El druida del César (56 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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9

El término «
Samhain
» significa «el final del verano», y es la mayor fiesta de toda la Galia. Siempre se celebra el primero de noviembre y la noche anterior. Ese día, el ganado ha de haber regresado de los pastos veraniegos. Los animales sobrantes deben ser sacrificados y salados, y vencen todos los impuestos y tributos. Esas doce horas nocturnas que separan el verano del invierno pertenecen a los dioses y a los muertos. Es un período indefinido, porque ya no es verano y aún no es invierno. Durante esas doce horas nocturnas, pasado, presente y futuro se funden. El otro mundo se mezcla con nuestro mundo. El que tiene preguntas para los dioses, las formula la noche de
Samhain
. Y yo tenía serias preguntas.

Le pedí a la chica de la posada, a la que la mayoría llamaban Boa, que me trajera un jugoso pedazo de jabalí y algunos odres de vino. Después hice que los esclavos de Fufio Cita me acompañaran al cercano bosque. Allí me encendieron un fuego, buscaron piedras para utilizar como asientos y las dispusieron en círculo. Delante de cada asiento de piedra pusieron una roca bastante plana. No era necesario apremiar a los esclavos. Ellos obedecían y se daban prisa; llevaban el miedo escrito en la cara. Cuanto más cerca estaba el crepúsculo, más rápido trabajaban. Cada ruido los aterrorizaba y de continuo se volvían como el rayo para escudriñar el bosque. Cuando el fuego ardió y la comida y la bebida para ocho personas estuvo dispuesta, los dejé marchar. Tenían que volver a recogerme a primera hora de la mañana.

Casi todo el mundo siente miedo en
Samhain
. Por eso todos permanecen en sus casas y se sientan junto al fuego para comer, beber y contar historias con objeto de que el tiempo transcurra más rápido. Si oyen un ruido, se hacen los sordos; no se levantan a mirar, porque saben que son los muertos que van en busca de su casa. Si alguien sorprende a un muerto, ya tiene un pie en el otro mundo. Tampoco en el campo hay que volverse si se escuchan pasos. En realidad uno debe quedarse en casa, y preparar comida y bebida suficiente para los difuntos.

No obstante, esa noche yo quería ver a los muertos, a todos esos que habían significado mucho para mí y que vivían en el otro mundo. Deseaba hablar con el tío Celtilo, y también quería volver a ver a todos los difuntos de mi granja rauraca, a mi madre y a mi padre, a quienes apenas había conocido, a mis hermanos, a quienes jamás había visto. Para todos ellos hice preparar la comida y la bebida. Por mí, como si Teutates, Eso, Taranis y Epona querían sentarse conmigo. No tenía miedo. Y si se me llevaban al otro mundo por mi arrogancia, a mí me daba lo mismo. Estaba preparado. En el otro mundo me hallaría más cerca de Wanda. Siempre sería inalcanzable, pero la tendría siempre cerca. No lograba sobreponerme a nuestra separación.

Casi con devoción me llevé un trozo de carne a la boca y lo mastiqué despacio, muy despacio. Ninguna persona podría tragar algo sin respeto la noche de
Samhain
, pues todo tiene un significado. Cada gesto se convierte en ceremonia. Los muertos están cerca; se siente su llegada, sus miradas, el aliento que le acaricia a uno el cogote como una suave ráfaga de aire. Y, ciertamente, de pronto estaban allí, reunidos a mi alrededor. Se sentaron sobre las piedras que había hecho disponer para ellos, pero permanecieron callados e invisibles. También me pareció que estaban tristes, no sé por qué. Le di un trozo de carne a
Lucía
, que descansaba contenta a mis pies, y cerré los ojos. Sólo se oía el crepitar del fuego. Mis huéspedes continuaban mudos.

Cuando volví a abrir los ojos tuve la impresión de estar otra vez solo. Las piedras no eran más que piedras y los vasos llenos sobre las mesas de repente se me antojaron una visión muy estúpida. ¿Eso había sido todo? ¿Qué significado tenía? ¿Habían perdido el interés por mí? Añadí más leña y me cubrí la cabeza con la capucha. Había oscurecido y hacía frío. Miré al cielo estrellado y, de pronto, no sé por qué, me pregunté si existía algún dios, si no serían sólo una invención de los druidas para hacernos sus súbditos. ¿Era entonces posible que nuestra vida fuese igual de absurda que la de un gusano o que la de un arbusto? En el fondo esperaba una señal divina o incluso un castigo de los dioses. Esperaba que Taranis arrojara un rayo sobre la tierra. Pero no sucedió nada; ni viento, ni aullidos de lobos, ni lluvia. Mis pensamientos prosiguieron en esa dirección. Sólo si no había dioses se explicaba el porqué de que todo lo que se desarrolla entre el cielo y la tierra sea tan confuso y casual, tan injusto y absurdo. Intenté no seguir pensando y esperar. No sucedía nada. Agucé el oído y oí sólo el grito de una lechuza, una lechuza nada más. Quizá no existiera ningún dios; o sí, pero no hacían nada de nada. Tal vez no tenían ningún tipo de interés en los mortales, mientras que nosotros nos figurábamos que ellos eran responsables de esto o de aquello. A lo mejor estaban en algún lugar del universo y no sabían ni siquiera que existiéramos nosotros, miserables criaturas. ¿No seríamos más que un grano de arena en un mundo cualquiera? Quizá debíamos tomar las riendas de nuestro propio destino y jugar a ser dioses, como hacía César.

Poco antes de quedarme dormido, me disculpé ante los dioses. Les dije que lo sentía mucho y prometí hacer una ofrenda por la mañana. También les confesé, con toda franqueza, que me había sentado bien reñir un poco con ellos, y les aconsejé que meditaran acerca de mis recriminaciones, o mejor dicho, de mis reflexiones. Mientras me adormecía poco a poco me arrepentí de haber pasado el
Samhain
al aire libre, pues hacía frío, y tuve que aceptar sin reparos que todos los dioses, ya fueran griegos, romanos o celtas, eran parciales e injustos. Creo que si uno espera que haya un auténtico dios, pierde la fe; por el contrario, si comprende que allí arriba la purria divina también comete sus excesos, todo va bien. Sólo entonces puede entenderse por qué los dioses permiten que un romano ataque nuestra tierra, aniquile a tribus enteras, saquee nuestros santuarios y siempre se vea favorecido por la suerte. ¡No hay más que indeseables, arriba y abajo!

Al alba me despertaron los gruñidos de
Lucía
. En la linde del bosque habían aparecido unos corzos. Le acaricié el morro a mi perra; ésa era la orden de que se portara bien. Los corzos se acercaron un poco. Eran toda una manada. De forma instintiva pensé en el tío Celtilo; quizás esa noche había visitado algún otro lugar.

—¿Tío Celtilo? —susurré.

Uno de los corzos alzó la cabeza y mantuvo los ollares al viento. De pronto regresó al bosque dando grandes y elegantes saltos. Los demás lo siguieron. Fue como si hubiese visto la sonrisa del tío Celtilo, como si éste me hubiese hablado, aunque yo no oí ni un solo sonido. Sin embargo tenía la sensación de que el tío Celtilo me había tranquilizado e infundido valor, comunicándome de algún modo que recibiría ayuda. No obstante, poco después el resplandor de mi interior volvía a extinguirse. ¿Acaso no profetizaba yo a muchos que se me acercaban en busca de consejo que recibirían ayuda sólo porque sabía que eso les daría fuerzas para ayudarse a sí mismos? Sí, claro, resulta decepcionante cuando uno conoce los trucos del vidente y el profeta.

* * *

El sol salió por el este, pero los esclavos de Fufio Cita todavía no habían llegado. Estaba furioso porque el
Samhain
me había decepcionado: ni una señal de los dioses, ni rastro del tío Celtilo. Y encima me dejaban allí tirado con toda la vajilla y los odres llenos de bebida. Con esfuerzo lo fui recogiendo todo y lo guardé en sacos de tela que amarré a mi caballo. Cogí las riendas y busqué un lugar adecuado para montar. Cerca había un tronco y llevé al caballo hasta allí. Me subí a él e intenté alzar una pierna por encima del lomo del animal, pero el frío nocturno me había dejado las extremidades duras y agarrotadas. No lo conseguí, de modo que al final me fui cojeando junto a mi caballo hasta el
oppidum
de los carnutos. Poco antes de llegar a Cenabo encontré un lugar propicio en el que logré montar.

En Cenabo, la capital de los carnutos, había disturbios. Por la noche, unos desconocidos habían prendido fuego a las naves de los mercaderes romanos; por las calles había jóvenes celtas que daban voces y lo celebraban. En el barrio de los mercaderes vi a Fufio Cita; su cabeza estaba ensartada en una lanza que unos guerreros borrachos alzaban ante sí a modo de estandarte. Me resultó casi desagradable encontrármelo de esa forma. De manera instintiva me deshice de mi capa romana con capucha, a pesar del frío que hacía. No podía perjudicarme que los borrachos vieran enseguida que era celta. Por las calles del barrio mercantil había mercaderes romanos tirados como los restos de una comida. A algunos sólo los habían arrojado ventana abajo y yacían muertos en la suciedad de la calle mientras los olisqueaban jaurías de perros; otros estaban abatidos ante sus propios negocios y a algunos los habían envuelto con papiro para prenderles fuego a continuación. El ambiente festivo era el de una celebración popular. La secretaría de Fufio Cita daba una imagen desoladora: puertas, mesas y estanterías aparecían destruidas a golpes de hacha. Sin duda todos sus barcos ardían en la orilla del río. Entre listones de madera y cientos de rollos de papiro descubrí un pie. Me arrodillé y tiré del cadáver. Era uno de los empleados de Fufio Cita; estaba boca abajo y en su espalda se apreciaba una herida gigantesca. A buen seguro lo habían abatido desde atrás de un hachazo. Bajo una estantería descubrí a otro trabajador, que estaba hecho un ovillo bajo un montón de tablones de madera y tenía las manos ensangrentadas y apretadas contra la barriga; había echado la cabeza hacia atrás con violencia. Debía de haberse desangrado entre grandes dolores.

—¡Corisio! —Boa, la chica de la fonda, entró de forma atropellada—. Están matando a todos los romanos. ¡A todos los mercaderes y los funcionarios! —Me arrojó una capa de lana celta a cuadros—. ¡Ponte esto encima! ¡Quién sabe qué más van a hacer! ¿Dónde está tu capa romana? —susurró.

—La tiré de camino.

—Bien, Corisio, habría podido aprovechar la tela. Pero está bien que ya no la lleves. —Boa estaba bastante confundida.

—¿Pero qué es lo que está pasando?

Boa se volvió. Estaba frente a mí y resplandecía. Me dio un beso intenso y prolongado, y luego musitó:

—La Galia volverá a ser libre, Corisio. ¡Los celtas se han reunido bajo el mando del rey de los arvernos para marchar juntos contra César!

—¿Desde cuándo tienen rey los arvernos? —pregunté, confuso.

—Se llama Vercingetórix —respondió la chica, radiante—. Dicen que es alto y apuesto. Ya ha reunido a un ejército impresionante. Todas las tribus tienen que enviarle guerreros y someterse a su mando. Por primera vez tenemos un general. ¡Uno para la Galia! ¡Vercingetórix!

Por las calles ya había guerreros que vociferaban el nombre del joven rey arverno.

—¿Dónde está Vercingetórix? —le pregunté a Boa—. ¡Tengo que hablar con él!

La chica retrocedió un paso, espantada.

—¿Qué te propones, Corisio?

—¡Tengo mapas en los que están señalados todos los campamentos de aprovisionamiento romanos! Si Vercingetórix dispusiera de ellos, podría aniquilar al ejército de César sin tener que llegar a encararlo.

La muchacha me ayudó a buscar y recopilar los rollos de papiro. Los envolvió en un gran pedazo de cuero y ató con correas el gigantesco rollo. Después me llevó hasta los guerreros, que ya se habían reunido en la plaza del mercado para unirse a Vercingetórix. El príncipe carnuto Gedomón los encabezaba.

—¡Príncipe! —llamé—. ¡Llévame contigo, tengo que hablar de inmediato con Vercingetórix!

—¿Qué llevas en el fardo de cuero?

—¡Rollos de papiro!

Los guerreros aullaron de risa.

—¡Es el escribiente de Fufio Cita! —exclamó uno.

—¡Quemad esos rollos! ¡Que arda Roma!

—¡Y también su escribiente! —bramó una voz ronca.

—¡Es un druida celta! —exclamó Boa.

Unos jóvenes guerreros la apartaron a un lado con sus caballos.

—Soy Corisio, de la tribu de los rauracos —exclamé mientras también yo me veía cada vez más acosado por guerreros a caballo—. En estos rollos aparecen los campamentos de aprovisionamiento romanos.

Gedomón me los arrebató y los lanzó en dirección a un almacén en llamas. De inmediato unos jóvenes guerreros que habían acudido sin caballo los atraparon al vuelo y los arrojaron a las llamas.

—¡Abajo con Roma! ¡Muerte a los romanos!

—¡Príncipe Gedomón! —vociferé—. ¡Esos rollos eran para Vercingetórix! No te corresponde a ti quemarlos.

Los guerreros carnutos rieron e hicieron circular el odre de vino a lomos de sus caballos mientras los jóvenes celtas arrojaban mis rollos al fuego de uno en uno. Quería cabalgar hasta allí y arrebatarles los rollos, pero los otros celtas me tenían rodeado. Me arranqué del cinto el amuleto de oro del dios porcino Euffigneix y lo levanté.

—¡Éste es el dios del rey arverno! ¡Me lo regaló para que un día volviera junto a él! ¡He confeccionado los mapas para él! ¡Para él, necios! ¡Para él y por una Galia libre y unida!

Creo que todos los hurras que lanzaban por Vercingetórix y la Galia libre se les quedaron atragantados. Gedomón alzó la mano, con lo que todos enmudecieron.

—¿De veras eres druida?

—Sí —refunfuñé—. ¡Y los dioses maldecirán a quien ha destruido lo que estaba destinado a Vercingetórix!

Gedomón abrió los ojos de par en par y salió disparado hacia el almacén en llamas donde los jóvenes desenrollaban con alegría los papiros para entregarlos a las llamas.

—¡Deteneos! —bramó—. ¡Parad o seréis expulsados del culto!

Aun así, ya no había nada que salvar. El fuego había terminado su trabajo. El gran Gedomón parecía un jovenzuelo tonto. Regresó junto a mí, sin saber bien qué decir. Al cabo de un instante gruñó:

—Druida, ¿crees que quedará saldado con una bandejita de oro?

—No —refunfuñé—, de ninguna forma. ¡Los dioses están coléricos! Y tú puedes estar contento de que tenga una memoria excepcional. A lo mejor consigo volver a dibujar el mapa con los puntos de aprovisionamiento.

—¿Crees que lo conseguirías, druida? —preguntó incrédulo.

—¡Llévame hasta Vercingetórix! Pero cuida de que no me pase nada de camino. Para funcionar bien, la memoria necesita líquidos y alimentos suficientes… —le increpé; chillando, me sacudía del alma el miedo que sintiera un momento antes.

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