El druida del César (28 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Rusticano hizo un gesto de negación.

—Todo menos eso. A cada instante doy por sentada una revuelta. Haríamos mejor enviando mensajeros a los eduos para que nos faciliten cereales a tiempo.

Rusticano mojó dos dedos en su vaso de vino y luego sacudió la cabeza mientras imploraba entre murmullos la ayuda de los dioses.

—Creo que sólo una guerra puede salvarnos —filosofó el tribuno senatorial, y golpeó con displicencia el hombro de Labieno—. ¿Por qué no envías a la primera cohorte a cruzar el río en cueros? Así podrían untarse con mierda de perro en la otra orilla y lanzarse contra nosotros como galos desquiciados. De ese modo tendríamos suficientes testigos oculares que después informarían en Roma de que los galos han atacado la provincia. Y el asunto empezaría por fin a funcionar.

—Mis hombres son soldados romanos y no actores —replicó Labieno, a quien le resultaban desagradables esos golpes de camaradería en los hombros—. No puedo prescindir de un solo hombre más. Cuando enviamos a un grupo a buscar agua fresca o forraje, necesitamos una escolta cada vez mayor. Cada día es peor. Ayer envié a algunos a recoger leña en los bosques y dos fueron encontrados en el pantano con la cabeza cortada.

—¿Pero por qué hacen eso? —preguntó Fufio Cita, y se volvió hacia mí.

—Para nosotros —contesté—, es un pasatiempo habitual.

De la risa, Mamurra escupió el vino sobre la mesa y se dio golpetazos en la rodilla.

—Los romanos les lleváis a vuestras chicas amuletos o salchichas ahumadas —proseguí—, mientras que los celtas les llevamos cabezas romanas.

—Nunca entenderé a esos galos —reflexionó Rusticano mirando al vacío—. Serví en Oriente a las órdenes de Pompeyo, estuve en Hispania con César, pero aquí, en la Galia, en estos parajes, cada día se me hace más tenebroso: esos oscuros bosques y pantanos sagrados…

—Basta ya —exclamó Ventidio Baso—. ¡Eso raya en la blasfemia! ¿Acaso son los dioses romanos peores que los galos? ¿No desciende el propio César de los dioses inmortales? ¿No ha demostrado bastante que está tocado por la suerte? ¡Les traemos la civilización, a los salvajes!

—Perdona, druida, ¿cuál es tu opinión? —me preguntó entonces Mamurra.

—Si por civilización Ventidio Baso entiende vino y enfermedades venéreas, lleva toda la razón.

Mamurra estalló en estruendosas carcajadas.

—Ventidio Baso, me parece que el druida tiene más juicio que tú. ¡Sin duda, en el mercado de esclavos pagaría cien veces más por él!

Todos rieron. Al parecer Mamurra aludía a sus inclinaciones homosexuales.

En ese momento, L. Cornelio Balbo, el agente secreto de César, irrumpió en nuestra tienda. Al instante todos levantaron los vasos de vino y gritaron su nombre. Sin embargo, Balbo no desperdició vanas palabras:

—El campamento militar de la legión décima, como campamento base de la frontera de la provincia romana, se levanta. César se ha reunido con sus legiones y marcha en dirección a Lugduno.

—¿Ha salido de la provincia romana? —exclamó Rusticano, incrédulo.

—Sí, Rusticano. César ha salido de la provincia romana y ya no volverá a Genava. Marcha directamente hacia los helvecios. Quiere bloquearles el camino. Acudiré a su encuentro con la décima. César desea que conviertas este campamento en centro fortificado de víveres y avituallamiento. El siguiente almacén de víveres deberás levantarlo a treinta millas al noroeste. Necesitamos una cadena de avituallamiento general y estable que llegue hasta el ejército de César.

—¿Por qué no me cede a la legión décima? —preguntó Rusticano, nervioso.

—La décima es la mejor legión que sirviera a Roma jamás —contestó Labieno—. Ahora sirve a César. Es su legión.

—¿No querréis dejarme solo con los hombres recién reclutados de la undécima o la duodécima?

Los hombres rieron y brindaron por la guerra inminente.

* * *

A la mañana siguiente, nuestra maquinaria se puso a trabajar a toda marcha en la divulgación de noticias y opiniones manipuladas. Cayo Oppio había leído atentamente las cartas que César le diera a su agente Balbo y dictaba una misiva tras otra en nombre del general. Aulo Hircio estaba sentado a su escritorio pluma en mano, dispuesto a escribir. Yo estaba sentado frente a él, muy inclinado sobre un papiro, y seguía redactando: «… no sólo fue asesinado el cónsul Lucio Casio, sino también el bisabuelo de mi esposa Calpurnia…» Por lo visto, de entre la amplia oferta que Cayo Oppio le mostrara, César había escogido un motivo aceptable para su ataque contra el pueblo del oro: el honor. En Roma eso siempre era bien acogido. Aunque no se trataba sólo del honor. ¡Cuando César mencionaba a su bisabuelo, mencionaba también la temible guerra de los cimbros! Si volvía a existir el peligro de que los bárbaros bajaran al sur y alcanzaran Roma, César tendría al pueblo de su lado. ¡Se erigiría entonces en el precavido protector de Roma! Debo admitir que la carta de César estaba construida y formulada con todo refinamiento. Quedé sorprendido e impresionado.

Por último, Cayo Oppio dictó una carta en nombre de César para Cicerón: «César saluda a Cicerón… estimadísimo amigo…» Aulo Hircio tomaba nota. Cayo Oppio dictó con ayuda de las notas de César una carta espeluznante en la que le pedía consejo a Cicerón acerca de un asunto sobre el que ya se había decidido hacía tiempo. Cayo Oppio andaba de un lado a otro delante de nosotros, como si quisiera estudiar la mímica y la gesticulación de César frente al público. A pesar de que físicamente impresionaba más que César, su apariencia no era más que la de un oficial. Lo que imponía en César procedía de su interior, de las profundidades, y eso no se podía copiar con simples gestos. Cayo Oppio dictaba concentrado, sin mirar a nada. La siguiente carta me correspondía de nuevo a mí. Tenía que escribirla en caligrafía griega, puesto que el destinatario no sabía latín, ¡a pesar de ser druida!

César saluda a Diviciaco, noble príncipe y sabio druida de los eduos. Con gran pesar ha llegado a mi conocimiento que los belicosos helvecios cruzarán la región de los secuanos y los eduos para llegar a la tierra de los santonos. Roma se toma en serio la fidelidad a sus alianzas. Por eso es muy importante para mí asegurarte mi ayuda en caso de que los agresivos helvecios devasten vuestros campos, conquisten vuestras ciudades y vendan a vuestros hijos como esclavos.

Cayo Oppio se volvió hacia Aulo Hircio y prosiguió con su carta a Cicerón, en la que apelaba a la amistad común de tal forma que casi se tenía que suponer que Cicerón iba a volverle la espalda a la primera ocasión. Entre otras cosas, le ofrecía al hermano de Cicerón un puesto como legado, ya que sólo hombres de la más noble ascendencia eran lo bastante buenos para convertirse en sus nuevos comandantes de legionarios. Eso, por supuesto, resultaba algo inaudito puesto que Cicerón era un
homo novus
, no un patricio antiguo sino uno «nuevo», y además no era de Roma. No obstante, aún más innoble y astuto era el ofrecimiento de ayuda a los eduos. Cuando en su día éstos le pidieron ayuda contra Ariovisto, César había hecho oídos sordos. Sólo me quedaba esperar que los eduos, que de todos modos se habían dividido en un campamento pro romanos y otro enemigo de Roma, no lo hubiesen olvidado. El dedo índice extendido de Cayo Oppio me señalaba. Tenía la boca muy fruncida y me contemplaba radiante, como si yo fuera uno de sus cómplices:

Yo, César, procónsul de la provincia romana Narbonense, os comunico lo siguiente: en caso de que vosotros, los eduos, que habéis logrado grandes méritos y el beneplácito del pueblo romano, os veáis en apuros, hacédmelo saber para que así pueda cumplir con las obligaciones de la alianza de Roma, y hacedle entrega de vuestra demanda de socorro al mensajero que os lleva este comunicado
.

Cayo Oppio sonrió de oreja a oreja. Esa astucia era en realidad el colmo de la hipocresía y la perfidia. Infatigable, el romano dictaba a partir de las notas de César un buen número de cartas de contenido diverso a amigos, familiares, senadores, acreedores y distinguidas damas. En cada misiva se ponía de relieve algo diferente. Para algunos senadores, César tenía que ser un patriota sacrificado; para sus acreedores, el taimado hombre de negocios que había descubierto un filón de oro y pronto se hallaría en disposición de saldar sus deudas. Para Catón, César había adoptado en su borrador los atributos de un romano austero. De manera irónica, la carta de Catón debía entregarla una dama emparentada con él que no gozaba precisamente de la mejor reputación moral. También a ella la había convertido en aliada suya en la cama. El amor era para César un negocio como cualquier otro. Mientras que a los hombres solía acorralarlos mediante todo tipo de intrigas, jugadas, sobornos y promesas, con las mujeres siempre escogía la cama, el halago y la discreción. Cayo Oppio sabía muy bien, en su calidad de íntimo confidente de César, lo que podía dictar y lo que no. A excepción del escrito para Diviciaco, la mayoría de las cartas se enviarían de todos modos después de que César las leyera y aprobase con su sello. Por desgracia debo confesar que ese hombre, por mucho asco que me diera, estaba empezando a fascinarme. Mediante su forma de dictar las cartas, de formular los contenidos, podía obtener una imagen muy precisa del destinatario e imaginaba muy bien por qué César escogía un punto en concreto con el que intentaba ganárselo. Poco a poco fui comprendiendo también que, en Roma, la discusión política abierta se producía a un nivel que se había alejado de la realidad hacía tiempo. En el fondo, todos sin excepción eran inventores de historias que habían acordado unas determinadas reglas del juego. Al contrario que yo, que no tenía demasiada buena mano con las mixturas, César dominaba de forma magistral cómo hacer llegar a cada cual su dosis personal de elogios, información y promesas, lo cual le permitía contribuir a la conformación de la vida pública de Roma incluso desde la lejana Galia. Entre los destinatarios de sus cartas, él era siempre el tema del día. Nadie dejaría de decir en el foro que César le había hecho llegar un escrito personal; era como si hubiese docenas de pequeños cesares en el foro que parloteaban sin parar, aprovechando las rivalidades hasta originar pareceres y opiniones que le fueran útiles al gran César. También era un virtuoso estratega más allá del campo de batalla, que sabía ganar un combate sin lucha aparente. El fondo del mensaje era siempre el mismo:

¡Roma está en gran peligro! La provincia Narbonense se halla amenazada por los imprevisibles helvecios sedientos de sangre. En estos momentos están devastando la tierra de los secuanos y los eduos para conquistar después la costa atlántica. No obstante, incluso allí, en la región patria de los santonos, seguirán siendo peligrosos, ya que en el oeste no estarán muy lejos de la región patria de los tolosanos, que ya pertenecen a la provincia romana. ¿Qué debemos hacer? ¿Vamos a permitir que unos bárbaros hasta tal punto belicosos se conviertan en vecinos de la provincia romana? Para hacer plausible la amenaza, César había convertido a los santonos y tolosanos en vecinos directos. Había mentido a conciencia. Nadie en Roma tenía conocimientos exactos de las fronteras de las tribus galas, y nadie podía contradecirlo. Todo cuanto se sabía en Roma de la Galia se sabía por César. No se trataba de la verdad, sino de hacer plausible una amenaza. Desde tiempos inmemoriales, los sedentarios se han sentido amenazados por los que no son como ellos. Y hay que reconocerlo: no pocas veces con razón.

—¡Corisio! —Cayo Oppio me sacó de mis pensamientos—. Ve de inmediato a ver a Dumnórix y llévale los escritos de César. Pero dáselos en persona y espera hasta que te haya respondido. ¡Llévate caballos de repuesto! Cuningunulo te acompañará con un par de hombres. También irá un joven tribuno. —Cayo Oppio sonrió con malicia—. No le corresponde darte órdenes, pero César lo ha querido así para darle una lección.

Después se volvió sonriente hacia Labieno, que acababa de entrar en la tienda con una expresión preocupada.

—Tito Labieno, hemos encontrado lo que buscábamos. Existe una resolución del Senado que aprueba las acciones bélicas fuera de la provincia romana siempre y cuando se deban a la petición de ayuda de un aliado.

—Entonces, ¿ya has encontrado a alguien en la Galia que necesite tu ayuda?

—Prométele la corona real a un príncipe celta y comerá de tu mano —sentenció Cayo Oppio con una sonrisa.

* * *

Mientras estaba en mi tienda recogiendo mis cosas, me sentí muy desdichado, algo así como el ratón en la trampa. ¡Yo y mi comercio imaginario de Massilia! Había querido ser grande, estimado e importante, un Craso celta que recibía a peticionarios de ascendencia real. También había querido ser druida, intermediario entre el cielo y la tierra, pero mis mixturas eran literalmente vomitivas. Lo había querido todo, igual que César. Y me avergüenza reconocerlo, pero admiraba la rapidez con la que él relacionaba unos hechos con otros, desarrollaba estrategias y las llevaba a la práctica mientras a su alrededor aún todos reflexionaban y consideraban la cuestión. Creo que la mayoría estaba orgullosa de servirle, incluidos los celtas. De algún modo, todas las personas tienen la comprensible necesidad de estar una vez en la vida en el bando de los vencedores, así como recibir los elogios y el reconocimiento de éstos.

Me despedí de Wanda y le expliqué que en unos pocos días debería marcharse con la legión décima en dirección noroeste. Había acordado con Aulo Hircio que la muchacha cabalgara a su lado. Él iba con los fardos pesados. Aquélla era la mejor protección. Nos despedimos cariñosamente en una escena larga y penosa. Cuando me separé de Wanda y volví a vestirme, me preguntó si no podía venir conmigo; a fin de cuentas, yo iba a necesitar mi pierna izquierda.

5

En la puerta ya esperaba Cuningunulo. A su lado había un guerrero alóbroge y, algo apartado, aguardaba el joven caballero tribuno al que César quería aleccionar. Éste se hallaba a todas luces enfadado e incordiaba al esclavo que nos acompañaría con los caballos de refresco. La dirección la llevaba un oficial romano que tenía órdenes de conducirme hasta el
oppidum
de los eduos.

Pocas horas después, cuando avanzábamos por las quebradas del Jura, Wanda iba a mi lado. La noche anterior había tenido malos sueños y una voz interior le dijo que no debía quedarse sola en Genava. Eran tiempos tan inseguros que nunca se sabía si se regresaría algún día o si el viaje iba a terminar en un destino por completo diferente. Frente a los dioses éramos tan impotentes como un trozo de madera a la deriva en el océano.
Lucía
estaba algo cansada; después de haber devorado durante semanas los restos de comida fuertemente condimentada que se servía en la tienda de Niger Fabio, tenía el estómago bastante alterado. Por eso la coloqué boca abajo en mi silla, una vez hubo comido hierba en abundancia para vomitar por fin los últimos restos del arte culinario árabe.

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