El druida del César (53 page)

Read El druida del César Online

Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
11.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

* * *

En la primavera del año 699 recibí la orden de reunirme con las legiones de César, que se dirigían al norte. Dos pueblos germanos, los usipetes y los tencteros, habían cruzado el Rin, penetrando en la Galia de César.

Cuando la interminable columna de marcha romana de César pasó frente al
oppidum
de los carnutos, nos unimos al ejército Wanda,
Lucía
, Crixo y yo, integrándonos en el campamento itinerante que Fufio Cita ya había hecho levantar cerca del
oppidum
. Aún no llevaba ni una hora allí cuando César requirió mi presencia. Me abrazó como a un hijo y luego mandó traer agua, pan y nueces. Había cambiado: estaba aún más delgado y fibroso, y parecía más serio y calmado, casi taciturno.

—He sabido con alegría que te has decidido por mí y que has firmado un contrato con la legión. No te arrepentirás, druida. El que se decide por los Julios, se decide por el favor de los dioses.

El discurso no duró mucho ya que César estaba como poseído por la idea de poner en orden su imperio galo y consolidarlo con la máxima celeridad posible; incluso supervisaba en persona el puntual pago de los tributos.

En el campamento todos hacían conjeturas acerca de dónde sacaba César su fuerza, esa voluntad inquebrantable. Seguía permitiéndose pocas horas de sueño, y durante la marcha en dirección al norte, hacia la tierra de los eburones, no había dejado ni un instante a sus soldados, compartiendo con ellos una alimentación frugal. Ningún esfuerzo físico era demasiado para él. Desoía las advertencias de sus oficiales para que tuviera más consideración con su salud, más bien frágil. Con el tiempo, incluso los legionarios se preocuparon por él. César no tenía ni la constitución ni el entrenamiento necesarios para aguantar esa fatigosa marcha. Sin embargo la aguantaba, y durante el camino estableció con sus legionarios una relación casi de camaradería. Lo idolatraban; era uno de ellos y, no obstante, él era el gran Julio que descendía de los dioses, un hombre que había bajado hasta ellos para llevarlos de victoria en victoria. César se había convertido en otra persona. Cierto que había sometido la Galia, pero la Galia lo había cambiado.

Cuando nuestras legiones se hallaron a sólo unos días de marcha de las dos tribus germanas, éstas mandaron emisarios a César. Transcribí la conversación ese mismo día:

Cuando estaba a tan sólo unos días de marcha de allí llegaron emisarios suyos, quienes presentaron las siguientes explicaciones: los germanos no querían en modo alguno emprender la guerra contra el pueblo romano; no obstante, en caso de ser atacados, iban a luchar, puesto que habían adoptado la costumbre de sus antepasados de oponer resistencia a aquel que los invadiera por la fuerza, así como a no recurrir nunca a la súplica. Sólo querían exponer que habían llegado allí en contra de su voluntad, al haberlos expulsado de su hogar; si los romanos querían llegar a un buen acuerdo con ellos, ellos podrían ser amigos beneficiosos. En tal caso, querían que se les asignaran unas tierras o que las dejaran en propiedad de aquel que las conquistase por la fuerza de las armas. Sólo les iban a la zaga a los suevos, con quienes ni siquiera los dioses inmortales podían medirse. Aparte de éstos, no había en la tierra nadie capaz de vencerlos
.

César respondió con frialdad que no podía hablarse de amistad entre ellos mientras permanecieran en la Galia. Ya no hablaba de Roma; hablaba de sí mismo. César dijo que no podían reclamar regiones extranjeras sencillamente porque no hubiesen podido defender su propia región. Además, en la superpoblada Galia hacía tiempo que no quedaba ya más tierra apta para destinarse a alguien sin perjudicar los derechos de otros. Sin embargo, les prometió dejar que se asentaran en la región de los ubios, los cuales vivían en el lado opuesto del Rin. Como en aquel momento había nobles ubios en el campamento, durante los días siguientes tratarían el asunto. La petición de una tregua, no obstante, fue rechazada por César.

—¿Por qué no les concedes la tregua? —preguntó Labieno cuando los emisarios se fueron y se convocó el consejo de guerra.

—No quieren la paz, sino una prórroga. La mayor parte de su caballería ha partido para saquear. Esperan su llegada dentro de tres días. Los usipetes quieren una tregua para ganar tiempo.

A buen seguro todos recordamos los días de Genava, cuando César hizo esperar más tiempo a los helvecios con el fin de lograr más tropas.

—¿Por qué no emprendemos la guerra contra los suevos? Vuelven a ser ellos los que provocan estas migraciones de pueblos —dijo Craso, que gracias a sus éxitos en el campo de batalla ahora gozaba de gran prestigio.

—El Rin debería ser la frontera natural que separe en el este el Imperio romano de los territorios salvajes de los bárbaros. Si cruzo el Rin —dijo César al tiempo que me miraba sonriéndose —tendré que llegar, como un druida celta me profetizó en cierta ocasión, hasta el fin del mundo: hasta que Roma limite con Roma.

—¿Qué te has propuesto, César? —porfió Labieno—. ¿De veras quieres asentar a los usipetes en la región de los ubios? Tarde o temprano volverán a pasar el Rin y provocarán la insurrección de las tribus galas.

—Vamos a seguir la marcha y a esperar los informes de los exploradores —contestó César, y sobre sus labios se deslizó rápidamente esa misteriosa sonrisa que ya me había llamado la atención en su entrada en Genava.

* * *

Wanda no dormía y en los últimos días apenas había comido nada. Algo la perturbaba. También se había negado a acompañarme al encuentro con los usipetes y los tencteros. Se quejaba de náuseas y dolor de cabeza. Sin embargo, tiró a escondidas la decocción que le preparé.

—¿Qué te atormenta, Wanda? —pregunté en la oscuridad.

Se hizo la dormida, tumbada de espaldas a mí.

—Sé que no duermes. El corazón se te ha acelerado.

Me arrimé a ella, la abracé por la cintura y puse la mano en la tripa.

—Por lo visto los suevos son muy temidos —dije en un intento de conversación.

—¡Los suevos! —se acaloró Wanda—. No son ni valientes ni bravos, sólo numerosos.

Me sorprendió que por fin reaccionara.

—Cada año envían a la guerra a miles de hombres sólo para saquear. Tienen a demasiada gente. Y un año más tarde, cuando regresan, amontonan los botines hasta que los mercaderes se los compran. Eso es lo único que venden los suevos: botines. Y el siguiente año van a la guerra todos aquellos que el anterior se habían quedado a cultivar la tierra.

—¿Fueron los suevos los que te secuestraron y te hicieron esclava? —pregunté en voz baja.

Wanda guardó silencio.

Me separé de ella y me volví hacia el otro lado. Pensé en nuestra granja rauraca y en la noche en que los suevos nos atacaron. Wanda se había quedado conmigo, y yo había imaginado muchas cosas. Pero si ella sentía tanto odio por los suevos, no habría tenido ningún motivo para unirse a ellos. Eran pensamientos inútiles. Yo amaba a Wanda y ella me amaba a mí. Para qué pensar entonces en si aquel día se había quedado junto a mí por propia voluntad, por un sentimiento de obligación o por la falta de otras posibilidades.

* * *

La caballería de César había crecido hasta contar con cinco mil hombres. Según la información de nuestros exploradores, los ubios apenas disponían de ochocientos jinetes, puesto que la mayoría había partido en busca de alimentos. No los esperaban hasta dentro de tres días. Como César seguía su marcha sin descanso, era obligado que su vanguardia montada, antes o después, se topara con jinetes germanos. Y puesto que tanto los germanos usipetes y tencteros como los galos al servicio de Roma tenían una idea semejante de la gloria y el honor, las pequeñas escaramuzas se convirtieron rápidamente en auténticos combates. Algunos germanos pusieron en práctica una táctica muy característica: de repente saltaban de sus pequeños y feos animales e hincaban las lanzas en el abdomen de los caballos galos, derribando así a los jinetes, que morían aplastados. La superioridad de fuerzas gala huyó presa del pánico hacia el campamento de César. Los muertos fueron numerosos, pero aún peor que las bajas fue el temor que provocó esa noticia en el campamento.

A la mañana siguiente, todos los príncipes y los ancianos de los usipetes y los tencteros se presentaron en el campamento. César estaba furioso, pero aun así los recibió de inmediato en su tienda.

—¿Por qué atacasteis ayer a mi caballería? —preguntó sin más preámbulos.

Había llegado a conocer lo suficiente a César para saber que quería convertirlos en cabezas de turco para, más adelante, calificar de represalia aquello que ya tenía planeado. Los nobles germanos se miraron con desconcierto y cuchichearon un par de frases. Por lo visto no entendían los reproches de César. Uno de ellos tomó la palabra.

—¿Acaso no es corriente entre los romanos que los jóvenes incurran en peleas?

—¡Habéis roto la tregua! —espetó César en tono severo.

—¿Cómo es posible romper una tregua que no nos has concedido? La solicitamos en la primera reunión, pero tú la denegaste. De modo que no existe ninguna tregua entre nosotros y, en consecuencia, no podemos haberla roto —replicó sonriendo el usipete—. ¿Estaríamos hoy aquí, en tu tienda, si fuésemos conscientes de haber cometido injusticia alguna?

—¡Prended a estos hombres! —exclamó César, y salió de la tienda montado en cólera mientras decenas de pretorianos rodeaban a sus huéspedes.

Vi el asombro en los rostros de los oficiales romanos. Algunos, como el joven Craso, expresaron abiertamente su desaprobación. A fin de cuentas, su general acababa de pisotear la jurisprudencia vigente. ¿Acaso no había aniquilado el mismo César a los pueblos de la costa por haber prendido a una delegación romana? La oposición no molestó a César lo más mínimo. ¿Por qué iba un dios a respetar las leyes de los mortales?

Mientras los príncipes y ancianos germanos se dejaban llevar prisioneros sin oponer resistencia, por todo el campamento resonaron las señales de las trompetas. Arqueros y honderos armados acudieron a la
porta praetoria
y se colocaron en formación de marcha. En la vía Quintana se reunieron los legionarios bajo sus insignias mientras los esclavos ensillaban los caballos a toda prisa.

En el campamento reinaba cierta confusión. Algunos pensaban que los germanos preparaban una ofensiva inmediata y que César intentaba un ataque. Pero César quería aprovechar el momento.

En una breve marcha forzada llegó al campamento acéfalo de usipetes y tencteros. No estaban en modo alguno preparados para un ataque; a fin de cuentas, todos creían que sus cabecillas se hallaban reunidos en el campamento de César. La sorpresa y la confusión fueron grandes cuando los legionarios romanos irrumpieron de improviso en el campamento, acabando con todo lo que se movía. Las mujeres, los niños y los ancianos se dieron a la fuga mientras los centuriones bramaban que no había que hacer ningún prisionero: no bastaba con vencer y expulsar a los germanos; había que exterminarlos.

El campamento fue embestido desde todos los flancos. Ni un solo usipete ni un solo tenctero tuvo la más remota posibilidad: Todos perecieron acuchillados y degollados. En un desconcierto infernal corrían por entre los legionarios hasta que un tajo les abría la cabeza o un
pilum
les atravesaba el tórax. Ni un solo germano del campamento sobrevivió a la pesadilla. Si bien algunos lograron huir, sobre todo entre las mujeres y los niños, tampoco a ellos les perdonarían la vida: los centuriones dieron orden de perseguir a los huidos y abatirlos. Fue una carnicería espantosa. ¡Un genocidio! Trescientos mil germanos fueron asesinados con certera brutalidad.

Creo que ése debía de ser el plan del procónsul cuando respondió con una sonrisa a la pregunta de Labieno de cómo pensaba solucionar el problema de los germanos que siempre volvían a cruzar el Rin.

El ánimo de los legionarios era más bien contradictorio. Algunos se alegraban de que la batalla contra los temidos germanos hubiese terminado, de haber vencido tan fácilmente y casi sin bajas de su parte; otros se avergonzaban de aquella acción infame y hablaban de genocidio. Yo estaba conmocionado y era incapaz de decir nada.

* * *

Cuando Wanda se enteró de la despiadada matanza, perdió el conocimiento. Pasé la noche en vela junto a ella y le administré una infusión caliente para que recuperara las fuerzas. Creo que sólo estaba agotada; tenía la mente exhausta. Le pedía que me hablase pero no me contestaba.

Cuando César me llamó para continuar con el funesto cuarto informe exculpatorio, le ordené a Crixo que no se moviera del lado de Wanda. También en la secretaría de César el ánimo era contradictorio y apagado. Nadie se opuso cuando el general cifró el número de germanos asesinados en cuatrocientos treinta mil y el número de sus caídos en cero. A mí me daba igual que empezaran a dudar en Roma, y en la posteridad, de la credibilidad de César a raíz de esos números.

César, por supuesto, tenía que exagerar el número de víctimas para justificar ante Roma que la supervivencia del Imperio romano había estado en juego. Pero ¿cómo se explicaba el arresto arbitrario de emisarios, el desprecio por el derecho de gentes tan respetado en la mismísima Roma?

A César no le preocupaba eso. Estaba obsesionado con su Galia. Además era un romano, y como tal tenía a su alcance la hegemonía mundial, o eso creía él. Consideraba natural gozar de más derechos que las demás personas. Y para un Julio, que descendía de los dioses inmortales y contaba con su favor, estaba claro que podía dictar sus propias reglas de juego. No había ninguna contradicción en el hecho de castigar a unos pueblos con la exterminación por no respetar a los emisarios ni el derecho de gentes, y al mismo tiempo pisotear el derecho de gentes y a emisarios para así exterminar a un pueblo más. Lo que era aplicable a los bárbaros, no lo era para los romanos; y lo que era aplicable a los romanos, no lo era para un Julio. Para un César.

Debo reconocer que su comportamiento me dolía y me entristecía. ¿Acaso no había quemado yo todas las naves celtas para ser su druida? Y en ese momento comprobaba que me había decidido por una persona que estaba más allá de lo terrenal. Sentí repugnancia por lo que había hecho y no obstante, y me apena decirlo, a veces sentía casi un poco de admiración por ese Julio que osaba desafiar a los dioses germanos. ¿Cómo iba a hacer frente al universo entero una sola persona?

Other books

Forged in Honor (1995) by Scott, Leonard B
Peep Show by Joshua Braff
All the Pretty Horses by Cormac McCarthy
2 in the Hat by Raffi Yessayan
The Street Lawyer by John Grisham
Time Past by Maxine McArthur