El druida del César (31 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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* * *

La hospitalidad del druida Diviciaco no era precisamente legendaria, de modo que pasamos la noche en el alojamiento para invitados de un consorcio de mercaderes. Horas más tarde llegaron también Fufio Cita y Ventidio Baso. Estaban tan cansados de esos eduos testarudos que se acabaron bebiendo el vino sin diluir. Sus esclavos y porteadores dormían fuera, en los carros; así encontraban descanso y protegían las mercancías también de noche. Para Fufio Cita, la orden de César de proveer de cereales a sus legiones de la Galia era, por supuesto, el negocio de su vida. Todo mercader que pudiera hacer negocios con las legiones se habría hecho de oro al regresar a Roma. Los dos romanos bebían vino y hablaban de márgenes de mercado, aranceles, contactos comerciales y rutas fluviales, y cada uno habría tenido ideas suficientes para convertir la Galia entera en una gigantesca plaza de mercado de la noche a la mañana. Fufio Cita no hacía más que entusiasmarse con Cenabo; eso quedaba más arriba, al norte, en el corazón de la Galia.

—Entonces, ¿crees que César se lanzará a una aventura de tal magnitud en la Galia? —preguntó Baso aguzando el oído.

—Tal como César lo tiene planeado no será una aventura corta. César tiene intención de conquistar la Galia, sólo que nadie lo ha advertido aún. Cuando César me dice en qué lugar va a necesitar cereales dentro de dos meses, sé dónde lucharán las legiones a continuación. Cenabo está en el noroeste, a mitad de camino hacia la isla britana. El que funde allí un puesto comercial será un segundo Craso.

—¡Pero cuídate de los mercaderes de Massilia! —le advirtió Ventidio Baso—. Allá donde hay negocio te encuentras a un mercader massiliense. ¡Esos malditos griegos! ¡Jamás habrían tenido que dejarles Massilia!

—Si César se consolida en la Galia, todo el mercado galo pertenecerá a los mercaderes romanos. Massilia lo sabe. Se rumorea que incluso sobornarían a Ariovisto para que expulse a César de la Galia.

Wanda se había dormido entre mis brazos. Yo cerré los ojos y sentí que el cuerpo me pesaba cada vez más. En algún momento me quedé dormido, en tanto que los dos mercaderes a buen seguro seguirían contándose historias horripilantes sobre Ariovisto y Massilia hasta altas horas de la madrugada. Oí a uno decir que los ciudadanos de Massilia, tras la victoria de Mario, habían abonado los campos con los cadáveres de germanos y celtas, y que por eso el vino de Massilia era hasta esos días tan rojo como la sangre de sus enemigos.

Bibracte no era un lugar agradable. La amarga enemistad entre los poderes pro y antirromanos parecía trascender incluso los muros de mimbres y los postes de roble. El eduo pro romanos, como es natural, compraba productos de barro sólo a alfareros pro romanos, mientras que el eduo anti romanos sólo les compraba toneles a toneleros de sus mismas convicciones. Si una mañana aparecía un cerdo con el cuello rebanado en un charco de su propia sangre, podía darse por sentado que en las noches siguientes una nave de las cercanías iba a arder en llamas. La justicia era parcial en igual medida. Algunos clanes prefirieron, con el tiempo, abandonar Bibracte. También Wanda y yo. Diviciaco me dictó su respuesta a César en lengua celta sobre un rollo de papiro y firmó el texto con un sello cilíndrico. El papiro se enrolló y cerró con lacre rojo. En el mercado compramos pan blanco ligero, salchichas de cerdo ahumadas y un odre de vino. En un vidriero vimos un bonito y tentador brazalete de cristal azul que despedía unos destellos en forma circular; me gustó mucho, pero seguro que no habría traído buena suerte. El artesano nos explicó que conseguía esos colores brillantes con la inclusión de metales oxidados; el cobalto producía azul; el cobre, verde; el plomo, amarillo; y el hierro, caoba. Cuando pregunté por el precio, el artesano quiso saber si había dormido en casa de Dumnórix o de Diviciaco. Por lo visto eso determinaba el coste. A partir de ese instante se me quitaron las ganas de comprar nada en ese
oppidum
. ¿Podía traer suerte algo que se hubiese fabricado sobre ese suelo?

Regresamos cabalgando en dirección sur, e hicimos numerosos altos cuando teníamos hambre o cuando descubríamos un lugar bonito que estaba caldeado por el sol primaveral e invitaba a los amantes a tumbarse allí y entregarse uno a los brazos del otro.

Dos días más tarde divisamos a lo lejos una nube de polvo que hacía pensar en una docena de jinetes más o menos. Abandonamos la vía de inmediato y nos escondimos lejos del camino, pues una docena de jinetes casi siempre era anuncio de problemas. Por esas comarcas uno se encontraba sobre todo con guerreros que habían sido expulsados por su tribu y asaltaban a pequeños grupos de viajeros y caseríos apartados. Aquel príncipe de los arvernos, Vercingetórix, también debió de ser uno de ellos. En esa ocasión, empero, se trataba de helvecios que cruzaban la llanura a toda velocidad dando gritos, perseguidos por emisarios romanos. Poco antes del punto donde habíamos dejado la vía, los jinetes helvecios se dividieron en tres grupos; mientras que uno seguía cabalgando algo más despacio, los otros dos se repartieron en una cerrada curva hacia izquierda y derecha, apareciendo de pronto por los flancos de sus confiados seguidores. Entonces regresó también el primer grupo y cabalgó de frente en dirección a los desconcertados jinetes romanos, que de repente se vieron atacados por tres lados y fueron abatidos. En la lucha jinete contra jinete, los romanos no tenían la menor posibilidad. Las cabezas salieron despedidas de los hombros como tiernas calabazas. Los jóvenes jinetes celtas saltaron de los caballos, quitaron los cascos de montar a las cabezas cortadas e intentaron atarlas a sus caballos. No obstante, la mayoría de los legionarios llevaba el pelo demasiado corto. Encolerizados, los jóvenes celtas lanzaron las cabezas a un saco de tela, expoliaron los cadáveres y desaparecieron igual que habían llegado, entre gritos y alaridos, con los caballos apresados.

Que César enviase ya tan al norte a sus mensajeros montados sólo podía significar que planeaba avanzar hasta allí. Entretanto, yo ya creía imposible que los helvecios llegaran al Atlántico. Después de la visita a Bibracte ya no me cabía la menor duda, puesto que todos los
oppida
celtas, en el fondo, estaban en la misma situación que Bibracte: se prodigaban los grupúsculos reñidos de nobles rivales e intrigantes para quienes era más importante la derrota de los adversarios de sus propias filas que la victoria de todo el pueblo celta. Todos luchaban contra todos. Contra esa máquina militar organizada a la perfección de soldados profesionales y entrenados que podían luchar durante años gracias a la excelente planificación y el abastecimiento, los temporeros celtas no teníamos la menor posibilidad. Mientras que los helvecios habían necesitado tres años para preparar la marcha al Atlántico, a César le habían bastado una cuantas semanas para garantizar el abastecimiento de sus raudos legionarios. Y en cada tribu celta César encontraría a un noble bien dispuesto que lo protegería de buen grado sólo con que le prestara sus legiones para aniquilar así de una vez a su hermano, su rival o su vecino.

—Entonces, ¿qué quieres hacer, amo? —preguntó Wanda después de escuchar mis extensas consideraciones.

—Mejor pregúntaselo a los dioses —respondí con desconcierto.

—Por eso te lo pregunto. Los dioses viven en ti, ¿no?

Wanda tenía una forma muy cortante de llevar
ad absurdum
lo que oía. Casi nunca se reía de nada. No, ella se lo tomaba todo muy en serio.

—Sí, claro —dije—, los dioses viven en mí pero ahora se están tomando un descanso.

—No creo que las patrullas de exploradores romanos se den ningún descanso. Estoy convencida de que por aquí no pululan más que romanos.

—Vamos a ver a César —dije—. Tengo en mis manos la respuesta de Diviciaco y con ella voy a ver a César.

—¡Te crucificarán!

—¿Por qué? —repliqué con fingida inocencia—. ¿De veras crees que regresaría a ver a César si tuviera que ver lo más mínimo con ese lamentable incidente del campamento? El hecho de que le lleve la respuesta de Diviciaco no hace más que probar mi lealtad.

—Salta a la vista —dijo Wanda satisfecha—. Me parece que los dioses de tu interior se han vuelto a despertar.

De modo que seguimos camino, en dirección al sur.

Al cabo de unos días, cuando alcanzamos el Arar, vimos que también los helvecios habían llegado entretanto a esa región. Avanzaban despacio con todas sus carretas y sus bueyes. El fatigoso rodeo les había ocasionado grandes bajas; muchos carros destrozados y animales de tiro despedazados se habían quedado en las quebradas, las cuales al fin habían dejado atrás. Como caía el crepúsculo, los nobles ordenaron suspender el cruce del río y levantar allí campamento. Tres cuartos de los helvecios ya estaban en la otra orilla del Arar. A este lado del río quedaban aún los tigurinos, unos dieciocho mil hombres, mujeres, niños y ancianos; iban a cruzar al día siguiente, temprano, con balsas y botes atados entre sí. A pesar del retraso en Genava y del agotador rodeo, los tigurinos estaban de buen humor. Como se habían resignado a la prohibición de César de cruzar la provincia romana, ya no tenían que pensar en más dificultades. Y mucho menos en una guerra. Como nos enteramos en el campamento, los helvecios habían intercambiado rehenes con los secuanos y los eduos mientras durase la marcha. De ello se desprendía que ningún helvecio pondría en peligro la vida de ningún rehén de su tribu saqueando o devastando bienes, ni comportándose de cualquier otra forma indebida. Sin embargo, seguramente todo el mundo comprenderá que la migración de un pueblo va dejando otro rastro, igual que una banda de jabalíes. Pregunté por Divicón, Nameyo y Veruclecio, pero los tres se encontraban ya en la otra orilla. Los tigurinos se dispusieron a pasar la noche y casi no colocaron ningún guardia. Por ninguna parte se veía legión romana alguna y querían cruzar al otro lado del río a primera hora de la mañana. No obstante durante la cuarta guardia nocturna, cuando ya clareaba, oí de pronto unos fuertes gritos. Me incorporé y agucé el oído. Estaba pensando si unos cuantos borrachos no habrían llegado a las manos cuando de repente percibí el roce metálico de cotas de malla aquí y allá, pero de pronto aquellos ruidos aislados se unieron para formar una sola barrera de sonido poderosa que marchaba hacia nosotros imparable.

—¡Wanda! —exclamé—. ¡Llegan las legiones! ¡Ve a por los caballos!

Wanda se levantó de un salto y corrió hacia los caballos. El campamento ya estaba en plena actividad: las balsas caían al agua con chapoteos, niños exhaustos se quejaban a voz en grito y se enfrentaban a sus madres que, muertas del espanto, cargaban enseres y mantas a toda prisa en las carretas de bueyes. Wanda me ayudó a subir al caballo, que empezaba a piafar nervioso. A la luz del sol saliente reconocimos poco a poco las interminables filas de legionarios romanos que se acercaban a nuestro campamento por las colinas; era como si un dios hubiese cubierto de pronto la pelada colina con una piel plateada. Sin embargo, cada uno de los pelos era un
pilum
que sostenía un legionario romano. Se nos aproximaban a paso ligero y en filas ordenadas. «¡
Pila deorsum
!», oímos vociferar a ásperas voces masculinas, y los legionarios de las primeras filas nos lanzaron los
pila
mientras las líneas romanas que se avecinaban formaban rectángulos y cuñas al compás de poderosos toques de tuba. Las puntas flexibles de los
pila
se clavaron en la tierra, atravesaron cuerpos de mujeres que huían, niños que gritaban, ancianos aplastados obstinadamente contra el suelo y guerreros que se enfrentaban al enemigo con el cuerpo medio desnudo. De nada servía huir. Ya nos habían rodeado. Los legionarios romanos nos aplastaron en formaciones rectangulares. Allá donde los guerreros celtas se erguían con los escudos unidos, las formaciones romanas se trasformaban con picara elegancia en una cuña puntiaguda que de inmediato partía nuestro muro de escudos como si fuera un martinete. El que lograba escapar del cerco, era seguido de inmediato por la caballería romana para caer abatido por la espalda. Eran pequeñas tropas a caballo de celtas alóbroges, arvernos y eduos en su mayoría, a las que se había encomendado esa función en particular. Luchaban para César. No bacía falta interpretar el vuelo de la urraca para saber que este había ordenado una aniquilación total. No se trataba de detener o derrotar a alguien, no, César quería masacrar a esos dieciocho mil tigurinos. «
Accelerate
!
Accelerate
!» Por doquier resonaba el grito acuciante de los centuriones en el campo de batalla.

De pronto agarré la rueda de oro de nuestro dios del sol, Taranis, que me colgaba del cuello, y grité todo lo alto que pude: «¡Tío Celtilo!» Wanda me hizo una seña impaciente. Hincamos los talones a los caballos y nos lanzamos en una loca carrera hacia la orilla mientras los
pila
y los proyectiles de piedra casi nos rozaban las orejas. Paralela a nosotros cabalgaba una docena de jinetes de las tropas auxiliares; seguían a unos cuantos tigurinos que se querían salvar en el bosque. Ésa fue nuestra suerte, mejor dicho, habría podido ser nuestra suerte. De improviso, cuatro jinetes se separaron de la escuadrilla y vinieron directos hacia nosotros. Dos se rezagaron, seguramente celtas alóbroges, y cabalgaron muy cerca de nosotros por detrás mientras los otros dos intentaban cortarnos el paso para obligarnos a ir hacia el río. No sé qué me pasó, pero de pronto saqué el rollo de papiro sellado que llevaba bajo la túnica y lo agité como un loco.

—¡Ave, César! —vociferé con todas mis fuerzas. Sé que es vergonzoso, y aún más humillante cuando se explica, pero lo cierto es que vociferé «¡Ave, César!».

Uno de los jinetes que estaba casi a mi misma altura gritó:

—¿Quién eres?

Se trataba del joven arverno Vercingetórix. Cabalgaba para César con los miembros de su tribu que también habían sido expulsados. Le mostré el amuleto de oro con la deidad porcina que se balanceaba en mi cinto.

—Soy Corisio, el druida de César. Soy amigo de Labieno y amigo del
primipilus
de la legión décima y amigo…

—¡Pues cierra la bocaza, druida! —rió Vercingetórix.

Al fin me había reconocido. Vacilante, reduje un poco la marcha del caballo y dejé que los jinetes de atrás me adelantaran. Por un lado se aproximaba la caballería ligera númida.

—Llevadme de inmediato ante César —increpé con ira a los arvernos. Tenía comprobado por experiencia que la mayoría de la gente obedece sin rechistar cuando se les increpa como es debido.

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