El druida del César (63 page)

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Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

BOOK: El druida del César
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Pasaba las largas tardes dibujando mapas, mapas de la tierra gala. Esbozaba el curso del Rin y dibujaba un pequeño rectángulo allí donde en su día estuviera mi pequeña granja rauraca. Poco a poco fui vaciando y ordenando el despacho de Creto; siempre tropezaba con interesantes contratos o escritos de países lejanos. Y una noche, en el sótano abovedado donde Creto guardaba su propio vino, descubrí una caja que despertó mi curiosidad: contenía un pañuelo de seda roja, el
vexillum
de la legión décima. Era el
vexillum
de Niger Fabio, al cual habían asesinado de forma vergonzosa en Genava. ¡Y que ese
vexillum
estuviera en Massilia significaba que Creto era el asesino de mi amigo Niger Fabio!

* * *

En realidad Creto habría tenido una larga vida por delante, pues lo atendían con cuidado y lo alimentaban muy bien. Murió en pleno día, en alta mar, rodeado de sus flautistas. Zarpó como siempre, bebió la decocción y marchó al otro mundo durmiendo. Sus acompañantes ya estaban acostumbradas. Sólo al llegar a tierra horas después e intentar levantarlo comprobaron que tenía el cuerpo frío. Se había quedado dormido, sin echar espuma ni estremecerse como le ocurriera al druida Fumix en su día, sino tranquilo y en paz, pues yo ya había apaciguado antes todo lo que fluía en el cuerpo de Creto.

Su muerte sólo fue llorada por las plañideras a sueldo.

Le encargué a un
libitinarius
que arreglara el cadáver con cierta dignidad y lo embalsamara para poder velarlo siete días en el atrio sin que los mosquitos cayeran muertos de la pared. Le puse a Creto una moneda de oro celta en la mano y sobre el pecho le coloqué el
vexillum
de seda romano, que habría preferido hacerle tragar como venganza. Sus esclavas nubias le cubrieron el cuerpo con hojas y decoraron las puertas de entrada de su casa de la ciudad con cipreses y guirnaldas. Envié heraldos para informar de la muerte de Creto por toda la ciudad. ¡Incluso envié uno a Roma! Éste no sólo debía informar de la muerte de Creto, sino también de que el druida celta Corisio se había hecho cargo de sus negocios e invitaba a todos los amigos de Creto a un gran festín.

«
Corisio heredem esse iubeo
», decía el empleado de forma festiva, comunicando así al público que yo era el único heredero legal de Creto, el mercader de vinos. En los documentos que había depositado en el templo estaba escrita su última voluntad. El testamento se hizo público en presencia de siete testigos, entre los que se contaba Milón. Los testamentos no eran algo secreto, al contrario: para algunos era la primera y última oportunidad de desahogar sus disputas. No obstante, Creto se limitaba a nombrarme único heredero y a regalar a todos sus amigos, especificando sus nombres, un tonel de vino. También estipulaba el tamaño de su sepulcro, donde debía aparecer representado un mercader de vino que iba río arriba.

Un experimentado
dissignator
condujo el cortejo fúnebre frente a la villa de Creto y dio un conmovedor discurso sobre una persona que había amasado una gran fortuna. La riqueza era de una importancia tan asombrosa que algunos incluso se hacían cincelar el montante de su fortuna en la lápida. Flautistas y cornetas encabezaban el pintoresco cortejo interpretando emotivas melodías. Creto habría querido tener allí a sus amigos, pero yo no gasté todo ese dinero por él. La comitiva de Creto tenía que dar muestras de grandeza, hacer saber que yo era el digno heredero de Creto. Fui generoso y no sólo contraté plañideras, sino también actores que declamaban elegías sobre el difunto y lloraban tan compungidos que habrían podido competir con cualquier cortejo auténtico. Creo que la representación de los actores emocionó a la mayoría más que la pérdida de aquella rata massiliense. Los esclavos de Creto llevaban tablas en las que estaba representada la vida de su amo y cuatro de sus guardias personales ilirios tiraban del carro decorado con flores que contenía el cadáver del difunto. Detrás, el auténtico cortejo fúnebre: mujeres con la melena suelta que se golpeaban el pecho rítmicamente, hombres de negras túnicas y todos los mirones y aprovechados que paralizaban el tránsito en su empeño de seguir el cortejo del muerto pues, cuando moría un rico, en algún momento solía haber un banquete festivo. Yo no estuve allí. Después de despedirme con cortesía de todos los huéspedes y ocuparme de que a nadie le faltara comida ni bebida, hice que llevaran víveres al puerto y bajé allí con algunos esclavos armados. El lugar donde se hospedaban los trabajadores del almacén de Creto estaba en míseras condiciones. En el momento del triunfo, mis preocupaciones se dirigían a los más olvidados. César también había hundido el mercado massiliense con su excesiva oferta de esclavos; era más barato hospedarlos como a ratas y remplazarlos al cabo de un par de años que construir barracones decentes. Sin embargo, cuando uno ha sido esclavo ve las cosas de otra forma, de modo que mandé repartir los víveres e informé de que erigiríamos sobrios espacios para dormir tras los almacenes. Se limitaron a mostrar su alegría en secreto y apenas nadie pronunció una palabra. A pesar de que un año antes había sido uno de ellos, ya temblaban ante mí como amo. Era el heredero de Creto.

* * *

Cabalgué melancólico hacia el desembarcadero vacío y escudriñé la noche. Allí había visto a Wanda por última vez. Escuchaba con añoranza las olas que golpeaban los muros del puerto con cadencia. Me sentía solo y abandonado por los dioses. ¿Qué había hecho yo? ¿Tenían envidia de que sólo mis deseos se hubiesen cumplido y, en cambio, ninguna de sus profecías se hubiesen hecho realidad? Quizás estaban disgustados porque a veces imaginaba que había cumplido mis sueños yo solo. ¿Pero era ésa toda la verdad? Mi único deseo era volver a estar junto a Wanda. ¿Acaso no veían los dioses lo desamparado que me encontraba sin ella? ¿No sabían que sólo ellos podían cumplir mi más anhelado deseo? Por lo menos estaba completamente convencido de que Mercurio, el dios del comercio, estaba de mi lado. ¿No me había ayudado a cumplir todos los deseos que había formulado un día bajo el gran roble? Ya era mercader en Massilia, pero no sentía la más mínima felicidad. Sí, quizá me había equivocado en mis anhelos. ¿Pero cómo iba yo a saber que el amor es lo más fuerte y lo más poderoso que puede sentir una persona? Ese día ya sólo deseaba el amor de Wanda. ¡Incluso estaba dispuesto a ofrendar a los dioses mi comercio de Massilia! Repetí una vez más en mi mente la oferta, pues me consta que a Mercurio le gustan ese tipo de trueques. También sé que a los dioses les divierte que un amo se convierta en esclavo de su esclava. ¡Qué importaba que allá arriba se mofaran de mis desgracias, con tal de que me dieran a cambio la posibilidad de estrechar de nuevo entre mis brazos a mi querida Wanda!

Escudriñaba el mar en busca de luces o antorchas que anunciaran la proximidad de un barco. Pero de noche pocos barcos navegaban.

Mis esclavos se inquietaron; tenían miedo. Oímos acercarse a unos jinetes en la oscuridad. Era Milón, acompañado de sus guardias personales. Desmontó del caballo y ordenó a sus hombres que tuvieran los ojos abiertos. Después se acercó a mí y se apoyó contra el muro del puerto.

—Te hemos buscado por todas partes, Corisio —dijo—. Ven, tus huéspedes te reclaman.

—¿Mis huéspedes? —pregunté con sorna—. ¿No tenían que llenar la panza y luego irse a su casa?

—Me parece que estás reñido con los dioses, Corisio.

—¡Los dioses! —siseé con ira—. ¿No se forja cada cual su destino?

Milón rió a carcajadas.

—¡Ve con cuidado, Corisio! ¡No desafíes a los dioses inmortales! ¡Vamos! En tu comercio las esclavas nubias sirven pescado asado con vino resinoso de Atenas.

Miré a Milón, desconcertado.

—¿Esclavas nubias que sirven pescado asado? —pregunté incrédulo.

Aquélla no era otra que la imagen de mis primeras ensoñaciones: ¡Esclavas nubias que servían pescado y vino de resina en mi comercio de Massilia! Sentí que los músculos se me tensaban a causa de la excitación.

—Sí —contestó Milón riendo—. Hemos recibido nuevos huéspedes hasta muy tarde.

—Me parece que toda Massilia conocía a Creto.

—No son amigos de Creto —dijo Milón, y con un ligero movimiento de la mano ordenó a sus guardias personales que cubrieran el camino de vuelta a la casa de Creto.

Contemplé a Milón en actitud interrogante. Si no eran amigos de Creto, ¿de quién lo eran entonces?

—Son viajeros. Dicen que Labieno ha abandonado a César y se ha unido a Pompeyo.

Me importaba un comino ese Julio.

—¡César va de camino a Hispania!

—¿Quieres decir que pronto será mi huésped? —pregunté en tono burlón.

—No dudo de que a César le agradarían tus esclavas nubias. Pero si César entra un día en Massilia, lo hará para saquear su tesoro y su flota y no por tu pescado asado, Corisio.

—¿Entonces es cierto que Lucio Afranio y Marco Petreyo ya han dispuesto cinco legiones contra César en Hispania?

—Sí —respondió Milón sin ocultar su alegría—. Por eso César marcha sobre Massilia. Quiere guardarse las espaldas. ¡Pero se sorprenderá! Dentro de pocos días llegará a Massilia el nuevo procónsul de la Narbonense con siete barcos de guerra.

—¿Domicio Ahenobarbo? —pregunté, incrédulo.

—Sí —contestó Milón, al tiempo que tomaba las riendas de su caballo—. ¡Los massilienses quieren conferirle incluso el mando supremo de la defensa de la ciudad!

—¡Menuda noticia! —exclamé al clavar los talones en los flancos del caballo.

Mientras que los jinetes de Milón nos precedían, los míos conformaban la retaguardia. A esas horas de la noche, la muerte acechaba en las oscuras callejas del puerto de Massilia.

—¿De dónde vienen esos viajeros? —le pregunté a Milón.

—De Roma —respondió—. Uno de ellos incluso me ha traído una copia de la apología que Cicerón ha presentado en el Senado para absolverme de la muerte de Clodio. Ese hombre no escatima esfuerzos en encontrar alusiones en los libros de historia, puesto que el hecho de que yo acabara con el perro guardián de César no carece, claro está, de importancia histórica. Sin ese evento no habría surgido la anarquía en Roma y nadie habría permitido que a Pompeyo se le nombrara dictador. ¡Y sólo el dictador Pompeyo puede poner fin a las actividades de César!

—¿No hay ninguna carta para mí? —pregunté casi de pasada.

Milón me miró con asombro.

—Con la comitiva del viaje han llegado treinta gladiadores. Hace medio año los mandé reclutar en Roma. Verás, Corisio, si organizo los primeros juegos de gladiadores y carreras de cuadrigas en el Campo de Marte de Massilia, toda Roma envidiará que viva exiliado aquí.

No lo estaba escuchando. No obstante, de pronto vi esa sonrisa picara en los labios de Milón.

—¿Traes también a un auriga celta? —le pregunté. Casi lo grité.

Milón asintió.

—¿Se encuentra entre esos viajeros un celta fanfarrón? —Esta vez grité de veras, pues ya no estaba en condiciones de controlar la voz.

Milón sonreía.

Golpeé con los talones los flancos de mi caballo y me precipité hacia el foro por las callejas oscuras.

* * *

Basilo estaba en el jardín y se lavaba la cara bajo el chorro que brotaba del manantial. Había antorchas encendidas en los soportes metálicos que estaban montados en las columnas cubiertas de hiedra. Los invitados del funeral se habían marchado, y los esclavos recogían las mesas y limpiaban el jardín. El aroma del pescado asado escapaba de la cocina al fresco de la noche. Milón me asió del brazo izquierdo para que caminara más deprisa. Cuando Basilo me vio, chilló su alegría a la noche.

—¿Dónde está Wanda? —exclamé, y me agarré a mi esclavo.

—Ella está bien, Corisio. ¡Está en Roma y espera impaciente al padre de su hijo!

Me espanté muchísimo y di un traspié. Basilo me agarró y me dio un abrazo.

—¿Mi hijo? —susurré con escepticismo.

—Sí —me murmuró Basilo al oído—. Es tu hijo, Corisio. Ya tiene dos años.

Cerré los ojos y hundí la cara en el pelo de Basilo.

—¿Puede andar? —pregunté a media voz.

—Sí.

Los ojos se me llenaron de lágrimas y abracé a Basilo con todas mis fuerzas.

—¿Tiene también un perro? —murmuré con voz llorosa. Sentía que poco a poco las piernas dejaban de sostenerme, y me agarré a Basilo con más fuerza todavía.

—No —respondió Basilo con la voz calma—. Pero Wanda es una buena madre. Tiene a una muchacha celta que la ayuda en la casa. Y el año que viene quiere contratar a un profesor griego. No le falta de nada y…

—¿Y de veras es hijo mío?

—Sí, Corisio. Cuando lo veas no lo dudarás un instante.

—¿Por qué no ha venido ella? —pregunté, y de nuevo me embargaron el miedo y la desconfianza.

—Antes yo debía comprobar que eras libre —dijo Basilo riendo—. ¡Yo no soy adivino, druida!

Sólo entonces me fijé en los grandes y atléticos hombres a los que atendían los exhaustos esclavos un poco más allá.

—¿Son los nuevos gladiadores de Milón? —pregunté en tono escéptico.

—Sí, Corisio —respondió Basilo con una sonrisa de oreja a oreja—. Los he comprado en Roma para Milón y los he traído hasta aquí.

Le guiñé el ojo a mi amigo y pregunté si Milón también le había pagado decentemente. A fin de cuentas, no era ningún secreto que estaba endeudado hasta las cejas.

—¿Pagado? —dijo con una sonrisa—. Milón me ha permitido disponer a voluntad de tres días tras mi llegada a Massilia. Yo tenía previsto visitar a Creto con estos muchachos y liberarte por la fuerza.

En la oscuridad gritaron algunos gladiadores, que por lo visto habían estado escuchándonos todo el rato.

Al alba, las esclavas nubias trajeron pescado asado y vino de resina griego. Me senté con Milón y Basilo, y brindé por mi libertad mientras mirábamos agradecidos en dirección al este, donde el sol se elevaba sobre el mar azul como un disco de oro. Sentí el aliento de mi tío Celtilo y tuve la certeza de que se alegraba y quería decirme que todo iría bien.

—Necesito un cachorro con urgencia. ¡Uno de tres colores como
Lucía
!

Basilo asintió.

—Mañana te buscaré uno.

—¡Que sea hoy, Basilo!

Me miró de hito en hito, escéptico.

—Mañana partiré hacia Roma y recogeré a Wanda y a mi hijo —dije con seriedad.

Milón y Basilo intercambiaron miradas de preocupación.

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