El druida del César (49 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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—Dime, Crixo, ¿alguna vez has encontrado ámbar en la Galia?

—No, amo —respondió—. Es decir, al norte de Roma hay… como decimos a veces, pequeños yacimientos y… eh… al parecer también en Sicilia. —Crixo medía sus palabras con la exactitud propia de un esclavo experimentado.

Wanda asintió, llena de reproche. ¡Cualquiera habría dicho que ya estábamos casados!

—¡Pero en la Galia no hay yacimientos de ámbar! Y por eso venderemos nuestro ámbar por el doble y pondremos la primera piedra de un floreciente imperio comercial… —proclamé a los cuatro vientos en el crepúsculo mientras cabalgaba en cabeza.

Pasé por alto la tenue risa de Wanda todo el tiempo que me fue posible. Su actitud burlona era más perjudicial para la confianza en uno mismo que diez años en una galera de prisioneros.

* * *

Cuando abandoné el campamento de la tierra de los belgas con César, Labieno y dos legiones, la temporada de guerra ya había pasado pero teníamos las manos bien ocupadas con la administración de las nuevas regiones galas. La guerra del papiro se recrudecía cada vez más. De cada rollo tenían que hacerse copias, y cada copia debía acompañarse de sus escritos adjuntos y ser enviada. Y como por doquier y en cualquier momento podía declararse un incendio, los documentos destinados al archivo tenían que copiarse varias veces. A eso se sumaba la trabajosa correspondencia entre cada uno de los campamentos de invierno, que se hallaban muy alejados entre sí y tenían que mantenerse en estrecha comunicación por razones de seguridad. Ningún punto de la Galia podía alimentar de la noche a la mañana a cincuenta mil personas más, así que la legión del victorioso Publio Craso fue trasladada; Labieno y sus dos legiones levantaron campamento junto a los carnutos y turones; cuatro legiones pasaron el invierno en la tierra de los belgas y una lo hizo a los pies de los Alpes. La repartición de las legiones por toda la Galia no sólo solucionaba el problema de abastecimiento, sino que fundamentaba del modo más impresionante el que César reclamara la hegemonía sobre toda la Galia. Había instaurado un imperio independiente que le pertenecía a él y a sus legiones. Para los galos, Roma era César.

Wanda y yo fuimos destinados con Labieno, el legado más fiel y experimentado de César. Su campamento de invierno en Áutrico constituía la nueva capital itinerante de César en la Galia. El propio César pasó el segundo invierno de la guerra en su provincia de Iliria.

Los días se hicieron más cortos y fríos mientras yo disfrutaba de los privilegios de los oficiales romanos y pasaba el invierno en una barraca con calefacción. En cuanto a mi ámbar, yo siempre estaba encima de él, literalmente. Las cajas se hallaban apiladas en mi dormitorio, cubiertas con una capa de paja, un par de mantas y coronando el conjunto, aquellas pieles de oso de una suavidad increíble sobre las que pasaba las noches junto a Wanda. Ya podía explicarle una y otra vez que el ámbar era el oro de Oriente, las lágrimas de los dioses… que mientras las tres cajas permanecieran guardadas bajo nosotros, toda incursión amorosa era en vano. Le expliqué que los mercados de Cenabo, la capital de los carnutos, estaban muy cerca. Los artesanos celtas ya se habían provisto a principios del otoño de materias primas y todo lo necesario para poder trabajar en invierno. Eso había pensado yo en un principio. Como en invierno los caminos estaban lodosos y cubiertos de hielo, a partir de noviembre el comercio descansaba. Mi idea había sido muy correcta, incluso muy buena. Tanto que hasta a los legionarios más simplones se les había ocurrido y se proveyeron también de ámbar antes de partir hacia el sur. Bien es cierto que cada legionario no había podido comprar mucho, pero si quince mil legionarios compraban un pedacito de ámbar cada uno y llegaban con él a los mercados del sur, la cuestión estaba resuelta hasta la primavera siguiente, y a precios irrisorios. Eso es precisamente lo que sucedió. Los quince mil legionarios habían llegado a los mercados de los carnutos un par de días antes que yo, fastidiándome la operación. Yo me había imaginado la vida como mercader algo más sencilla: comprar por un par de monedas de oro, cabalgar en cualquier dirección y vender de nuevo por el doble. Estaba bastante descontento conmigo mismo. César me había regalado una pequeña fortuna y, ya en noviembre tenía que pensarlo dos veces antes de gastar cada sestercio, puesto que toda mi fortuna se ocultaba en las cajas de ámbar que cubrían las pieles de oso. Si había algo que abundaba aquel invierno en la tierra de los carnutos era el ámbar. Ámbar y sal… Si se quería almacenar carne para el invierno, se necesitaba sal a toneladas. También esa idea había sido correcta. Sin embargo, cuando llegué la carne ya estaba salada y bajo tierra. Me parece que Teutates había adelantado su sueño invernal; por otra parte, creo que aunque le hubiese hecho una ofrenda antes de partir hacia el sur, cosa que tampoco estaba en condiciones de hacer a causa de mi situación financiera, habría servido de muy poco. Una legión romana es comparable a una plaga de langostas, pues altera por completo la oferta y la demanda. Lo altera todo en realidad: costumbres, tradiciones, días festivos, el día a día de la población autóctona al completo. A buen seguro no quedaba casi ninguna muchacha alrededor del pudiente campamento de invierno que no estuviera embarazada en primavera. De este modo se fusionaban las costumbres romanas y celtas en una cultura galorromana. El concepto del romano enemigo se desvanecía y los niños de los concubinatos romanoceltas, más adelante, no tendrían deseo más ardiente que el de llegar a servir un día en la legión romana. Y, si Roma era lo bastante lista como para dejarles mantener sus privilegios a los príncipes celtas, éstos serían administradores capaces y títeres de Roma bien dispuestos. Siempre que pudiesen vivir a sus anchas en el entorno social que les era propio, les daba lo mismo a quién servían.

Yo ya estaba considerando si, para variar, no debería hacerle una ofrenda a Mercurio, el dios romano del comercio. No obstante, en caso de que Mercurio y Teutates fueran el mismo dios, este último se daría sin duda cuenta de que su ayuda me había decepcionado. ¿Pero acaso había sido culpa mía? No me parecía nada gracioso tener que dormir durante todo un invierno sobre tres cajas de ámbar.

* * *

Fue un duro invierno. El tercer año de guerra había empezado. Los lagos y los ríos se helaban de noche y por la mañana no era extraño encontrar figuras congeladas como esculturas de piedra en aquellos caminos rurales, imposibles de transitar, que conducían a nuestro campamento. Cuando la tierra se secó y se endureció un poco, me arriesgué a cabalgar con Wanda y Crixo hasta Cenabo, la capital de los carnutos. La secretaría me había dado tres días libres, y yo aún no había abandonado la esperanza de deshacerme de mi ámbar ese mismo invierno. La oferta de los mercados de Cenabo era mísera: había pescado, tejido de lana roja y vino tinto en barriles, metales y cachivaches de los campos de batalla germanos y belgas, pero en general el mercado estaba inactivo. No obstante, ordené a Crixo que se apostara junto al mercado del pescado con unos cuantos trozos de ámbar y que exigiera por ellos el doble de lo que había pagado yo.

—¡Me moriré de frío, amo!

—Eso es muy probable —dije con gravedad en el rostro—. Pero antes de que te mueras de frío, tráeme el ámbar a la Posada del Gallo.

Señalé calle abajo; allá donde la calle comercial torcía hacia el sur había un edificio de dos plantas con establos y carros. Crixo asintió y me miró con un semblante que partía el alma, pero hice caso omiso de su mirada y me fui a recorrer con Wanda y
Lucía
los pobres puestos hasta que al fin estuvimos frente a la Posada del Gallo. Allí flotaba un maravilloso aroma a asados grasientos, pescado a la parrilla y cerveza de trigo. Me volví otra vez hacia Crixo. El chico seguía de pie donde lo habíamos dejado y hacía señas exageradas. Después cruzó los brazos sobre el pecho con teatralidad y se frotó con fuerza los brazos mientras la cálida respiración de su mula se elevaba en nubes de vapor blanco.

—¿Qué dices, nos lo traemos?

—¿A Crixo? —se indignó Wanda—. ¿No te das cuenta de que poco a poco se te está ganando? ¡Eso te pasa porque siempre lo tratas como a uno más de la familia! ¡Se está aprovechando de ti!

Me sorprendió la indignación de Wanda. Ella tenía que saber bien en qué consistían esos jueguecitos, pues a fin de cuentas era mi esclava.

Atamos los caballos y entramos en la posada; se nos echó encima un calor pegajoso. En mitad de la sala ardía un gran fuego sobre el que se asaba un jabalí; la cabeza, algo ennegrecida, tenía una curiosa expresión, como si el animal todavía se asombrara de estar muerto. La grasa caía en siseantes gotas sobre las llamas y despedía un aroma delicioso. A las mesas estaban sentados juntos mercaderes itinerantes y autóctonos, que intercambiaban noticias y rumores con diligencia. En algunas mesas se jugaba a los dados; en otras los clientes colgaban sobre sus vasos, mascullando estrofas épicas que acompañaban con monótonos tarareos unos muchachos que, balanceándose, luchaban contra el sueño.

Nos sentamos cerca del fuego y pedimos pescado, pan y
corma
, la mejor cerveza que debe de existir bajo el cielo. Una joven salió de una sala contigua e hizo saber mediante una seductora música de flauta, que estaba libre para el siguiente amante. Pero no se presentó nadie. De modo que nos trajo la cerveza de trigo y me preguntó si queríamos pasar la noche allí.

—Sí, al menos una noche.

—Tenemos habitaciones para ocho personas. La cama cuesta cuatro ases; el desayuno con un sextario de vino y pan, un as; la muchacha, ocho ases…

Una fuerte patada por debajo de la mesa me dio en la espinilla. ¡Era mi esclava, que pataleaba como una mula terca!

—… y el heno para los animales, dos ases…

—Está bien —dije—, pero sin muchacha.

La joven puso dulces morritos, dándome a entender sin lugar a dudas que a ella también le habría gustado.

—Cuatro ases, aún puedes pensarlo mejor y hacer dormir a tu esclava en el cobertizo.

Se alejó con un elegante movimiento de caderas. Llevaba tan ajustada la tela de lana hasta las rodillas que a cada paso el culo se le marcaba bajo el vestido como una manzana madura. Estaba pensando si Wanda no debería ayudar a Crixo con la venta del ámbar cuando volví a recibir una fuerte patada. Wanda estaba furiosa.

—¡Eres peor que Crixo! ¡Tratas a tu propio amo a puntapiés!

—¡Si piensas quedarte dormido en los brazos de esa puta, prefiero que me vendas hoy mismo en el mercado!

—¡Para qué iba a pagar dinero por una muchacha cuando tengo una esclava! —repliqué, molesto a pesar de estar disfrutando de la reacción de Wanda.

Ella apretó los labios obstinadamente y sus ojos refulgieron como ascuas en una noche sin luna. No diría ni una palabra más por lo menos en una semana.

Sin terciar palabra comimos el pescado que nos trajo una gala entrada en carnes. Habría podido ser mi abuela, pero de pronto se puso a bailar alrededor del fuego, inclinándose sobre una mesa para que los borrachuzos y los jugadores le pudieran sobar los grandes pechos. Sin embargo, nadie quería ir a la habitación con ella. Al final se levantó la amplia falda de lana, dejando ver un pubis semejante a la espalda de una gallina desplumada. Por lo visto, la cultura romana también había hecho incursiones allí; las señoras romanas siempre iban depiladas hasta las cejas. Los hombres gritaban y se reían.

Me estaba limpiando con la lengua la espuma del labio superior cuando Crixo entró en la taberna. Le temblaba todo el cuerpo. Lo acompañaban dos hombres que llevaban pesados mantos con capucha y se habían enrollado largas tiras de tela en las manos. No obstante, por las botas de cuero se sabía que eran ciudadanos romanos.

—¡Crixo! —Le hice señas.

La joven vertió un espeso vino con especias sobre el jabalí. La salsa resbaló por la espalda crujiente y dorada del animal y goteó siseando sobre el fuego. Una extraordinaria nube de vapor aromático se elevó y se me hizo la boca agua. El estómago ya me gruñía. Crixo hizo una breve reverencia ante mí y dejó pasar a los dos hombres, que casi al unísono se quitaron la capucha: ¡Creto y Fufio Cita, el proveedor de cereales personal de César! Creto me abrazó como a un hijo. En un primer instante me emocioné, pero luego comprendí que su alegría tal vez se debiera al hecho de ver con vida a su deudor. ¿Acaso Creto me había regalado nunca nada?

—¿Has recibido mis cartas? —pregunté con curiosidad, quizá sólo para que supiera que me había tomado muy en serio mis obligaciones.

—He recibido cuatro cartas de la tierra de los belgas. ¿Y tú? ¿Recibiste las mías?

—No —contesté—. ¿Qué me decías en ellas?

Creto le hizo una seña a la joven y pidió también pescado, pan y
corma
, también quería un pedazo del jugoso asado de jabalí que se estaba cocinando a fuego lento. Cada vez con más frecuencia, los hombres se volvían hacia el fuego y metían la nariz en los aromáticos vapores. Le hice una seña a Crixo para que se sentara y pedí para él pan y cerveza. Me llenó sin duda de orgullo y satisfacción que la muchacha le pidiera a Creto dieciséis ases por noche. Creto asintió de forma discreta. La idea de ver al griego en sus brazos me molestó.

—Dos ases por las mulas —protestó Creto—. ¡Estos carnutos me van a arruinar!

—Y dieciséis ases por una muchacha —bromeó Fufio Cita. ¡En Roma, por ese precio te dan también un baño caliente!

—A mí me lo habría hecho por un as —mentí, e intenté observar la reacción de Creto con el mayor disimulo.

—¿Un as? —preguntó Creto, asombrado.

Me encogí de hombros, haciéndome el inocente.

—A ti te pide indemnización por daños personales, Creto. ¡Por eso para ti cuesta dieciséis ases! —Fufio Cita reía a carcajadas.

Creto estaba muy molesto.

—En fin, dieciséis ases… ¡En el fondo lo que necesito es un dentista y no una muchacha!

Cuando la joven esclava de la cocina regresó a nuestra mesa con su elegante bamboleo de caderas y le sirvió a Creto el pescado, el pan y la cerveza con una seductora sonrisa, éste masculló que quería la habitación sin muchacha, que tenía dolor de muelas.

—¿Hay por aquí cerca algún dentista?

—Prueba con el herrero, tiene tenazas —sonrió la muchacha con descaro, al tiempo que giraba sobre sus talones para alejarse con su coqueto culo bamboleante.

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