, leña y otros productos. Éramos una comitiva variopinta. Mientras que en primera línea se hablaba celta, yo conversaba con Wanda en lengua germana y los parcos romanos de detrás hablaban latín. Al esclavo que se encargaba de los caballos de refresco nadie le prestaba atención; no era más que un fardo inteligente y obediente.

Cruzamos el Ródano por un vado y después seguimos por la orilla derecha, recorriendo a caballo las quebradas fantasmales cuyas escarpadas paredes de roca parecían cada vez más amenazadoras en el incipiente crepúsculo. En la abundante y excesiva raigambre que salía de la roca como brazos inacabables, creíamos reconocer a veces ojos que nos seguían. Era como si hubiésemos entrado en el otro mundo. Nuestras voces eran arrastradas como copos de nieve, resonando en las paredes para luego regresar y caer por la quebrada hasta que parecían distantes gritos de socorro a los que ya nadie quería atender.

A nuestros dos romanos ese espectáculo les resultaba cada vez más lúgubre, pero intentaban mostrar dignidad y valor. Nos regocijaba mucho, claro está, que el joven tribuno tuviera que pararse a mear a cada rato.

Por la noche nos sentábamos alrededor de una hoguera mientras el esclavo molía cereales, preparaba masa de pan y cocía pequeños pedazos sobre el carbón. A ese pan lo llamaban
panis militaris
y con él se comía queso, tocino y
posea
(una mezcla refrescante de vinagre y agua). A los dos oficiales aquel pan no les gustaba en absoluto, y sin duda habrían preferido beber vino diluido y no ese brebaje amargo.

—¡Fuscino —increpó el joven tribuno al esclavo—, tu pan es vomitivo!


Panis militaris
siempre negro, amo —contestó Fuscino—. Así aprendido, amo.

Fuscino era un muchacho mayor, que debió de convertirse en esclavo a una edad muy temprana; tenía por completo asumida la obediencia del esclavo. Su nombre, Fuscino, era diminutivo de «el de piel oscura». Si alguien vociferaba «Fuscino» en el
forum romanum
, seguro que acudían cientos de esclavos. El joven mostraba la mirada serena de una persona que ha vivido mucho y que ha llegado a aceptar su destino. A pesar de tener una estatura extraordinaria, era obediente y sumiso como un perro adiestrado con suma dureza; de hecho, hay personas, como también perros, que obedecen por puro miedo. No sé si Fuscino habría luchado alguna vez en un ejército, pero no quería preguntárselo porque sentía, no sé por qué motivo, que esa persona había padecido mucho.

A la menor ocasión, el joven tribuno se las daba de patricio apestosamente rico y de la más noble ascendencia, que sólo estaba acostumbrado a exquisitos alimentos. Y eso a pesar de que era un simple caballero. En Roma, cualquier ciudadano podía convertirse en caballero si lograba demostrar una fortuna de al menos cuatrocientos mil sestercios.

—De un Fuscino no se puede esperar pan blanco —se burló el joven tribuno.

El oficial rió con gesto cansino. Ya rondaba los cuarenta y estaba acostumbrado a las bobadas de los tribunos jóvenes. ¿Qué sabrían ellos de la vida?

—Pan blanco no bueno, amo, pan negro bueno para digestión…

—Oíd, oíd lo que nos explica este cabrón íbero. ¿Quieres decir con eso que toda Roma se alimenta mal?

—¿Desde cuándo consiste Roma sólo en caballeros y patricios? —preguntó sin ganas el oficial.

Los dos eduos se echaron a reír; al parecer habían entendido la broma. Cuningunulo sacó un trozo de pan de su bolsa de cuero y se lo lanzó al tribuno.

—Es pan galo, pan blanco. La levadura que se utiliza la sacamos de la espuma de la fermentación de la cerveza. Por eso el pan es tan ligero y claro.

El joven tribuno lo tomó al tiempo que arrugaba la nariz con escepticismo, y luego mordió un trozo con cierto asco, como si le estuviera arrancando la cabeza a una rata podrida. Todos lo miraban. Al cabo de un rato le pasó el pan al oficial.

—Tendríamos que comprar esto para nuestros soldados. Les gustaría más.

—Muy bueno —dijo el oficial con reconocimiento al probar el pan, y le hizo una seña amistosa a Cuningunulo—, pero nuestros legionarios necesitan
panis militaris
, pues de lo contrario no digieren bien.

El oficial organizó las guardias y se echó después a dormir sobre una gruesa manta de lana. El joven tribuno se acomodó cerca de él, parloteando a continuación sobre un montón de tonterías que no le interesaban a nadie. Yo permanecí un buen rato más sentado junto al fuego con los eduos, Wanda y el esclavo.

—¿Estás por fin al servicio de César? —me preguntó Cuningunulo después de pasar el odre de vino.

—Sí, seguiré a César y no iré al Atlántico.

Cuningunulo hizo un gesto de negación con la mano.

—Los helvecios nunca llegarán al Atlántico. Piénsalo bien, druida. César ha hecho lo imposible para reunir seis legiones y, si no las moviliza pronto, en Roma se partirán de la risa o lo acusarán de querer derrocar la República. Ese hombre siempre se obliga a actuar, nunca se deja otra salida. Es un jugador: o todo o nada.

Me encogí de hombros.

—¿Qué tienes en contra de César, druida? —replicó el otro eduo—. No hay que luchar contra él, sino tenerlo como aliado. Mira, druida, Cuningunulo y yo éramos hijos de príncipes sin recursos, nadie nos tomaba en serio y durante unos años estuvimos tan endeudados que deberíamos habernos vendido como esclavos.

—Eso es cierto —lo secundó Cuningunulo—. Con César tengo mi propio destacamento, una soldada decente, participamos de todos los saqueos y, cuando terminemos nuestro servicio, recibiremos la ciudadanía romana y César nos colocará a la cabeza de nuestras tribus. Te pregunto, druida, ¿somos acaso esclavos o peones de César? No, lo utilizamos para recuperar el respeto de nuestro pueblo, el cual merecemos.

—¿Qué sacaríamos con ponernos en su contra? —preguntó Dicón, el otro eduo—. ¿Qué ha sucedido con los alóbroges? Están ahogados por la carga fiscal romana. Tienen que formar tropas auxiliares y pagarles la soldada, entregar una gran parte de sus cereales y mantener en buenas condiciones las vías romanas de su región, y el que no paga se convierte en esclavo. Los eduos no conocemos todas esas obligaciones. Si los alóbroges hubiesen tenido un solo celta amigo de los romanos, César ya lo habría hecho rey. Pero los alóbroges son testarudos y obtusos.

* * *

Durante los días siguientes cabalgamos en dirección al noroeste y atravesamos la región de los secuanos, que ofrecía el aspecto que tiene siempre una tierra cuando un par de días antes ha pasado por allí un cuarto de millón de personas con ganado y carretas: bastante apisonado. Desde una elevación divisamos la retaguardia armada de la caravana helvecia. Ya habían llegado a la región de los eduos y se estaban acercando al Arar. Probablemente, el río los detendría una buena temporada. No tenían a ningún Mamurra en sus filas.

Acampamos sobre la elevación y contemplamos los lejanos trabajos de los helvecios mientras Fuscino preparaba la comida. Coció granos de cereal con agua y les añadió un poco de sal, cebolla, ajo, hierbas y verduras. Poco después había puré con habichuelas y tocino. Los huevos se habían roto en el trayecto, y
Lucía
se entretuvo en limpiar el saco de piel lleno de paja que contenía los huevos.

En el crepúsculo se repitieron las conversaciones de las últimas noches. El joven tribuno rezongaba y el oficial lo escuchaba aburrido mientras los dos eduos no paraban de hablar de su feliz cotidianidad en el servicio romano. No obstante, a menudo miraban a Wanda de reojo. A mí sus miradas me parecían cada vez más francas y ansiosas; era como si quisieran desnudarla. Le ordené que no se apartara de mi lado. Yo me entretenía tirando con arco sin perder de vista a los demás. Es probable que en secreto quisiera impresionar un poco a los hombres e impedirles acciones irreflexivas. Y en parte lo conseguí, al menos aquella noche. También los dos romanos y los dos eduos quisieron probar suerte con el arco. Cuningunulo era asombrosamente bueno, pero yo era el mejor. Mi única desventaja era que no podía disparar mientras caminaba. Necesitaba un sólido apoyo.

A la mañana siguiente, el joven tribuno dijo de improviso que estaba más que harto de esa monótona vida militar y que si no había por allí cerca una ciudad que ofreciera un poco de diversión. Añoraba las termas, las mujeres y el vino.

—En el campo has de acostumbrarte a soñar con ello, tribuno —dijo el oficial.

—¿Me vendes a tu esclava, druida? —preguntó el tribuno, bastante resuelto.

Sacudí la cabeza, sonriente.

—¿Y si te lo ordeno?

Volví a sacudir la cabeza.

—No me lo puedes ordenar, tribuno.

—¿Que no puedo? —gritó el mocoso al tiempo que se erguía frente a mí.

Me quedé tranquilamente sentado.

—¡Ven aquí, esclava! ¡Nos vamos al bosque!

Wanda estaba perturbada.

El joven tribuno no me dejó elección. Lo miré con calma a los ojos.

—¡Tribuno, hay algo aún mejor que una esclava germana!

—¿El qué, druida?

—Puedo prepararte algo que te satisfará más que todas las mujeres de la Galia juntas. Es el éxtasis de los dioses.

—Cierto —soltó el oficial—, Mamurra me ha hablado de ello. El druida conoce una mezclilla que te calentará tanto que el rabo se te pondrá como el de un burro.

—¿Es eso cierto, druida?

—Sí, así es.

—¡Pues empieza ya! —gritó el joven tribuno.

No me moví de mi sitio.

—¿Que pasa, druida? ¿Por qué no empiezas?

—Necesito agua caliente.

El joven tribuno le hizo una señal al esclavo.

—Y necesito ciertas… hierbas.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Volveré dentro de una hora. Entonces tendré lo que necesito.

—¡Sabes cuál es el precio de la deserción, druida! —exclamó el joven tribuno sonriendo con malicia.

—Soy el druida de César —contesté—. ¿De veras crees que me escaparía sólo porque alguien como tú solicita a mi esclava? —Hice una breve pausa y luego añadí—: ¡Si quisiera, hace tiempo que estarías muerto! Pero tengo órdenes que cumplir. ¡Y las cumpliré!

Le hice una señal a Wanda para que me siguiera. Los hombres, confundidos, contemplaron cómo abandonaba el campamento. De camino había visto muchos avellanos, y yo iba a necesitar una buena cantidad de sus frutos; la avellana aumenta la presión sanguínea. Pero aún necesitaba más: pequeñas bayas rojas. Su jugo es peligroso; cuando se cogen hay que cerrar un ojo y arrancarlas con la mano izquierda.

—¿Estás seguro de que funcionará? —preguntó Wanda.

Estaba sentada en un tocón y me observaba con el ceño fruncido.

—Claro —respondí en tono seguro—, ya lo he probado antes; es decir algo similar, aunque no comparable, pero por el estilo…

Wanda me miraba con escepticismo.

—¡Corisio! ¿Cuándo lo has probado? ¿Y con quién?

—Calla, tengo que concentrarme.

Wanda acariciaba a
Lucía
, que estaba arrimada a sus piernas.

—¿Ves esa roca de allí?

Wanda asintió.

—Luego regresaré solo al campamento. Una hora después volveré aquí. Espérame en esa roca.

—Como quieras, amo —murmuró Wanda, que tenía la duda claramente escrita en la cara.

Cuando regresé solo al campamento, los hombres quedaron visiblemente decepcionados. Los consolé diciéndoles que la decocción era mejor que todo lo que habían experimentado en la vida y los mandé alejarse para así preparar la mixtura sobre la hoguera con toda tranquilidad.

Cuando el agua hirvió, añadí los ingredientes mientras decidía si aquella cantidad de agua era la correcta. Para los druidas es fácil: siempre tienen su caldera de bronce sagrada y saben con exactitud hasta qué marca deben llenarla de agua para hacer una u otra preparación. Sin embargo, yo utilizaba una caldera romana bastante maltrecha donde no hacía mucho se habían cocido judías.

Llamé a los hombres y me hice con el
pugio
del joven tribuno. Sumergí el puñal en el centro de la caldera y dije:

—Cuando se haya evaporado tanta agua que la línea de la superficie llegue a la cuchilla, apartad la caldera del fuego y dejad que se enfríe. Pero no antes. Bebed entonces tanto como queráis. Al comienzo del ocaso pasarán los efectos, y también la decocción que quede en la caldera habrá perdido su magia.

—¿Y tú adonde vas? —preguntó el joven tribuno en tono pendenciero.

—No te debo ninguna explicación, tribuno.

—Druida —dijo el oficial en un tono más estricto—, estamos aquí porque tenemos órdenes que cumplir. Espero que al ocaso volvamos a estar todos en condiciones. De nada me sirven unos guardias que se quedan dormidos.

Asentí con la cabeza.

—No te preocupes. Si os atenéis a mis instrucciones, no quedaréis decepcionados. Ahora me retiraré para implorar a los dioses que os cuiden. Poco antes del ocaso regresaré aquí.

—¿Y estás del todo seguro de que no desearemos a una mujer? —preguntó Dicón.

—Así es —respondí.

A Dicón aquello le resultaba difícil de imaginar. Señaló en dirección a una nube de humo que venía de un caserío muy pequeño.

—En caso de urgencia cabalgaremos hasta allí —rió Cuningunulo—. No importa lo que hagamos, de todos modos culparán a los helvecios.

Hice que el esclavo me ayudara a subir al caballo y me alejé sin mirar atrás. Cuando estuve a una milla del campamento, hinqué los talones en los flancos del caballo y salí a galope tendido.

* * *

Ya hacía tiempo que habían apartado la caldera del fuego. Una vez más, el joven tribuno metía el dedo en la decocción. Después esbozó una gran sonrisa y se sirvió con su vaso de campo aquel líquido de extraño olor. El oficial hizo lo mismo, y después les tocó el turno a los dos eduos. ¡Seguro que todos se sorprendieron de que les brotara de pronto fuego entre las caderas! Cuando ya todos se frotaban el sexo entre gemidos, sin saber muy bien si podrían dar el par de pasos que los separaba de los caballos, el esclavo Fuscino ahuecó las manos, las hundió en la caldera y sorbió ruidosamente el líquido mientras observaba temeroso la actividad a la que se entregaban los demás: el oficial corrió gimiendo al bosque, donde se asió con la mano izquierda a una haya mientras con la otra mano se masturbaba a toda velocidad. Los dos eduos corrieron sin aliento a subirse a los caballos, y Cuningunulo ya salía al galope mientras Dicón saltaba sobre su caballo con la cabeza roja de excitación y caía por el lado contrario al tiempo que se sujetaba el vientre entre gritos de dolor. En ese momento, el esclavo Fuscino agarró por la nuca al joven tribuno desde atrás; su garra lo aprisionaba como un collar de hierro. Fuscino empujó al suelo al joven tribuno, que cayó de rodillas, y le introdujo el miembro por el ano. El joven tribuno pedía ayuda a gritos como un loco, se agitaba salvajemente y suplicaba el apoyo de todos los dioses. Sin embargo, Fuscino le agarró los brazos y se los sujetó con fuerza a la espalda. El romano no tenía ninguna posibilidad de escapar de su torturador. Tenía la cabeza echada hacia delante, hundida en la tierra, sin posibilidad de moverse. Indefenso, se encontraba a merced de las impetuosas embestidas del fuerte esclavo y lloraba sin parar. No obstante, Fuscino no mostró emoción alguna: no estaba abusando de ese joven tribuno, sino de la República Romana a la que quería humillar. La decocción lo había transformado en un animal salvaje. El oficial regresó jadeando del bosque y sacó el
gladius
con la intención de abalanzarse sobre el esclavo, pero de nuevo cayó forzado de rodillas y se frotó el sexo como un loco para librarse de aquella excitación torturadora y dolorosa. Dicón estaba tumbado boca arriba, inmóvil, echando espumarajos por la boca. Tenía los pantalones bajados hasta las rodillas y entre las caderas se levantaba su pene erecto como la vara de un centurión. Dicón estaba muerto.

Other books

The Headhunters by Peter Lovesey
An Ideal Duchess by Evangeline Holland
The Dark by Marianne Curley
A Second Harvest by Eli Easton
Tackled by the Girl Next Door by Susan Scott Shelley, Veronica Forand
Chris Ryan by The One That Got Away
Obabakoak by Bernardo Atxaga
The Supervisor by Christian Riley